Refugio del viento (5 page)

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Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

BOOK: Refugio del viento
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La semana le pareció eterna.

Durante aquellos días interminables, Maris se dirigió una docena de veces al risco de los alados para contemplar impotente el mar, con las manos en los bolsillos. Vio botes de pescadores, gaviotas y, en una ocasión, una manada de tigres marinos color gris, muy, muy a lo lejos. Todo contribuía a hacer más dolorosa la pérdida: el repentino menguar del mundo que conocía, la manera en que los horizontes parecían encogerse a su alrededor… Pero no podía dejar de ir allí. Así que se quedaba de pie, saboreando el viento, aunque lo único que volaba eran sus cabellos.

En una ocasión, vio a Coll observándola de lejos. Ninguno de los dos mencionó el incidente.

Russ guardaba las alas, las alas de él. Siempre habían pertenecido al hombre, le pertenecerían hasta que Coll las tomase. Cuando Amberly Menor necesitaba un alado, Corm respondía a la llamada desde el otro extremo de la isla. O lo hacía Shalli, que ya volaba cuando Maris era sólo una chiquilla que estaba aprendiendo lo más básico, a adquirir el sentido del cielo. En lo que a su padre concernía, la isla no tenía un tercer alado, y no lo tendría hasta que Coll reclamara lo que le pertenecía por derecho de nacimiento.

También había cambiado su actitud hacia Maris. A veces se enfurecía con ella cuando la encontraba meditabunda y triste, otras la rodeaba con el brazo sano y sólo le faltaba llorar. No encontraba un término medio entre la ira y la piedad, se sentía impotente y trataba de evitarla. Pasaba mucho tiempo con Coll, emocionado y entusiasmado. El niño, un hijo obediente, intentaba hacerse eco de los sentimientos de su padre. Pero Maris sabía que también él daba frecuentes y largos paseos y que pasaba mucho tiempo a solas con su guitarra.

Un día antes de que Coll tuviera la edad, Maris se sentó en el risco de los alados con las piernas colgando sobre el vacío, contemplando cómo Shalli trazaba arcos plateados en el cielo del mediodía. Buscando tigres marinos para los pescadores, le había dicho la alada. Pero Maris sabía que no. Había volado el tiempo suficiente para reconocer un vuelo de placer cuando lo veía. Incluso ahora, sentada allí, atrapada, sentía el eco lejano de la alegría. Algo se rompía dentro de ella cuando Shalli trazaba un círculo y los rayos de sol arrancaban destellos plateados de las alas.

¿Así termina todo?, se preguntó Maris. No puede ser. No, así empezó. Lo recuerdo.

Y lo recordaba. A veces, pensaba que había estado observando a los alados antes incluso de saber andar, aunque su madre, su verdadera madre, le decía que no. Pero Maris conservaba vividos recuerdos del risco. Casi todas las semanas se escapaba para venir aquí cuando tenía cuatro o cinco años. Allí —aquí—, se sentaba para contemplar el ir y venir de los alados. Su madre siempre la encontraba, y siempre estaba enfadada.

—Eres una atada a la tierra, Maris —le decía después de darle una azotaina—. No pierdas el tiempo con sueños estúpidos. No he educado a mi hija para que sea una Alas de Madera.

Era una vieja leyenda popular. Su madre se la contaba una y otra vez cuando la atrapaba en el risco. Alas de Madera era el hijo de un carpintero. Quería ser un alado. Pero, por supuesto, no venía de una familia de alados. Según la historia, no le importaba. No hizo caso a las advertencias de amigos y familiares, no quería otra cosa que el cielo. Por fin, en el taller de su padre, se construyó un hermoso par de alas. Grandes alas de mariposa, de madera tallada y pulida. Todos dijeron que eran muy bonitas, todos excepto los alados. Los alados se limitaron a sacudir la cabeza en silencio. Alas de Madera subió al risco de los alados. Le estaban esperando allí, callados, en un círculo, brillantes y serenos a la luz del atardecer. Alas de Madera corrió a reunirse con ellos, y cayó hacia su muerte.

—La moraleja —concluía siempre la madre de Maris—, es que no se debe intentar ser lo que no se es.

Pero ¿era ésa la moraleja? Cuando era niña, a Maris no se le ocurrió pensarlo. Se limitó a considerar que Alas de Madera era tonto. Pero, al crecer, recordó la historia a menudo. Y en ocasiones pensaba que su madre no la había entendido en absoluto. Alas de Madera lo había conseguido, pensó Maris. Había volado, aunque sólo fuera un instante. Y eso valía cualquier sacrificio, incluso la muerte. Era una muerte de alado. Y los otros, los alados, no acudieron a burlarse de él, ni a avisarle. No, volaron para escoltarle, porque sólo era un principiante y le comprendían. Los atados a la tierra solían reírse de Alas de Madera. Su nombre se había convertido en sinónimo de estupidez. Pero un alado que oyera la historia no podía hacer otra cosa que llorar.

Maris pensó en Alas de Madera entonces, sentada bajo el frío viento del mediodía, mientras veía volar a Shalli. ¿Valió la pena, Alas de Madera?, se preguntó. ¿Volar un instante y morir para siempre? ¿Y para mí, vale la pena? ¿Doce años en el viento y ahora una vida sin él?

Cuando Russ se fijó en ella, en el risco, fue la niña más dichosa del mundo. Cuando la adoptó y la empujó orgullosamente hacia el cielo, pensó que moriría de alegría. Su verdadero padre estaba muerto, desapareció con su bote, devorado por una escila furiosa cuando una tormenta le apartó de su rumbo. Su madre se alegró de librarse de ella. Maris saltó hacia una nueva vida, hacia el cielo. Pareció que todos sus sueños se hacían realidad. Entonces pensó que Alas de Madera tenía razón. Si sueñas algo y lo deseas con suficiente intensidad, puedes conseguirlo.

La fe la abandonó cuando llegó Coll, cuando se lo dijeron.

Coll. Todo volvía a Coll.

Así que, perdida, Maris abandonó el hilo de sus pensamientos y se dedicó a contemplar el cielo con melancólica tranquilidad.

Llegó el día, como Maris sabía que sucedería.

Era una pequeña fiesta, aunque el Señor de la Tierra en persona era el anfitrión. Se trataba de un hombre corpulento e inteligente, con un rostro agradable oculto bajo una espesa barba que él esperaba le diera aspecto fiero. Cuando los recibió en la puerta, sus ropas rezumaban riqueza: ricos tejidos recamados, anillos de cobre y latón, y un pesado collar de hierro auténtico. Pero la bienvenida fue cálida.

Dentro del refugio había una gran sala de festejos. Grandes vigas de madera sin adornos, antorchas encendidas a todo lo largo de las paredes y una alfombra color granate en el suelo. Y una mesa casi combada bajo el peso del kivas de las Shotan, los vinos propios de Amberly, quesos traídos de Culhall por los alados, frutas de las Islas Exteriores y grandes recipientes con ensaladas. En el horno había un enorme tigre marino que el cocinero condimentaba con hierbas amargas y con el jugo del propio animal. Era casi de la mitad del tamaño de un hombre. Le habían quitado la cálida piel color gris azulado para dejar al descubierto el pesado esqueleto, flanqueado por dos poderosas aletas. La gruesa capa de grasa que protegía del frío al tigre marino chisporroteaba y echaba humo entre las llamas, y el hocico curiosamente felino del animal estaba lleno de nueces y hierbas. Olía maravillosamente.

Todos sus amigos atados a la tierra estaban en la fiesta, agrupados en torno a Coll, felicitándole. Algunos de ellos incluso se sintieron obligados a hablar con Maris, a decirle lo afortunada que era por tener un hermano alado, por haber sido ella misma la alada. Haber sido, haber sido, haber sido. Quería gritar.

Pero con los alados era peor. Estaban también todos, por supuesto. Corm, tan guapo como siempre, derrochando encanto, se apoyaba en un rincón y contaba historias sobre lugares lejanos a unas boquiabiertas chicas atadas a la tierra. Shalli bailaba. Antes de que terminara la noche, habría agotado a media docena de hombres con su increíble energía. Otros alados venían de otras islas: Anni de Culhall, el chico Jamis el Joven, Helmer de Amberly Mayor, cuya propia hija reclamaría las alas en menos de un año, y media docena más de alados del Archipiélago Occidental, junto con tres Orientales, que se mantenían al margen. Sus amigos, sus hermanos, sus camaradas del
Nido de Águilas
.

Pero, ahora, la evitaban. Anni le sonrió educadamente y miró en otra dirección. Jamis le transmitió saludos de parte de su padre y luego se quedó en silencio, incómodo, cambiando el peso de su cuerpo de un pie al otro hasta que Maris le permitió marcharse. Hasta Corm, que presumía de no estar nervioso nunca, parecía incómodo con ella. Le trajo una taza de kivas y luego vio, al otro lado de la habitación, a un amigo con el que tenía que hablar.

Maris se sentía relegada y abandonada. Se sentó en una silla de cuero, junto a la ventana, y bebió lentamente el kivas mientras escuchaba cómo el viento sacudía las persianas. No les culpaba. ¿De qué se puede hablar con una alada sin alas?

Se alegró de que no estuvieran allí Garth, Dorrel ni ninguno de los otros a los que quería especialmente. Y se avergonzaba de alegrarse.

Entonces, la puerta se abrió y el ánimo de Maris subió un poco. Acababa de llegar Barrion, con la guitarra en la mano.

Al verle entrar, Maris sonrió. Le gustaba Barrion, aunque Russ creía que era una mala influencia para Coll. El bardo era un hombre alto, marcado por el tiempo, con una mata de liso pelo gris que le hacía parecer más viejo de lo que era. En el rostro alargado se leían las marcas del viento y el sol, pero también tenía arrugas de sonreír en las comisuras de la boca, y sus ojos grises brillaban con humor. Tenía una voz grave y profunda, modales irreverentes y una gran afición a las historias extrañas. Era el mejor bardo del Archipiélago Occidental. Al menos, eso decía Coll. Y el propio Barrion, por supuesto. Pero Barrion también aseguraba que había estado en un centenar de islas, algo impensable en un hombre sin alas. Y decía que su guitarra llegó siete siglos atrás de la Tierra, con los navegantes de las estrellas. Su familia la había ido transmitiendo de padres a hijos, decía completamente en serio a Maris y a Coll, como si esperase que le creyeran. Pero era una idea estúpida. ¡Tratar a una guitarra como si fuera un par de alas!

Pero, mentiroso o no, el larguirucho Barrion era entretenido, suficientemente romántico y cantaba como el viento. Coll había estudiado bajo su tutela, y ahora eran grandes amigos.

El Señor de la Tierra le palmeó fuertemente la espalda. Barrion se echó a reír, se sentó y se dispuso a cantar. La sala quedó en silencio. Hasta Corm se detuvo a media historia.

Empezó con la Canción de los Navegantes de las Estrellas.

Era la balada más antigua, la primera que podían llamar suya con seguridad. Barrion cantaba con sencillez, con tranquila y cariñosa familiaridad, y Maris se relajó ante el sonido de su voz. A menudo oía a Coll, en medio de la noche, rasgueando su propio instrumento y cantando la misma canción. Le estaba cambiando la voz, y eso le ponía furioso. Cada pocos versos, se interrumpía con una nota demasiado aguda, seguida por un minuto de maldiciones. Maris solía quedarse tumbada en la cama, sin hacer nada, riéndose ante lo que oía.

Ahora escuchaba la letra mientras Barrion cantaba dulcemente sobre los navegantes de las estrellas y su gran navío con velas plateadas, que medían cientos de kilómetros para captar bien los salvajes vientos estelares. Ahí estaba toda la historia. La misteriosa tormenta, el navío que vagaba sin rumbo, los ataúdes en los que viajaban sus tripulantes; luego, al extraviarse, llegaron aquí, a un mundo de interminables océanos y tormentas furiosas, un mundo donde la única tierra era la de un millar de islas rocosas dispersas, y los vientos soplaban incesantemente. La canción narraba el aterrizaje de una nave que no estaba construida para aterrizar, de la muerte de miles de tripulantes en sus ataúdes, y cómo la vela —muy poco más pesada que el aire— flotó sobre el mar, haciendo que las Shotan parecieran rodeadas de plata en vez de agua. Barrion cantó sobre la magia de los navegantes de las estrellas, sobre su sueño de arreglar la nave y sobre la lenta agonía y muerte de ese sueño. Cantó melancólicamente sobre cómo sus máquinas perdieron la magia y los navegantes de las estrellas quedaron en la oscuridad. Por fin llegó la batalla, en Gran Shotan, cuando el Viejo Capitán y sus leales cayeron defendiendo de sus propios hijos las preciosas velas de metal. Luego, con los últimos restos de magia, los hijos e hijas de los navegantes, los primeros niños de Windhaven, cortaron las velas en pedazos ligeros, flexibles e inmensamente fuertes. Y con los restos de metal que pudieron salvar del navío, forjaron las alas.

Porque los dispersos pueblos de Windhaven necesitaban comunicarse entre sí. Sin combustible, sin metal, enfrentados a predadores y a océanos siempre tormentosos, nada se les daba gratis excepto los fuertes vientos. La elección era sencilla.

Las últimas palabras se desvanecieron en el aire. Pobres navegantes, pensó Maris. El Viejo Capitán y su tripulación también eran alados, aunque sus alas fueran alas estelares. Pero su manera de volar tenía que morir para que naciera un nuevo sistema.

Barrion sonrió ante la petición de alguien, y empezó una nueva melodía. Cantó media docena de canciones de la antigua Tierra antes de mirar a su alrededor y empezar con una de sus propias composiciones, una canción de taberna, de tonos populares, sobre una estila que confundió un bote de pescadores con un macho de su especie. Maris apenas escuchaba. Seguía pensando en los navegantes de las estrellas. En cierto modo, ellos también eran como Alas de Madera: no fueron capaces de renunciar a su sueño. Aunque representara su muerte. ¿También eso había valido la pena?

—Barrion —pidió Russ—, es el día de la edad de un alado. ¡Canta canciones sobre vuelos!

El bardo sonrió y asintió. Maris miró a Russ. Estaba de pie, junto a la mesa, con un vaso de vino en la mano sana y una sonrisa en el rostro. Está muy orgulloso, pensó. Su hijo será pronto un alado, me ha olvidado. Se sintió enferma y vencida.

Barrion cantó canciones de alados: baladas de las Islas Exteriores, de las Shotan, de Culhall, de las Amberly y de Poweet. Cantó la balada de los alados fantasma, que se perdieron para siempre sobre el mar cuando obedecieron al Señor de la Tierra Capitán y llevaron espadas al cielo. Aún se les puede ver en el aire quieto, vagando sin esperanzas a través de las tormentas, con alas espectrales. O eso decían las leyendas. Pero los alados que se encontraban con aire quieto, rara vez volvían para contarlo, así que nadie lo sabía con seguridad.

Cantó la historia de Royn el canoso, que ya tenía más de ochenta años cuando encontró a su nieto, un alado, muerto en una disputa amorosa, y tomó sus alas para perseguir y matar al asesino.

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