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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

Retorno a Brideshead (41 page)

BOOK: Retorno a Brideshead
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La vida pública de Rex se aproximaba ya a su climaterio. Las cosas no le habían ido tan bien como había planeado. Yo no sabía nada de finanzas, pero oí decir que los conservadores ortodoxos miraban sus transacciones con malos ojos; incluso sus buenas cualidades —la cordialidad y la impetuosidad— jugaban ahora en su contra, y corrían rumores sobre sus reuniones en Brideshead. Salía demasiadas veces en los periódicos; era uña y carne con los barones de la prensa y sus secuaces de mirada melancólica y amplia sonrisa; en sus discursos decía esas cosas que «eran noticia» en Fleet Street, y eso no le beneficiaba en absoluto ante los dirigentes de su partido; sólo la guerra podría cambiar la suerte de Rex y llevarle al poder. Un divorcio no le causaría gran perjuicio; se hallaba más bien en la situación del jugador que se encuentra frente a un croupier que, respaldado por un banco fuerte, es incapaz de levantar la nariz de la mesa.

—Supongo que si Julia insiste en el divorcio, tendré que concedérselo —dijo—. Pero no podía haber elegido peor momento. Dile que aguante un poco más, Charles, sé buen muchacho.

>—La viuda de Bridey me dijo: «O sea que vas a divorciarte de un hombre divorciado. Parece muy complejo; pero, querida mía», me llamó «querida mía» al menos veinte veces, «me he dado cuenta de que en casi todas las familias católicas hay alguien que da un traspié… y suele ser el más simpático».

Julia acababa de asistir a un almuerzo dado por lady Rosscommon para celebrar el compromiso de Brideshead.

—¿Cómo es ella?

—Majestuosa y sensual; vulgar, claro; voz ronca, boca grande, ojos pequeños, pelo teñido. Te diré una cosa; mintió a Bridey acerca de su edad; tiene por lo menos cuarenta y cinco años. Yo no la veo dándole un heredero. Bridey está loco por ella. Durante todo el almuerzo no dejó ni un segundo de mirarla de la manera más chocante.

—¿Amable?

—Sí, por Dios, de una manera algo condescendiente. Verás, me imagino que está acostumbrada a ser un poco mandona en los ambientes navales, con los tenientes de marina que la rondan y los oficiales jóvenes que comen de su mano. Bueno, como no podía mostrarse autoritaria en casa de tía Fanny, se sintió más cómoda teniéndome a mí como oveja negra. Me dedicó toda su atención, preguntándome sobre tiendas y cosas así, y dijo, como una indirecta, que esperaba verme a menudo
en Londres
. Me parece que los escrúpulos de Bridey se limitan a que ella no duerma bajo el mismo techo que yo. Por lo visto, no soy peligrosa para su reputación en una sombrerería, en la peluquería o en un almuerzo en el Ritz. De todas formas, es Bridey quien tiene escrúpulos; la viuda es por demás flexible.

—¿Es mandona con él?

—Todavía no; no mucho. El está sumido en un encanto amoroso, pobre idiota, y no sabe muy bien dónde está parado. Ella no es más que una mujer de buen corazón que quiere un hogar para sus hijos y no va a permitir que nada se interponga en su camino. Me imagino que ahora está jugando la baza de la religión para hacer méritos. Me atrevería a afirmar que, cuando se sienta segura, lo tomará con más calma.

Entre nuestros amigos se comentaron mucho los divorcios; incluso aquel verano de alarma general todavía quedaban rincones donde los asuntos privados merecían especial atención. Mi mujer supo presentar la cosa de forma que había que felicitarla a ella y reprochármelo a mí; ella se había comportado maravillosamente y había aguantado mucho más que cualquier otra. Robin era siete años más joven que ella y un poco inmaduro para su edad, según murmuraban en sus círculos privados, pero estaba totalmente dedicado a la pobre Celia, y realmente ella se lo merecía después de todo lo que había sufrido. En cuanto a Julia y a mí, la nuestra era una vieja historia. «Para decirlo sin rodeos —dijo mi primo Jasper, como si alguna vez en su vida hubiera dicho algo de otra manera—, no entiendo por qué os tomáis la molestia de casaros.»

Pasó el verano; una muchedumbre delirante aplaudió el regreso de Neville Chamberlain de Munich; Rex pronunció un discurso rabioso en la Cámara de los Comunes que selló su destino para bien o para mal; lo selló como a veces se hace con las órdenes navales que deben ser abiertas en alta mar. Los abogados de la familia de Julia, cuyas cajas de estaño negras, con la rúbrica «Marqués de Marchmain» parecían llenar toda una habitación, iniciaron el lento procedimiento del divorcio. Mis propios abogados, más enérgicos, con el despacho dos puertas más abajo, llevaban mis asuntos con muchísima más premura. Era necesario que Rex y Julia se separaran formalmente, y, ya que por el momento el castillo Brideshead seguía siendo su hogar, Julia siguió viviendo allí. Rex trasladó a su valet y sus baúles a su casa de Londres. Reunieron pruebas contra Julia y contra mí.

Se fijó una fecha para la boda de Brideshead: a principio de las vacaciones de navidad, para que pudieran asistir sus futuros hijastros.

Una tarde de noviembre, Julia y yo estábamos viendo por la ventana de la sala de estar cómo desnudaba el viento los limeros de hojas amarillas, barriéndolas hacia arriba y formando remolinos en la terraza y el césped, revolcándolas en los charcos y la hierba mojada, y aplastándolas contra paredes y cristales para depositarlas finalmente en húmedos montones junto a los sillares.

—No las veremos en primavera —dijo Julia—; quizá nunca más.

—Yo ya me marché una vez, pensando que jamás volvería.

—Quizá años más tarde regresemos a lo que quede de todo esto, con lo que quede de nosotros…

A nuestra espalda se abrió y se cerró una puerta en la habitación a oscuras. Envuelto en la luz de la lumbre, Wilcox se aproximó al crepúsculo que lamía las altas ventanas.

—Una llamada telefónica, milady, de lady Cordelia.

—¡Lady Cordelia! ¿De dónde ha llamado?

—De Londres, milady.

—¡Wilcox, qué maravilla! ¿Viene a casa?

—Cuando llamó estaba a punto de ir a la estación. Llegará aquí después de la cena.

—Hace doce años que no la he visto —dije; desde aquella noche en que cenamos juntos y me habló de hacerse monja; la tarde en que pinté la sala de estar de Marchmain House—. Era una niña encantadora.

—Ha tenido una vida extraña. Primero, el convento; luego, cuando eso fracasó, la guerra de España. No la he visto desde entonces. Las otras chicas que se fueron con el servicio de ambulancias volvieron al acabar la guerra; ella se quedó, ayudando a la gente a regresar a sus casas, trabajando en los campos de prisioneros. Una niña extraña. Al hacerse mayor, se ha vuelto bastante fea, ya ves.

—¿Sabe lo nuestro?

—Sí, me escribió una carta muy cariñosa.

Dolía pensar que al hacerse mayor Cordelia se hubiese vuelto «bastante fea»; pensar que todo el ardor de su amor se consumía en jeringas de suero y polvos antisarna… Cuando llegó, cansada del viaje, bastante andrajosa, moviéndose a la manera de alguien que no tiene interés en gustar, la consideré en efecto una mujer fea. Era curioso, pensé, cómo los mismos ingredientes repartidos de manera diferente, podían reproducir a Brideshead, Sebastian, Julia y ella. Era inconfundiblemente su hermana, aunque sin nada de la gracia de Sebastian o de Julia ni la sobriedad de Brideshead. Parecía eficiente y práctica, impregnada de la atmósfera del campamento y del ambulatorio, tan acostumbrada a los grandes sufrimientos como para haber perdido el hábito de los placeres refinados. Aparentaba más de los veintiséis años que tenía; la vida dura la había vuelto más tosca. La comunicación constante en una lengua extranjera había empañado los matices más delicados de la suya; se repantigaba un poco al sentarse junto a la chimenea, y, cuando dijo: «Qué bien estar en casa», me sonó en los oídos como el gruñido de un animal que vuelve a su cesta.

—He acabado mi trabajo en España —dijo—. Las autoridades han sido muy correctas; me han dado las gracias por todo lo que he hecho, me han concedido una medalla, y me han despachado. Parece que muy pronto va a haber mucho trabajo aquí también. ¿Es demasiado tarde para ir a ver a Nanny?

—No, se queda despierta hasta las tantas, escuchando la radio.

Subimos los tres a la antigua habitación de los niños. Julia y yo pasábamos parte del día allí. Nanny Hawkins y mi padre parecían las dos únicas personas impermeables al paso de los años, ni una hora más viejos que cuando los conocí. Nanny Hawkins había añadido un aparato de radio al pequeño cúmulo de sus placeres: el rosario, la guía de la nobleza —con su forro de papel marrón que protegía cuidadosamente las tapas de color rojo y dorado—, las fotografías, y los
souvenirs
de vacaciones encima de su mesa. Cuando le dimos la noticia de que Julia y yo íbamos a casarnos, dijo: «Bueno, querida, espero que sea para bien de ambos», porque no era incumbencia de la religión, tal como ella la entendía, enjuiciar la corrección de los actos de Julia.

Brideshead nunca había sido uno de sus favoritos; respondió a la noticia de su compromiso con: «No le ha costado poco decidirse», y como su investigación en las páginas del
Debrett
no le proporcionó ningún dato sobre la posición social de la señora Muspratt, dijo: «Ella le ha cazado, no me extrañaría».

La encontramos, como siempre por la tarde, junto a la chimenea, trabajando en una alfombra de lana y con la tetera al lado.

—Sabía que vendrías —dijo—. El señor Wilcox me ha avisado tu llegada.

—Te he traído una mantilla.

—Bien, querida, es muy bonita. Es como la que llevaba tu pobre madre para ir a misa. Aunque nunca entendí por qué las hacen negras, el color natural del encaje es el blanco. Te lo agradezco mucho.

—¿Puedo apagar la radio, Nanny?

—Pues claro; ni me he dado cuenta de que estaba encendida, con la alegría de verte. ¿Qué te has hecho en el pelo?

—Sí, ya lo sé, es horrible. Ahora que he vuelto tengo que cuidar todas esas cosas. ¡Queridísima Nanny!

Mientras charlábamos, al ver la mirada cariñosa de Cordelia sobre todos nosotros, empecé a darme cuenta de que también ella poseía su propia belleza.

—Vi a Sebastian el mes pasado.

—¡Cuánto tiempo ha estado fuera! ¿Se encontraba bien?

—No del todo. Por eso le fui a ver. No hay mucha distancia de España a Túnez. Está allí con los monjes.

—Espero que le estén cuidando bien. Me imagino que no les resulta una tarea fácil. Siempre me escribe por navidad, pero no es lo mismo que tenerle en casa. Nunca he comprendido por qué tenéis que iros todos continuamente al extranjero. Igual que el señor. Cuando se hablaba de declarar la guerra a Munich, me dije: «Precisamente ahora, cuando Cordelia, Sebastian y el señor están en el extranjero… Van a tener problemas».

—Yo le pedí que volviera conmigo, pero no quiso. Ahora lleva barba ¿sabes?, y es muy religioso.

—Eso no me lo creería aunque lo viera. Siempre fue un poco pagano. Brideshead iba a la iglesia; Sebastian no. Y para colmo, barba; imagínate; con esa piel tan blanca que tenía… Siempre parecía limpio aunque no se hubiera acercado al agua en todo el día. Con Brideshead, en cambio, no había nada que hacer, frotaras lo que frotaras.

—Asusta —dijo Julia en una ocasión— pensar hasta qué punto te has olvidado de Sebastian.

—Él fue el precursor.

—Eso lo dijiste durante la tormenta. He pensado desde entonces que quizá yo tampoco sea más que una simple precursora.

Quizá, pensé, mientras sus palabras persistían suspendidas en el aire como un jirón de humo de tabaco, es un pensamiento que se desvanece y desaparece sin dejar rastro, como el humo. Quizá todos nuestros amores no sean más que simples ilusiones y símbolos; lenguaje errático mal escrito sobre vallas y pavimentos a lo largo del fatigoso camino que tantos y tantos han pisoteado antes que nosotros.

Quizá tú y yo no seamos más que meros paradigmas, y esta tristeza que a veces nos envuelve nazca de la desilusión de nuestra búsqueda, cada uno a través y más allá del otro, vislumbrando momentáneamente, y de vez en cuando, la sombra que dobla la esquina un paso o dos antes que nosotros. Yo no había olvidado a Sebastian. Estaba a mi lado cada día, habitando en el interior de Julia; o, mejor dicho, era Julia a quien yo había conocido en él, durante aquellos distantes días en Arcadia.

—No es un gran consuelo para una mujer —dijo, cuando intenté explicárselo—. ¿Cómo sabré que de repente no resulta que soy otra persona? Sería una excusa fácil para abandonarme.

Yo no había olvidado a Sebastian, cada piedra de la casa albergaba un recuerdo suyo; y al oír hablar de él a Cordelia, como de alguien a quien había visto un mes atrás, mi amigo perdido ocupaba mis pensamientos. Cuando dejamos a Nanny, dije:

—Quiero que me cuentes todo lo de Sebastian.

—Mañana. Es una larga historia.

Y al día siguiente, paseando por el parque barrido por el viento, me contó:

—Me dijeron que se estaba muriendo. Un periodista que acababa de llegar del norte de Africa me lo dijo en Burgos. Los hermanos habían encontrado muerto de hambre y acogido en su monasterio, cerca de Cartago, a un vagabundo llamado Flyte, de quien la gente decía que era un lord inglés. Me enteré así de la historia. Sabía que no podía ser totalmente cierta; aunque hicimos muy poco por Sebastian, al menos recibía el dinero que se le mandaba, pero me puse en marcha inmediatamente.

»Todo resultó bastante fácil. Primero fui al consulado y estaban plenamente informados; me dijeron que le encontraría en la enfermería de la casa matriz de unos padres misioneros. La versión del cónsul era que Sebastian había llegado un buen día a Túnez en autobús, desde Argel, y que se había presentado para que le aceptaran como hermano lego. Los padres le echaron una ojeada y le rechazaron. Entonces él se dio a la bebida.

»Vivía en un hotelito, a dos pasos del barrio árabe. Más tarde fui a ver el sitio; era un bar con habitaciones encima. Lo llevaba un griego, y los cuartos olían a aceite frito, ajo, vino rancio y ropa vieja, un sitio donde los pequeños comerciantes griegos iban a jugar a las damas y a escuchar la radio. Se quedó allí un mes bebiendo ajenjo griego y saliendo de vez en cuando, nadie sabía adónde; regresaba y volvía a beber. Tenían miedo de que se hiciera daño y algunas veces le siguieron, pero él iba a la iglesia o cogía un coche hasta el monasterio, fuera de la ciudad. Le querían mucho. Todavía se hace querer allá donde va, se encuentre como se encuentre. Es algo que él tiene y que nunca perderá. Tendrías que haber oído cómo hablaban de él el dueño y su familia, con lágrimas en los ojos. Le habían robado descaradamente, sin duda alguna, pero le habían cuidado y procuraban que comiera. Les chocó mucho que con tanto dinero estuviera tan delgado. Llegaron algunos clientes del local mientras estábamos hablando en un francés rarísimo: todos decían lo mismo: que era un hombre
tan bueno
. Les entristecía verle tan hundido. Tenían mala opinión de su familia por haberle abandonado en aquel estado; una cosa así no le ocurriría nunca a uno de los suyos, me dijeron, y creo que tenían razón.

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