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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

Retorno a Brideshead (30 page)

BOOK: Retorno a Brideshead
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—Dile a Zebastian que sigo aquí y que eztoy bien. Quizá esté preocupado por mí.

>El hospital, adonde fui a la mañana siguiente, consistía en una serie de bungalows entre la ciudad vieja y la nueva. Lo mantenían monjes franciscanos. Llegué al consultorio médico como mejor pude, entre una multitud de árabes enfermos. El doctor era laico, estaba afeitado y vestía una bata blanca almidonada. Hablamos en francés y me dijo que Sebastian no corría peligro, pero que no debía viajar bajo ninguna circunstancia. Había tenido una gripe que le había afectado un pulmón. Estaba muy débil, sin defensas. ¿Qué se podía esperar? Era un alcohólico. El médico hablaba desapasionadamente, casi con brutalidad, con esa fruición que algunas veces manifiestan los hombres de ciencia por limitarse a lo esencial, por ir reduciendo su trabajo hasta la esterilidad. Pero el hermano barbudo y descalzo a cuyo cargo me dejó, un hombre sin pretensiones científicas que hacía los trabajos sucios de la sala de enfermos, me contó una historia bien distinta.

—Es muy paciente. No se parece en absoluto a la mayoría de los jóvenes. Se queda tumbado ahí y nunca se queja, ¡y hay tantísimo de qué quejarse! No tenemos comodidades. El gobierno nos cedió lo que sobraba en los cuarteles. Y es tan bondadoso… Hay un pobre muchacho alemán con una herida en el pie que no se le cura y una sífilis de segundo grado, que viene a seguir un tratamiento. Lord Flyte le encontró muerto de hambre en Tánger, le acogió en su propia casa y le proporcionó un hogar. Un verdadero samaritano.

«Pobre monje ingenuo», pensé, «pobre tonto». —¡Dios me perdone!

Sebastian estaba en el ala reservada a los europeos, donde las camas estaban separadas por unas mamparas cuya disposición proporcionaba cierta intimidad. Permanecía echado con las manos encima de la colcha, mirando fijamente a la pared, cuyo único adorno era una oleografía religiosa.

—Su amigo —anunció el hermano.

Sebastian volvió la cabeza lentamente.

—Oh, pensé que era Kurt. Pero ¿qué haces tú aquí, Charles?

Estaba más delgado que nunca. La bebida, que a otros engordaba y enrojecía, parecía marchitar a Sebastian. El hermano nos dejó solos, me senté al lado de la cama y hablamos de su enfermedad.

—Estuve desquiciado un par de días —explicó—. Pensaba todo el rato que estaba de nuevo en Oxford. ¿Fuiste a mi casa? ¿Te gustó? ¿Sigue allí Kurt? No te preguntaré si te gusta Kurt; a nadie le gusta. Es extraño, pero no podría vivir sin él, ¿sabes?

Entonces le conté lo de su madre. No dijo nada durante algún tiempo, y se quedó mirando lo oleografía de los Siete Dolores. Luego dijo:

—Pobre mamá. En el fondo era una
femme fatale
, ¿verdad? Mataba con sólo tocar.

Mandé un telegrama a Julia diciéndole que Sebastian estaba demasiado enfermo para viajar, y permanecí una semana en Fez, visitándolo todos los días hasta que se encontró suficientemente recuperado para trasladarse. La primera señal de que recobraba fuerzas se produjo durante mi segunda visita: pidió brandy. Al día siguiente de alguna manera lo había conseguido, y lo escondía debajo de las mantas.

El médico dijo:

—Su amigo ha vuelto a beber. Aquí está prohibido. ¿Qué puedo hacer? Esto no es un reformatorio. No puedo vigilar todas las salas. Estoy aquí para curar a las personas, no para protegerlas de sus vicios ni enseñarles autodisciplina. El coñac no le hará daño ahora. Le debilitará cuando caiga enfermo otra vez y, un buen día, un pequeño desarreglo se lo llevará, así, sin más. Esto no es un asilo para alcohólicos. Debe marcharse a fin de semana.

El hermano dijo:

—Su amigo es muchísimo más feliz hoy; es como una transfiguración.

«Pobre monje ingenuo», pensé, «pobre tonto».

Pero él añadió:

—¿Sabe por qué? Tiene una botella de coñac escondida en la cama. Es la segunda que he descubierto. Tan pronto le quito una, se agencia otra. ¡Es tan travieso! Los chicos árabes se lo van a comprar. Pero es bueno verle feliz de nuevo después de haberlo visto tan triste.

La última tarde que le fui a visitar le dije:

—Sebastian, ahora que tu madre ha muerto —habíamos recibido la noticia aquella mañana—, ¿piensas volver a Inglaterra?

—Sería maravilloso, en cierto sentido, pero ¿crees que a Kurt le gustaría?

—¡Por el amor de Dios! No querrás pasar el resto de tu vida con Kurt, ¿verdad?

—No lo sé. El sí parece que quiere pasarla conmigo. «Aquí todo es muy bueno para mí, pienso» —dijo, imitando el acento de Kurt. Y entonces añadió lo que, si le hubiera prestado más atención, debería haberme proporcionado la clave que necesitaba para entenderle. Oí y recordé lo que dijo, pero no capté su sentido:

—¿Sabes, Charles? —dijo—. Significa un cambio bastante agradable para mí: toda la vida ha habido a mi alrededor gente cuidándome, y ahora tengo a alguien a quien cuidar. Sólo que, claro, debe ser alguien bastante inútil para que yo le cuide.

Logré introducir un poco de orden en su situación económica antes de marcharme. Hasta entonces había vivido sumergido en apuros de los que le sacaban los giros que le enviaban sus abogados. Hablé con el director de la sucursal del banco y convine con él que mientras las trasnferencias cuatrimestrales de la asignación llegaran de Londres, Sebastian recibiría una suma semanal para sus gastos, pero quedaría una reserva para emergencias. La suma sólo podría retirarla Sebastian personalmente, y siempre que el director del banco quedara satisfecho del empleo que le diera. Sebastian se avino en seguida al arreglo.

—De lo contrario —dijo—, Kurt me hará firmar un talón por la cantidad entera cuando esté borracho y se meterá en un montón de líos.

Le acompañé a casa desde el hospital. Parecía sentirse más débil en su sillón de mimbre que cuando estaba en cama. Los dos hombres enfermos, Kurt y él, se sentaban uno frente al otro con el gramófono entre ambos.

—Era hora de que volvieraz —dijo Kurt—. Te necesito. —¿De verdad, Kurt?

—Ezo creo. No es bueno eztar zolo cuando ze está enfermo. Eze chico es un vago; siempre ze ezcabulle cuando le necezito. Una vez ze quedó fuera toda la noche y no había nadie para hacerme el café cuando desperté. No es nada bueno tener un pie lleno de puz. A veces no puedo dormir bien. Quizá otra vez me escape y vaya donde puedan cuidarme.

Dio unas palmadas pero no acudió ningún criado. —¿Lo vez?

—¿Qué quieres?

—Cigarrillos. Tengo algunos en una bolsa debajo de mi cama. Sebastian empezó a levantarse penosamente de su sillón. —Yo iré —dije—. ¿Dónde está su cama? —No, ésa es tarea mía.

—Zí —confirmó Kurt—, me parece que éza ez tarea de Zebastian.

Le dejé con su amigo en la casita cerrada al final del callejón. No podía hacer nada más por Sebastian.

Había pensado regresar directamente a París, pero el asunto de la asignación de Sebastian exigía primero un viaje a Londres para hablar con Brideshead. Hice el viaje por mar desde Tánger y llegué a casa a principios de junio.

—¿Crees —me preguntó Brideshead— que es de algún modo viciosa la relación de mi hermano con ese alemán?

—No, estoy seguro de que no. Es, simplemente, la unión de dos desamparados.

—¿Dices que es un delincuente?

—He dicho «de características delictivas». Ha estado en la prisión militar y fue licenciado en condiciones deshonrosas.

—¿Y el médico dice que Sebastian se está matando con la bebida?

—Que se está debilitando. No padece
delirium tremens
ni cirrosis.

—¿No se habrá vuelto loco?

—Desde luego que no. Ha encontrado un compañero a quien le tiene cariño, y un lugar donde le gusta vivir; nada más. —Entonces debe recibir su asignación, tal como sugieres. La cosa está clarísima.

En cierto sentido, era fácil tratar con Brideshead. Tenía una especie de seguridad demente con respecto a todo, lo que le hacía tomar sus decisiones con rapidez y facilidad.

—¿Te gustaría pintar esta casa? —preguntó de repente—. Un cuadro de la parte frontera, otro de la parte de atrás, de la vista sobre el parque, otro de las escaleras, y otro mas de la sala de estar grande… Cuatro óleos pequeños; mi padre los quiere como recuerdo para guardarlos en Brideshead. No conozco ningún pintor. Julia me dijo que te has especializado en arquitectura.

—Sí. Me gustaría muchísimo hacerlo.

—¿Sabes que van a demoler la casa? Mi padre la vende. Van a edificar un bloque de pisos aquí… conservará el nombre. Por lo visto no podemos impedírselo.

—Es muy triste.

—Bueno, yo lo siento, naturalmente. Pero ¿de verdad crees que el edificio merece la pena desde el punto de vista arquitectónico?

—Es una de las casas más hermosas que conozco.

—Yo no lo veo; siempre la he encontrado bastante fea. Es posible que tus cuadros me la hagan ver de otra manera.

Fue mi primer encargo. Tenía que trabajar contra reloj, ya que la constructora sólo esperaba la firma definitiva antes de iniciar la demolición. A pesar o quizá precisamente a causa de ello —porque tengo el vicio de pasar demasiado tiempo con un lienzo, siempre insatisfecho con el resultado—, tengo un cariño muy especial por aquellos cuatro cuadros. El éxito que obtuvieron, tanto a mis propios ojos como a los ajenos, me consagró en lo que ha sido desde entonces mi carrera artística.

Empecé por la sala de estar alargada porque querían quitar los muebles, que habían estado allí desde que se edificó la casa. Era una habitación estilo Adam, alargada, elaborada y simétrica, con dos miradores que daban sobre Green Park. La luz, que entraba por el oeste la tarde que empecé a pintar, era de un verde fresco, como los árboles jóvenes del parque.

Ya tenía la perspectiva bosquejada a lápiz y los detalles cuidadosamente situados. Me alejé del cuadro, como un buceador a punto de zambullirse en el agua. Una vez sumergido, me sentí vigoroso y estimulado. Normalmente pintaba de una manera lenta y reflexiva. Aquella tarde, todo el día siguiente y el otro trabajé de prisa. Todo me salía bien. Al acabar cada sesión hacía una pausa, tenso, temeroso de empezar la próxima, temiendo como jugador que la suerte cambiara y lo echara todo a perder. Poco a poco, minuto a minuto, el lienzo comenzó a cobrar vida. Las dificultades no existían y la intrincada multiplicidad de luz y color se convirtió en un todo. Encontré el color exacto para cada lugar en la paleta y, cada pincelada, inmediatamente después de aplicada, parecía haber estado allí desde siempre.

La última tarde oí una voz a mi espalda que decía:

—¿Puedo quedarme a mirar?

Me di vuelta y vi a Cordelia.

—Sí, con tal de que no hables.

Seguí trabajando, absorto, hasta que la luz menguante del sol me obligó a dejar los pinceles.

—Debe ser maravilloso poder hacer eso. Me había olvidado de que ella estaba allí. —Lo es.

Ni siquiera entonces pude dar mi labor por concluida, a pesar de que el sol se había marchado y la habitación iba sumiéndose en una penumbra monocromática. Quité el cuadro del caballete y lo acerqué a la ventana, lo volví a colocar en su sitio y aclaré una sombra. Entonces, de repente, sentí cansancio en la cabeza, los ojos, la espalda y el brazo, abandoné el trabajo de aquel día y me volví hacia Cordelia.

Tenía ya quince años y durante los últimos dieciocho meses había crecido mucho, hasta casi alcanzar la que iba a ser su estatura definitiva. No iba a tener la espléndida belleza
quattrotcentista
de Julia, pues ya había rasgos de Brideshead en su nariz y en sus altos pómulos. Vestía de luto por su madre.

—Estoy cansado —le dije.

—Me lo figuro. ¿Lo has acabado?

—Casi. Tengo que repasarlo mañana.

—¿Sabes que la hora de la cena ha pasado hace mucho tiempo? No queda nadie para preparar las comidas ahora. Acabo de llegar hoy, y no me había dado cuenta de hasta qué punto las cosas están en decadencia. ¿No querrías llevarme a cenar?

Salimos por la puerta del jardín, atravesamos el parque y caminamos en el crepúsculo hasta el grill del Ritz.

—¿Viste a Sebastian? ¿No vendrá a casa ni siquiera ahora?

Yo no había reparado hasta entonces en lo bien que ella había entendido la situación, y así se lo expresé.

—Bueno, yo le quiero más que nadie —dijo—. Es triste lo de Marchers, ¿verdad? Imagínate, van a edificar un bloque de pisos, y Rex quiere quedarse con lo que él llama una buhardilla, arriba de todo. ¿No es típico de él? ¡Pobre Julia! Fue demasiado para ella. Y Rex no lo entendía en absoluto; él pensó que a ella le gustaría seguir en contacto con su antiguo hogar. Las cosas se han terminado muy de prisa ¿verdad? Por lo visto papá tenía deudas terribles desde hacía tiempo. Vender Marchers le ha solucionado el problema y ahorrado no sé cuántos impuestos al año. Pero es una pena derribarlo. Julia dice que prefiere eso a ver a otras personas viviendo en la casa.

—¿Qué vas a hacer tú?

—Lo mismo me pregunto yo. Me han hecho todo tipo de sugerencias. La tía Fanny Rosscommon quiere que viva con ella. Julia y Rex hablan de reservarse la mitad de Brideshead. Papa no volverá. Pensamos que quizá regresara, pero no.

»Bridey y el obispo han cerrado la capilla de Brideshead. El réquiem por mamá fue la última misa que se celebró allí. Después de enterrarla entró el cura —yo estaba sola, no creo que me viera—, retiró la piedra del altar y la guardó en su bolsa. Luego quemó las hebras de lana con el santo óleo y aventó las cenizas. Vació la pila de agua bendita y apagó la lamparilla del Santísimo. Abrió y vació el sagrario, como si a partir de aquel momento siempre fuera Viernes Santo. Supongo que todo esto no significa nada para ti, Charles, pobre agnóstico. Me quedé allí hasta que se hubo marchado, y entonces, de repente, ya no hubo capilla; sólo una estancia con una decoración extraña. No puedo describirte lo que sentí. Nunca has asistido al oficio de tinieblas, supongo.

—Nunca.

—Pues si hubieras presenciado esa ceremonia, sabrías cómo se sentían los judíos con respecto a su templo.
Quamodo sedet sola civitas
… Es un cántico precioso. Deberías ir una vez, sólo por oírlo.

—¿Sigues intentando convertirme, Cordelia?

—Oh, no. Todo eso también se ha acabado. ¿Sabes lo que dijo papá cuando se hizo católico? Mamá me lo contó una vez. Le dijo: «Has vuelto a llevar a mi familia a la fe de sus antepasados». Ya sabes, muy pomposo. La gente reacciona ante la religión de maneras diferentes. Al menos, en la familia no han sido muy constantes ¿verdad? El la ha dejado, Sebastian la ha dejado y Julia la ha dejado. Pero Dios no permitirá que la dejen por mucho tiempo ¿sabes? Me pregunto si te acuerdas de la historia que nos leyó mamá la primera noche que Sebastian se emborrachó…; quiero decir la noche
mala
. El padre Brown dijo algo así como «le cogí (al ladrón) con un anzuelo y una caña invisibles, lo bastante largos como para dejarle caminar hasta el fin del mundo y hacerle regresar con un tirón del hilo».

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