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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

Reina Lucía (38 page)

BOOK: Reina Lucía
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Así que Riseholme regresó en tropel a The Hurst, como si de un rebaño de ovejas descarriadas se tratase, pues era seguro que iba a encontrar a Olga allí, igual que se había apresurado en acudir allí, respirando profundamente, para las clases del gurú. Volvió a soportar los poemas en prosa de Pepino, las viejas, viejísimas melodías de Lucía, con su suspiro al final, pero Olga confundió sus suspiros con los de los demás, y a menudo, después de una pausa adecuada, Lucía le decía con gesto victorioso a Olga:

—¿Una cancioncita, señorita Bracely? ¿Una
stanza
tal vez? ¿O estoy abusando demasiado de su bondad? ¿Dónde está su acompañante? He de decir que siento celos de él: ¡le arrebataré su puesto algún día! ¡Georgino, la señorita Bracely va a cantarnos algo! ¿No es un placer? Ssssh, por favor, damas y caballeros.

Y regresaba a su lugar, y se sentaba con la expresión de mirada perdida más perdida que se hubiera visto en faz mortal, mientras abusaba del buen carácter de la señorita Bracely.

Luego Georgie tuvo que terminar su otro cuadro, que esperaba tener listo a tiempo para que fuera un regalo de Año Nuevo, puesto que Olga había insistido en que hiciera primero el de Lucía. Verdaderamente, había conseguido un admirable parecido, y había en este retrato todo lo que faltaba en su representación recargada y puntillosa de Lucía. «Diciembre desolado» y «Narcisos amarillos», y el resto de los cuadros también adolecían de aquello: por una vez había hecho algo en cuya realización se había olvidado de sí mismo. De ningún modo era la obra de un genio, pues Georgie no poseía ni una pizca de genialidad, y el talento que se dejaba entrever de ningún modo era de un orden elevado; pero tenía algo de la naturalidad de una flor que crece en la tierra que la alimenta.

Cuando llegó el último día del año, Georgie seguía dando los últimos toques finales al cuadro: pequeños reflejos en la parte superior de las teclas negras, pequeñas sombras ennegrecidas en la moldura del panel que había tras su cabeza. Por fin había acabado con él, y ahora Olga estaba sentada en el alféizar de la ventana, mirando al exterior y jugando con las borlas de la persiana. Había estado tan absorto en su trabajo que apenas se había dado cuenta de que ella había estado inusualmente callada.

—Tengo que darte una noticia —dijo al final.

Georgie contuvo la respiración mientras trazaba una delgadísima línea de color carne en el borde de la tecla del la sostenido bemol.

—¡No! ¿Qué es? —dijo—. ¿Es sobre la princesa?

Olga pareció recibir aquella pregunta como una broma.

—¡Ah, deja de hablar de eso al menos un minuto! —dijo—. Lo que deberías haber hecho era encargar otro ejemplar del
Todd’s News
inmediatamente.

—Ya sé que debí hacerlo, pero no pude encontrar ninguno cuando lo pensé después. ¡Qué fastidio! Pero estoy seguro de que había algo sobre esa mujer en el periódico.

—¿Y no has podido sacarle nada a los Quantock?

—No, aunque les he tendido un montón de trampas. Estoy convencido de que ahora están compinchados. Ambos saben algo. Cuando les tiendo una trampa, se miran el uno al otro.

—¿Qué clase de trampas?

—Oh, nada… De repente digo: «¡Qué lata que haya tantísimos fraudes entre los médiums, especialmente los de pago…!». Ya ves, ni por un momento creo que las sesiones de espiritismo de los Quantock fueran gratis, aunque
nosotros
no pagáramos por asistir a ellas. Y entonces Robert dice que él jamás confiaría en una médium de pago, y ella lo mira con gesto de aprobación y dice: «¡Ah, nuestra querida princesa!». El otro día les tendí una trampa muy buena. Dije de repente: «¿Es verdad que la princesa va a venir a visitar a lady Ambermere?». No era una mentira: yo sólo preguntaba.

—¿Y qué pasó? —dijo Olga.

—Robert dio un respingo espantoso: no fue un brinco exactamente, sino un respingo. Pero ella estuvo al quite y dijo: «Ah, eso sería estupendo. Me pregunto si será verdad… La princesa no lo mencionó en su última carta». Y luego él la miró con gesto de aprobación. Algo hay ahí, Olga, te lo digo yo. Nadie me convencerá de lo contrario.

Olga de repente estalló en risas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Georgie.

—Oh, ¡es todo tan encantador…! —dijo Olga—. Nunca imaginé lo tremendamente interesantes que son las pequeñas cosas que le pasan a la gente de aquí. Todo es emocionante a rabiar, y allá donde mires hay otras cincuenta cosas igual de excitantes. ¿Es porque todos os tomáis un interés tan excesivo en esas pequeñas cosas por lo que resultan tan apasionantes o es que son apasionantes en sí mismas, y la gente normal y aburrida, los que no son riseholmenses, no se dan cuenta de lo interesantes que son? El sarampión de Tommy Luton, los secretos de los Quantock, ¡el amante de Elizabeth…! Y pensar que yo creía que venía a un remanso de paz…

Georgie sujetó en alto su cuadro y entrecerró los ojos.

—Creo que ya está terminado —dijo—. Lo enmarcaré y lo pondré en mi salón.

Aquello fue una trampa, y Olga cayó en ella.

—Sí, quedará bien allí —dijo—. Realmente, Georgie, es muy buena elección.

Georgie comenzó a lavar los pinceles.

—¿Y qué era esa noticia que tenías? —preguntó.

Olga se levantó de su asiento.

—Se me había olvidado por completo, como estábamos hablando de los secretos de los Quantock… —dijo—. Mira por dónde: se me había olvidado completamente. Georgie, acabo de aceptar una oferta para cantar en América, un contrato de cuatro meses, a cincuenta mil millones de libras la noche. Un penique menos y no habría aceptado. Pero, realmente, no puedo rechazarlo. Todo ha sido muy repentino, pero quieren producir
Lucrezia
allí antes de que se estrene en Inglaterra. Después regresaré, y cantaré en Londres todo el verano. ¡En fin…!

Se produjo un silencio sepulcral mientras Georgie secaba los pinceles.

—¿Cuándo te vas? —preguntó.

—Dentro de quince días o así.

—¡Oh! —murmuró Georgie.

Olga cruzó la sala hasta el piano y lo cerró sin hablar, mientras él doblaba el papel que envolvía su cuadro terminado.

—¿Por qué no vienes conmigo? —dijo al final—. Te haría un bien infinito, porque así saldrías de este encantador pueblo insignificante. Acabaréis volviéndoos todos locos. Hay grandes cosas ahí fuera, en el mundo… mares, continentes, gente, movimientos, emociones. Le dije a mi Georgie que iba a invitarte, y está totalmente de acuerdo. Nos caes bien a los dos, ya lo sabes. Ven un par de meses al menos: por supuesto, serás nuestro invitado. Por favor.

De súbito, el mundo se había tornado completamente negro para Georgie, y de ello tenía la culpa la persona que, para él, con toda certeza, era la luz del mundo. Georgie negó con la cabeza.

—¿Y por qué no puedes venir? —preguntó Olga otra vez.

Georgie la miró directamente a los ojos.

—Porque te adoro —contestó.

E
PÍLOGO o
P
REFACIO
[60]

L
a alegre noticia recorrió Riseholme aquella mañana de marzo: la flor más tempranera en el arriate de Perdita estaba a punto de abrirse. El día era una de aquellas espléndidas jornadas de la primavera inglesa, con grandes nubes blancas sobrevolando los amplios espacios del cielo azul gracias al viento del suroeste, y con veloces sombras que raudas cruzaban la plaza. El parlamento estaba en cónclave general aquel día, y en los olmos los grajos estaban atareadísimos.

Un espantoso abatimiento había sucedido a la partida de Olga. Riseholme, naturalmente, se adjudicó una buena parte del mérito por el tremendo éxito que había obtenido en Nueva York, puesto que con toda justicia se consideraba que la verdadera cuna de la pieza operística estuvo allí, donde ella la había ensayado por primera vez. Lucía parecía recordarlo mejor que nadie, pues ella podía rememorar infinidad de detalles de los que ningún otro tenía el más mínimo recuerdo: cómo había discutido de música con el
signor
Cortese, y cómo él le había preguntado dónde se había educado musicalmente. ¡Qué placer hablar italiano con un romano —
lingua toscana in bocca romana
— y qué velada tan maravillosa tuvieron! La pobre señora coronela no recordaba casi nada de todo aquello, pero hacía mucho tiempo que Lucía se había dado cuenta de que la pobre mujer estaba perdiendo la memoria, una desgracia… Tras
Lucrezia
, Olga había representado algún otro papel de su antiguo repertorio, sobre todo el papel de Brunilda, y Lucía siempre recordaría aquella encantadora fiesta del día de Navidad en casa de su querido Georgino, cuando disfrutaron de los cuadros dramáticos. La querida Olga fue tan sencilla y tan natural… al final se había acercado a Lucía, y le había pedido que le contara cómo había dado con aquella combinación de gestos en la escena del despertar, y Lucía se había mostrado encantada, pero encantadísima de verdad, de darle algunas indicaciones al respecto. En realidad, Lucía se comportó tal y como se esperaba de ella: fue sólo que resultó un poquito más difícil animar a sus súbditos. Georgie, en particular, anduvo muy lánguido y gris, y Lucía, con toda su ingenuidad, fue completamente incapaz de encontrar una razón que lo explicara.

Pero aquel día, la afluencia de la cálida marea de la primavera pareció renovar las embarradas marismas, levantando los juncos que hasta ese día habían yacido tristes y abatidos, reflotándolos de nuevo con el regreso del agua clara. Nadie pudo resistirse a la magia de la estación, y a Georgie, que había pensado —por mera educación— ir a ver la primera de las estúpidas flores del arriate de Perdita (se le había avisado del advenimiento de la flor por teléfono, desde The Hurst), le pareció, cuando puso el pie en el exterior de su casa aquella cálida y ventosa mañana, que sería interesante pasear por la plaza ajardinada primero y ver si había alguna novedad. Todas las novedades que realmente le habían interesado durante los últimos dos meses eran las noticias procedentes de América, con las cuales había hecho un pequeño paquetito atado con una cinta rosa.

Después de librarse de Piggy, fue hasta el quiosco de prensa para coger su
Times
, que inexplicablemente no había llegado, y la visión del
Todd’s News
, con su portada amarilla, reavivó su soñolienta curiosidad. Ni un diminuto rayo de luz se había arrojado jamás sobre aquel extraordinario suceso, cuando Robert compró toda la tirada, y aunque Olga nunca dejó de interesarse en el caso, Georgie no había sido capaz de ofrecerle la más mínima información adicional. De vez en cuando le había tendido alguna lánguida trampa a uno de los Quantock, pero ni por asomo cayeron en ellas jamás. Todo el asunto en su conjunto debía ser archivado, junto a problemas como el origen del mal, entre los insondables misterios de la vida.

Si uno acudía a la oficina de correos una hora antes de que se efectuara el reparto casa por casa, se podían recoger cartas del segundo correo, así que cuando Georgie estaba esperando por su
Times
, vio que la señora Quantock salía corriendo de la estafeta de correos con un pequeño paquete en las manos, que iba abriendo mientras caminaba. Iba tan absorta que ni siquiera vio a Georgie, aunque pasó bastante cerca de él, y poco después se deshizo de un sobre certificado. En ese momento, el «antiguo y conocido
glamour
» comenzó a apoderarse de él de nuevo, y se descubrió preguntándose vehementemente qué contendría…

Ya estaba la mujer a unas cien yardas de él, caminando prestamente en dirección a The Hurst, ya que sin duda ella también iba allí a admirar las primeras flores de Perdita. La siguió, avanzando más rápido que ella, y ya la iba a alcanzar cuando (esta vez por accidente, no del modo en que, con cierta ansiedad, se había desprendido descuidadamente del sobre certificado) vio que la señora Quantock dejaba caer un pequeño folleto. Georgie, pensando que lo necesitaba, lo recogió con la intención de devolvérselo. Comprobó que era claramente un pequeño panfleto, y le resultó de todo punto imposible evitar reparar en lo que tenía escrito, puesto que el impreso rezaba en grandes letras.

A
UMENTE SU ALTURA

Georgie apretó el paso, y el viejo y conocido
glamour
brilló de nuevo a su alrededor. En cuanto se encontró a una distancia prudencial, llamó a la señora Quantock, y cuando ella se giró, «como una chiquilla cogida en falta», una pequeña cajita se le cayó de las manos. Al caer, la pestaña se abrió, y se desparramaron por la verde hierba un montón de pastillas rojas.

Daisy emitió un gritito de disgusto.

—¡Oh! Georgie, ¡me has asustado! —dijo—. Ayúdame a recogerlas. ¿Crees que la humedad las habrá estropeado? ¿Alguna novedad? Estaba tan enfrascada en lo que estaba haciendo que iba hablando sola.

Georgie colaboró en la recuperación de las pastillas rojas.

—Se le había caído esto mientras iba caminando —dijo tendiéndole el folleto—. Lo recogí con la intención de devolvérselo.

—Oh, qué amable, ¿y has visto lo que es?

—No he podido evitar leer la portada —dijo Georgie.

Daisy lo miró durante unos instantes, preguntándose cuál sería el modo de proceder más prudente. Si simplemente le diera las gracias, por devolvérselo, probablemente se lo contaría a alguien…

—Bueno, entonces te pondré al tanto de todo —dijo—. Es un invento de lo más asombroso. Al parecer, estas píldoras aumentan tu altura, independientemente de la edad que tengas. De dos a seis pulgadas, ¡imagínate! Todas las mañanas tiene una que hacer algunos ejercicios, como cuando aquella vez que hacíamos yoga, y hay que tomar tres pastillas diarias. Son absolutamente inocuas. Y entonces una empieza, como dice el folleto, «a dar el estirón». Suena increíble, ¿no? Pero hay tantos testimonios que no se puede dudar de que el método es auténtico. Aquí viene el testimonio de un hombre que creció seis pulgadas. Lo vi anunciado en algún periódico y lo encargué. ¡Y sólo por una guinea! ¡Ya verás qué risa cuando Robert empiece a darse cuenta de que soy más alta que él! ¡Pero ni una palabra de esto! ¡No se lo digas a nuestra querida Lucía por nada del mundo! Ella es media cabeza más alta que yo, y no sería divertido si todo el mundo creciera de dos a seis pulgadas, porque entonces no serviría de nada. Si quieres, puedes escribir para encargarlas, yo te daré la dirección. Pero no debes decírselo a nadie.

—¡Es maravilloso! —dijo Georgie—. Estaré pendiente de usted. Ya hemos llegado. Mire, ahí está la primera flor de Perdita. ¡Qué preciosidad!

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