Relatos africanos (42 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: Relatos africanos
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Por resumir la anécdota –pues al fin y al cabo tiene que ver con un nivel bastante nimio de los asuntos humanos–, aquel hombre se fue a su casa y se pasó la noche entera sin dormir, midiendo sus lealtades, y al día siguiente decidió que, por supuesto, el Subsecretario tenía razón. Quería servir a su país, que no en vano estaba en plena guerra contra el fascismo. Explicó su decisión a sus superiores dentro del Partido Comunista, quienes estuvieron de acuerdo con él, así como a su esposa y a sus camaradas. Luego, se reunió con el Subsecretario en otro cóctel y le informó de la decisión que había tomado. Lo invitaron a unirse a no sé qué Unidad del Ejército, en alguna función relacionada con el Ministerio de información. Debía esperar ordenes. Llegaron a su debido tiempo y el hombre descubrió que su misión consistía en espiar a la Marina o, más bien, a la porción de ésta que operaba cerca de él. Nuestra Marina, por supuesto. Nunca consiguió entender la estrategia que justificaba esa decisión. Que no usaran a un comunista para espiar, digamos, a Rusia, parecía justo y razonable, pero ¿por qué lo consideraban digno de espiar a los propios? Le provocaba desconcierto y, desde luego, se sentía menospreciado. Después, en un cóctel, conoció por casualidad a un oficial de la Marina con el que procedió a emborracharse y de pronto los dos comprendieron, por pura intuición, que cada uno tenía la misión de espiar al otro; uno para el ejército de Tierra, el otro para la Marina. Ninguno de los dos encontraba muy estimulante el trabajo y no conseguían dedicarse en cuerpo y alma, aparte de que habían ido al mismo colegio y tenían otros muchos vínculos sociales. Ni siquiera les ayudaba a sentirse mejor el hecho de no cobrar por su trabajo, ya que sus superiores daban por hecho –con gran acierto, por supuesto– que tenían bastante con servir a sus países sin recibir nada a cambio. Establecieron la costumbre de reunirse con frecuencia en una cafetería, en la que tomaban vino y café y jugaban al ajedrez en un cenador emparrado que disfrutaba de una vista del Mediterráneo especialmente hermosa; allí, sin pasar por los tediosos esfuerzos del espionaje, se limitaban a intercambiar información relevante. Los descubrieron. Se consideró inadecuada la excusa de que pertenecían al mismo bando de la guerra. Los dos fueron despedidos como espías y trasladados a trabajos menos exigentes. Pero hasta el Día D, e incluso después, el ejército de Tierra espió a la Marina, y viceversa. Es probable que aún lo hagan.

El hecho de que los seres humanos, en cuanto tienen la mínima oportunidad, empiecen a adoptar el punto de vista del otro, me parece el único rayo de esperanza para la humanidad, aunque es obvio que esa tendencia debe de causar cierta angustia a los oficiales del cuerpo diplomático y a los captadores del espía común; no el de altos vuelos, sino el circunstancial. Los diplomáticos se quejan de que, en cuanto entienden de verdad un país y su idioma, visto y no visto, los envían a otro. Hasta que se dan cuenta de por qué ocurre eso. Es que la diplomacia no subsistiría si los factótums perdieran la noción de la hostilidad nacional. Algunos cuerpos diplomáticos insisten en que sus empleados sólo deben relacionarse entre ellos, sin duda convencidos de que una especie de osmosis inocula la comprensión del contrario. Y, por supuesto, cualquier diplomático que dé muestras de volverse nativo, es decir, de disfrutar de verdad con las costumbres y la moral del lugar, debe ser retirado de inmediato.

No ocurre lo mismo con los espías maestros: alguien que se concentre sólo en los más profundos intereses de su país debe de ser menos que inútil. Los más extraños espíritus han de ser aquellos capaces de mantener dos o tres lealtades a la vez. Eso no se tiene por nacimiento. No puede ser que a los trece años se despierten una mañana y griten: «¡Eureka! ¡Lo tengo! ¡Quiero ser agente doble! ¡Nací para eso!». Tampoco puede haber una escuela de formación de espías múltiples, una especie de clase superior en la que se gradúan los alumnos más prometedores. Y sin embargo, esa capacidad que podría retardar la carrera de un diplomático, o que puede significar la muerte entre los espías de escasa entidad, debe de ser precisamente la que buscan los maestros de espías para vigilar y manipular en los niveles más altos de los florecientes sistemas de espionaje. Probablemente lo que ocurre es que un hombre va derivando, tal vez incluso en contra de su voluntad, hacia el momento en que se convertirá en espía de su país, como le ocurrió a ese que me encontré en un cóctel y que terminó espiando a los oficiales de su propio ejército. Luego, tanto si ha llegado allí por vocación como si no tiene el menor entusiasmo, empezará a cometer errores; puede que eso le guste, o puede que no. Pasa una fase en la que se pregunta si no habría hecho mejor dedicándose a la Bolsa, o a cualquier otra alternativa; luego, de pronto llega un momento –fatal para los enclenques, aunque señal de la grandeza de su futuro– en el que le invade la simpatía por el enemigo. Dedicar mucho tiempo a pensar en lo que está haciendo X, o en lo que podría hacer, o pensar, o planificar, convierte los pensamientos de X en algo tan familiar y agradable como los de uno mismo. Los puntos de vista de la nación contra la que el espía dedica todo su tiempo encuentran un buen acomodo en la mente que antes sólo tenía espacio para los de la Madre Patria. Se dedica a pensar en las ideas de quienes solían ser sus enemigos antes de entender que en términos psicológicos ya es un agente doble, y sin darse cuenta todavía de que esos hombres a quienes debe vigilar por el valor del material que proporcionan tal vez ya han diagnosticado dicha condición.

Qué grandes logros de entendimiento global, qué alturas metafísicas de hermandad internacional deben producirse en ese nivel en el que actúan los auténticos grandes espías, cuyos nombres nunca conocemos, pero cuya existencia hemos de dar por hecha.

Por supuesto, no podemos sino recurrir al más humilde vuelo de la especulación, al tiempo que nos conformamos con esos frecuentes y tan promocionados dramas sobre espías, que abandonan la oscuridad para reclamar nuestra atención.

Es imposible que las altas instancias del espionaje tengan nada que ver, por ejemplo, con el siguiente caso menor.

Un comunista que vivía en un pueblo pequeño de Inglaterra, cuya adscripción al comunismo era conocida y aceptada sin el menor drama desde hacía años, y para quien la circunstancia de ser comunista se había convertido en algo parecido a la práctica de una religión poco exigente... Este hombre miró por su ventana una agradable tarde de verano y vio aparcado en la calle, delante de su casa, un coche tan extraño y opulento que le dio vergüenza y se puso de inmediato a pensar qué excusas podría ofrecer a sus vecinos proletarios, cuyos coches de ningún modo podían compararse con aquél, suponiendo que los tuvieran. De aquella monstruosidad salieron dos rusos sonrientes con un osito de peluche del tamaño de un sofá, una botella de vodka, un cilindro largo y pesado que luego resultó ser una enorme alfombra con una pintura del Kremlin, y una caja de chocolatinas inglesas con una hermosa dama y un hermoso perro.

En todas las ventanas de la calle, detrás de las cortinas, se asomaba alguna cabeza.

–Pasen –dijo–, aunque creo que no tengo el placer de...

La alfombra enrollada quedó en el recibidor, enviaron a sus tres hijos a jugar con el oso de peluche en la cocina y dejaron a un lado de caja de chocolatinas para la señora de la casa, que había salido de compras por High Street. El vodka lo abrieron en seguida.

Resulta que a quien buscaban era a su mujer; a él sólo lo querían como intermediario. Querían pedir a su esposa, empleada del ayuntamiento, que consiguiera las actas de las reuniones del consejo y se las pasara. No, no era en Londres, ni siquiera en Edimburgo. Era un pueblo pequeño y nada importante del norte de Inglaterra, en el que cuesta imaginar que ocurriera nada de interés para cualquier foráneo, y mucho menos para un Poder Extranjero. El hombre les explicó que aquellas actas eran públicas y cualquiera –incluso ellos mismos– podía conseguir copias.

–Camaradas, yo mismo les llevaré encantado al Ayuntamiento.

No, ellos habían recibido instrucciones de conseguir que su mujer les pasara los detalles y las actas, y no se conformarían con otra cosa.

Siguió una larga discusión. No sirvió de nada. No hubo manera de convencer a los rusos de que lo que pedían era innecesario. Tampoco eran capaces de entender que llegar a una calle suburbial de un pueblito de Inglaterra con un coche más largo que un buque de guerra era una forma de llamar la atención.

–¿Eso por qué? –preguntaban–. Los representantes de un país en el que los proletarios detentan el poder tienen que llevar un buen coche. Por supuesto, camarada. No lo ha pensado en función del concepto de clase.

El clímax llegó cuando, despreciando el efecto de la argumentación racional, le dijeron:

–Además, camarada, estos regalos, el oso, la alfombra, el chocolate, el vodka, son apenas una pequeña muestra de cómo apreciaríamos su colaboración con la causa común. Por supuesto, sería debidamente recompensado.

En ese momento, lo invadió, o incluso diremos que se apoderó de él, una serie de sentimientos atávicos de cuya existencia ni siquiera era consciente hasta entonces. Se levantó y señaló la puerta con un dedo tembloroso de ira:

–¿Cómo se atreven a imaginar –gritó– que mi esposa y yo aceptaríamos dinero? Si fuéramos a ser espías lo haríamos por amor a la humanidad y por el socialismo internacional. Llévense de aquí sus malditas cosas, esperen, voy a buscar el osito de los niños. Y de paso, saquen de ahí su maldito coche.

Cuando volvió su esposa del supermercado y oyó la historia se ofendió aun más que él.

Sin embargo, esas emociones sólo pueden darse en el nivel más bajo del material de espionaje; en ese caso, tan bajo que ni siquiera estaban cualificados para el primer paso, para entrar a formar parte de la hermandad.

Cerremos el círculo para regresar a nuestro hombre de Correos o, mejor dicho, al primero de nuestros tres hombres.

Tras asistir con diligencia a muchas reuniones de izquierda, tanto públicas como privadas –pues Tom era, por encima de todo, un hombre metódico que, si se implicaba en algo, lo hacía siempre por completo– alzó la mano una noche en medio de una discusión sobre la Reforma Agraria de Venezuela y dijo:

–Quiero pedir permiso para preguntar algo.

Siempre que hacía eso nos reíamos de él, porque solía levantar la mano para pedir permiso para hablar, o para irse, o para tener una opinión sobre algo. No nos dábamos cuenta de aquello no respondía a una formalidad superficial, o a un hábito, sino a su característica más representativa.

La reunión ya llevaba mucho rato y estaba en esa fase en que el suelo queda lleno de tazas vacías de café, vasos de cerveza y ceniceros llenos. Algunos se habían ido ya.

Quería saber qué debía hacer.

–Quiero gozar del beneficio de vuestros expertos consejos.

En realidad, ya había tomado la decisión que nos quería consultar.

Tras unos dos años de vida más dual que doble –pues la doblez implica la existencia de un secreto–, su jefe en la Central de Correos lo había llamado para preguntarle cómo le iba su vida con la Izquierda. Tom era tan obstinadamente informativo con él como con nosotros y le había dicho que éramos gente interesante, bien informada y llena de un idealismo de primera magnitud que él consideraba inspirador.

–Siempre me siento bien después de asistir a sus reuniones –nos contó que le había dicho–. Me hacen salir de mí mismo y me obligan a pensar.

Su jefe contestó que, por su parte, disfrutaba siempre que oía hablar de idealismo y de pensamiento progresista, e invitó a Tom a entregar informes sobre nuestras actividades, nuestras conversaciones y, muy particularmente, sobre nuestros planes para el futuro, con la mayor anticipación posible.

Tom nos dijo que había contestado a su jefe que «no le gustaba la idea de hacer algo así sin nuestro conocimiento porque, se diga lo que se diga de los rojos, son gente muy hospitalaria».

El jefe le había respondido que se lo pedía por el bien de su país.

Tom venía a decirnos que había aceptado el encargo de su jefe porque quería colaborar con los esfuerzos de guerra de la nación.

A todo el mundo le pareció claro que, tras contarnos que había aceptado espiarnos, sin duda –pues formaba parte de su naturaleza– iría luego a su jefe para contarle que nos había contado que había aceptado espiarnos. Después volvería a nosotros para contarnos que le había contado a su jefe que..., etcétera. Y así indefinidamente, salvo que su jefe se hartara. Tom no se daba cuenta de que al poco tiempo su jefe lo consideraría incapacitado para el espionaje y tal vez incluso lo despidiera de su trabajo de cartero, cosa que nos hubiera creado un problema. Después de eso, su jefe encontraría probablemente otra persona para que le pasara información.

Fue Harry, uno de los otros dos carteros que acudían a las reuniones del Club de la Izquierda, quien sugirió que probablemente sería a él a quien propondrían espiarnos ahora que Tom se había delatado. Tom se enfadó cuando todo el mundo empezó a especular sobre si lo más probable era que lo sustituyera Harry o Dick. Desde su punto de vista, su franqueza absoluta, tanto con nosotros como con su jefe, era merecedora de recompensa. Creía que debía conservar su puesto de trabajo. Dios sabe cómo concebía el futuro. Probablemente creía que tanto su jefe como nosotros seguiríamos empleándolo. Nosotros para averiguar cómo se movía nuestro correo entre las barreras de la censura y para acelerarlo en la medida de lo posible; su jefe para espiarnos. Cuando hablo de emplear no quiero que nadie imagine que eso implicaba pago alguno. Al menos, no por nuestra parte, sin duda, su acicate debía ser la ideología; su recompensa, la sinceridad.

A estas alturas se habrá notado ya que nuestro Tom no era lo que se dice brillante. Sin embargo, era un joven bastante agradable. Tenía buen aspecto, unos veintidós años. La limpieza era su principal característica física. Limpias eran sus ropas; llevaba un bigotillo oscuro y despierto; una melena morena, lustrosa y bien peinada. Sus manos, más bien pequeñas, llevaban siempre las uñas muy cuidadas; rasgo que podía resultar ofensivo para los buenos habitantes de las colonias, con buen ojo para detectar esa clase de pruebas de escasa masculinidad. Sin embargo, Tom había emigrado poco antes, apenas antes de la guerra, y aún no había absorbido nuestras costumbres. Tal vez no se hubiera dado cuenta todavía de que a los auténticos Rodhesianos, al menos en esa época, no les gustaban los hombres de aspecto cuidado.

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