La ruta y la situación actual del avión estaban también superpuestas en el mapa, y mostraban que el vuelo había sido seguido con precisión hasta hacía unos pocos minutos. Ahora se dirigían un poco al norte del curso debido, siguiendo un rumbo que parecía llevarlos al sur de Taiwán.
Nada de esto habría tenido sentido para ella si no hubiera formado parte de la reunión de anoche en la cabina principal. Obviamente, nunca habían tenido la menor intención de dirigirse a la isla de Hainan. Habían elegido ese destino solamente porque era un vuelo doméstico y como tal no llamaría la atención de las autoridades de inmigración del aeropuerto de Xiamen. Para eso, cualquier destino de China habría bastado. Pero Hainan parecía tener otra ventaja, y era que un vuelo desde Xiamen hasta allí sobrevolaría de forma natural el océano, y sobre el océano era posible escapar con trucos como volar a ras de las olas para evadir el radar.
Comprendió que estaban haciendo algún tipo de juego que tenía que ver con el funcionamiento del sistema de control del tráfico aéreo. Aunque nunca había estudiado esas cosas con detalle, sabía de forma más o menos vaga que el radar tenía un alcance limitado y que la estructura del sistema de control del tráfico aéreo reflejaba de algún modo ese hecho: el espacio aéreo de un país se dividía en zonas separadas, cada una de ellas dirigida desde un centro de control distinto con su propio sistema de radar. Los aviones en vuelo eran entregados de un centro de control al siguiente a medida que iban recorriendo el país. En un momento determinado ellos habían dejado de ser responsabilidad de los controladores del tráfico aéreo de Xiamen para entrar en una zona controlada por Hong Kong. O tal vez al sobrevolar el océano habían entrado en una tierra de nadie que no era monitorizada ni controlada por ninguna autoridad. En cualquier caso, supuso que, en los últimos minutos, habían llegado a una de esas costuras en el sistema. Pavel y Sergei se habían despedido de los controladores de la zona de la que partían y se habían lanzado en picado antes de aparecer en la pantalla del radar y llamar la atención de ningún otro controlador.
Adónde se dirigían ahora solo podía ser objeto de conjeturas. Cuando dejaran atrás el extremo sur de Taiwán, no había más que océano Pacífico. Pero había visto suficiente de grandes rutas circulares ayer por la noche para comprender que volando básicamente al este, como estaban haciendo ahora, era imposible cruzarlo.
Tardaron media hora en llegar al este de Taiwán. El avión viró entonces de nuevo a la izquierda, y su pequeño icono en la pantalla rotó hasta que apuntó un poco al nordeste. De modo que pareció que estaban ejecutando una gran maniobra en forma de U en torno al espacio aéreo taiwanés.
La radio, que había permanecido un rato en silencio, cobró vida de nuevo; al parecer los pilotos habían pasado a una frecuencia diferente, y al parecer esa frecuencia era utilizada por el Centro de Taipéi, ya que todas las transmisiones ahora parecían originarse allí. El Centro de Taipéi parecía estar controlando gran número de Boeings y Airbuses que se identificaban diligentemente, no solo con sus indicativos, sino con sus orígenes y destinos también, y por eso Zula tuvo la clara impresión de un aeropuerto enormemente abarrotado que dirigía Jumbos que venían o despegaban hacia destinos lejanos como Los Ángeles, Sydney, Tokio, Toronto y Chongqing.
El avión tardó menos de una hora en dejar atrás el extremo norte de Taiwán, que era donde estaba situado Taipéi. Entonces ejecutó una serie de maniobras y comenzó un largo y firme ascenso, que Zula pudo seguir usando las valiosas pantallas de datos que aparecían más o menos cada minuto en la pantalla de televisión. Presumiblemente todo esto hacía que el avión fuera visible en el radar suponiendo que hubiera alguna estación de radar al alcance. Pero al mirar al mapa a menor escala que de vez en cuando aparecía en la pantalla, Zula advirtió que estaban en una región donde los aviones de todo el Sudeste Asiático y Australia podían volar hacia el norte en ruta hacia Japón o Corea. ¿Esperaban entonces pasar desapercibidos en medio de todo el revoltijo?
Su vejiga ya no aguantaba más, así que abrió por fin la puerta y salió a la cabina principal. Estaba abarrotada y olía a hombres sudorosos. Los cuatro soldados estaban sentados juntos al fondo. Dos de ellos dormían, otro leía el Corán, y el cuarto estaba concentrado en un portátil. En la proa de la cabina, habían desplegado una mesa y la habían cubierto con grandes cartas aeronáuticas donde Khalid y Abdalá Jones al parecer habían estado siguiendo sus avances. Khalid estaba allí ahora, mirando directamente a Zula con odio, fascinación, o ambas cosas. Jones no quedó a la vista hasta que ella recorrió el pasillo hacia el cuarto de baño. Entonces lo descubrió tendido de espaldas con los pies en el pasillo y la cabeza en la carlinga. Miraba casi verticalmente hacia arriba a través de las ventanas de la carlinga. Pavel y Sergei doblaban también el cuello en lo que parecía una postura incómoda, atentos a algo que parecía estar por encima y por delante de ellos.
Zula usó el cuarto de baño. Cuando salió, los tres hombres seguían en la misma posición, aunque Jones había empezado ahora a reír de satisfacción.
Al ver a Zula de pie junto a él, enderezó el cuello, se puso en pie y la llamó. Ella entró en la carlinga, se arrodilló y miró hacia arriba.
A no menos de treinta metros sobre ellos se veía el vientre de un 747.
Eso explicaba por qué habían podido ganar altitud. Habían sincronizado su plan de vuelo con el despegue de este Jumbo del aeropuerto de Taipéi. Se dirigía (dedujo) a Vancouver o San Francisco o algún otro destino de la Costa Oeste. Al colocarse debajo mientras se dirigía al norte desde el extremo de Taiwán, se habían situado debajo y ganado altura al sincronizarse con él, su señal mezclada en las pantallas de radar de los controladores del tráfico aéreo y las instalaciones militares de la costa este de Asia.
Se sirvió una lata de Coca-Cola y una bolsa de patatas fritas de la diminuta cocina del avión, y luego regresó a la cabina, sintiendo los ojos de Khalid en su espalda. Jones estaba ahora sentado frente a él al otro lado de la mesa, y ambos examinaban una carta del Pacífico norte.
El soldado del portátil estaba sentado de espaldas a ella. Al mirar por encima de su hombro vio lo que atraía tanto su atención: estaba jugando al Simulador de Vuelo. Practicaba despegar desde una pista rural.
No quiso dejar claro lo que había advertido, así que siguió andando sin detenerse y regresó a la cabina y cerró la puerta tras ella.
El hombre, que se presentó como George Chow, llevó a Olivia a Jincheng, una ciudad pesquera situada en el extremo occidental de la isla. Habían levantado un par de hoteles cerca de la terminal de ferris, para atender a una mezcla de turistas y hombres de negocios, y George Chow había reservado una
suite
en uno de ellos. Al parecer había venido en compañía de una mujer tailandesa que tenía ciertos talentos como peluquera y maquilladora. La mujer tenía un corte de pelo estilo años veinte y llevaba llamativas gafas de diseñadora y un maquillaje algo exagerado. Había esparcido periódicos por el suelo y sacado sus tijeras y peines y cepillos. Olivia se dio una ducha rápida y luego recibió un corte de pelo exactamente igual que el de la tailandesa que, en cualquier otra situación, habría temido. Las gafas resultaron ser falsas: los cristales no estaban graduados. Olivia acabó poniéndoselas. También el mismo maquillaje. Y unos minutos después, la misma ropa. Un policía de la República Popular de China que tuviera una foto borrosa de Meng Anlan no la identificaría inmediatamente como la misma persona: y si alguien había advertido a George Chow en el vuelo de Taipéi de esta mañana con la tailandesa del brazo, pensaría que volvía a casa en compañía de la misma dama.
Mientras todo esto sucedía, George Chow desapareció durante aproximadamente una hora, y luego volvió diciendo que diversos asuntos habían sido resueltos.
Uno de los cuales, al parecer, era un taxi, que los esperaba en el callejón al lado de la zona de carga y descarga del hotel, conducido por un hombre que, dedujo Olivia, había recibido una buena paga para no fijarse ni hablar de nada. Fueron al lugar en mitad de la isla que Sokolov había identificado antes como un buen punto de encuentro. Sus ventajas quedaron ahora claras. Se detuvieron cerca de la alcantarilla bajo la carretera, y George Chow fingió hacer fotos de Olivia ante el fondo del bosque. Sokolov pudo permanecer perfectamente oculto, aunque estuviera solo a unos pocos metros de distancia, hasta que llegó un momento en que la carretera quedó libre de tráfico. Salió entonces e hizo un trabajo pasable al ocultar su diversión ante la nueva Olivia.
—Eres la reina de la moda —observó.
—Durante dos horas. Cuando llegue a Taipéi, me quito todo esto.
—¿Y luego adónde? ¿A Londres?
—Supongo. Sí. Vamos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Sokolov, con cierta brusquedad. Conocía demasiado mundo para imaginar que también a él lo llevarían a Londres.
—Te lo explicaré en el coche —dijo Olivia.
El día se había ido volviendo gris, y ahora era borrascoso, con una fuerte brisa que soplaba del norte. Esto les venía bien, ya que daba a Sokolov la excusa de ponerse el impermeable que le habían comprado en Jincheng, y echarse la capucha. Por ahora, sin embargo, se agachó mientras George Chow explicaba lo que iban a hacer. El conductor los llevó al oeste, de vuelta a la ciudad, y luego al norte, siguiendo en paralelo la costa occidental de la isla, hasta que dejaron atrás la zona edificada (lo que les llevó unos treinta segundos) y entraron en otro de esos extraños lugares donde los chinos no iban nunca, al parecer por el motivo de que allí no había otros chinos. Era una playa deshabitada similar a la que habían encontrado al salir del agua anoche. En terreno elevado, donde la arena era contenida por las raíces de la hierba dispersa, un hombre y su hijo hacían volar unas cometas. Debajo, la playa se extendía durante al menos un kilómetro. Olivia pensó al principio que estaba salpicada todavía con más obstáculos anti-tanque que la otra playa. Sin embargo, al examinarla con atención, lo que vio fueron miles de columnas de hormigón plantadas en la zona de marea para dar a los percebes algo donde crecer. Los trabajadores se abrían paso entre ellos. Todos llevaban una vara de bambú sobre los hombros, con una cesta o una bolsa colgando a cada lado. Visto a través del denso aire del inminente aguacero, parecía un cementerio colosal: no un cementerio americano moderno con sus monumentos pulidos y perfectamente ordenados, sino el patio de una iglesia inglesa de mil años de antigüedad con lápidas grises gastadas ladeándose a un lado y a otro.
George Chow pareció adivinar que querían intimidad, o tal vez sentía la necesidad de vigilar el tráfico que venía por la carretera de la costa, y por eso permaneció en el taxi mientras Sokolov y Olivia bajaban, tratando de llegar al agua. Pues habían llegado temprano. La marea estaba baja. Olivia dejó su bolso en el coche y continuó descalza. Sokolov usaba ahora un GPS de mano que le había suministrado George Chow y buscaba un punto de ruta marcado en su pantalla.
Cuando llegaron a un lugar donde la bruma y la niebla los hacían invisibles desde la carretera, se sentaron en un par de columnas adyacentes que los recolectores habían dejado limpias y vieron subir la marea. Estaban solo a un centenar de metros del punto de encuentro. Olivia no llevaba mucha ropa puesta, y Sokolov no tuvo que preguntar para saber que tenía frío, así que se sentó a barlovento de ella y la envolvió en su impermeable para que pudiera acurrucarse bajo su brazo.
—Creo que voy a ir contigo —anunció ella, después de pasar diez minutos en silencio.
—¿No vas a subir al avión? —preguntó Sokolov.
—No. ¿Por qué debería? Nada me impide que suba a ese barco contigo y llegue con el carguero hasta Long Beach.
Él lo pensó durante largo rato. Tanto que ella empezó a temer que había metido la pata. Sokolov había disfrutado del polvo de esta mañana en el búnker, y podría disfrutar de más en el futuro, suponiendo que no hubiera ningún compromiso; pero verse atrapado con Olivia en un carguero durante dos semanas era estar demasiado tiempo juntos. ¿Qué hombre no retrocedería un poco, ante eso?
—Haría más interesantes las dos semanas —reconoció él. Luego pasó al ruso—. Pero no es la elección correcta para ti.
Parte de ella quiso preguntar «¿Por qué no?», pero, tras haberlo molestado ya, no quería montarle un numerito.
—¿Cuál es la elección correcta?
—Encontrar a Jones —dijo él—. Averiguar dónde está. Decírmelo.
—Pero si lo encontramos, lo matarán, o lo capturarán, lo que sea. No necesitamos que tú lo mates.
—Puedo soñar.
—¿Entonces quieres que me pase estas dos semanas buscando a Jones?
—Sí.
Ella se zafó de su abrazo y se escabulló, bajando de la columna para aterrizar con ambos pies en la orilla. El agua le llegó hasta los tobillos, y las olas salpicaron sus muslos.
—Lamento tener toda esta mierda en la cara —dijo—. Hace que me sienta estúpida.
—Está bien —respondió él, desviando tímidamente la mirada.
—Escucha —continuó ella—, la pista de Jones está fría. No hay nada que yo pueda hacer en las próximas dos semanas para encontrarlo.
—A menos que yo proporcione información.
—Sí. Cosa que creo que puedes hacer ahora.
Olivia miró por encima de su hombro, hacia la bruma que había descendido sobre el estrecho entre Kinmen y Xiamen. Podían oír un bote allí, su motor ronroneando lentamente y acelerando de vez en cuando mientras su piloto seguía la marea hacia ellos.
—Ahí tienes tu transporte —dijo ella, señalando—. Tienes lo que querías: pasaje seguro para salir de China. Dime lo que sabes. Yo lo utilizaré mientras estás en el carguero. Cuando llegues a Los Ángeles, llámame.
—La matrícula de cola del avión de Jones es como sigue —dijo Sokolov, y recitó una serie de letras y números. Olivia le hizo repetirlo varias veces—. Despegó de Xiamen a las cero siete uno tres hora local y se dirigió al sur.
—¿Por qué crees que se dirigió al sur?
—Tal vez se dirigió a Mindanao, donde los yihadistas tienen campamentos. Pero lo dudo. Probablemente es una maniobra de distracción. Llegará al océano, pasará a una altitud mínima, desaparecerá del radar, desconectará el transpondedor, y luego hará otra cosa.