Authors: Jan Guillou
Luego, el hermano Guilbert y Arn de Gothia abrieron los grandes portones que llevaban al monasterio para meter en el patio, junto a los talleres, los tres carros que necesitaban la protección de los muros y así poder desenjaezar y cobijar a los bueyes durante la noche.
Al terminar esa tarea, la lluvia empezó a amainar y se podían ver claras grietas entre los negros nubarrones. El tiempo iba a cambiar. Faltaba todavía más o menos una hora para maitines.
El hermano Guilbert caminó delante de su invitado hasta la iglesia y abrió la puerta cerrada con llave, y acto seguido entraron sin mediar palabra.
Arn se detuvo en silencio junto a la pila bautismal que había justo al lado de la puerta. Se quitó la amplia capa de cuero y la dejó en el suelo, señaló con una mirada interrogativa el agua de la pila, que no estaba ni siquiera cubierta, y recibió una respuesta afirmativa por parte de su hermano mayor. Desenfundó su espada, humedeció los dedos en el agua de la pila bautismal y deslizó tres de ellos por la hoja de la espada antes de volver a envainarla. Tomó de nuevo un poco de agua bendita y se rozó la frente, los dos hombros y el corazón. Luego caminaron juntos el uno al lado del otro por la nave central hasta el lugar que señaló el hermano Guilbert, en donde se arrodillaron y rezaron en silencio hasta oír cómo los hermanos acudían para el oficio. Ninguno de ellos dijo nada. Arn conocía las normas del monasterio relativas a las horas de silencio del día tan bien como cualquier otro hermano.
La tormenta había amainado al reunirse para la oración y ya se oía el canto de los pájaros con la primera luz del día.
El padre Guillaume de Bourges entró al frente de la fila de hermanos por una de las naves laterales. Los dos feligreses se pusieron en pie, se inclinaron en silencio y él les devolvió la reverencia. Pero de repente descubrió la espada del caballero y su mirada se llenó de espanto. El hermano Guilbert señaló la roja cruz templaría de Arn y luego la pila bautismal junto a la puerta, y el padre Guillaume asintió con la cabeza, con una sonrisa tranquila, en señal de comprensión.
Al empezar el oficio, el hermano Guilbert le explicó a su amigo viajero en el lenguaje secreto de signos del monasterio que el nuevo abad era estricto con la norma de silencio.
Durante la oración, en la que Arn de Gothia participó como todos los demás, fue mirando de reojo a todos los hermanos. La luz entraba cada vez con más fuerza en la nave y ya se podían ver las caras mutuamente. Una tercera parte de los hombres reconocieron al templario y pudieron responder con discreción a su gesto de saludo, pero la mayoría le resultaban completamente desconocidos.
Al terminar la plegaria, los hermanos iniciaron la procesión de salida hacia el claustro, se les acercó el padre Guillaume y le hizo señales al hermano Guilbert de que deseaba hablar con ambos en el
parlatorium
después del desayuno, a lo que respondieron con una reverencia en señal de asentimiento.
Arn y el hermano Guilbert salieron por el pórtico de la iglesia todavía en silencio, cruzaron el patio y los talleres y se dirigieron hacia los cercados de los caballos. El sol de la mañana ya se había vuelto rojo y refulgente y en todas partes se oía el canto de los pájaros. Finalmente volvería a ser un hermoso día de verano.
Al llegar donde estaban los caballos se dirigieron de inmediato hacia los cercos de los sementales. El templario se agarró del tronco superior de la valla con las dos manos, la sorteó de un solo salto y luego le indicó con cortesía exagerada al hermano Guilbert que hiciera lo mismo. Sin embargo, éste sonrió, sacudió la cabeza, se subió a la cerca y la cruzó poco a poco, como solía hacer la mayoría de la gente. En la otra punta del cercado había diez caballos aguardando como si todavía no hubiesen decidido qué pensar del hombre de blanco.
—Bueno, mi querido Arn —dijo el hermano Guilbert, rompiendo sin más la norma de silencio hasta después de la comida de la mañana—, ¿has aprendido al fin el idioma de los caballos?
Arn le echó una mirada larga y escrutadora antes de asentir despacio con una expresión cargada de intención. Con un silbido captó la atención de los caballos de allá abajo. Luego los llamó en tono bajo, precisamente en el idioma de los caballos:
—¡En el nombre del Misericordioso, el Compasivo, vosotros los hijos del viento, venid con vuestros hermanos protectores!
Los caballos atendieron de inmediato y sus orejas se irguieron. Un robusto alazán echó a andar en su dirección y pronto lo siguieron los demás, y cuando el primer alazán levantó la cola y pasó al trote, todos aumentaron la velocidad y acabaron acercándose al galope, haciendo que la tierra temblase.
—Por el Profeta, la paz lo acompañe, que de verdad has aprendido el idioma de los caballos allí en Outremer —susurró el hermano Guilbert en árabe.
—Completamente cierto —respondió Arn en el mismo idioma, y extendió su manto blanco para detener a los caballos, que acudían en estampida—, y tú pareces recordar todavía el idioma que una vez creí que era en verdad el idioma de los caballos y no la lengua de los infieles.
Montaron un caballo cada uno, aunque el hermano Guilbert tuvo que llevar al suyo junto a la cerca para tener un punto de apoyo para subir. Luego dieron unas vueltas por el cercado montando a pelo y agarrándose sólo ligeramente con la mano izquierda de las crines del caballo.
Arn preguntó si las cosas seguían igual de mal, si los godo-occidentales eran todavía de los pocos hombres en el mundo que todavía no habían comprendido el valor de esos caballos, y el hermano Guilbert se lo confirmó con un suspiro, indicándole que así era. Los caballos eran el mejor de los negocios en casi todas partes del mundo cisterciense. Pero aquí, en el Norte, no. Aquí no había llegado todavía el arte de la guerra a caballo, por lo que esos caballos no valían más, sino menos que los caballos godo—occidentales.
Arn se asombró y preguntó si sus parientes seguían pensando que no se podía utilizar la caballería en la guerra. El hermano Guilbert volvió a confirmar con otro suspiro que así era. Los nórdicos iban a caballo hasta sus guerras, bajaban del caballo, lo ataban y luego se atacaban corriendo los unos tras los otros a golpes y hachazos en la pradera que fuera.
Llegados a este punto, el hermano Guilbert ya no pudo contener más todas las preguntas que había deseado hacer desde el primer momento en que vio al que había creído su hijo perdido, fuera, en el
receptorium
, chorreando por la lluvia y cubierto de barro tras su largo viaje. Y Arn empezó el largo relato de su historia.
El joven Arn Magnusson, Cándido e inocente, que una vez abandonó Varnhem para servir en la guerra santa hasta la muerte o hasta el transcurso de veinte años, lo que solía dar igual, había dejado de existir. El que había regresado de la guerra no era un caballero ingenuo como Perceval.
Esto fue algo que el hermano Guilbert comprendió de inmediato al empezar en el claustro la conversación con el padre Guillaume. La mañana había resultado excelente y hermosa, apacible y sin una sola nube en el cielo, por lo que el padre Guillaume, en lugar de hacerlos llamar al
parlatorium
, había llevado a su insólito invitado y al hermano Guilbert al exterior, a los bancos de piedra del claustro. De modo que estaban sentados prácticamente con los pies sobre la tumba del padre Henri, pues él y su sello roto yacían justo allí, tal como había deseado en el lecho de muerte. Habían iniciado el encuentro rezando por la salvación del padre Henri.
El hermano Guilbert miró fijamente a Arn cuando éste empezó a exponer su caso ante el padre Guillaume. Éste escuchaba con atención y cortesía y, como siempre que hablaba con quienes sabían un poco menos que él, con condescendencia. El padre Guillaume era un hábil teólogo, eso era algo innegable, pero de poco le servía para vislumbrar las intenciones de un templario, pensó el hermano Guilbert, que pronto comprendió adonde quería ir a parar Arn.
La cara de Arn mostraba claras huellas de que él no había sido uno de esos hermanos que habían servido a la superioridad como escriba y contable. Debía de haber pasado la mayor parte de su tiempo en Tierra Santa sentado en la silla de montar, armado con la espada y lanza en ristre. Por primera vez, el hermano Guilbert reparó en la raya negra del borde inferior del manto de Arn, que demostraba que tenía rango de comendador y, por tanto, que había estado al mando tanto de la guerra como del comercio. Sería capaz de convencer al joven y menos experimentado padre Guillaume de cualquier cosa que desease antes de que éste tan siquiera se diese cuenta de lo que estaba pasando.
Como primera respuesta a la pregunta de qué había ido a buscar a Varnhem, había respondido que había ido a donar nada menos que diez marcos de oro. Varnhem había sido el lugar donde los hermanos, con la ayuda de Dios, lo habían criado, y diez marcos de oro era una cantidad nada despreciable para mostrar su agradecimiento. Además, deseaba tener su futura tumba al lado de la tumba de su madre, en el interior de la iglesia, bajo la nave central.
Estas propuestas buenas y cristianas hicieron que el joven padre Guillaume alcanzase el preciso punto de docilidad que el hermano Guilbert imaginaba que Arn se había propuesto conseguir. Y fue todavía mejor cuando Arn se disculpó y se dirigió a los carros de bueyes y regresó con un pesado y tintineante saco de cuero que dio en mano al padre Guillaume con el máximo respeto y una profunda reverencia.
Era evidente que al padre Guillaume le costaba abstenerse de abrir el saco de cuero y empezar a contar el oro.
Entonces Arn efectuó su siguiente jugada. Habló un rato acerca de los hermosos caballos de Varnhem, de lo lamentable que era que sus parientes de esa región norteña no comprendiesen el valor que tenían esos animales y acerca del gran y admirable trabajo que su viejo amigo el hermano Guilbert había dedicado durante muchos años al cuidado y a la cría mejorada sin recompensa alguna. Añadió que muchos de los perseverantes trabajadores en las viñas del Señor recibían tarde la recompensa por el trabajo realizado, mientras que otros, que por el contrario habían llegado después al trabajo, recibían su recompensa más a la ligera. Cuando el padre Guillaume hubo considerado con seriedad ese conocido ejemplo de cómo el concepto que los humanos tenían de la justicia muchas veces parecía diferir del concepto de Dios, Arn propuso comprar todos los caballos de Varnhem a un muy buen precio. De ese modo, añadió rápidamente antes de que el padre Guillaume tuviese tiempo de recuperarse de la sorpresa, Varnhem recibiría finalmente la recompensa por tan duro trabajo. Y además se desharían de una labor que, de todos modos, no producía ingresos aquí arriba en el Norte; así matarían dos pájaros de un tiro.
Arn calló y esperó hasta el preciso momento en que el padre Guillaume pareció haberse recuperado y estaba a punto de deshacerse en agradecimientos.
Pero tal vez existiese una pequeña contrariedad en un negocio tan grande, se apresuró a añadir Arn. Pues para el cuidado de los caballos el comprador necesitaría de una mano experta, y esa mano experta estaba en Varnhem y era el hermano Guilbert. Por otro lado, ¿si el trabajo más importante del hermano Guilbert desaparecía con los caballos…?
El padre Guillaume propuso entonces de inmediato que el hermano Guilbert acompañase la compra para, al menos por algún tiempo, más bien todo el tiempo necesario, asistir al comprador. Arn asintió, pensativo, con la cabeza, como si eso fuera una propuesta muy sabia y el hermano Guilbert, que en esos momentos contemplaba su rostro con atención, no pudo ver un solo inicio que revelase que ésa había sido en realidad la intención de Arn. Parecía como si, tras haberlo considerado con detenimiento, se limitase a aceptar la sabia proposición que había hecho el padre Guillaume. Luego propuso que se hiciesen redactar los documentos de la donación y que se sellasen ese mismo día, aprovechando que ambas partes se hallaban reunidas.
Cuando el padre Guillaume se apresuró a aceptar también eso, Arn separó las manos en gesto de agradecimiento y alivio y pidió a los otros dos que le proporcionaran un poco de información del tipo que sólo podía encontrarse entre los hombres de la Iglesia, acerca de cuál era realmente la situación de su país. Porque, como se apresuró a explicar, la información de quién era rey, canciller y reina ya la había obtenido abajo, en el mercado de Lödöse. También sabía que reinaba la paz desde hacía mucho tiempo. Pero la respuesta a la cuestión de si esta paz entre las tierras de Gota y los svear iba a perdurar en el futuro sólo se podía encontrar entre los hombres de la Iglesia, pues sólo allí se encontraban las verdades profundas.
El padre Guillaume parecía contento ante la idea de que las verdades profundas sólo se hallasen entre los hombres de la Iglesia, y asintió con la cabeza, mostrando así su acuerdo y aprobación, aunque parecía un poco inseguro acerca de cuáles eran los conocimientos que Arn quería obtener. Arn lo ayudó con una pregunta breve aunque muy directa que expuso en voz baja y sin inmutarse:
—Si de cualquier modo va a haber guerra en nuestra tierra, ¿por qué y cuándo se producirá?
Los dos hermanos del convento fruncieron el ceño mientras reflexionaban durante un rato y luego, el hermano Guilbert, con el permiso del padre Guillaume, respondió que mientras el poder estuviese en manos del rey Knut Eriksson y de su canciller Birger Brosa, no existía peligro de guerra. Por tanto, la cuestión era lo que sucedería después del rey Knut.
—Y entonces el riesgo de nuevas guerras será grande —dijo el padre Guillaume con un suspiro.
Explicó que en el concilio de la Iglesia del año anterior en Linköping, el nuevo arzobispo Petrus había dejado claro a los eclesiásticos cuál era su posición. Era adicto a los Sverker y había recibido su estola arzobispal del arzobispo danés de Lund, Absalón. Este mismo Absalón intrigaba contra el linaje de Erik y quería restaurar a los Sverker en la corona de los godos y los svear. También tenía un medio para lograr ese objetivo que seguramente el rey Knut Eriksson conocía tan poco como el hecho de que su nuevo arzobispo fuese hombre de los daneses y de los Sverker. El obispo Absalón de Lund tenía una carta que la difunta abadesa Rikissa había hecho escribir en su lecho de muerte donde describía cómo la reina del rey Knut, Cecilia Blanka, durante su tiempo como doncella entre las familiares en el convento de Gudhem había pronunciado los votos de castidad y de ser para siempre servidora de Dios. Dado que el rey Knut había ido luego a buscar a Cecilia Blanka de Gudhem y la había convertido en su reina, y que ésta luego le había dado cuatro hijos y dos hijas…