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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Recuerdos (21 page)

BOOK: Recuerdos
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—Nosotros la construimos —contestó Lem, orgulloso—. Puedes apostar a que fue un trabajo duro, con tan pocas herramientas de energía. Esperamos y esperamos el receptor de energía-sat que el distrito nos prometió, pero estábamos tan al final de la lista que a lo mejor todavía estaríamos esperando. Entonces me puse a pensar. Fui a Dos'tovar y visité la hidroplanta que tienen desde hace años. Era de baja tecnología, pero funcionaba. Hice que un par de tipos de allí vinieran a ayudarnos con la presa, para escoger el sitio más adecuado y todo eso, y luego traje a un ingeniero de Hassadar cuya casa había ayudado a construir para que nos echara una mano con las tripas del sistema eléctrico. A cambio, puede ocupar la cabaña sobre el nuevo lago durante sus vacaciones. Todavía debemos los generadores, pero eso es todo.

—¿Ése era el mejor sitio, entonces?

—Oh, sí. La anchura mínima y la altura máxima disponibles, y el mayor flujo de agua. Se nos quedará pequeña con el tiempo, pero de eso se trata. Sin energía básica, este lugar está paralizado. Ahora podemos crecer. Por ejemplo, no habría ganado la lotería del distrito con el médico sin energía para la clínica.

—No dejas que nada te detenga, ¿eh?

—Bueno, mi señor, ya sabes de quién he aprendido eso.

De su esposa Harra, por supuesto. La madre de Raina. Miles asintió.

—Hablando de Harra, ¿dónde está hoy?

Había acudido al lugar sólo con la idea de guardar silencio ante los muertos, pero ahora empezaba a querer hablar con Harra.

—Enseñando en la escuela. Construí otra clase… ahora tenemos dos maestras, ¿sabes? Una chica a la que Harra enseñó y que se dedica a los pequeños, y Harra, que enseña a los mayores.

—¿Puedo, ah, puedo verla?

—¡Harra me despellejaría vivo si te dejara marchar sin saludarla! Vamos, te llevaré.

Zed, tras haber entregado a Miles a la autoridad responsable, se despidió y, de regreso a casa, desapareció entre los árboles. Lem habló brevemente con su cuadrilla y ocupó el lugar de Zed como guía nativo en el asiento trasero del volador.

Otro corto salto los llevó a una estructura más vieja y tradicional: una cabaña alargada con dos puertas y chimeneas de piedra en ambos extremos. Un gran cartel tallado a mano con letras mayúsculas sobre el porche anunciaba: Escuela Raina Csurik. Lem entró con Miles por la puerta de la izquierda, mientras Martin esperaba fuera sin saber qué hacer. Unos veinte adolescentes de estaturas diferentes se sentaban ante pupitres de madera hechos a mano con enlaces de comuconsolas sobre ellos, escuchando a la mujer que hacía vigorosos gestos al fondo de la clase.

Harra Csurik seguía siendo alta y delgada, como Miles la recordaba. Llevaba el pelo rubio y liso sujeto en un rodete en la nuca, al estilo de las mujeres de las montañas, y vestía el traje de las montañesas, sencillo aunque limpio y de buena confección. Como la mayoría de sus estudiantes, iba descalza en aquella época del año. Sus ojos grises y saltones eran vivos y cálidos. Interrumpió la charla bruscamente cuando vio a Miles y Lem.

—¡Lord Vorkosigan! ¡Sí que no me esperaba esto!

Avanzó hacia él como Zed y Lem habían hecho pero, no contenta con un apretón de manos, lo abrazó. Al menos no lo alzó en volandas. Miles ocultó su sorpresa, recuperó el seso lo suficiente para devolverle el abrazo, y cogió sus dos manos mientras ella lo soltaba.

—Hola, Harra. Tienes un aspecto espléndido.

—No te había visto desde Hassadar.

—Sí, yo… tendría que haber venido mucho antes. Pero me mantenían ocupado.

—Tengo que decirte que para mí significó muchísimo que asistieras a mi graduación en la Facultad de Magisterio.

—Fue una suerte que estuviera en el planeta en ese momento. No tiene ningún mérito.

—Eso es cuestión de opiniones. Ven a ver… —Tiró de él hasta el frente de la clase—. ¡Mirad quién ha venido a vernos, chicos! ¡Nada menos que vuestro Lord Vorkosigan en persona!

Lo miraron con interés, más que con recelo o repulsión, desviando la mirada para comparar al extraño hombrecito en carne y hueso con la foto de la pared. Sobre el espacio del proyector vid había tres fotografías, dos de ellas obligatorias: una del Emperador Gregor vestido con el espléndido y algo chillón uniforme de gala, y una del conde de su distrito, el padre de Miles, de mirada severa, ataviado con la formal librea marrón y plata de los Vorkosigan. El tercer retrato no era de rigor: no se requería normalmente que en los despachos públicos hubiese también un retrato del heredero de su conde; pero su propio rostro le devolvió a Miles la sonrisa desde allí arriba. Era una de sus fotos más antiguas. Se le veía muy joven y estirado, vestido con el uniforme verde del Servicio Imperial con rectángulos celestes en el cuello. Tenía que ser de la época de su graduación en la Academia, porque no brillaba en él ninguna insignia plateada del Ojo de Horus. ¿Dónde demonios la había obtenido Harra?

Lo mostró tan orgullosa a sus estudiantes como un buhonero, excitada como un niño de seis años con un tarro lleno de insectos. Miles no había acudido al valle Silvy esperando ver a nadie, mucho menos hablar en público; tenía la impresión de ir decididamente mal vestido con la vieja túnica y los pantalones negros gastados que había encontrado, restos de un uniforme, por no mencionar las ajadas botas del Servicio con las que había pisoteado el pantano. Pero consiguió pronunciar unos cuantos comentarios apasionados y genéricos que en apariencia complacieron a todo el mundo. Harra lo llevó al porche delantero para pasar a la otra habitación. Se repitió el espectáculo; la joven maestra fue presa de una total confusión y el ruido de los estudiantes más jóvenes se incrementó hasta convertirse en algo parecido a una explosión.

Cuando volvían al porche, Miles agarró la mano de Harra para detenerla un momento.

—Harra… no he venido a hacer una inspección por sorpresa, por el amor de Dios. Sólo he venido para… bueno, para decirte la verdad, sólo quería quemar una pequeña ofrenda en la tumba de Raina. —El trípode y el brasero y la madera aromática estaban guardados en la parte trasera del volador.

—Muy amable por tu parte, mi señor —dijo Harra. Él hizo un gesto para quitarle importancia, pero ella sacudió la cabeza, negando su negativa.

—Parece que ahora necesito un bote —continuó Miles—, y no quiero arriesgarme a prenderle fuego. ¿O trasladasteis el cementerio?

—Sí, antes de que se inundara, la gente trasladó algunas de las tumbas; los que quisieron. Nosotros escogimos un lugar realmente bonito montaña arriba, frente al antiguo emplazamiento. No trasladamos la tumba de mi madre, claro. La dejé allá abajo. Dejamos que incluso el lugar donde está enterrada fuera enterrado.

Harra hizo una mueca. Miles asintió, comprendiendo.

—La tumba de Raina… bueno, supongo que porque el terreno estaba tan húmedo allí, al lado del arroyo, y ella sólo tuvo aquella caja improvisada como ataúd, y era tan pequeña de todas formas… no pudimos encontrarla para trasladarla. Ha vuelto a la tierra, imagino. No me importó. Me pareció bien, cuando lo pensé. En realidad creo que esta escuela es su mejor memorial. Cada día que vengo aquí a enseñar es como quemar una ofrenda, sólo que mejor. Porque crea, en vez de destruir —asintió una vez, resuelta y tranquila.

—Ya veo.

Lo miró con más atención.

—¿Te encuentras bien, mi señor? Pareces realmente cansado. Y muy pálido. ¿Has estado enfermo o algo?

Miles supuso que los tres meses de muerte eran lo más parecido a una enfermedad que uno podía encontrar.

—Bueno, sí. Más o menos. Pero me estoy recuperando.

—Oh. Muy bien. ¿Vas a alguna parte, después de esta visita?

—En realidad no. Estoy prácticamente… de vacaciones.

—Me gustaría que conocieras a nuestros hijos. La madre de Lem o su hermana los cuidan mientras doy clase. ¿Vendrás a casa a almorzar con nosotros?

Miles tenía previsto estar de vuelta en Vorkosigan Surleau a la hora del almuerzo.

—¿Hijos?

—Ahora tenemos dos. Un niño de cuatro años y una niña de uno.

Nadie usaba allí arriba replicadores uterinos; ella los había llevado dentro de su cuerpo como a su primogénita muerta. Santo Dios, pero esta mujer funcionaba. Era una invitación que no podía eludir.

—Me sentiría honrado.

—Lem, muéstrale a Lord Vorkosigan las inmediaciones durante un minuto…

Harra volvió al interior, para consultar con su compañera y luego con sus estudiantes, y Lem llevó diligente a Miles a dar un paseo por la arquitectura externa de la escuela.

Poco después, los niños salieron corriendo del edificio, chillando alegres en todas direcciones al haber sido despedidos de clase temprano.

—No tenía intención de interrumpir vuestro trabajo —protestó Miles inútilmente. Ahora ya no había vuelta atrás. No podía traicionar con tres palabras aquellas sonrisas de bienvenida.

Descendieron sin avisar con el volador sobre la hermana de Lem, quien se puso en pie rápidamente. El almuerzo que sirvió fue, gracias a Dios, ligero. Miles conoció y admiró a los hijos, sobrinos y sobrinas de Csurik, quienes lo secuestraron y lo llevaron a dar un paseo por el bosque, y a ver su charca favorita. Chapoteó con ellos sobre las lisas piedras, descalzo, hasta que los pies se le quedaron entumecidos por el frío; con voz de autoridad Vor anunció que era un excelente lugar para nadar, quizás el mejor de todo su distrito. Era obviamente para ellos una anomalía fascinante, un adulto de casi su mismo tamaño.

Entre una cosa y otra, había caído la tarde antes de que regresaran a la escuela. Miles echó un vistazo a la turba de gente que confluía en el amplio patio, llevando platos y cestas y flores, instrumentos musicales y jarras y envases, sillas y bancos y tablas y bastidores, madera para quemar y manteles. Se le cayó el alma a los pies. A pesar de todos sus esfuerzos por evitarlo, parecía que estaba destinado a tener una fiesta sorpresa después de todo.

Frases como «Tendríamos que irnos antes de que oscurezca, Martin no está acostumbrado a volar entre montañas», murieron en sus labios. Con suerte saldrían de allí a la mañana siguiente. O (advirtió las jarras de piedra con licor de arce de las montañas Dendarii, la bebida alcohólica más mortífera jamás inventada por el hombre) al día siguiente por la tarde.

Le hicieron falta una comida, la puesta de sol, una hoguera, y un montón de sorbos cuidadosamente racionados de licor de arce, pero al final acabó relajándose y empezó a disfrutar. Luego sonó la música, y la diversión no requirió ningún esfuerzo. El apartado Martin, inclinado al principio a arrugar la nariz un poco por lo rústico de todo aquello, se encontró enseñando bailes de ciudad a un grupo de ansiosas adolescentes. Miles descartó la idea de hacerle una advertencia al muchacho: «el licor de arce entra dulce y suave, pero destruye las membranas de las células al salir». Algunas cosas hay que aprenderlas por uno mismo, a ciertas edades. Miles bailó danzas tradicionales con Harra y otras mujeres, hasta que perdió la cuenta. Un par de personas mayores, que ya estaban allí hacía una década según le pareció recordar, asintieron respetuosamente, a despecho de sus cabriolas. No era, después de todo, una fiesta para él, a pesar del bombardeo de felicitaciones y chistes por su cumpleaños. Era una fiesta para el valle Silvy. Si él era la excusa, bueno, era el máximo servicio que le había hecho a nadie desde hacía semanas.

Pero a medida que la fiesta fue muriendo con las ascuas de las hogueras, su sensación de inquietud creció. Había venido aquí… ¿a qué? A tratar de llevar su depresión a la cima, quizá; como perforar un forúnculo, doloroso pero consolador. Repugnante metáfora, pero estaba harto de sí mismo. Quería tomar una jarra de licor, y terminar su charla con Raina. Mala idea, probablemente. Podía acabar llorando borracho junto al lago, y ahogarse además de ahogar sus penas; un mal pago al valle Silvy por la hermosa fiesta, y traicionaría además la palabra que le había dado a Ivan. ¿Buscaba curarse o destruirse?
Cualquier cosa
. Era aquel indefinido estado intermedio lo que resultaba insoportable.

Al final, sin saber cómo, después de medianoche, acabó a pesar de todo al lado del agua. Pero no solo. Lem y Harra le acompañaban, sentados también sobre unos troncos. Las dos lunas, altas en el cielo, tejían débiles dibujos de seda en las olas y convertían la brisa que se alzaba en los barrancos en humo plateado. Lem se encargó de la jarra de licor, y lo distribuyó juiciosamente; pero, por lo demás, guardó silencio.

No era con los muertos con quienes necesitaba hablar, comprendió Miles en la oscuridad. Era con los vivos. Inútil confesarse a los muertos; la absolución no estaba en su mano.

Pero confiaré en tus palabras, Harra, como tú una vez confiaste en las mías
.

—Tengo que decirte algo —le dijo.

—Sabía que algo iba mal —dijo ella—. Espero que no te estés muriendo o algo así.

—No.

—Me preocupaba que pudiera ser algo por el estilo. Un montón de mutis no viven hasta edad avanzada, aunque no haya nadie para cortarles la garganta.

—Vorkosigan lo ha hecho al revés. Me cortaron la garganta, sí, pero fue para vivir, no para morir. Es una larga historia y los detalles son secretos, pero acabé en una criocámara galáctica el año pasado. Cuando me descongelaron, tuve ciertos problemas médicos. Luego hice algo estúpido. Después hice algo realmente estúpido, que fue mentir sobre lo primero. Y entonces me pillaron. Y me despidieron. Fuera lo que fuese lo que admirabas de mis logros, lo que te inspiró, ya ha desaparecido. Trece años de carrera arrojados por el desagüe. Pásame esa jarra. —Bebió fuego líquido y se la devolvió a Lem, quien la pasó a Harra y volvió a recuperarla—. Civil nunca apareció en la lista de todas las cosas que pensaba que podría ser a los treinta años.

La luna rielaba sobre el agua.

—Y me pediste que me levantara y declarara la verdad —dijo Harra, después de una larga pausa—. ¿Significa eso que pasarás más tiempo en el distrito?

—Tal vez.

—Bien.

—Eres implacable, Harra —gruñó Miles.

Los insectos entonaban su suave coro en el bosque: una diminuta sonata orgánica a la luz de la luna.

—Hombrecito —la voz de Harra en la oscuridad era tan dulce y letal como el licor de arce—, mi madre mató a mi hija. Y fue juzgada por ello delante de todo el valle Silvy. ¿Crees que no sé lo que es la vergüenza pública? ¿O el deshonor?

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