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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

Retorno a Brideshead (32 page)

BOOK: Retorno a Brideshead
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—Charles, ¿no habrás dejado de quererme?

—Tú misma has dicho que no había cambiado.

—Pues empiezo a creer que me equivoqué. Yo no he cambiado.

—No —dije—, no; ya lo veo.

—¿Tenías miedo de volver a verme hoy? —Ni el más mínimo.

—¿No te preguntabas si me habría enamorado de alguien mientras estabas fuera?

—No. ¿Ha sucedido?

—Sabes muy bien que no. ¿Y tú?

—No. No estoy enamorado.

Mi esposa parecía satisfecha con esta respuesta. Se había casado conmigo seis años antes, en la época de mi primera exposición, y desde entonces había contribuido de manera notable a mejorar nuestros intereses. La gente decía que ella me había «hecho», pero ella se limitaba a reconocer que sólo había procurado brindarme un ambiente socialmente agradable. Creía firmemente en mi talento, en mi «temperamento artístico» y en el principio de que las cosas hechas a hurtadillas en el fondo no tienen ningún valor.

Luego dijo:

—¿Te hace ilusión volver a casa? —Como regalo de boda mi padre me había dado dinero para comprar una casa y había adquirido una vieja rectoría en la región de donde procedía mi mujer—. Tengo una sorpresa para ti.

—¿Ah, sí?

—He transformado el viejo granero en un taller para ti, con objeto de que no te molesten los niños ni nuestros invitados, cuando los tengamos. Ha hecho la obra Emden, y todo el inundo opina que ha quedado muy bien. Salió un artículo en Country Life sobre él; te lo he traído.

Me enseñó el artículo: «…Feliz ejemplo de buenos modales arquitectónicos… Adaptación inteligente la realizada por Joseph Emden de una materia prima tradicional a las necesidades modernas…». Había algunas fotografías: unas anchas tablas de nogal cubrían el suelo de tierra apisonado, en la pared norte se había abierto una ventana salediza, alta, con montantes de piedra, y el gran techo enmaderado que antes se perdía en las sombras, sobresalía desnudo, muy iluminado, con un impecable revoque blanco entre las vigas. Parecía la sala de reuniones del pueblo. Yo recordaba el olor del lugar, que ahora habría desaparecido.

—Me gustaba mucho aquel granero —dije.

—Pero podrás trabajar bien ahora ¿verdad?

—Después de estar acuclillado entre nubes de mosquitos, bajo un sol que abrasaba las hojas del bloc mientras dibujaba, podría trabajar encima de un autobús. Supongo que al vicario le gustaría que se lo prestásemos para celebrar torneos de
whist
.

—Te espera mucho trabajo. He prometido a lady Anchorage que pintarías su casa apenas volvieras. También van a derribarla. Imagínate, levantarán un edificio con tiendas en la planta baja y dos habitaciones arriba. Charles, ¿no creerás que todo ese trabajo tan exótico te va a impedir volver a hacer lo de antes?

—¿Por qué habría de impedírmelo?

—Bueno, es tan diferente. No te enfades.

—No es más que otra selva que me está atrapando.

—Sé exactamente lo que sientes, querido. La sociedad georgiana puso el grito en el cielo, pero no pudimos hacer nada… ¿Recibiste mi carta sobre Boy?

—¿La recibí? ¿Qué decía?

(Boy Mulcaster era su hermano.)

—Era sobre su compromiso. No importa ahora porque todo terminó, pero mamá y papá estaban muy afectados. Era una muchacha espantosa. Al final tuvieron que darle dinero.

—No, no leí nada sobre Boy.

jJohnjohn y él son ahora inseparables. ¡Es tan bonito verles untos! Cada vez que vuelve de un viaje lo primero que hace es llevar el coche directamente a la puerta de la vieja rectoría. Entra sin más en la casa, sin hacer caso a nadie, y grita: «¿Dónde está mi amigo Johnjohn?», y Johnjohn baja tambaleándose por las escaleras y salen juntos a jugar horas enteras entre la maleza.

Al oírles hablar, pensarías que tienen la misma edad. Fue Johnohn, en el fondo, quien le hizo ver claro con respecto a aquella mujer. En serio, es muy listo. Debió habernos oído hablar a mamá y a mí, porque en cuanto se presentó Boy, dijo: «Tío Boy no casará con horrible chica y dejar Johnjohn», y ese mismo día él rompió con ella. La compensó con dos mil libras y no hubo que pasar por los tribunales. Johnjohn admira mucho a Boy. Es increíble. Y le imita en todo… Es muy bueno para los dos.

Me levanté y volví a intentar, sin éxito, moderar el calor de los radiadores; bebí agua helada y abrí la ventana, pero, además del aire frío de la noche, entró la música de la habitación de al lado, donde tenían conectada la radio. Cerré la ventana y volví junto a mi esposa.

Al cabo de un rato, reanudó su charla, esta vez con la voz más somnolienta.

—…El jardín está cada vez más bonito. Los setos de boj que plantaste crecieron cinco pulgadas el año pasado. …Hice bajar unos hombres de Londres para arreglar la pista de tenis. …cocinero estupendo en este momento…

Cuando nos dormimos, aunque no por mucho tiempo, la ciudad iba despertándose a nuestros pies. Sonó el teléfono y una voz dijo, con una alegría hermafrodita:

—Hotel-Savoy-Carlton-buenos-días. Son las ocho y cuarto. —No pedí que me llamaran ¿sabe usted? —¿Diga?

—Oh, no importa.

—De nada.

Mientras me afeitaba, mi mujer dijo desde el baño:

—Es exactamente como en los viejos tiempos. Ya no estoy preocupada, Charles.

—Bien.

—Tenía muchísimo miedo de que dos años lo hubieran cambiado todo. Ahora sé que podemos reanudarlo exactamente donde lo dejamos.

—¿Cuándo? ¿Qué? ¿Cuándo dejamos qué? —Cuando te marchaste, hombre.

—¿No estarás pensando en otra cosa que ocurrió un poco antes?

—Oh, Charles, todo aquello es agua pasada. No fue nada. Nunca fue nada. Está todo acabado y olvidado.

—Sólo quería asegurarme. Así que estamos de nuevo donde estábamos el día en que me marché. Es eso, ¿verdad?

E iniciamos el día retrocediendo exactamente al punto en que estábamos dos años antes, con mi mujer llorando.

Mi mujer se ganaba a los americanos gracias a su amabilidad y a su discreción inglesa; a sus dientes tan blancos, pequeños y regulares, sus aseadas uñas rosadas, su aire de traviesa inocente y sus vestidos de colegiala; sus joyas modernas, que habían sido trabajadas a muy alto coste para dar la impresión, a cierta distancia, de haber sido fabricadas en serie; su rápida sonrisa, como una recompensa; su deferencia hacia mí, su entusiasmo por aquello que me interesaba; su corazón maternal, que la impulsaba a mandar un cable diariamente a la niñera: en resumen, su peculiar encanto. El día de nuestra partida, el camarote estaba atestado de paquetes envueltos en celofán: flores, frutas, dulces, libros, juguetes para los niños… Eran obsequios de amistades de una semana. Los camareros, como las enfermeras de una clínica, solían medir la importancia de sus pasajeros por la cantidad y valor de tales trofeos; en consecuencia, empezamos la travesía muy bien considerados.

Lo primero que hizo mi mujer al subir a bordo fue consultar la lista de pasajeros.

—¡Cuántos amigos! Será un viaje precioso. Vamos a dar un cóctel esta noche.

Apenas acababan de retirar la pasarela y ella ya estaba llamando por teléfono.

—Julia. Soy Celia, Celia Ryder. Qué maravilla saber que estás a bordo. ¿Qué ha sido de tu vida? Ven a tomar un cóctel esta noche y me lo contarás todo.

—¿Julia qué?

—Mottram. No la he visto desde hace años.

Yo tampoco la había visto. En realidad, desde el día de mi boda; al menos, desde entonces no había hablado a solas con ella. Desde la exposición privada de mis cuadros, en la que los cuatro lienzos de Marchmain House, prestados por Brideshead, colgados juntos llamaron mucho la atención. Aquellos cuadros significaban mi último contacto con la familia Flyte; nuestras vidas, tan próximas durante un par de años, se habían bifurcado. Sabía que Sebastian seguía en el extranjero. A veces oía comentar que el matrimonio de Rex y Julia no era feliz. Rex no prosperaba tanto como se había profetizado. Le habían apartado del gobierno como persona prominente pero vagamente sospechosa. Vivía entre los muy ricos, y en sus discursos parecía inclinarse hacia una política revolucionaria, cortejando tanto a los comunistas como a los fascistas. Oía el nombre de los Mottram en conversaciones; veía sus caras de vez en cuando en las páginas del
Tatler
, cuando las hojeaba con impaciencia mientras esperaba a alguien, pero ellos y yo seguíamos caminos diferentes, hasta donde era posible hacerlo en Inglaterra, y solamente allí, dentro de mundos separados, pequeños planetas giratorios de relaciones personales. Es probable que exista en el mundo de la física una metáfora perfecta para describir el proceso. Según mi modesto entender, éste consiste en que las partículas de energía se agrupan y se reagrupan en sistemas magnéticos distintos. La metáfora se le ocurriría de inmediato a un hombre versado en estas materias; pero no a mí, que sólo puedo decir que en Inglaterra estos pequeños grupos de amigos íntimos abundan; de manera que, como en el caso de Julia y de mí mismo, era posible vivir en la misma calle de Londres y observar desde casas que distan tan sólo unas millas el mismo horizonte rural; podemos sentir simpatía mutua y una ligera curiosidad por la suerte del otro; lamentar, incluso, la distancia que nos separa y saber que cualquiera de los dos sólo tiene que coger el teléfono para hablar cerca de la almohada del otro, disfrutar de la intimidad de la primera hora del día y llegar, por así decir, al mismo tiempo que el zumo de naranja y el sol matutinos. Pero habrá de impedirnos una iniciativa semejante la fuerza centrípeta de nuestros propios mundos y el frío espacio interestelar entre ellos.

Mi esposa, sentada en el respaldo del sofá entre un revoltijo de celofán y cintas de seda, seguía telefoneando agotando con vivacidad la lista de pasajeros:

—…Sí, claro, tráele también, me han dicho que es encantador… Sí, por fin he recuperado a Charles de la selva, ¿no es maravilloso?… ¡Qué alegría ver tu nombre en la lista! Ahora no le falta nada a este viaje… ¡Querida, pero si nosotros también estábamos en el Savoy-Carlton! ¿Cómo es posible que no nos viéramos…?

A veces se volvía hacia mí y decía:

—Tengo que asegurarme que de verdad estás ahí. No me he acostumbrado todavía.

Salí y subí para acercarme a uno de los grandes ventanales acristalados desde donde los pasajeros contemplaban cómo iba desfilando la costa, a medida que el barco bajaba lentamente el río. «Tantos amigos», había dicho mi mujer. A mí me parecían todos extraños. Las emociones de la despedida empezaban a difuminarse. Los que habían estado bebiendo hasta el último momento con los que se quedaban en tierra, seguían muy alegres; otros estaban decidiendo dónde colocar las sillas de cubierta. La orquesta tocaba sin que nadie le prestara atención. Todos estaban nerviosos como hormigas.

Paseé por algunas de las salas del barco que, aunque enormes, carecían de esplendor, como diseñadas para un compartimiento de tren y magnificadas de manera excesiva. Atravesé unas puertas inmensas de bronce sobre las que hacían cabriolas animales asirios, delgados como el papel, y pisé alfombras de color de papel secante. Los paneles pintados de la pared también parecían papel secante —un trabajo de párvulos en colores parduscos, sin vida—, y entre las paredes pintadas se extendían yardas de madera color galleta que ninguna herramienta de carpintero jamás había tocado; madera que se retorcía para doblar esquinas, con unas tiras unidas entre sí de manera invisible, sometidas al vapor, a presión y luego pulidas. Por toda la alfombra que parecía de papel secante se esparcían mesas diseñadas tal vez por un ingeniero sanitario: bloques cuadrados y tapizados, con agujeros para sentarse y cubiertos, aparentemente, también de papel secante. La iluminación de la sala se debía a la luz difusa procedente de docenas de huecos, y proyectaba un resplandor uniforme, sin sombras… La sala entera vibraba con sus cientos de ventiladores y el movimiento de los grandes motores que giraban bajo nuestros pies.

«Aquí estoy», pensé, «de regreso de la selva, de regreso de las ruinas. Aquí, donde la riqueza ya no tiene esplendor ni el poder posee dignidad.
Quomodo sedet sola civitas
». (Había oído ese gran lamento —que Cordelia me citó en una ocasión en la sala de estar de Marchmain House— cantado por un coro de mestizos en Guatemala hacía casi un año.)

Un camarero se me acercó.

—¿Desea alguna cosa, señor?

—Un whisky con soda que no esté helada.

—Lo siento, señor,
toda
la soda está helada.

—¿El agua también está helada?

—Oh, sí, señor.

—Bueno, no se preocupe.

Se marchó apresurado, confundido, silencioso bajo el penetrante vibrar del barco.

—Charles.

Mire detrás de mí. Julia estaba sentada en uno de los cubos de papel secante, con las manos juntas en el regazo, tan inmóvil que había pasado por delante de ella sin verla.

—Me he enterado de que estabas aquí. Celia me ha llamado por teléfono. Es maravillosa.

—¿Qué estás haciendo?

Abrió las manos vacías que descansaban en su regazo con un pequeño ademán elocuente.

—Esperando. Me doncella está deshaciendo el equipaje. Ha estado tan antipática desde que nos marchamos de Inglaterra… Ahora se queja del camarote. No entiendo por qué. A mí me parece muy lujoso.

El camarero regresó con dos jarras, una de agua helada y la otra de agua hirviendo. Mezclé los líquidos para conseguir la temperatura adecuada. Él observó y dijo:

—Recordaré que es así como le gusta, señor.

La mayoría de los pasajeros tenía sus pequeñas manías. A él se le pagaba para complacer el amor propio de los viajeros. Julia pidió una taza de chocolate caliente. Me senté junto a ella, en el cubo de al lado.

—Nunca te veo, últimamente —dijo—. Me parece que nunca veo a la gente que me gusta. No sé por qué.

Pero hablaba como si se tratara de semanas en lugar de años; como si, además, hubiéramos sido grandes amigos antes de separarnos. Era exactamente lo contrario de lo que solía ocurrir en tales encuentros, cuando se descubre que el tiempo ha edificado sus propias líneas de defensa, camuflado los puntos vulnerables y dispuesto un campo de menas en todos los accesos, excepto en algunos muy concurridos, de manera que las más de las veces sólo podemos hacernos señales mutuas desde ambos lados de las alambradas. En este caso, ella y yo, que nunca habíamos sedo amigos con anterioridad, conversamos en términos de una larga e ininterrumpida intimidad.

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