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Authors: Arthur Schnitzler

Tags: #Drama

Relato Soñado (3 page)

BOOK: Relato Soñado
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Con el certificado de fallecimiento terminado, Fridolin volvió a entrar en la habitación de al lado, en la que, junto a la cama del padre, con las manos entrelazadas, se sentaban los novios.

Volvió a sonar la campanilla de la puerta, y el doctor Roediger se levantó y fue a abrir; entonces Marianne, casi inaudiblemente, dijo mirando al suelo: «Le quiero». Fridolin respondió sólo pronunciando, no sin ternura, el nombre de Marianne. Roediger volvió a entrar, con un matrimonio de edad. Eran el tío y la tía de Marianne; intercambiaron algunas palabras apropiadas al caso, con la timidez que suele difundir a su alrededor la presencia de alguien que acaba de morir. La pequeña habitación, de pronto, pareció llenarse de personas que venían a dar el pésame, Fridolin consideró que estaba de más, se despidió y fue acompañado a la puerta por Roediger, que se sintió obligado a dirigirle unas palabras de agradecimiento y expresarle su esperanza de que volverían a verse pronto.

III

Fridolin, delante de la puerta de la casa, levantó la vista hacia la ventana que antes había abierto por sí mismo; los batientes temblaban ligeramente en la brisa de principios de primavera. Los que habían quedado allí arriba, tanto vivos como muertos, le resultaban por igual espectralmente irreales. Él mismo se sentía como si hubiera escapado; no tanto a una experiencia como a un melancólico hechizo que no había logrado ningún poder sobre él. El único efecto que sentía era una curiosa falta de ganas de volver a casa. La nieve de las calles se había fundido, a derecha e izquierda se acumulaba pequeños montículos de un blanco sucio, las llamas de gas de las farolas vacilaban y en una iglesia cercana dieron las once. Fridolin decidió pasar media hora aún en un rincón tranquilo de un café próximo a su piso, antes de irse a la cama, y tomó el camino que atravesaba el parque del Ayuntamiento. Sobre los bancos en sombras había aquí y allá parejas estrechamente abrazadas, como si hubiera llegado ya realmente la primavera y el engañoso aire tibio no estuviera preñado de peligros. Extendido cuan largo era en un banco, con el sombrero calado sobre la frente, había echado un hombre bastante andrajoso. ¿Y si lo despertara, pensó Fridolin, y le diera dinero para un albergue nocturno? Bueno, de qué serviría eso, siguió pensando, mañana tendría que darle para otro, si no no tendría ningún sentido, y al final me haría sospechoso de mantener relaciones punibles. Y aceleró el paso, como para huir cuanto antes de toda responsabilidad y tentación. ¿Por qué precisamente, se preguntó, sólo en Viena hay miles de esos pobres diablos? ¡Si hubiera que preocuparse de todos… de la suerte de todos los desconocidos! Y recordó al muerto que acababa de dejar y, con un estremecimiento, incluso con asco, pensó que, en aquel cuerpo delgado tendido bajo la parda manta de franela, la descomposición y desintegración, siguiendo leyes eternas, habrían comenzado ya su obra. Y se alegró de vivir aún, de que, según todas las probabilidades, todas aquellas cosas horribles estuvieran aún tan lejos de él; sí, de estar todavía en plena juventud, tener una mujer encantadora y atractiva y poder disponer además, si se le antojaba, de una o varias mujeres más. Para ello, desde luego, hubiera necesitado más tiempo libre del que se le concedía; y recordó que al día siguiente por la mañana, a las ocho, tenía que estar en su departamento del hospital, visitar pacientes privados de once a una; por la tarde, de tres a cinco, pasar consulta, y visitar a otros enfermos más esa velada… Bueno… esperaba que, por lo menos, no volvieran a llamarlo en mitad de la noche, como le había ocurrido aquel día.

Atravesó la plaza del Ayuntamiento, que brillaba apagadamente como un estanque parduzco, y se dirigió al familiar distrito de Josefstadt. Desde lejos oyó unos pasos sordos y regulares y vio, todavía a bastante distancia, cuando acababa de doblar una esquina, a un grupito de estudiantes de una asociación que, en número de seis u ocho, venían hacia él. Cuando los jóvenes llegaron al resplandor de una farola, creyó reconocer en ellos a los azules «alemanes». Él no había pertenecido nunca a ninguna asociación pero, en su momento, se había batido a sable algunas veces. En relación con esa evocación de sus tiempos de estudiante, recordó las dos máscaras en dominó rojo que, la noche anterior, lo habían atraído a su palco, abandonándolo luego tan pronto de forma insolente. Los estudiantes estaban muy cerca, hablaban fuerte y se reían…; ¿no habría conocido a alguno de ellos en el hospital? Sin embargo, con aquella luz incierta, no era posible distinguir con claridad sus rostros. Tuvo que arrimarse mucho a la pared para no tropezar con ellos; … ahora habían pasado ya; sólo el que iba el último, un tipo alto con el abrigo abierto y una venda sobre el ojo izquierdo, pareció quedarse un poco atrás, de forma claramente intencionada, y le golpeó extendiendo el codo. No podía ser casualidad. Qué querrá ese tipo, pensó, y se detuvo involuntariamente; el otro, después de dos pasos, hizo lo mismo, y se quedaron mirándose a los ojos un momento, a cierta distancia. Sin embargo, Fridolin se volvió de pronto y prosiguió su camino. Oyó a sus espaldas una breve carcajada… y casi se hubiera vuelto para enfrentarse con el mozo, pero sintió unas extrañas palpitaciones… exactamente como una vez, hacía doce o catorce años, cuando llamaron con tanta fuerza a su puerta mientras estaba con él aquella jovencita encantadora a la que gustaba parlotear continuamente de un novio que vivía lejos y quizá no existía en absoluto; en realidad sólo había sido el cartero quien llamaba tan amenazadoramente… y exactamente como entonces sentía latir ahora su corazón. Qué es esto, se preguntó molesto, notando entonces que las rodillas le temblaban un poco. ¿Cobarde…? Qué tontería, se respondió a sí mismo. ¡Voy a ponerme a la altura de un estudiante borracho, yo, un hombre de treinta y cinco años, médico en ejercicio, padre de una criatura…! ¡Un desafío! ¡Testigos! ¡Un duelo! ¿Y en definitiva por un tonto empujón así, por un golpe en el brazo? ¿Unas cuantas semanas sin poder trabajar?… ¿O perder tal vez un ojo?… ¿O incluso tener una septicemia…? ¡Y en ocho días estar como el señor de la Schreyvogelgasse bajo una manta de franela parda! ¿Cobarde yo…? Tres veces se había batido a sable y una vez había estado dispuesto también a un duelo a pistola, y no era por iniciativa
suya
por la que la cosa se había arreglado de buena manera. ¡Y con su profesión! Peligros por todas partes y a cada momento… aunque uno se olvidaba siempre. ¿Cuánto tiempo hacía que aquel niño diftérico le había tosido en la cara? Tres o cuatro días, no más. Al fin y al cabo, aquello era bastante más preocupante que un pequeño asalto a sable. Y no había vuelto a pensar en ello. Bueno, si volvía a encontrar a aquel tipo, todavía podría aclararse la cuestión. De ningún modo estaba obligado, a medianoche y cuando venía de ver a un enfermo o iba a ver a un enfermo, después de todo hubiera podido ser así…, no, realmente no estaba obligado a reaccionar ante una provocación estudiantil tan ridícula. Si ahora, por ejemplo, viniese hacia él el joven danés con el que Albertine… ah no, ¿qué estaba pensando? Bueno… en el fondo era lo mismo que si ella hubiera sido su amante. Peor aún. Sí, ése debería venir ahora a su encuentro. Ah, sería un verdadero placer estar frente a él en un claro de bosque, apuntando hacia su frente de pelo rubio y liso el cañón de una pistola.

Se encontró de pronto con que había ido más allá del lugar de su destino y estaba en una callejuela estrecha, por la que sólo vagaban algunas prostitutas miserables en su nocturna caza de hombres. Espectral, pensó. Y también los estudiantes con sus gorras azules le resultaron de pronto espectrales en el recuerdo, lo mismo que Marianne, su prometido, y su tío y su tía, a los que se imaginaba ahora, cogidos de la mano, en torno al lecho de muerte del anciano consejero; también Albertine, a la que se imaginaba profundamente dormida, con los brazos cruzados bajo la nuca… hasta su hija, que ahora estaría hecha un ovillo en su estrecha y blanca camita de metal, y la institutriz de mejillas rubicundas, con su lunar en la sien izquierda… todos se le habían vuelto totalmente espectrales. Y esa sensación, aunque lo hacía estremecerse un poco, era al mismo tiempo algo tranquilizador que parecía liberarlo de toda responsabilidad, incluso de toda relación humana.

Una de las muchachas que deambulaban lo invitó a acompañarla. Era una criatura delicada, todavía muy joven, palidísima y con los labios pintados de rojo. Podría terminar igualmente con la muerte, pensó, ¡pero no
tan
deprisa! ¿Cobardía
también
? En el fondo sí. Escuchó sus pasos, y pronto su voz, a sus espaldas.

—¿No quieres venir, doctor?

Se volvió involuntariamente.

—¿De qué me conoce? —preguntó.

—No lo conozco —dijo ella—, pero en este barrio todos son doctores.

Desde sus tiempos del bachillerato no había vuelto a tener nada que ver con una mujerzuela de esa clase. ¿Volvía de pronto a sus años de adolescencia por el hecho de que aquella criatura lo atrajera? Recordó a un conocido ocasional, un hombre joven y elegante, al que se atribuía una suerte fabulosa con las mujeres y con el que, siendo estudiante, había estado en un café nocturno después de un baile y, antes de alejarse con una de las clientes profesionales, había respondido a la mirada un tanto asombrada de Fridolin con las palabras: «Sigue siendo lo más cómodo;… y tampoco son las peores».

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Fridolin.

—Bueno, ¿cómo voy a llamarme? Mizzi, naturalmente.

Había hecho girar ya la llave en la puerta de la casa, entró en el vestíbulo y esperó a que Fridolin la siguiera.

—¡Vamos! —dijo, al verlo titubear.

De pronto él estuvo a su lado, la puerta se cerró a sus espaldas, ella echó la llave, encendió una vela y le alumbró el camino… ¿Estaré loco?, se preguntó él. Naturalmente, no voy a tocarla.

En la habitación ardía una lámpara de petróleo. Ella subió más la mecha; era una habitación muy acogedora y bien arreglada y, en cualquier caso, olía mucho más agradablemente que, por ejemplo, en casa de Marianne. Evidentemente… allí no había estado durante meses un anciano en cama. La muchacha sonrió y se acercó con discreción a Fridolin, que la rechazó suavemente. Entonces ella le señaló una mecedora, en la que él se dejó caer a gusto.

—Debes de estar muy cansado —dijo ella.

Él asintió. Y ella, mientras se desnudaba sin prisas:

—Bueno, un hombre así tiene cosas que hacer todo el día. Para nosotras resulta más fácil.

Él se dio cuenta de que los labios de ella no estaban pintados sino coloreados de un rojo natural, y le hizo un cumplido.

—¿Para qué iba a pintarme? —le preguntó ella—. ¿Cuántos años crees que tengo?

—¿Veinte? —adivinó Fridolin.

—Diecisiete —dijo ella, se sentó en su regazo y, como una niña, le echó el brazo al cuello.

¿Quién podría imaginarse, pensó él, que estaría precisamente ahora en esta habitación? ¿Lo hubiera creído yo mismo posible hace una hora, diez minutos? Y… ¿por qué? ¿Por qué? Ella buscó los labios de él con los suyos, él se echó hacia atrás, ella lo miró asombrada, un poco triste, y se dejó resbalar de su regazo. A él casi le dio pena, porque en el abrazo de aquella mujer había habido mucha ternura consoladora.

Ella cogió una bata roja que colgaba sobre el respaldo de la cama abierta, se la puso y apretó los brazos contra el pecho, de forma que toda su figura quedó oculta.

—¿Te parece bien así? —le preguntó sin burla, casi tímida, como si se esforzara por comprenderlo.

Él no supo muy bien qué responder.

—Lo has adivinado —dijo luego—, estoy realmente cansado, y encuentro muy agradable estar aquí sentado en la mecedora, sencillamente escuchándote. Tienes una voz tan agradable y suave. Habla, cuéntame algo.

Ella se sentó en la cama y sacudió la cabeza.

—Lo que pasa es que tienes miedo —dijo en voz baja… y luego, para sus adentros, de forma apenas perceptible—: ¡Lástima!

Esa última palabra hizo que una onda cálida recorriera las venas de él. Se acercó a la mujer, quiso abrazarla, le dijo que confiaba plenamente en ella, y con ello decía incluso la verdad. La atrajo hacia sí y la cortejó como a una muchacha, como a una mujer amada. Ella se resistía, él se avergonzó y la dejó por fin. Ella dijo:

—La verdad es que no se sabe, alguna vez tiene que llegar. Tienes toda la razón del mundo en tener miedo. Y si te pasara algo, me maldecirías.

Rechazó los billetes que él le ofreció, con tanta decisión que él no pudo insistir. Se echó un estrecho chal de lana azul, le alumbró, lo acompañó abajo y abrió la puerta.

—Me voy a quedar ya en casa —dijo. Él le cogió la mano e, involuntariamente, se la besó. Ella lo miró con asombro, casi asustada, y luego se rió desconcertada y feliz.

—Como una señorita —dijo.

La puerta se cerró a espaldas de él, y Fridolin, con una rápida ojeada, grabó en su memoria el número de la casa para poder enviar al día siguiente a la pobre y encantadora muchacha vino y golosinas.

IV

Entretanto, el aire se había vuelto aún más cálido. La brisa tibia traía a la estrecha calle un perfume de prados húmedos y de primavera en las lejanas montañas. ¿Adónde ir ahora?, pensó Fridolin, como si lo más natural no fuera dirigirse a casa de una vez e irse a la cama. Pero no acababa de decidirse a ello. Desde aquel desagradable encuentro con los «alemanes» se sentía sin hogar, un proscrito… ¿O era desde la confesión de Marianne?… No, desde hacía más tiempo aún… desde aquella conversación vespertina con Albertine se había ido alejando cada vez más de la esfera habitual de su existencia hacia otro mundo distinto, lejano y extraño.

Vagó de un lado a otro por las calles nocturnas, dejó que el suave viento del sur le acariciara la frente y, por último, con paso decidido, como si hubiera llegado a una meta mucho tiempo buscada, entró en un café de poca categoría, acogedor al viejo estilo vienés, no especialmente espacioso, escasamente iluminado y, a esa hora tardía, poco concurrido.

En un rincón jugaban a las cartas tres hombres; un camarero, que hasta entonces los había estado mirando, ayudó a Fridolin a quitarse el abrigo, recibió su encargo y le dejó sobre la mesa revistas ilustradas y periódicos de la tarde. Fridolin se sintió como seguro y comenzó a hojear los periódicos. Su mirada se detenía aquí o allá. En alguna ciudad de Bohemia habían arrancado los rótulos alemanes de las calles. En Constantinopla tenía lugar una conferencia sobre la construcción de un ferrocarril en el Asia Menor, en la que participaba también Lord Cranford. La empresa Benies & Weingruber había suspendido pagos. Anna Tiger, una prostituta, había atentado con vitriolo, por celos, contra su amiga Hermine Drobizky. Aquella noche se celebraba en las Sophiesallen una cena de cuaresma. Marie B., una joven que habitaba en la Schönbrunner Hauptstrasse 28, se había envenenado con sublimado… Todos aquellos sucesos, tanto indiferentes como tristes, con su fría cotidianeidad, producían un efecto en cierto modo desilusionador y tranquilizante en Fridolin. Aquella joven, Marie B., le daba pena; sublimado, qué estupidez. En aquel mismo instante, mientras él estaba cómodamente sentado en el café y Albertine dormía tranquila con los brazos cruzados bajo la nuca y el consejero estaba ya más allá de todo sufrimiento humano, Marie B., de la Schönbrunner Hauptstrasse 28, se retorcía entre dolores sin sentido.

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