Authors: Mike Shepherd
—¿Cuántos sois? —preguntó Kris, regresando a la vacía embarcación.
—Exceptuando a los tres que murieron hoy, noventa y ocho. ¿Por qué?
—Porque este no es un barco corriente. En su caso, las apariencias sí engañan. —Kris encendió la pantalla y repasó la lista original—. Hay una opción para convertirlo en un barco más grande y de menor calado con motor. Apto para transportar camiones de hasta diez mil kilos. Debería haber sitio para ciento diez personas. Quince metros por seis. Treinta centímetros de espacio libre con la carga completa. José, ¿estás dispuesto a maniobrar algo así por el río?
—Mañana. No con esta oscuridad.
—Lo modificaré ahora por si el río crece demasiado esta noche.
—Buena idea —dijo Sam mientras Kris introducía los comandos de conversión. Incluso en la oscuridad, las paredes de metal que rodeaban a Kris tenían una apariencia brillante. La elevada proa empezó a descender y los costados se desplegaron mientras el barco aumentaba de tamaño, pasando de sus tres metros originales a seis.
Entonces, la estructura entera del barco se desplomó sobre la tierra. Durante un instante, Kris pensó que aquello era parte del proceso, pero entonces algunas secciones lisas de metal empezaron a resquebrajarse, mezclándose con las gotas de lluvia y hundiéndose en los charcos. Kris asió la palanca de control y empezó a desmoronarse. Rápidamente, se agachó y recogió un poco de aquella mezcla de barro y metal líquido de un charco con la otra mano. En su palma, el metal empezó a formar glóbulos, como mercurio líquido.
—Pero ¿qué demonios...? —soltó Kris con la boca abierta de par en par, acompañada por reacciones similares a su alrededor. Contuvo la tentación de tirar el metal líquido al suelo—. Rápido, que alguien saque dos de esas vacunas de mi mochila. Vaciad el recipiente. Tengo que almacenar esta sustancia.
—¿Quieres que echemos a perder una vacuna? —preguntó Tommy mientras abría la mochila de Kris.
—Tenemos trescientas vacunas y aquí solo hay cien personas. Quiero saber qué ha ocurrido.
—Si vivimos para comprobarlo —puntualizó Sam con amargura.
Kris y Tommy metieron las muestras del barco en frascos y los cerraron. Una de ellas tenía algo de barro mezclado con el metal. Bueno, así eran las cosas en Olimpia. Kris miró alrededor en busca de otra muestra, pero en el tiempo que le llevó hacerlo, todas las pruebas de que allí había habido un barco desaparecieron.
—Vamos a resguardar los suministros de la lluvia —dijo Sam—. Si vamos a ahogarnos antes del amanecer, que al menos lo hagamos con el estómago lleno.
—No imaginaba que fueses tan optimista, Sam —dijo José.
—Un año de cielos grises, vacas muertas, cosechas arruinadas, aislamiento y ahora esta fiebre harían tirar la toalla a cualquiera.
—Quizá. Ya habéis oído al hombre, vamos a dar de comer a esta gente. No se pueden tomar decisiones relevantes con el estómago vacío, y el agua no deja de subir. —La tripulación cargó con todo lo que pudo, ayudada por una docena de rancheros que apareció de entre la lluvia y la niebla. Los recién llegados permanecieron en silencio. Los rancheros retomaron lo que parecía una conversación interrumpida.
—Propongo que construyamos algunas balsas. Aún nos quedan dos casas: podríamos derribar los muros y utilizarlos para flotar río abajo.
—No son más que tablones de madera y yeso, Ted. No durarían ni una hora en el río. Además, no podemos adentrarnos ahí fuera con algo más pequeño que un barco. ¿Qué opinas, José?
—Las cosas no pintan bien. No creo que lo consiguieseis. Pero quién sabe, puede que ocurra un milagro.
—No voy a confiar la vida de mi Candi a un milagro. Yo opino que es mejor trepar por el precipicio. Solía hacerlo cuando era joven.
—Sí. Yo subí hasta la cima cuando tenía diez años.
—¿Y cuándo fue la última vez que intentaste trepar por una verja, Bill? —Aquella frase hizo que la conversación concluyese con un resoplido.
—Además, todos hemos conseguido subir por el camino del Afortunado. Hay dos metros de profundidad aquí y allá —observó Sam.
—La única ruta accesible es el salto del Enamorado, y nadie ha sido capaz de subir por él.
—¿Dónde está? —preguntó Akuba en voz baja.
—Detrás de nosotros —dijo Sam.
Akuba orientó su haz de luz en aquella dirección. A través de la lluvia y la niebla, Kris solo alcanzó a ver una superficie rocosa con algún que otro árbol talado. Sobre ella corría agua embarrada. La luz titiló.
—Menuda subida más chunga —dijo Nabil.
—Tenemos una cuerda. ¿Vosotros? —preguntó Akuba.
—Alguna.
Llegaron a dos edificios. Uno era un pequeño granero. Cuatro vacas, sobre las cuales se deslizaban cortinas de agua de lluvia, observaban malhumoradas el refugio del que habían sido expulsadas. El otro era una casa de una única habitación todavía más pequeña.
—La habitan los recién casados durante el primer año, si así lo desean. —Sam proporcionó la respuesta antes de que Kris formulase la pregunta—. Vamos a ver si podemos calentar algo de comida sin despertar a nadie.
Dos docenas de personas, jóvenes o ancianos en su mayoría, dormían en el suelo. Tres mujeres descansaban sobre una cama, brillantes de febril sudor, mientras otras dos intentaban aliviar su malestar. El médico se dirigió hacia ellas mientras Kris seguía a Sam hacia la cocina y empezaba a calentar una ración de campaña estándar. El olor a café atrajo a la gente. Aquellos que podían se levantaron en silencio y desaparecieron en la lluvia.
Cuando las cosas se hubieron puesto en marcha, Sam le dio un golpecito a Kris en el codo.
—Tenemos que hablar.
Kris lo siguió hasta la mesa de la cocina. Sam, Karen, su mujer, y un grandullón que se presentó como Brandon e intentó aplastar la mano de Kris al estrecharla tomaron tres sillas, dejando la cuarta para Kris.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Brandon.
Kris hizo una pausa, esperando a que Sam o su mujer dijesen algo, pero se limitaron a mirarse el uno al otro.
—Mi médico se está ocupando de los afectados de la fiebre de Grearson lo mejor que puede. En unos minutos empezará a vacunar a los vuestros. Después... —Kris dejó la frase inconclusa.
—Después, moriremos todos —sentenció Brandon súbitamente.
—No —insistió Karen.
—Sí, así será —replicó Brandon. En torno a la habitación se arremolinó un grupo de personas, apoyándose contra la pared o sentándose en el suelo. Todos aquellos que estaban despiertos en aquella casa contemplaban al cuarteto reunido en torno a la mesa, aguardando su destino—. Afrontadlo —añadió, volviendo su rostro hacia quienes escuchaban más que hacia aquellos con quienes compartía mesa—. El agua sube a razón de cinco centímetros por hora. Para el amanecer, la tendremos a la altura de los tobillos. No va a venir la caballería al rescate. Ha llegado la maldita Marina y tiene los mismos problemas que nosotros. Ha sido un bonito truco eso de hacer desaparecer el barco, hasta para una Longknife.
—Como tú has dicho, estamos en el mismo barco, o a falta de él —dijo Kris—. Pero no pienso morir mañana.
Brandon resopló con desprecio.
—Creerás que va a venir un helicóptero a rescatarte, bomboncito. ¿Es que no te has enterado? Por la acidez de la lluvia, vendieron todos los aviones y demás juguetitos y los sacaron del planeta. ¿Ha traído alguno la Marina?
—No —dijo Kris, que no estaba dispuesta a mentir delante de la gente. Echó un vistazo alrededor, esperando leer en sus ojos que contaban con ella, independientemente de lo mal que se presentasen las cosas, para que les sacase de aquel aprieto. Pero no encontró nada más que vacía desesperanza, como si ya se supiesen muertos. Kris tragó saliva; aquella gente no la estaba mirando en busca de esperanza, sino de la última confirmación de que solo les quedaba rendirse.
—Así que estamos en el siglo XXIV y no contamos con otra cosa que nuestras propias manos para salvarnos, y, hermanita, hemos trabajado de sol a sol para ello y no lo hemos conseguido. Si vamos a morir, yo propongo que nos llevemos esta bola de barro con nosotros.
Aquella absurda sugerencia ni siquiera provocó el menor revuelo entre los espectadores. Kris observó a Sam y a Karen. Estaban mirando hacia la mesa, con la mirada tan muerta como las reses ahogadas que Kris había tenido que apartar por el camino hasta aquel lugar. ¿Cómo podía alguien acabar tan desesperanzado e indefenso?
—¿Por qué no íbamos a llevarnos este planeta por delante? —continuó Brandon—. Sus habitantes no han hecho nada por nosotros. Y ya sabéis qué oferta recibió Sam. ¿Está al corriente la señorita Longknife de ello? Quizá fuese tu abuelo el que le hizo la oferta.
—No sé mucho acerca de los negocios de mi abuelo Alex. Por si no te has dado cuenta, soy una alférez de la Marina y, en estos momentos, dependo de mí misma. —
Venga, gente, reíd, sonreíd, mostrad emociones.
Pero, a su alrededor, la gente se limitó a mirar al suelo.
—A Sam le hicieron una oferta desastrosa, marine. ¿Qué te parece? Cuando todo esto acabe, no seremos más que un montón de esclavos, como los trabajadores de las fábricas en la Tierra. Desde luego, no es así como yo quiero vivir.
Así que era eso. Kris tragó saliva; habían trabajado durante toda su vida y ahora iban a perderlo todo. Habían trabajado bajo un cielo que entonces se les caía encima. No habían pedido nada y nada se les había dado, y todo cuanto les quedaba a tipos como Brandon era alimentar su rabia mientras el río crecía. Y la fiebre les daba motivos para dirigir aquella ira. Kris se volvió lentamente, sin levantarse de la silla, estudiando a quienes se apoyaban en las paredes y se sentaban en el suelo. Estaban derrotados, desesperanzados y aguardando el fin.
Vale, alférez Longknife, ¿cómo vas a conseguir que quieran pelear por lo que les queda de vida?
Aquello sí que era un desafío a su liderazgo.
—¿Quieres morir? —le preguntó Kris a una mujer que en aquel momento la miró a los ojos. La mujer pestañeó y miró rápidamente al suelo—. ¿Eso es todo? —le dijo a un hombre apoyado sobre la pared—. ¿Vais a tumbaros en el barro y dejar que el río os mate?
Se encogió de hombros. Un bebé que apenas tenía unos meses de vida chilló. Su madre lo meció con delicadeza y le ofreció el pecho.
—¿Estás dispuesta a dejar morir a ese bebé? —soltó Kris, sin tratar de suavizar la pregunta.
—No —respondió la madre, con lágrimas en los ojos.
—Pues será mejor que te prepares, porque es de lo que está hablando este tipo. —Kris se puso en pie—. Vale, las cosas no pintan bien, de hecho pintan mucho peor que para cualquier otro humano en todo el espacio. —Se volvió lentamente, mirando a todos los rostros con los que se cruzaba, exigiendo que la atendiesen y que la escuchasen con atención.
»Cuando el padre de Sam vino aquí hace cincuenta años, había muchas corporaciones listas para comprar lo que tenía... para poseer la mitad de sus propiedades, para controlarlo. Él pidió un préstamo y cumplió, pagando todo cuanto debía. Apuesto a que antes del plazo —aventuró. Parecía llevar razón, porque Sam asintió con orgullo y Brandon lo miró con el ceño fruncido.
»Pues tengo noticias para vosotros. Todavía quedan muchos bancos dispuestos a prestar dinero. De acuerdo, no envían personal a zonas catastróficas para aprovecharse de la gente dispuesta a firmar cualquier cosa. Porque no les hace falta. Pero cuando este desastre haya terminado, cuando vuelva a salir el sol, estarán a vuestra disposición.
—¿Vas a prestarnos dinero, Longknife? —escupió Brandon.
—Brandon, debes andar un poco corto de oído. ¿No acabo de decir que pertenezco a la Marina? —dijo Kris, señalando a la barra dorada que rodeaba su cuello—. La Marina no concede préstamos. Estamos aquí para sacar a cuantos podamos de este desastre. Pero Brandon, también pareces ser un poco corto de entendederas. Quieres contaminar el suministro de agua con la fiebre de Grearson y matar a todos los habitantes de esta bola de barro. Por favor, pensad todos en ello. —Kris continuó su lento vistazo alrededor.
Las miradas estaban dirigidas hacia ella. Había captado su atención.
—Si dejáis que la fiebre llegue al río, envenenará Puerto Atenas. Allí la gente está enferma y hambrienta. El virus significaría su muerte. Y muchos de los fallecidos serán gente como yo, que ha venido a ayudar. ¿Así es como nos lo vais a agradecer?
Algunos negaron con la cabeza.
Por fin están reaccionando.
—Todo el mundo al sur de Atenas se muere de hambre. Estamos distribuyendo comida todo lo rápido que podemos. Y si la fiebre llega al río, eso significa que también estaremos distribuyendo la enfermedad. La fiebre de Grearson normalmente mata a la mitad de los contagiados. Si uno de vosotros y su mujer la contraen, uno de los dos morirá. Si vuestro hijo y vuestra hija la contraen, uno de los dos morirá. Pero la gente está pasando hambre. Ya están enfermos. Las tres cuartas partes de los infectados morirán. Si vuestra familia la contrae, quizá sea solo uno de vosotros quien sobreviva. Quizá sea vuestra hija. ¿Quién va a ocuparse de una huérfana de seis años? Hay peores formas de morir que de fiebre.
Los ojos que antes parecían vacíos mostraban ahora emociones: miedo, terror, ira. Sí, había logrado captar su atención.
—Pero ¿queréis saber qué es lo realmente enfermizo de la idea de Brandon? Después de que la fiebre haya acabado con casi todos los habitantes de Olimpia, va a haber casas, tractores, graneros vacíos. Aún habrá granjas que los muertos trabajaron durante toda su vida, granjas desde las que se puede volver a crear. Entonces, las comprarán a precio de saldo. Y cuando las corporaciones envíen a su mano de obra desde la órbita del planeta... —Kris señaló al techo con el pulgar—. Antes de que aterricen, les darán una vacuna como la que va a administraros mi médico, y no importará que el virus aún contamine el agua. La vacuna los mantendrá sanos para que puedan dedicar su vida a la corporación. Fijaos qué gracia —se burló Kris.
Nadie rió.
Tras escuchar sus palabras, el médico extrajo el administrador de vacunas, introdujo un vial en él, indicó la cantidad a inocular, lo comprobó a la luz de una linterna y echó un vistazo en derredor.
—¿Quién quiere ser el primero?
La mujer del bebé se quitó el abrigo, dejando su hombro desnudo. El médico colocó la aguja sobre su piel; después, sonó un pequeño chasquido. Entonces la mujer retiró el pañal del bebé para mostrar sus posaderas. Un segundo chasquido. Sam se quitó el abrigo, también Karen.