Regreso al Norte (5 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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El sitial con adornos draconianos fue llevado de inmediato a la cocina y Arn sentó sobre él a su progenitor con cariño, se hincó de rodillas, tomó la cara de su padre entre las manos, lo miró a los ojos y le dijo que sabía que hablaba con un padre que lo comprendía todo igual de bien que antes. Eskil permaneció tras él en silencio.

Pero el viejo señor Magnus parecía tan impresionado y respiraba con tanta agitación que corría peligro de volver a sufrir un ataque. Arn retiró las manos de la cara de su padre, se levantó, salió a zancadas al patio pasando de largo por delante de su confundido hermano y ordenó algo en un idioma que nadie podía comprender.

Pronto aparecieron dos de los extranjeros que habían estado en el séquito del señor Arn. Ambos vestían mantos oscuros y llevaban la cabeza envuelta con una tela azul, uno joven y el otro viejo, lo dos con ojos negros como ojos de cuervo.

—Estos dos hombres —dijo Arn despacio dirigiéndose a su hermano, pero también a su padre— se llaman… Abraham y José. Los dos son amigos míos de Tierra Santa. Los dos son maestros en el arte de la medicina.

Explicó algo en un idioma incomprensible a los dos hombres con ojos de cuervo, que asintieron conforme comprendían, y, con cuidado pero sin una reverencia exagerada, empezaron a examinar al señor Magnus. Estudiaron el blanco de sus ojos, escucharon su respiración y su corazón, golpearon con una pequeña maza su rodilla derecha, de modo que el pie dio una patada al aire, y luego hicieron lo mismo repetidas veces con la pierna izquierda pero logrando sólo una pequeña contracción que, a pesar de todo, parecía interesarles de forma especial. Después pasaron a levantar y dejar caer varias veces su débil brazo izquierdo mientras no dejaban de susurrar entre ellos.

Eskil, que permanecía detrás de Arn, se sentía confuso y dejado de lado al ver a dos extraños tratar al señor de Arnäs como si estuvieran examinando un niño siervo cualquiera. Pero Arn le hizo una señal indicando que todo estaba en orden y luego mantuvo una breve charla en susurros y en el idioma extraño, tras lo cual los dos médicos salieron sigilosos con profundas reverencias hacia Eskil.

—Abraham y José tienen buenas noticias —dijo Arn cuando él y Eskil se quedaron a solas—. Ahora mismo nuestro padre está demasiado cansado pero mañana empezará el trabajo de rehabilitación. Con la ayuda de Dios, nuestro padre volverá a caminar y a hablar.

Eskil no contestó. Era como si la gran alegría inicial de volver a ver a Arn ya hubiese sido turbada y como si se avergonzase un poco de parecer alguien que no cuidaba de su padre. Arn lo miró con detenimiento y pareció comprender esos sentimientos ocultos. De repente extendió los brazos y volvieron a abrazarse. Permanecieron así durante largo rato sin decir palabra.

Eskil, que parecía más incómodo por el silencio que Arn, murmuró al final que era un hermano pequeño bien delgado el que había acudido al banquete. Arn respondió, divertido, que le parecía poder ver que Eskil había sido muy capaz de mantener el hambre alejada de la puerta de Arnäs y que para nada era un mal seguidor de su antepasado, el canciller Folke
el Gordo
. Entonces Eskil se echó a reír y sacudió con fingida indignación a su hermano pequeño de un lado a otro, mientras Arn reía y se dejaba zarandear.

Cuando su alegría se calmó, Arn llevó a su hermano junto al padre, que permanecía completamente quieto, con el brazo izquierdo colgando, sentado en su querido sitial de ornamentos draconianos. Arn se arrodilló y obligó a Eskil a bajar junto a él, de modo que sus cabezas quedaron muy juntas. Luego habló en tono normal y no como si le hablase a un hombre que había perdido el juicio:

—Sé que lo oís todo y lo comprendéis todo como antes, estimado padre. No tenéis que contestarme ahora porque, si os esforzáis demasiado, será peor. A partir de mañana empezará la rehabilitación y yo me sentaré con vos y os explicaré todo lo que sucedió en Tierra Santa. Pero ahora Eskil y yo nos vamos para que primero él pueda explicarme lo que ha sucedido aquí en casa, pues hay muchas cosas que ansío saber.

Luego los dos hermanos se levantaron y se inclinaron ante su padre, como solían hacer antes, y les pareció vislumbrar una leve sonrisa en su cara torcida, como las brasas de un fuego que estaba lejos de apagarse.

Al salir de la cocina, Eskil agarró a un siervo que pasaba por ahí y le ordenó que al señor Magnus se le llevara cama, agua y un orinal a la cocina y que se cubriese el suelo con ramas de abedul.

En el patio del castillo, la gente y los siervos corrían de un lado a otro con grandes prisas, ocupados en todo tipo de tareas con vistas a la imprevista fiesta de bienvenida que ahora había que preparar con urgencia mejor que cualquier banquete habitual de los que se celebraban en Arnäs. Pero quienes estaban cerca de los dos hermanos Folkung, que ahora se dirigían cogidos del brazo hacia el portón, se apartaban casi como atemorizados. Se decía que Eskil era el hombre más rico de Götaland Occidental y toda persona comprendía el respeto que había que tener ante el poder de la plata y el oro, aunque el propio Eskil resultaba para muchos más bien ridículo que temible. Pero a su lado caminaba ahora su hermano Arn, el guerrero desaparecido que los relatos habían hecho mucho más alto y ancho de lo que era en realidad. Aun así, todos comprendían por su modo de caminar, su cara marcada, su manera de llevar la espada y la cota de malla como si fuera su vestimenta habitual, que estaba claro que el otro poder acababa de llegar a Arnäs, el poder de la espada que la mayoría de la gente razonable temía mucho más que el poder de la plata.

Eskil y Arn salieron por el portón y se encaminaron hacia el campamento que estaban preparando todos esos hombres extranjeros que habían llegado en compañía de Arn. Éste explicó que sólo tendrían que saludar a los hombres que eran libres y no a sus siervos. Primero invitó a Harald Øysteinsson a que se acercase y le explicó a Eskil que ellos dos habían sido compañeros de lucha durante casi quince años. Cuando Eskil oyó el nombre noruego, frunció el ceño como si estuviese buscando algo en su memoria. Luego preguntó si era posible que Harald tuviese un pariente en Noruega con el mismo nombre, y cuando Harald lo confirmó y dijo que ese hombre era su abuelo y que su padre se había llamado Øystein Moyla, Eskil asintió con la cabeza, pensativo. Se apresuró a invitar a Harald al banquete que se celebraría por la noche en la casa principal y también remarcó que no faltaría suficiente cerveza nórdica, algo que creía que también alegraría a un pariente lejano. A Harald se le iluminó el rostro y se deshizo en agradecimientos tan cálidos, casi como bendiciones, que también él se apartó rápidamente del tema de sus parientes.

Luego saludaron al viejo monje, el hermano Guilbert, cuya corona de pelo era completamente blanca y cuya cabeza reluciente mostraba que ya no tenía que molestarse en afeitar la tonsura. Arn explicó brevemente que el padre Guillaume de Varnhem había dado al hermano Guilbert un permiso mientras trabajase para Arnäs. Eskil se llevó una sorpresa al darle la mano al monje y sentir un puño tan áspero y con la misma fuerza de un herrero.

En el séquito de Arn no había más hombres que hablasen nórdico y a Eskil le costó comprender los nombres extraños que Arn iba recitando ante los hombres que se iban inclinando, en un idioma que a oídos de Eskil a veces parecía franco y a veces algo completamente diferente.

Sin embargo, Arn quiso prestar una especial atención a dos hombres con pieles oscuras que portaban cruces doradas colgando del cuello. Se llamaban Marcus y Jacob Wachtian, explicó Arn, y añadió que serían de gran provecho tanto en lo importante que se fuese a realizar como en los pequeños negocios.

La idea de unos buenos comerciantes animó a Eskil pero por lo demás se empezaba a sentir a disgusto entre todos aquellos extraños cuyo idioma no comprendía pero cuyos rostros sospechaba que podía interpretar demasiado bien. Se le ocurrió que estaban diciendo cosas no demasiado respetuosas acerca de su enorme vientre.

Arn pronto se dio cuenta del desconcierto de Eskil, de modo que despachó a todos los hombres que los rodeaban y recondujo a su hermano de vuelta al patio del castillo. Al entrar por el portón, de repente se puso serio y pidió que pudieran verse pronto a solas en la torre, en la tesorería, para mantener una conversación sólo para sus oídos. Pero primero debía ocuparse de una nimiedad que sería muy molesta olvidar antes del banquete. Eskil asintió un poco desconcertado y se encaminó hacia la torre.

Arn se dirigió con largos pasos hacia las cocinas grandes hechas de tejas, que seguían allí donde él había ayudado a construirlas de joven y anotó con satisfacción que aquí y allá habían sido reforzadas y que en absoluto se habían deteriorado.

Como había esperado, en el interior encontró a Erika Joarsdotter vestida con un largo delantal de cuero sobre un sencillo camisón de lino pero completamente ocupada como en una batalla al mando de una caballería compuesta por siervas domésticas y criadas. Al verlo se apresuró a dejar una gran fuente con hortalizas humeantes y se le lanzó por segunda vez al cuello. Esta vez dejó que lo hiciera sin avergonzarse, pues allí dentro sólo había mujeres.

—¿Sabes, mi queridísimo Arn? —dijo Erika con su voz algo difícil de entender que salía tanto por la nariz como por la boca y que Arn llevaba mucho tiempo sin oír—, cuando llegaste aquí una vez le di las gracias a la Virgen por haber enviado un ángel a Arnäs. Y aquí estás de nuevo, con un manto blanco y camisola con la marca de Nuestro Señor, ¡realmente como un ángel luchador al servicio del Señor!

—Lo que el ser humano ve y lo que ve Dios no es siempre lo mismo —murmuró Arn, incómodo—. Tenemos mucho de lo que hablar tú y yo, y lo haremos, puedes estar segura. Pero ahora mismo me espera mi hermano y sólo quiero pedirte un pequeño favor para esta noche.

Erika abrió con alegría los brazos y comentó algo de cualquier favor para la noche, de una manera desvergonzada que Arn no creyó comprender del todo pero que hizo que el resto de las mujeres se echaran a reír de forma poco disimulada en mitad de todo el alboroto de la cocina. Arn fingió no darse cuenta, aunque sólo lo hubiese comprendido a medias, y pidió rápidamente que en el pequeño banquete de fuera, en las tiendas, se sirviese carne de cordero, ternera y ciervo, pero nada de puerco, ni del tipo salvaje ni del más grasiento y manso. Puesto que su demanda primero pareció difícil de comprender, se apresuró a añadir que en Tierra Santa, de donde procedían los huéspedes, no existía la carne de puerco, y que todos los de allá seguramente preferirían degustar la carne de cordero. También pidió que, además de cerveza, se sirviesen grandes cantidades de agua fresca para acompañar la comida.

Estaba claro que Erika Joarsdotter encontraba esta petición de lo más curiosa. Permaneció quieta y pensativa durante un rato, con las mejillas rojas por la cocina y sin aliento a causa del ajetreo, de modo que su pecho se movía arriba y abajo. Luego prometió que se encargaría de que todo fuese tal como Arn exigía y se fue corriendo para organizar una nueva matanza y nuevos asadores.

Arn se dirigió rápidamente hacia la torre cuyo portón de abajo vigilaban dos guardias que miraban como petrificados su manto blanco y su camisola a medida que se acercaba. Pero esta mirada, en hombres que veían acercarse a un templario, era algo que Arn había aprendido a considerar habitual desde hacía muchos años.

Encontró a su hermano algo impaciente arriba, en la tesorería, y sin explicación alguna se quitó el manto blanco y la camisola, y dobló ambas prendas según prescribía la Sagrada Norma. Las colocó con cuidado sobre un taburete, se sentó y le pidió con un gesto a Eskil que también se sentara.

—Desde luego eres un hombre acostumbrado a dar órdenes —murmuró Eskil en una mezcla de broma e irritación.

—Sí, he estado al mando en la guerra durante muchos años y cuesta acostumbrarse a la paz —contestó Arn, santiguándose, y pareció estar rezando una oración para sí mismo antes de proseguir—. Eres mi querido hermano mayor; yo soy tu querido hermano menor. Nuestra amistad no se ha roto nunca, para ambos la carencia ha sido grande. No he regresado a casa para dar órdenes; he vuelto a casa para servir.

—Todavía pareces un danés cuando hablas, o tal vez más bien un cura danés. No creo que debamos exagerar en eso de servir, pues eres mi hermano —contestó Eskil bromeando con un exagerado gesto de bienvenida por encima de la mesa.

—Ha llegado el momento que más he temido al pensar durante tanto tiempo en mi regreso a casa —continuó Arn, manteniendo la seriedad como para demostrar que en ese preciso momento no aceptaba la invitación de la broma. Eskil se resignó de inmediato.

—Sé que nuestro amigo de la infancia Knut es rey, sé que el hermano de nuestro padre Birger Brosa es canciller, sé que ha habido paz en el reino durante muchos años. Así que vayamos ahora a lo que no sé…

—De todos modos sabes lo más importante, pero ¿dónde encontraste esa información en tu largo viaje? —lo interrumpió Eskil, que parecía sinceramente intrigado.

—Vengo desde Varnhem —respondió Arn, taciturno—. Primero teníamos la intención de subir navegando todo el camino hasta los embarcaderos pero no logramos pasar por las cascadas de los Trolls, pues nuestro barco era demasiado grande…

—¡Así que eras tú el que venía en una nave con cruces en las velas!

—Sí, es una nave templaría, con capacidad para albergar una gran carga; seguro que será de provecho, pero ya hablaremos de eso más tarde. De modo que nos vimos obligados a venir por tierra desde Lödöse y entonces encontré oportuno realizar una parada en Varnhem. De allí traigo información y a mi amigo el hermano Guilbert y esos caballos que has visto fuera, en la cerca. Ahora, mi pregunta: ¿está viva Cecilia Algotsdotter?

Eskil miró sorprendido a su hermano pequeño, que realmente parecía estar angustiado ante la respuesta, agarrando con fuerza la tabla de la mesa con sus dos manos marcadas y tenso como si esperase un latigazo. Cuando Eskil se recuperó de su sorpresa ante esta inesperada pregunta en esos momentos en los que había tanto importante de lo que hablar, se echó a reír. Pero la mirada ardiente de Arn lo hizo cubrirse rápidamente la boca con una mano, carraspeó y recuperó pronto la seriedad.

—¿Preguntas antes que nada por Cecilia Algotsdotter?

—Tengo otras preguntas igual de importantes para mí, pero primero ésta.

—Bueno, pues entonces… —dijo Eskil con un suspiro retardando un poco su respuesta y sonriendo de un modo que le recordó a Arn la imagen que tenía de Birger Brosa en su juventud—. Bueno, pues… Cecilia Algotsdotter está viva.

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