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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (36 page)

BOOK: Retrato en sangre
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Miró a su alrededor. «No seas un maldito idiota. No plantees hipótesis. No juzgues. No hagas suposiciones.»

«Es posible que haya dicho la verdad: un testigo material, eso es lo que ha dicho.»Enseguida recordó los ojos de la detective. «Ni por lo más remoto», pensó.

Se dejó caer pesadamente en su sillón y lo giró hacia la ventana. Distinguió fragmentos de sol que se filtraban entre el follaje de los grandes árboles que delimitaban el hospital proyectando luces y sombras sobre los cuidados céspedes. Se suponía que debía parecerse más a un campus universitario, como si aquello ocultase de algún modo la realidad del hospital. Descubrió un hombre a lo lejos que avanzaba por un tramo de hierba subido a una segadora. Por un instante le pareció poder oler el aroma dulzón de la hierba recién segada. «Lo bueno de los psiquiátricos del Estado —se dijo Jeffers—, es que por fuera tienen un mantenimiento impecable. Es sólo por dentro donde se ven los desconchados de la pintura, como si ésta se despegara de las paredes debido a la locura y la infelicidad. Y lo mismo les sucede a las personas.»

«¿Por qué te das tanta prisa en creerte lo peor de tu hermano?», se preguntó apartándose de la ventana. Luego se contestó a sí mismo de modo no científico: «Porque le tengo miedo. Siempre le he tenido miedo. El siempre ha sido maravilloso y aterrador al mismo tiempo.»

«¿Qué habrá hecho?»Jeffers se quitó aquella idea de la cabeza.

—Está bien —dijo en voz alta—. Está bien. A ver de qué podemos enterarnos.

Cogió el teléfono y marcó el número de las enfermeras de tres plantas distintas. Con cada llamada canceló las citas de aquella tarde con tres pacientes, pidiéndoles que a cada uno le dijeran que había tenido que ausentarse debido a un asunto personal urgente. Ojalá se le hubiera ocurrido un eufemismo mejor, porque se dio cuenta de que los rumores y las suspicacias se propagarían por la sala como un reguero de pólvora. Se encogió de hombros y a continuación se quitó la bata blanca del hospital y se puso la cazadora deportiva de color tostado que tenía colgada detrás de la puerta.

Martin Jeffers cerró con llave la puerta de su despacho y se encaminó rápidamente hacia un tramo de escaleras situadas en la parte de atrás, que conducían al aparcamiento de los médicos.

La detective Mercedes Barren puso el aire acondicionado del coche de alquiler a toda potencia y consultó su reloj. «Esto no es una vigilancia de verdad», pensó irritada. Miró atentamente la puerta principal del hospital. Y aunque el hermano saliera por ella, ¿de qué iba a servir seguirlo? Ella misma contestó a la pregunta: si no lo intentaba, no lo sabría. De modo que esperó, removiéndose incómoda, intentando apartarse del sol que entraba por el parabrisas del coche. Desvió la mirada hacia los vehículos alineados en el aparcamiento de los médicos, el cual estaba marcado claramente con un cartel bien grande. Advirtió que entre ellos no había ningún Cadillac, lo cual era indicativo de la diferencia que había entre el sector privado y la salud pública.

No se sentía descontenta del todo con el modo en que se había desarrollado el encuentro inicial. Lo que la preocupaba principalmente era que al hermano del asesino le entrase el pánico e intentase ponerse de inmediato en contacto con Douglas Jeffers. Pero adivinaba que no iba a hacer tal cosa. Sin duda alguna, esperaría hasta la reunión que habían concertado. Se mostraría cohibido y evasivo e intentaría sondearla un poco más a ella. «Es el hermano pequeño —pensó para sí—. Necesita estar más seguro de sí mismo antes de llamar.»Cerró los ojos y sintió que se le formaba una película de sudor en los labios. El gusto a humedad y a sal le recordó aquellos relajados días de verano. ¿Cuántas veces habrían pasado en coche John Barren y ella por delante del Hospital Psiquiátrico Trenton? Muchas, se dijo. Se le hacía raro estar tan cerca de casa. Recordó una ocasión en la que iba conduciendo junto al río Delaware con el sol filtrándose por las frondosas ramas de los árboles, de camino a algún partido o a una fiesta, de buen humor, rodeada de amigos, acurrucada bajo la amplia ala derecha de su novio.

Aquel placentero recuerdo se evaporó en el sol del mediodía.

«Ahora estoy sola.»

—Si necesitas consuelo —se dijo a sí misma—, consuélate tú misma. —Endureció el corazón y también el semblante, y continuó mirando fijamente a través del brillo del sol en el parabrisas.

De repente se puso en tensión.

Vio al hermano del asesino cruzando a toda prisa su campo visual, en dirección a su coche.

«Que me aspen; está haciendo una jugada.» Esperó mientras el médico se sentaba al volante, encendía el motor y salía del aparcamiento. Reprimió el deseo de salir corriendo detrás, echarle el lazo y pegarse a él como una lapa. En lugar de eso hizo tiempo, arrancó bastante después de que se hubiera ido él y se puso a seguirlo prudentemente, manteniéndose justo en el límite de su visión.

Martin Jeffers calculó que la detective vendría siguiéndolo, pero no le prestó atención. «Si quiere perder el tiempo, allá ella.» Sabía que podía perderla en cualquier punto del laberíntico entramado de las calles del centro de Trenton. Era algo que tenía planeado hacer un poco más adelante, cuando no resultara tan obvio.

Circuló paralelo al río Delaware lanzándole frecuentes miradas. A él se le antojaba oscuro y peligroso; había rápidos en los que las aguas embravecidas saltaban sobre las rocas. Volvió la vista al frente y divisó a lo lejos un retazo de la cúpula dorada y reluciente del edificio público. Maniobró por entre el tráfico, se alejó del río y atravesó los edificios de oficinas de triste color gris que albergaban diversas ramas del gobierno del estado. Giró para tomar por la calle State, que estaba bordeada de árboles y construcciones de piedra marrón a un lado, cruzó los herbosos jardines y la entrada de mármol que llevaban al edificio. Había un espacio libre justo en la calle de al lado y se apresuró a aparcar allí. Miró en el espejo retrovisor para ver si se veía a la detective; no la vio, pero una vez más supuso que no estaría muy lejos. Se encogió de hombros, cerró el coche con llave y se dirigió a la entrada principal del edificio público.

Dentro había un enorme escudo del estado taraceado en el suelo. Hacía fresco y estaba ligeramente oscuro, se oía un leve eco generado por las pisadas de los visitantes y los empleados de las oficinas que caminaban por el interior del edificio. Vio un grupo de colegiales de la escuela de verano apiñados en un rincón, escuchando a un profesor recitar datos sobre Nueva Jersey. Al otro lado distinguió al policía del estado de Nueva Jersey vestido de azul claro que guardaba la entrada a las oficinas del gobernador. Estaba leyendo una revista. Jeffers cruzó a grandes zancadas el centro de la entrada y bajó por unas escaleras. Había un pasillo subterráneo que conducía al Museo Estatal de Nueva Jersey. Se encontraba silencioso y desierto, y los tacones de sus zapatos levantaron un sonoro eco al recorrerlo. Descubrió las escaleras que llevaban arriba y las subió rápidamente.

De frente se topó con una bibliotecaria. Le enseñó su tarjeta de identificación como funcionario del Estado y ella le susurró:

—¿En qué puedo ayudarlo, doctor?

—Quisiera consultar los periódicos que tengan en el archivo correspondientes al mes de septiembre pasado —susurró él a su vez. La bibliotecaria era una joven de cabello moreno que le caía sobre los hombros. Afirmó con la cabeza.

—Tenemos en microfilme el
Times
de Trenton, el
New York Times
y el
Trentonian
.

—¿Puedo consultarlos todos?

La joven sonrió, quizás un poco más de lo necesario. Jeffers sintió una punzada de atracción, pero la desechó de inmediato.

—Naturalmente. Enseguida le preparo una máquina.

Había una hilera de máquinas para visionar microfilmes contigua al catálogo de fichas. La joven condujo a Jeffers hasta un asiento y lo dejó momentáneamente a solas. Cuando regresó, traía tres cajitas. Sacó el primer rollo y enseñó a Jeffers cómo cargarlo en la máquina. Las manos de ambos se tocaron brevemente. Él le dio las gracias, acompañadas de un gesto de la cabeza, pero con la mente puesta en lo que estaba buscando.

En el
New York Times
encontró un comentario de tres párrafos de
Associated Press
situado en la esquina de una página interior:

EL ASESINO DEL CAMPUS DE MIAMI

SE COBRA SU QUINTA VÍCTIMA

MIAMI, 9 de septiembre. El sábado fue descubierta asesinada en este lugar una alumna de 18 años de la Universidad de Miami, al parecer la quinta víctima de un homicida al que la policía ha dado el apodo de «el asesino del campus».

Susan Lewis, hija de un contable de Ardmore, Pensilvania, estudiante de segundo año de la especialidad de oceanografía, fue hallada en el parque Matheson-Hammock varias horas después de haber desaparecido de una fiesta de la Asociación de Alumnos de la universidad. Según la policía, había sido golpeada, estrangulada y violada.

La policía afirmó que posiblemente era la quinta víctima de un asesino que ya ha atacado varios centros universitarios de la zona del sur de Florida.

Y aquello era todo. El espacio debía de ser muy valioso para el
Times
, reflexionó Jeffers. Leyó la reseña dos veces. A continuación sacó el rollo de microfilme y comenzó a explorar el
Times
de Trenton. No tardó mucho en encontrar una nota necrológica en la edición del periódico correspondiente al condado de Bucks.

Decía lo siguiente: «… Le sobreviven sus padres, su hermano menor Michael, su tía Mercedes Barren de Miami Beach y numerosos primos. La familia ruega que, en vez de flores, se efectúen donaciones a la Cousteau Society.» La leyó una vez más. Esc nombre explicaba mucho.

Se le ocurrió otra idea. Regresó al mostrador de la bibliotecaria y le devolvió el microfilme.

—¿Es posible —le preguntó, sonriente— averiguar si ha habido artículos posteriores sobre un mismo tema? Quiero decir, si yo le diera un nombre, ¿podría usted comprobar si existe alguna nota reciente?

La chica negó con la cabeza.

—Si esto fuera una hemeroteca, sí. Así es como se archivan las cosas. Sería muy fácil. Pero nosotros no tenemos esa capacidad informática. El
Times
publica un índice anual de reportajes, pero el de este año no ha salido aún. ¿Qué es lo que le interesa?

Jeffers se encogió de hombros, pues de repente había decidido acercarse hasta uno de los periódicos locales a ver si podía introducirse en su sistema de archivo.

—Oh, no tiene tanta importancia —respondió—. Un delito cometido en Florida.

—¿Cuál? —preguntó la bibliotecaria.

—El de un tal «asesino del campus».

—Oh —repuso la joven, sonriendo—. A ese tipo lo han pillado ya. Recuerdo haberlo visto en las noticias. —Compuso una mueca—. Un verdadero canalla. Casi tan malo como ese tal Bundy.

—¿Dice que lo han pillado?

—Sí, el otoño pasado. Me acuerdo porque mi hermana pensaba ir a la universidad del sur de Florida y cambió de idea, y volvió a cambiar de idea otra vez cuando detuvieron a ese tipo. ¡Si fue a la cárcel y todo!

Martin Jeffers tardó otra media hora en dar con la reseña que documentaba la detención de Sadehg Rhotzbadegh en el
New York Times
y con versiones ligeramente más amplias en los dos periódicos de Trenton. Las leyó detenidamente y se grabó la información en el cerebro. Luego sacó fotocopias de todo.

Dio profusamente las gracias a la bibliotecaria. Ella pareció desilusionada porque no le había pedido su número de teléfono. Jeffers logró esbozar una sonrisa desvaída, en un intento de decir, con una mirada, que nunca le pedía el número de teléfono a nadie, lo cual era verdad, además. Luego dejó que su mente divagara a otra cosa y olvidó al instante la expresión de decepción de la joven. Estaba organizando las ideas, intentando planificar el siguiente paso a dar, intentando procesar la información que había obtenido, intentando hacerse una imagen razonable que explicara por qué la tía de la víctima de un asesinato ya resuelto de repente quería hablar con él sobre su hermano.

Sabía que la explicación tradicional era el agravio. Podría gritarle: ¿Por qué me molesta a mí? ¿Qué pretende? ¿Qué tengo que ver yo con ese crimen? ¿Quién está al mando?

Pero sabía que no iba a desafiarla.

Estudió las fotocopias. EL ASESINO DEL CAMPUS ES DETENIDO EN MIAMI: ACUSADO DE VARIOS ASESINATOS. «Si pillaron al asesino, ¿qué tiene que ver Doug con esto?»

Pero se negó a contestar a su propia pregunta. En vez de eso, se le llenó el corazón de miedo, una sensación incómoda e inquietante. Pensó que debería sentirse complacido con lo que había descubierto en los periódicos, pero no era así. Simplemente, aumentó su nerviosismo. Se sentía encapsulado por el miedo, como si cada paso que daba, cada acción que ejecutaba, cada uno de sus movimientos llevara aparejado un riesgo.

Se apresuró a regresar al coche, pensando: «ha llegado el momento de perder de vista a la detective». Sabía que no existía un motivo particular para insistir en aquel sentimiento, aparte de la imperiosa necesidad de estar a solas con sus miedos. No creía que pudiera soportar la presión añadida de saber que ella lo estaba vigilando; necesitaba estar completa, absoluta, indiscutiblemente solo.

Giró rápidamente hacia Broad y después viró a la izquierda, luego a la derecha, y bajó por Perry pasando frente a las oficinas del
Times
de Trenton. Aceleró en la rampa que llevaba a la carretera 1 y a continuación, con la misma prisa, tomó la salida de Old Avenue. Al final de la rampa de salida efectuó un giro prohibido en U y regresó por donde acababa de venir. En aquel momento le pareció ver a la detective, atrapada en el tráfico, y pisó el acelerador.

Martin Jeffers intentó diseccionar sus sentimientos. En cierto modo, pensó, resultaba infantil insistir en perder a la detective. Lo comprendía, pero es que deseaba digerir lo que había descubierto, y deseaba hacerlo en una soledad buscada por él mismo. Enfiló de nuevo hacia el hospital, aminorando la marcha, haciendo un esfuerzo por compartimentar lo que sabía hasta el momento.

Sabía que ya no lo seguían. El centro urbano de Trenton es un insólito laberinto de calles y construcciones, que si ya resulta bastante tormento para los transeúntes y conductores habituales, no digamos para los no iniciados. Se dijo que probablemente Miami era todo pasos subterráneos y bulevares, calles anchas y bordeadas de árboles, no la maraña de una vieja ciudad del Nordeste que se aferra a la vida y a la actividad. Se imaginó mentalmente a la detective, imaginó su presencia serena y sedosa confundida con aquella mezcolanza de coches, autobuses y partidas de trabajadores. Se preguntó por qué no le resultaba más divertido.

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