Authors: Mike Shepherd
Kris estudió la estancia. Madre y su gallinero se encontraban a su derecha. Los militares, ante ella. Kris echó un vistazo en derredor para decidir su próximo destino.
Y fue a toparse con el comodoro Sampson y con...
—Kristine Longknife, apuesto a que no te acuerdas de mí. —Un hombre de mediana edad, con algunas canas, impecablemente vestido, extendió su gruesa mano hacia ella. Tras él había tres, no, cuatro guardias de seguridad que hacían que los escoltas de padre pareciesen anémicos. Estos la miraron de arriba abajo y continuaron observando a los presentes. Ya había más de cuatro personas que no estaban tan seguras de que aquel día no se derramaría sangre.
—Hola, señor Smythe-Peterwald—lo saludó Kris, asegurándose de no perder la sonrisa ni por un instante—. ¿Qué le trae a Bastión?
—Oh, hay tantas cosas en marcha. Casi puedes oler el futuro. Aquí se concentra el auténtico poder, así que aquí he venido. Cuando consiga quitarle a tu padre todos esos pájaros de la cabeza sobre los límites de la expansión humana, ante nosotros se extenderá una galaxia entera a la espera de que la colonicemos.
—La última vez que lo intentó, nos encontramos con los tentáculos de los iteeche en torno a nuestros cuellos —dijo alguien tras Kris. Se volvió y dio con el bisabuelo Peligro, espléndido con su traje rojo y azul, observando a Peterwald con cara de póquer.
—El imperio iteeche no ha dado señales de vida en los últimos sesenta años —señaló el comodoro Sampson.
—Eso no significa que haya desaparecido —observó Peligro mientras sorbía su cerveza—. A sus emperadores nunca les gustó la idea de expandirse.
—Pero la humanidad sí debe expandirse —dijo el señor Peterwald en voz baja—. Nada puede limitarnos. ¿Por qué deberíamos limitarnos nosotros mismos, entonces?
Aquel era el planteamiento esencial de los expansionistas. La magnífica humanidad. Kris estaría encantada de adherirse a aquella corriente.
Pero los iteeche estuvieron a punto de convertirnos en la extinta humanidad.
Kris mantuvo la boca cerrada.
—Sí —asintió Peligro—. La expansión es necesaria. Pero una expansión organizada garantiza que, la próxima vez que sea necesario, estemos preparados para hacer frente a una posible amenaza. Todo lo preparados que podamos estar, claro. La galaxia es un lugar bastante extenso, Petie, y quién sabe lo que hay ahí afuera.
—¿Tú qué opinas, Kris? —El señor Peterwald volvió su sonrisa hacia Kris. Esta intentó medir la sinceridad de sus palabras y concluyó que en una escala del cero al diez... estaba en números rojos.
—La galaxia es un lugar interesante, pero acabo de empezar a aprender a desenvolverme en ella —respondió Kris, esquivando la pregunta tal y como le habían enseñado a hacerlo. Los medios opositores no recogerían ninguna de sus declaraciones para utilizarlas como munición contra su padre en el informativo de la tarde.
—Suenas como una jovencita muy precavida. —La sonrisa de Peterwald se volvió todavía más falsa, si es que aquello era posible.
—Lo cual no me parece nada malo. —Peligro asintió.
—Bueno, mi hijo está con el grupo que acompaña a tu madre. Espero que nos reunamos más adelante. Creo que no lo conoces.
—No, no he tenido el placer.
—Bueno, quizá hoy.
—Sí. —Kris permaneció quieta mientras Peterwald se alejaba, sonriendo y saludando a su paso, hacia el lugar en el que se encontraba su madre. Sin mediar palabra, el comodoro Sampson dio la espalda al general Peligro y se unió a otro grupo de oficiales. Kris se tomó su tiempo para recuperar el aliento y comprobar que su sonrisa no se hubiese desvanecido.
—He oído que lo hiciste muy bien —dijo el bisabuelo Peligro, deslizando una mano al interior de su bolsillo y llevándose la cerveza a los labios con la otra.
—Saqué a todos de una pieza, señor.
—¿Vas a empezar a llamar «señor» a tu viejo bisabuelo?
—Cuando ambos llevemos el uniforme y estemos en público, eso creo, señor.
—Así se habla —dijo él.
—¿Cómo están de mal las cosas?
Aquella pregunta hizo que el viejo soldado hiciese una pausa. Estudió las burbujas de su cerveza durante un instante, negó con la cabeza y volvió la mirada hacia Tommy.
—No tan mal como para desear que no llevases ese traje, jovencita. Creo que los viejos como yo que todavía recordamos lo que es una auténtica guerra deberíamos advertir a los olvidadizos y los mal informados para que no comentan ninguna estupidez. —Dio un sorbo a su cerveza—. Eso espero. ¿Qué bebes?
—Agua con gas.
—Sigo pensando que tu principal problema eran las pastillas que te daba tu madre cuando eras una «señorita». No creo que seas una alcohólica.
—Hay muchas cosas en la vida que no necesito saber. —Kris sonrió al comprobar que su bisabuelo dejaba atrás aquel problema que aún la despertaba por las noches, entre escalofríos.
—Damas y caballeros, si me permiten. —Aquellas palabras solo consiguieron rebajar un poco el volumen que reinaba en la estancia.
—¿Quieres unirte a nosotros? —ofreció el bisabuelo Peligro—. Estáis vestidos para la ocasión y, por lo que tengo entendido, hoy es tu día especial.
—Si no te importa, creo que me quedaré donde estoy —dijo Kris, y Tommy asintió rápidamente a su lado.
—¿Te da miedo un puñado de viejos generales?
—Con tantas estrellas, lleváis varias galaxias encima.
—Es vuestra galaxia, niños. Algún día llevaréis vuestra propia constelación.
—Somos alféreces. No tenemos autorización para participar en vuestros cotilleos y, además, no necesitamos escucharlos.
—¿Ahora te acobardas? Eh, te has enfrentado a minas y fusiles. No es posible que tengas miedo de unos cuantos viejos y viejas. ¿O somos nosotros dos los que os asustamos? Sabe Dios que, viendo tu árbol genealógico, tienes derecho a apartarte de tus familiares.
—Nunca de ti, abuelo.
Él la tomó del brazo y ella permitió que la guiase por la estancia. Tommy los siguió con el entusiasmo de un barco siendo remolcado al desguace. Pasaron ante las patrullas de vigilancia como si tal cosa. Padre estaba entregando la primera pareja de medallas a unos artistas y burócratas cuando Peligro incomodó a un par de generales de tres estrellas para abrir un hueco en el que pudiesen entrar Kris y él, cerca del jefe del Estado Mayor de la Tierra. Kris sonrió de oreja a oreja y se sentó en una silla vacía entre los dos generales mientras Tommy aprovechaba la oportunidad para dirigirse a un rincón seguro y tranquilo.
—General Ho, esta es mi bisnieta, la alférez Kris Longknife. —Mientras Kris se esforzaba por recordar que era la hija del primer ministro y que había sobrevivido a situaciones peores que aquella, repasó mentalmente el protocolo:
Ya le ha presentado. Y a ti. No saludes como un militar. No hace falta, ¿verdad? Es un encuentro social, ¿no? Ni hablar.
Kris le devolvió un formal ademán.
—Tengo entendido que le ha ido muy bien.
—Hice lo que cualquier alférez hubiese hecho en mi situación, general.
—Y que no se le olvide. Aunque siendo una Longknife, no creo que eso ocurra. ¿Verdad, Ray?
¡Maldita sea!
Su otro bisabuelo había quitado a un general de cinco estrellas de su asiento, al otro lado de Ho, a empujones. Justo lo que Kris necesitaba: una reunión familiar. Todavía estaba intentando actuar como una alférez en un entorno tan variopinto y ahora tendría que soportar a su disfuncional familia.
Genial.
—Si sobrevive, puede que aprenda alguna que otra cosa —dijo Ray.
El primer ministro estaba siguiendo la lista en orden ascendente, pronunciando los nombres con mayor énfasis a medida que los mencionados ganaban relevancia política para su partido. Sin embargo, la actitud de los militares que rodeaban a Kris hizo que contuviese su reacción. Estos habían sido invitados por sus superiores políticos, por eso habían acudido. Sin embargo, una vez reunidos, permanecieron sentados con los brazos cruzados, silenciosos como esfinges ante una sociedad que no los comprendía, rara vez los necesitaba y, en general, optaba por ignorarlos.
Mientras padre se aproximaba al final de aquella lista despiadadamente larga, anunció que el último galardón sería entregado no por él, sino por el general Ho, pasando por alto al jefe del Estado Mayor de Bastión, el general McMorrison. Cierto, Kris estaba sirviendo en la Marina de la Sociedad de la Humanidad, pero la Tifón había sido construida en Bastión y de allí provenían sus tripulantes: era, a todos los efectos, una nave de Bastión. El primer ministro estaba pidiendo recibir otra lección acerca de cómo cuidar y mantener a sus propios guerreros... una lección que Kris no le impartiría.
El general Ho arqueó las cejas una fracción de centímetro, del mismo modo se torcieron de forma casi imperceptible las arrugas en torno a los ojos y la boca de los generales y almirantes que lo rodeaban, por el mismo motivo. Sin embargo, se abrió paso hasta el estrado sin vacilar. El maestro de ceremonias entregó al general la carpeta con la citación de Kris y le entregó la medalla a su padre. Kris había pasado la última hora rezando a todos los dioses de la burocracia del panteón familiar para que aquella tarea recayese en los soldados que sabían cómo llevarla a cabo. No sirvió para nada. Madre estaba encaramándose al estrado, con sus bamboleantes cancanes. Aquello se estaba convirtiendo rápidamente en un maldito circo político. Por suerte, el general Ho parecía inmune a los circos políticos, malditos o no.
—Alférez Longknife, dé un paso al frente —gruñó.
Los otros galardonados se habían dirigido al estrado entre risas, charlando, hablando con padre, o incluso gritando cosas al público. Kris marchó con los hombros rectos y la cabeza alta; su sargento instructor hubiese estado orgulloso de ella.
El general Ho leyó la citación con una voz clara y hosca, concluyendo con un:
—Sus acciones contra actos criminales y bajo fuego enemigo merecen un reconocimiento hacia usted y hacia la Marina en la que sirve.
Kris pestañeó; en el pasado, aquella fórmula siempre concluía con un «y la Marina de la Sociedad de la Humanidad, en la que sirve». El general Ho le ofreció la carpeta a Kris. Tras ella, los oficiales de alto rango se revolvieron en sus asientos, oponiéndose sin palabras a aquel fragmento no mencionado.
Kris echó un vistazo a la fórmula. Aquella frase tradicional estaba bien clara. El general Ho la había omitido. ¿Era aquel su modo de comunicar a sus compañeros oficiales que la bandera verde y azul estaba perdiendo poder?
Los civiles, por supuesto, pasaron por alto el drama que estaba teniendo lugar ante ellos. Se levantaron mientras madre y padre rodeaban a Kris. Madre, por supuesto, fue quien le puso la medalla.
—Bueno, cielo, ahora que ya tienes tu premio, ¿estás lista para volver a casa? —le susurró mientras se las ingeniaba para poner el imperdible sobre el pecho izquierdo de Kris—. Una versión en miniatura quedaría preciosa como pendiente. Conozco a un joyero que podría incrustar unos diamantes para que quedase divino del todo.
—Madre... —le susurró Kris, modulando su voz para que recordarse al tono que tenía a los catorce años... ella y una generación entera de chicas—. No puedo dejar la Marina así como así. Lo llaman deserción, amotinamiento, cosas así.
—Oh, tu padre me estaba contando esta misma mañana que han recortado el presupuesto de la Marina. ¿No van a enviar a los marineros pronto a casa?
—Sí, madre, pero yo soy una oficial. Cobramos la mitad y quieren que volvamos al trabajo por esa mitad.
—Bueno, me parece a mí que...
—Señoritas, sonrían para las cámaras —ordenó padre a través de una sonrisa de dientes apretados. Kris y madre obedecieron.
El ritual de la foto familiar concluyó cuando todo el mundo siguió por su camino. Madre y padre tenían gente a la que saludar.
El general Ho había levantado muchas suspicacias. Kris buscó alguna silla despejada desde la que recuperar su disposición naturalmente optimista y quitarse de encima la necesidad de pedir un trago de los de verdad.
Casi esperaba verse asediada por una multitud, o al menos responder a un puñado de invitados que le transmitiesen sus mejores deseos. Pero se encontró sola, con Tommy, y libre para observar a su alrededor. La brecha entre los sectores civil y militar de la ceremonia reflejaba las diferencias entre los distintos caminos que habían seguido hasta llegar allí. Los civiles construían, destruían, llevaban iniciativas a cabo, todo por la gloria de la humanidad... y la suya, por supuesto. Kris había estado a punto de morir para que una niña pudiese vivir.
Kris negó con la cabeza.
—El general Ho murmuró algo en voz baja mientras abandonaba el estrado. Algo sobre algunos que están tan lejos en un extremo del terreno de juego que no saben a qué se está jugando —dijo sin dirigirse a nadie en particular—. No le pregunté a quiénes se refería, si a la audiencia o a los generales, pero sospecho que sé lo que quería decir.
Tommy miró alrededor.
—Podría aplicarse a ambos. —Con esas palabras, dejó que Kris dibujase una imagen mental de un partido de béisbol en el que los dos equipos jamás abandonaban sus respectivas áreas.
Kris observó a sus bisabuelos pasar, intentando conseguir una victoria para la Sociedad de la Humanidad, deseando suavizar las tensiones entre dos facciones: una con una fe casi religiosa en que la humanidad permaneciera unida; la otra, defendiendo férreamente el libre albedrío. Sin embargo, una vez salvada esta diferencia, se formarían dos grupos distintos en cada una de las nuevas facciones: uno movido por el beneficio, el poder y la gloria que traía consigo; el otro por el sacrificio, el poder y la gloria. Juegos dentro de juegos. Kris observó los rostros que la rodeaban. ¿Hasta qué punto podría sobrevivir la sociedad a aquellos juegos?
Kris cayó en la cuenta de que los abuelos Ray y Peligro se estaban dirigiendo hacia ella al mismo tiempo que madre, que llevaba un joven tras ella. Kris esperó que madre cambiase de dirección; Peligro era la persona a la que madre más odiaba en toda la galaxia. Pero no hubo suerte. Kris se resignó a sufrir un rato más a aquella disfuncional familia en la que nadie debería verse obligado a sobrevivir.
—Kris, quiero presentarte a Henry Smythe-Peterwald XIII. Deberíais conoceros mejor. Tenéis mucho en común. —
Vale,
pensó Kris,
y si me caso con él, mi suegro dejará de intentar matarme.
La mirada de los abuelos Peligro y Ray al observar a aquel joven no dejó ninguna duda al respecto.