Regreso al Norte (8 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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Sir Arn leyó la bendición de la mesa en latín, de modo que sólo el viejo monje robusto pudo murmurar con él mientras los demás permanecían sentados en recogimiento, con las cabezas agachadas y las manos unidas. A continuación, sir Arn y el monje cantaron a dos voces una breve bendición del Salterio y luego la mujer que estaba sentada entre los dos hermanos se levantó y unió sus manos dando una palmada fuerte tres veces seguidas.

Se abrieron las puertas dobles que había al fondo de la sala y una curiosa comitiva hizo su entrada: primero una fila de doncellas con el pelo suelto y vestidas con camisones blancos de lino que más que ocultar mostraban sus encantos, todas con antorchas de brea ardientes entre las manos; luego siguieron hombres y mujeres entremezclados, también ellos con ropas blancas, llevando pesadas cargas de cerveza y fuentes humeantes con carne, pescado, verduras y hortalizas de muchas clases. Los huéspedes podían reconocer muchas de ellas pero también había de otras clases que no conocían.

Sir Arn repartió grandes jarras de cristal con formas más desmañadas que los vasos de Outremer; sabía muy bien lo que le correspondía a cada uno. El hermano Guilbert recibió un vaso, al igual que los hermanos Wachtian y el marinero Tanguy. Sir Arn tomó para sí un vaso que colocó con exagerada ostentación delante de su sitio, mientras bromeaba en idioma franco diciendo que era una protección contra el hechizo de la cerveza nórdica. Entonces el noruego protestó en voz alta, con fingido enfado, y agarró con avidez la jarra espumosa que tenía ante sí, pero un gesto con la mano por parte de sir Arn lo detuvo. Estaba claro que nadie podía empezar a comer ni a beber todavía, a pesar de que ya habían bendecido la mesa.

En esos momentos se produjo el acontecimiento que se estaba esperando y se armó un gran alboroto entre los guerreros de la parte baja de la mesa. Trajeron un enorme cuerno de vaca con adornos de plata, también este cacharro estaba lleno de cerveza. Se entregó el cuerno de vaca al gordo hermano de sir Arn, que lo alzó mientras decía algo que hizo que los guerreros empezasen a golpear la mesa con sus puños, de modo que las jarras de cerveza temblaban.

Acto seguido entregó el cuerno a sir Arn quien, aparentemente incómodo, recibió el cuerno diciendo algo que hizo que todo el mundo de la sala que comprendía el nórdico se echara a reír. Luego intentó vaciar todo el cuerno, pero estaba claro que hacía trampa, pues la mayor parte de la cerveza se derramó sobre su camisola. Al retirar el cuerno de la boca, fingió tambalearse y se apoyó en el borde de la mesa mientras se lo entregaba con mano temblorosa a su hermano. Los guerreros nórdicos de la mesa le premiaron con unas estruendosas carcajadas por ese acto de picardía.

Todavía no había terminado la ceremonia, pues nadie hacía ademán de empezar a comer. Un sirviente volvió a llenar el cuerno y se lo entregó al hermano de sir Arn, que de nuevo lo alzó sobre su cabeza, dijo algo lo bastante noble y vigoroso para ser recibido con murmullos de aprobación y engulló toda la cerveza sin desperdiciar ni una gota, con la misma facilidad que un borracho se traga un vaso de vino. El júbilo en la sala creció de nuevo y todos los hombres que tenían ante sí una jarra de cerveza la alzaron, la bendijeron y empezaron a beber como animales. El primero de todos en golpear la jarra de madera vacía contra la mesa fue Harald Øysteinsson, que se puso en pie y habló de un modo cantarín y rítmico que fue recibido por todos con gran aprobación.

Sir Arn sirvió vino a aquellos que quería salvar de los horrores de la cerveza, algo que dijo no del todo en broma mientras traducía a los bebedores de vino lo que Harald había dicho en su verso. En franco sonaba más o menos así: «Pocas veces la espumosa cerveza le supo tan bien al guerrero que la extrañó con tanta largueza. Largo fue el viaje, larga fue la espera, ahora entre amigos, como Tor, cojamos una borrachera.»

Luego, sir Arn explicó que Tor era un dios pagano que, según contaba la leyenda, estuvo a punto de beberse todo el mar al intentar impresionar a unos gigantes. Desafortunadamente, decía sir Arn, eso era sólo el inicio del recitado de versos que seguirían y mucho se temía que sería incapaz de traducírselo todo, pues cada vez serían más difíciles tanto de oír como de comprender.

Llegaron nuevas cantidades de cerveza de manos de mujeres jóvenes que corrían ágiles y descalzas, y las fuentes con carne, pescado, pan y verduras se amontonaban como un ejército enemigo en la larga mesa. Los hermanos Wachtian se lanzaron sobre un cochinillo cada uno mientras que el monje, al igual que el marinero Tanguy, se servían los salmones que traían humeantes sobre una tabla de madera. Los arqueros ingleses trajinaban con enormes pedazos de pierna de cordero mientras que sir Arn tomó una porción moderada de salmón y cortó con su daga larga y afilada un trozo de mejilla de una de las cabezas de cerdo que de repente fueron a parar justo ante las narices de los hermanos Wachtian.

Ambos miraron primero con repulsión la cabeza de cerdo, que casualmente estaba con la jeta vuelta hacia ellos. Jacob retrocedió un poco de forma involuntaria pero, sin embargo, Marcus se apoyó sobre los codos y empezó a conversar con el cerdo, de manera que todos los que entendían el idioma franco a su alrededor se retorcían de risa. Dijo que suponía que el señor Cerdo debía de sentirse más como en casa en estas tierras que en Outremer, pero que desde luego había sido mejor ir a parar entre dos hermanos armenios que no fuera, en las tiendas, donde el señor Cerdo habría corrido un gran riesgo de ser recibido con modales más bien poco cordiales.

Ante la idea de lo que habría sucedido con aquella cabeza de cerdo si se hubiera servido entre los musulmanes, Marcus y Jacob Wachtian se retorcieron de risa y más aún rieron pronto todos los francófonos, pues justo en ese momento se empezaba a oír el rezo procedente de las tiendas ahora que el sol se ponía, muy tarde, en aquellas curiosas tierras. Incluso sir Arn sonrió un poco ante la idea de una cabeza de cerdo servida en plena oración musulmana, pero se limitó a rechazar con la mano a su hermano cuando éste lo interrogó acerca de lo que tanta gracia les producía.

—Alá es graaande —resopló Marcus en árabe y alzó su copa de vino hacia sir Arn, pero unas nuevas carcajadas hicieron que se atragantase y roció a su anfitrión de vino. Éste le sirvió más sin enojarse en absoluto.

Sir Arn y la dueña de la casa que estaba junto a él no tardaron mucho en apartar sus platos, limpiar sus dagas y guardarlas en los cinturones. El hermano de sir Arn aún comió unos enormes trozos de carne antes de hacer lo mismo. Luego, los tres que estaban sentados en el sitial se dedicaron sólo a beber, dos de ellos con calma, mientras que el tercero bebía como los guerreros, el noruego y los dos arqueros ingleses, John Strongbow y Athelsten Crossbow, que resultó que bebían cerveza a la misma velocidad que los bárbaros.

El ruido iba en aumento. Los ingleses y el noruego se cambiaron de sitio sin vacilar y se sentaron junto a los guerreros nórdicos, y allí se desató en seguida una tremenda contienda por el honor de ser el más rápido en ingerir una jarra de cerveza de un solo trago. Parecía como si al noruego y a los ingleses se les diese bien este tipo de competiciones nórdicas. Arn se inclinó hacia los cuatro huéspedes francófonos restantes y les explicó que era bueno para su reputación que al menos algunos de los hombres de Outremer pudiesen apañárselas en esa curiosa lucha, pues según les explicó, los hombres nórdicos apreciaban la capacidad de beber rápido hasta perder el sentido casi tanto como la capacidad de saber manejar el escudo y la espada. No supo explicarles cuál era el motivo, así que se encogió de hombros como si fuese algo sencillamente incomprensible.

Cuando el primer hombre se desplomó y vomitó en el suelo, la dueña de la casa se levantó y se despidió con buena cara y sin prisas exageradas de sir Arn, a quien claramente incomodó con un beso en la frente. Luego se despidió de su hermano y de los invitados francófonos, que a estas alturas eran los únicos que, aparte de los anfitriones, estaban en condiciones de responder cuando se les dirigía la palabra.

Sir Arn les sirvió más vino a los francófonos y les explicó que deberían aguantar todavía un rato más, de modo que no se pudiese decir que todos los que bebían vino acababan borrachos como cubas antes que los que bebían cerveza. Sin embargo, tras una breve mirada hacia la parte baja de la mesa, dijo que todo habría pasado en menos de una hora, más o menos cuando apareciese en el exterior la primera luz del amanecer.

Cuando el sol ya se ponía sobre Arnäs y el tordo calló, Arn permanecía solo en lo alto de la torre, soñando despierto con el paisaje de su infancia. Recordaba cómo había cazado ciervos y jabalíes arriba en Kinnekulle con unos siervos cuyos nombres le costaba recordar. Pensó en cómo había llegado cabalgando sobre un hermoso caballo de Outremer que se llamaba
Chimal
pero que nunca le llegó a ser tan querido como
Chamsiin
, y en cómo su padre y su hermano se habían avergonzado a causa del lamentable animal que, según creían ellos, no servía para nada.

Pero sobre todo soñaba con Cecilia. Casi le parecía estar viendo cómo ambos subían juntos a caballo por Kinnekulle, una primavera en la que ella llevaba un manto verde, aquella vez en la que iba a declararse pero que sin embargo fue incapaz de decir nada hasta que la Virgen le infundió las palabras del Cantar de los Cantares, las palabras que había llevado en su memoria durante todos los años de guerra.

Sin duda, la Virgen había atendido sus plegarias y se había apiadado de él, merced a su fidelidad y jamás abandonada esperanza. Ahora le quedaba menos de una semana de vida a ese anhelo, pues dentro de dos días comenzaría la marcha hacia Näs, donde era posible que ya estuviese Cecilia sin saber que él se encontraba tan cerca.

Sintió escalofríos de temor ante la idea. Era como si su soñar despierto se hubiese hecho demasiado grande, como si ya no pudiese controlarlo.

Abajo los patios estaban prácticamente vacíos y en silencio. Algún que otro siervo doméstico limpiaba los vómitos y apartaba las ramas de abeto esparcidas para los meados junto a la puerta de la casa principal. Unos hombres llegaban resoplando y renegando, llevando a rastras a un hombre desfallecido que habría pasado por muerto si no fuese porque se sabía que había estado en un buen banquete de Arnäs.

Cuando todo el disco solar fue visible en el horizonte, hacia el este, llegó como era natural el grito de oración desde el campamento.

En primera instancia, Arn no reaccionó, pues los gritos de oración habían sido durante mucho tiempo un sonido tan habitual que en realidad ya no lo oía. Pero al mirar hacia Kinnekulle y la iglesia de Husaby comprendió que éste debía de ser el primer amanecer jamás recibido en Arnäs de aquella manera. Intentó recordar en qué parte del Sagrado Corán se prescribían excepciones a las oraciones. ¿Tal vez si uno se hallaba en tierra enemiga, o en una situación de guerra en la que el enemigo podía descubrir la posición de los fieles por los rezos?

Ahora sucedía algo parecido. Una vez llegasen todos a Forsvik, podrían gritar cuanto quisiesen, pero si esto seguía así durante mucho tiempo, en Arnäs sería difícil responder a las preguntas con evasivas y explicar con palabras esquivas que en Tierra Santa el amor a Dios tomaba muchos caminos diferentes en las mentes humanas. Tal vez tampoco fuera suficiente la explicación de que esos hombres eran siervos y por tanto no podían ser considerados más enemigos que los caballos y las cabras.

Pronto acabarían las oraciones, era hora de empezar el trabajo del día. Arn sintió cómo le retumbaba un poco la cabeza cuando bajaba por la tortuosa escalera de la torre.

Abajo, en el campamento, resultó, para sorpresa de Arn, que todos los que habían descansado durante la noche en la tienda de los fieles se habían levantado, mientras que todo el mundo seguía durmiendo en la tienda de los cristianos; alguno incluso roncaba con tal estruendo que resultaba difícil comprender cómo sus compañeros podían soportar el ruido.

En la parte de los fieles se habían enrollado ya todas las alfombras de oración y se había puesto agua sobre el fuego para hervir el moca de la mañana. Los dos médicos fueron los primeros en verlo entrar, se levantaron de inmediato y le desearon la paz.

—La paz sea con vosotros, Ibrahim Abd al-Malik e Ibn Ibrahim Yussuf, que en este país de infieles tenéis que llevar por nombre Abraham y José —los saludó Arn a su vez haciendo una reverencia—. Espero que la comida de mi hogar fuese de vuestro agrado.

—Los corderos eran rollizos y sabrosos, y el agua muy fría y fresca —respondió el mayor de los dos.

—Me alegra oírlo —dijo Arn—, Ha llegado el momento de trabajar, ¡reunid a los hermanos!

Pronto hubo una extraña procesión de hombres extranjeros caminando alrededor de los muros de Arnäs, señalando, gesticulando y discutiendo. Había cosas en las que pronto se pusieron de acuerdo, en otras había que investigar antes de formarse una opinión definida. Se necesitaba precisión para construir una fortaleza inexpugnable ante un ataque por sorpresa del enemigo. Había que inspeccionar la tierra junto a los muros haciendo catas del terreno, había que medir y calcular muchas cosas y las diferentes vías de agua en torno a Arnäs debían ser medidas e inspeccionadas en detalle para poder decidir por dónde irían los nuevos fosos. Las ciénagas que separaban la fortaleza del peñón de la tierra firme constituían una gran ventaja y se trataba de no drenarlas ni desaguarlas involuntariamente. Tal como estaba el terreno ahora sería imposible acercar torres de asedio ni catapultas al castillo; todos esos artilugios tan pesados se hundirían de forma inevitable en las tierras pantanosas. Por consiguiente, una parte importante de la defensa del castillo residía en la propia naturaleza, debido al modo en que Él, quien todo lo ve y todo lo oye, la había creado.

Cuando Arn decidió que ya había expuesto lo suficiente sus ideas y sus demandas y dejó el asunto en manos de los constructores con sus pruebas y sus cálculos, se llevó a los dos médicos a la pequeña cocina donde estaba su padre e insistió por el camino en que aquí en el Norte se llamaban José y Abraham. De todos modos, los nombres de la Biblia y del Sagrado Corán eran los mismos y sólo se diferenciaban en la pronunciación. Los dos médicos asintieron en silencio, dando a entender que comprendían o tal vez que simplemente se resignaban a ello.

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