Si estuvieran en los viejos tiempos de la Guerra Fría, y Sokolov hubiera sido un posible desertor, atrapado tras el Telón de Acero, entonces podrían haber organizado algún tipo de montaje para llevarlo a Occidente y suministrarle una nueva vida. A cambio, él les proporcionaría datos de inteligencia militar sin precio. Pero por lo poco que ella había podido ver, Sokolov dividía su tiempo entre Toronto, Londres y París. Y había muy poco en su cabeza que el MI6 ya no supiera.
—¿Meng Anlan?
Quien le hablaba era chino, o al menos lo parecía; un hombre grueso de cincuenta y tantos años con gafas oscuras y vestido con la chillona camisa de los turistas a los que no les importa que todo el mundo sepa que son turistas. La había estado observando a través de aquellas gafas oscuras.
Ella se lo quedó mirando. Si tenía que preguntar...
—¿Puedo acompañarla? —preguntó él. O más bien gritó, ya que se encontraban a dos metros de una de las sierras de ruedas abrasivas.
Parecía que la conversación iba a ser en mandarín con acento fujianés. Por ella, bien.
Empezó a caminar junto a él, e iniciaron el lento procedimiento de ir quedándose cada vez más rezagados respecto al grupo. Él llevaba una mochila al hombro. Olivia esperó que estuviera llena de comida. Pero ahora no era el momento adecuado para preguntar.
Qué demonios.
—¿Tiene algo... una chocolatina, un paquete de cacahuetes? —Se las había apañado para comprar agua por el camino pero no había comido en casi veinticuatro horas.
—Perdóneme —dijo él en inglés, y rebuscó en la mochila. Lo mejor que pudo encontrar fue un paquete de almendras.
Mientras ella se las metía en la boca, él dijo:
—Menudo revuelo. Su acento decía que había crecido en Inglaterra.
—Estoy segura de que habrá un montón de gente furiosa —dijo ella—. ¿Podemos discutirlo más tarde?
—El hambre la vuelve irritable.
—No es el hambre. Es no saber lo que va a pasar.
—Está usted bien. Está a salvo. Va a ir a casa. Pero hay que hacerlo con un respeto decente hacia los sentimientos de esa gente —señaló con la cabeza la terminal, que no podían ver desde aquí, pero que acechaba psicológicamente por encima de todo—. Vigilan los ferris. Las terminales. Si subiera usted a un avión como si nada y volara a Taipéi, se consideraría...
—Como si se les refregara por la cara.
—Al parecer hubo un montón de muertos.
—Cuatro, para ser exactos.
—En su apartamento, sí. Pero está la cuestión del edificio de apartamentos... ¿o lo había olvidado?
—Lo recuerdo bien.
—En nombre de Dios, ¿qué sucedió allí?
—Es una larga historia. Este no es el sitio para contarla.
—Estamos de acuerdo —convino el hombre.
—Lamento estar centrándome mucho en asuntos demasiado prácticos —dijo ella—, ¿pero cómo subo a un avión sin que sea «como si nada»?
—Usando un nombre falso. Cambiando de aspecto. Y viajando conmigo.
—¿Cree que eso los engañará?
—La verdad es que sí, pero aunque no lo haga, el propósito es...
—Mostrar respeto por sus sentimientos.
—Sí.
El hombre (de algún modo se habían saltado toda presentación formal) se acercó más y le pasó la mochila a su hombro.
—Ropas —dijo—. Dinero. Pasaporte británico. No a su nombre, naturalmente. Una auténtica cornucopia de artículos de higiene femenina. Unas cuantas cosas más.
—¿Un par de libros? —preguntó ella—. ¿O es demasiado pedir?
Él se echó a reír.
—¿Ya le preocupa qué va a hacer en el vuelo a Londres?
—No importa. Seguro que me lo pasaré durmiendo.
Él dirigió su atención a la visita a la fábrica de cuchillos durante unos momentos, admirando un martillo neumático que usaba energía hidráulica para golpear una pieza de acero al rojo que era manejada por un obrero en taparrabos, desnudo de cintura para arriba.
Pero se volvió hacia ella.
—Hay, naturalmente, muchas preguntas.
—Naturalmente.
—Las responderá todas a su debido tiempo.
—Eso suponía.
—Pero hay una en concreto que me han pedido que le haga, por si algo sale mal.
—Por si me caigo del avión.
—Una ola imprevista. Un meteorito.
—Muy bien. ¿Cuál es esa pregunta?
—¿Quién mató a todos esos hombres en su apartamento?
Ella no respondió.
—¿Fue usted?
Hizo una mueca.
—Porque no creíamos que fuera de ese tipo de espía.
—No lo soy —respondió ella—. No fui yo.
—Bien, ¿quién fue entonces?
—Ya ha hecho su pregunta, respecto a algo que me llevaría día y medio responder con propiedad.
—¿Tenemos que preocuparnos por él? Voy a hacer una suposición salvaje de que un cromosoma Y estuvo implicado y uso el pronombre masculino. ¿Tenemos que preocuparnos de que mate a muchos más chinos en suelo chino en algún momento del futuro inmediato?
—Probablemente ni siquiera eran chinos —respondió Olivia—, pero la respuesta es no. Y, por cierto, no es británico.
—Bien. Ah, sí. Una cosa más.
—Creí que había dicho que solo sería una pregunta.
—Es difícil parar una vez que se ha empezado.
—Adelante, pues.
—¿Dónde está Abdalá Jones?
—Podría estar en cualquier parte del mundo —contestó ella—. Estaba en un aeropuerto anoche.
—Lástima.
—¿Verdad?
—¿Un aeropuerto? Extraña forma de expresarlo.
Olivia se encogió de hombros.
—¿Cómo sabe que estaba en un aeropuerto?
Este era entonces el momento. Pero no sabía quién era este tipo. Cuánto poder tenía, que podía o no podía hacer por ella. Tenía la impresión de que solo actuaba como enlace entre ella y alguien más, alguien que estaba en Londres.
—El señor Y —dijo.
—¿El del cromosoma?
—Sí.
—Soy todo oídos.
—El señor Y habló con Jones por teléfono.
—Debe de haber sido una conversación interesante.
—La mitad del señor Y lo fue. En cualquier caso, él supo de algún modo que Jones estaba en un aeropuerto. Supongo que oyó los motores de los aviones de fondo, o instrucciones de cómo ajustarse un cinturón.
—Pero el señor Y no sabe nada más.
—Es curioso que lo pregunte. El señor Y dice que ahora tiene más información. Información que podría utilizarse para descubrir adónde ha ido Jones.
—¿Y dónde está el señor Y? ¿Atrapado en China?
—Probablemente mirándolo desde detrás de algún matorral. Pero no se vuelva.
—No me volveré. No puedo decir cuánto me complace que comprenda que tiene que mantener la cabeza gacha.
—Tiene todo tipo de talentos.
Esto provocó una mirada de curiosidad en el hombre. Olivia, recordando las actividades de esta mañana en el búnker, sintió que se ruborizaba y esperó que él lo confundiera con el calor del horno que se reflejaba en su cara. Continuó a toda prisa.
—Si quiere llegar a un acuerdo con él para sacarlo a salvo del país (que es lo que yo recomiendo y por lo que abogo) entonces puedo prepararle un encuentro con él y hacerle saber dónde nos hallamos.
—Obviamente, no tengo un pasaporte preparado para un caballero de su descripción —dijo el hombre—, ya que ni siquiera sé cuál es esa descripción. Aunque lo tuviera, que un hombre blanco vaya hoy al aeropuerto y suba a un avión...
—Comprendo.
—Hablando de pasaportes...
Olivia se quedó atónita unos instantes, luego entendió su significado. Buscó en el bolsillo y sacó su pasaporte chino. Su pasaporte de Meng Anlan de un millón de libras. El hombre lo cogió y, con un breve gesto, lo arrojó a las fauces abiertas de la fragua. Estalló en llamas antes incluso de tocar las brasas, y quedó completamente consumido en unos instantes.
—Adiós, Meng Anlan —dijo—. Hola, sea cual sea el nombre del pasaporte que hay en esa mochila. Lo he olvidado ya.
—Obviamente, me complace que pueda sacar del país a quienquiera que yo sea ahora —dijo Olivia—. Pero no me marcharé hasta que sepa que va a ser del señor Y. Sé que no puede conseguirle un pasaporte. ¿Pero no hay ningún modo...?
El hombre asentía.
—Tenemos, de hecho, un plan de contingencia.
—¿De veras?
—Sí. Somos buenos en ese tipo de cosas. Es mucho más de la vieja escuela. Muy de la Guerra Fría. Puede que a su amigo le guste.
—¿Un submarino de bolsillo?
—Todavía más de la vieja escuela. Hay un carguero —dijo—. Se puede ver desde la costa norte de la isla. Está anclado. Matrícula panameña. Tripulación filipina. Armador taiwanés. Ha estado transportando carga en Xunjianggang.
Se refería a uno de los distritos portuarios de Xiamen; Olivia y Sokolov lo habían atravesado en el taxi acuático anoche.
—Dentro de unas horas —continuó el hombre—, zarpará para el puerto de Long Beach. Esperábamos poder conseguir algo con destino a Sydney (sería más rápido) pero es más importante sacarlos a usted y a su fantástico séquito homicida hoy mismo, antes de que los chinos se enfaden más de lo que ya están. Así que será Long Beach. La ruta tarda unas dos semanas o así.
—¿Cómo hacemos que funcione?
—Tendremos que abordar el barco justo después de que oscurezca. Esto es algo que tendrá que disponer usted misma, preferiblemente sin dejar el distrito del muelle regado de cadáveres. Cuando el barco esté saliendo del Xunjianggang y empiece a ganar velocidad, debería ser posible acercarse y abordarlo. Mientras permanezcan fuera de la vista, no debería haber problemas.
—¿Fuera de la vista? ¿Habla en serio?
—Del continente. Suban por la parte de estribor.
—¿Y ellos estarán preparados?
—Más nos vale —dijo él—, considerando lo que les hemos pagado.
Pasaron las restantes horas de oscuridad aprendiendo la física del barco, lo que no fue en modo alguno fácil porque ya llevaban despiertos veinticuatro horas seguidas.
Había que deshacerse del cuerpo de Mohamed. Esto significaba arrojarlo por la borda, cosa que parecía terrible y espantosa. Evitaron la cuestión durante un ratito, pero quedó descartado que pudieran compartir el puente con un muerto. Así que, después de mucho retrasarlo y pensarlo, Csongor se fue a buscar algo que fuera denso y pesado para arrastrar el cuerpo al fondo del mar, pero no tanto para que no pudieran moverlo, y que no necesitaran para ninguna otra cosa. Acabó decidiéndose por una caja negra de acero llena de cartuchos de 7,62 milímetros, de las cuales había varias por toda la bodega de carga. La colocó sobre los tobillos de Mohamed y los alzó mientras Yuxia los unía con cinta de plástico, y luego sacó a rastras el cadáver del puente y lo dejó tendido sobre la barandilla. Mohamed permaneció allí un momento. A Csongor le pareció que sería adecuado decir algo. Pero advirtió que no había nada que supiera decir que Mohamed y su gente no encontrara ofensivamente sacrílego. Así que acabó por empujarlo. Las ataduras de plástico parecieron aguantar, y el cadáver desapareció.
Con cubos de agua de mar, izados con cuerda, fregaron el suelo de acero del puente hasta que ya no quedó sangre. Tras buscar por el barco encontraron escobas y útiles de limpieza y le dieron un frote intensivo, lavando las manchas de sangre y las huellas de algunas de las superficies verticales del puente. Marlon arrancó la radio de su anclaje y la arrojó al mar, junto con su ensangrentado micrófono.
La interfaz de usuario del GPS era de todo menos intuitiva, pero Marlon averiguó cómo manejarla y entender su diminuto mapa. De pie en la oscuridad, empezaron a comprender dónde habían estado (pues el GPS mostraba el anterior rumbo del barco) y adónde iban. Parecía que, durante la primera hora de viaje, Mohamed se había dirigido más o menos al sur siguiendo la costa, y luego viró hacia el este, directo a Taiwán a una velocidad de unos diez nudos. Esto los había llevado a unas treinta millas náuticas de la costa china, que era donde habían tenido lugar la confrontación y el tiroteo.
En ese punto, Marlon había reducido la velocidad del barco a poco más de cinco nudos. No era lo más lento que podían navegar, pero si fueran más despacio perderían toda sensación de que hacían progresos, y el barco parecía dar vueltas a la deriva (una impresión que podía confirmarse ampliando la trayectoria en la pantalla y observando la forma en que avanzaba). Parecía que el timón no era capaz de hacer su trabajo a menos que surcara las aguas con un mínimo de velocidad.
Marlon le contó a Csongor lo que había dicho Batu del indicador de combustible, o de su carencia, y por eso Csongor bajó a la sala de máquinas y se pasó un rato tratando de comprender cómo funcionaban los motores, hasta que identificó el circuito del combustible y la bomba que lo alimentaba. A partir de ahí, la tubería conducía a través de un mamparo a un espacio ocupado en su mayor parte por un par de tanques cilíndricos de tamaño impresionante y tranquilizador, cada uno de algo más de un metro de diámetro y unos tres metros de largo. Cada uno tenía una tubería soldada en lo alto. Csongor las siguió hasta un par de conectores en la cubierta, que supuso se usaban cada vez que se acercaban al equivalente náutico de una gasolinera. Al iluminar con la linterna esa zona, trazando lentamente círculos concéntricos, finalmente encontró dónde guardaban la varilla de medir: un trozo de (inevitable) bambú asegurado a la borda por cuerdas flexibles, y marcado con rotulador con (para él) crípticas anotaciones. Llamó a Yuxia para que le ayudara a interpretar las marcas, y luego abrieron una de las escotillas por donde se introducía el combustible y metieron la caña de bambú. Luego la sacaron poco a poco, mano sobre mano, rezando para sentir pronto el frío y húmedo gasoil en las palmas. Sin embargo, esto no sucedió hasta que emergieron los últimos centímetros de la caña. Yuxia leyó el número más cercano marcado. No significaba nada, ya que no tenían ni idea de la velocidad a la que los motores consumían combustible. Pero no se podía ignorar el hecho de que era el último número en la caña.
—Tenemos que ser científicos —dijo Csongor, y marcó la localización exacta del nivel de combustible y anotó la hora.
Luego repitieron el experimento con el otro tanque y descubrieron que estaba completamente seco. Csongor se agachó y toqueteó las válvulas y confirmó sus sospechas de que el tanque vacío, simplemente, había sido desconectado del sistema: los yihadistas solo habían empleado un tanque, y no se habían molestado en echarle más que un poco de combustible, ya que lo único que hacían era merodear por la bahía de la isla.