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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (58 page)

BOOK: Retrato en sangre
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—¿Cuál se transformó en la Comisaría Central? ¿La más grande de todas? —inquirió Jeffers.

—La que está situada enfrente del juzgado.

—¿Cómo se va a ella?

—Infringiendo la ley.

—¿Perdón?

—No era más que una pequeña broma. ¿Que cómo se va al juzgado? Pues infringiendo la ley… Bueno, ya digo que no era más que una broma. Vayan recto por esta calle, y pasadas seis manzanas giren a la derecha para tomar Washington Boulevard. Esa calle lleva al juzgado.

Le dieron las gracias al sargento y se fueron.

—Vamos a pasar por delante un momento —sugirió la detective Barren.

Jeffers se mostró de acuerdo.

—Bufetes de abogados. Resulta muy apropiado. Es como reciclar basura.

Ella sonrió.

—Otra bromita —dijo Jeffers.

Encontraron el edificio sin dificultad. Jeffers guardó silencio durante unos momentos, contemplándolo.

—La fachada parece ser la misma —terminó diciendo. La detective Barren tuvo la impresión de que su voz había adquirido súbitamente un tinte de falsa determinación, como si al hablar con voz fuerte él lograra serlo también. Aparcó el coche enfrente y se quedó mirando el edificio por la ventanilla—. Hacía viento, estaba oscuro y llovía —dijo—. Recuerdo que aquella noche este sitio parecía malvado y condenado, como si tuviera un cartel encima de la puerta que dijera: Abandone toda esperanza aquel que entre en este lugar…

Sin esperar a la detective Barren, se apeó bruscamente del coche y subió a zancadas un ancho tramo de escaleras que conducían a la puerta principal. Agarró el picaporte y tiró.

—Está cerrado con llave. Es domingo, y las oficinas están cerradas. —La detective Barren lo miró—. Gracias a Dios —dijo Jeffers. Ella vio que se estremecía ligeramente—. ¿Sabe lo que se siente cuando se es un niño y se está solo? Los niños son capaces de adaptarse maravillosamente a miedos concretos, como un dolor, una enfermedad o una muerte. Es lo desconocido lo que les resulta aterrador. Ellos no cuentan con una base de conocimientos de cómo funciona el mundo, así que se sienten completamente vulnerables.

»¿Sabe lo que recuerdo de aquella noche? Oh, lo siento todo vivido y atroz, pero también me acuerdo de que me apretaban mucho los zapatos y necesitaba otros nuevos, y pensé que ya no iba a poder tenerlos jamás y que tendría que hacerme mayor sin tener zapatos nunca más. Recuerdo que estaba sentado y que tenía tantas ganas de ir al baño que ya me dolía, pero estaba demasiado asustado para decírselo a nadie. Lo único que sabía era que no debía moverme de aquel banco en el que nos habían ordenado esperar. Doug cuidó de mí. Por alguna razón, él sabía más. No sé, de pequeño siempre tuve la sensación de que él sabía lo que yo estaba pensando antes de pensarlo siquiera. Supongo que todos los hermanos menores adjudican las mismas propiedades mágicas a su hermano mayor. Es probable que yo estuviera revolviéndome demasiado. Sea como fuere, él me llevó al cuarto de baño, y también me dijo que iba a cuidar de mí y que no me preocupase, que siempre lo tendría cerca. No sé hasta qué punto lo dijo en serio, pero el hecho de oírle decir aquello me dio una gran seguridad. Creo que pensé que aquella noche me iba a morir, hasta que él me cogió de la mano…

El sol estaba empezando a ponerse, y la voz de Martin Jeffers fue deslizándose hacia las sombras.

«En eso consiste la infancia —pensó la detective Barren—, en buscar refugio de un miedo tras otro hasta que uno se hace lo bastante fuerte, mayor y experto para ahuyentar dichos miedos. Claro que hay algunos miedos que no se vencen nunca.»

Miró a Martin Jeffers, que estaba contemplando el edificio.

—Doug es mi hermano —dijo—. Ahora ya somos adultos y él está haciendo esas cosas tan terribles y yo tengo que detenerlo. Pero aquella noche me salvó la vida. Estoy seguro. —Martin Jeffers desvió la mirada del edificio—. Vámonos ya. Vámonos de aquí de una vez.

»Tiene que detenerlo…

Agarró del brazo a la detective Barren y bajó las escaleras medio llevándola a rastras. Ella no se resistió.

—Vámonos del todo, de vuelta a Nueva Jersey. Ahora mismo —insistió.

La detective Barren no contestó nada, pero asintió con la cabeza. Percibió que el semblante del médico volvía a mostrar aquella expresión de conflicto y profundo dolor. Por un instante experimentó una especie de tristeza doble, una por el recuerdo del niño abandonado que continuó buscando a su madre durante toda la vida, otra por el adulto destrozado por conocer cosas terribles. Entonces pensó, extrañada, que había sido mala suerte que hubiera conocido a Martin Jeffers de aquella manera tan horrenda, que en otras circunstancias distintas probablemente habría llegado a caerle bien. Y aquella reflexión la hizo sentirse triste también por sí misma. Pero rápidamente se sacudió dicho sentimiento y pasó a su lado del coche.

«Lo siento, Martin Jeffers. Lo siento muchísimo, pero tienes que seguir adelante. Llévame hasta tu hermano.» Estaba segura de que así lo iba a hacer, pero también tuvo la seguridad, en aquel preciso momento, justo cuando Jeffers le daba la espalda al edificio manteniendo la cabeza en una postura con la que esperaba que ella no pudiera ver las lágrimas y se dejaba caer detrás del volante, de que jamás traicionaría a su hermano.

Ya era cerca de medianoche, cerca del final de otro viaje en silencio, cuando cruzaron el puente George Washington, dejaron a su izquierda la ciudad de Nueva York con su constante iluminación y se alejaron rápidamente de ella. La detective Barren, en el asiento del pasajero, tenía los ojos cerrados, y Martin Jeffers supuso que estaba dormida. Maniobró por entre el tráfico nocturno, todavía denso. Sus ojos captaron las series de enormes indicadores de carretera de color verde que dirigían a los viajeros hacia una docena de direcciones distintas, y reflexionó sobre la gran convergencia de personas y máquinas que se juntaban en el puente: carreteras 4,46 y 9W, el Palisades Parkway y la gran cinta que forma la interestatal 95 que discurre norte-sur y la cinta negra, igualmente grande, que es la interestatal 80, que va de este a oeste. Las luces de los coches que venían en contra perforaban la oscuridad cegándolo brevemente con una ráfaga luminosa y después desaparecían. Cuando volvía la vista hacia los carriles contrarios, apenas alcanzaba a distinguir la forma de los otros coches, y se le ocurrió la extraña idea de que su hermano se encontraba entre ellos. «Podría estar en cualquier parte —se dijo—. Podría estar en cualquier parte, pero yo sé que está aquí. Podría ser cualquiera de esas luces que pasan. Ésa, o esa otra, o aquella de allí, pero seguro que es una de ellas.» Sintió deseos de llamarlo a voces, pero no podía. «Estás ahí. Lo sé. Por favor.»

Después meneó la cabeza para sacudirse aquel pensamiento y comprendió que era una tontería, que estaba agotado y probablemente sufría alucinaciones, y siguió conduciendo sin saber que además estaba en lo cierto.

XII
Otro viaje a New Hampshire
17

Doug Jeffers había anudado las cuerdas demasiado fuerte, y las hebras de nylon le cortaban las muñecas provocándole un intenso dolor. Anne Hampton había dejado de luchar contra él, pues se había dado cuenta de que cuando tiraba o se retorcía la cuerda se resistía y le abría las carnes. Intentó no hacer caso de la tensión que sentía en los brazos y conciliar el sueño, pero cuando cerraba los ojos no veía otra cosa que la rojez del sufrimiento, que resultaba imposible de eludir. Así que, pese a haber rebasado ya un límite indefinido de agotamiento físico y mental, permaneció totalmente despierta. La mordaza que tenía en la boca también le estaba causando problemas. Sólo podía respirar por la nariz, la cual él había hecho sangrar, y a cada inspiración el aire tenía que atravesar mucosa y coágulos de sangre con inmensa dificultad. Cuando él le puso la mordaza, le echó la cabeza hacia atrás violentamente y le apretó el nudo del pañuelo en la nuca sin prestar atención a lo que hacía. A continuación le puso encima de la boca una tira de cinta adhesiva gris. Dicha cinta olía a pegamento, y temió que pudiera asfixiarse, porque aquello podía matarla; si vomitaba ahora, debido al miedo y a la confusión, podía ahogarse. Se sorprendió a sí misma por el hecho de darse cuenta de aquel peligro, y a pesar de la nube que le provocaban las ataduras se sintió perpleja al descubrir lo mucho que había viajado, lo mucho que parecía saber a aquellas alturas. Aquel pensamiento se transformó en un miedo; experimentó una singular vulnerabilidad, al haber sobrevivido hasta aquel momento. Cerró los ojos ante la idea de que ahora él se disponía a matarla.

Anne Hampton no sabía por qué aquella noche Douglas Jeffers la había golpeado y maniatado, pero no la sorprendía.

Supuso que tenía algo que ver con el asesinato fallido de las dos chicas, ocurrido aquel mismo día. Pero Jeffers no había actuado como tenía por costumbre; había vuelto a desahogar su rabia sin más.

En cierto modo, ella ya se había imaginado lo que se le venía encima.

Jeffers se había marchado a toda prisa del circuito de carreras con un estado de ánimo taciturno, sin pronunciar palabra, sumido en un silencio que la asustó más que los discursos que solía soltar. La oscuridad se abatió sobre ellos, y aun así él no se detuvo hasta más allá de Nueva York, a medianoche, cerca de Bridgeport, Connecticut. Encontró alojamiento en uno de los espurios lugares de costumbre, se registró atendido por un empleado soñoliento y sin afeitar con el que apenas cruzó una palabra, y pagó la habitación, como siempre, en efectivo. Casi nada más cerrar la puerta de la habitación se abalanzó sobre ella, la abofeteó con las palmas abiertas y la arrojó al suelo. Anne Hampton levantó las manos para esquivar los primeros golpes, pero enseguida se resignó y recibió lo que a él se le antojó propinarle. Su pasividad tal vez decepcionó a Jeffers, pero casi tan rápidamente como los puños de él le vino a la cabeza la idea de que si intentaba resistirse era posible que pasara a ocupar ella el sitio de las dos chicas. Ellas habían salido vivas de aquello, y Anne Hampton no quería pagar el pato allí mismo.

Así que se quedó tirada en el suelo sin protegerse apenas y dejó que Jeffers se despachara a gusto.

La paliza fue como un espasmo, breve, aterradora pero con un fin rápido. Después Jeffers la empujó con desdén a un rincón, encajada entre las dos camas gemelas y hundidas de la habitación. No lo vio coger la cuerda; de repente la arrojó al suelo, y ella sintió las ataduras que la sujetaban con fuerza y la constreñían igual que una horrible boa. Aquello fue seguido de la violencia de la mordaza en la boca. Alzó la vista intentando verle los ojos, intentando discernir qué estaba sucediendo, pero no pudo. Jeffers la apartó con un último empujón, irritado, y salió del motel sin otra explicación que una críptica promesa:

—Volveré.

Con mucho, lo que más miedo le daba era la cuerda. Jeffers no la había empleado desde el primer día, y temía que fuera indicación de algún terrible cambio en la relación entre ambos. Una vez más ella era para él una posesión, en oposición, por algún motivo inusual que no alcanzaba a comprender, a compañera o socia. Había perdido identidad, importancia; y sabía que si también perdía relevancia Jeffers la abandonaría. Su cerebro hizo uso de la palabra «abandonar», pero sabía que se trataba de un eufemismo para no decir otra cosa. Se daba cuenta de que su posición era precaria y sumamente peligrosa. No pensaba que fuera a matar a Boswell, pero sí que podía asesinar fácilmente a una muchacha sin nombre y sin rostro, atada y amordazada, que lo molestaba con su presencia y le recordaba un fracaso. Recorrió con la mirada la habitación del motel lo mejor que pudo. Vio una vieja cómoda y un espejo, y dos camas con colchas de pana marrón que se veían baratas y gastadas, y pensó que era el lugar más horrible y miserable para morir.

Recordó a Vicki y Sandi, que se mostraron tan reacias a vestirse. Ella se sintió confusa; Jeffers había salido de entre el follaje sonriendo, bromeando, juguetón, como si no pasara nada malo, sin embargo ella sabía que algo había ocurrido que había desbaratado el plan, lo cual la aterrorizó todavía más. Jeffers hizo unos cuantos comentarios sobre lo guapas que estaban y les prometió que aparecería una estupenda foto suya en la mítica revista.

Recordó haber oído todo aquello como si le llegara de muy lejos. Permaneció rígida de expectación, levantó la vista y vio el arma en sus manos una docena de veces, pero al parpadear se dio cuenta de que no era más que la cámara.

Tras unas cuantas fotos más, Jeffers las instó a todas a regresar por el camino que atravesaba el bosque en dirección al coche. Acto seguido fue hasta el circuito de carreras bromeando todo el tiempo con las dos chicas, que no dejaron de decir entre risitas:

—No puedo creer la suerte que hemos tenido.

Ella también habría reído, si no estuviera tan aterrorizada.

Reflexionó que la ausencia de asesinato resultaba el doble de aterradora que el hecho en sí. No sabía qué era lo que había pasado, qué accidente o qué golpe de suerte había salvado la vida a las dos chicas. Lo único que sabía era que Jeffers volvió a depositarlas junto a las gradas, se despidió de ellas con un gesto de la mano y una carcajada y pisó el acelerador a fondo, de vuelta a la autopista. Aquella risa falsa resultaba de lo más impropio en Douglas Jeffers, salvo que indicara una rabia contenida.

Anne Hampton se relajó contra el dolor que le producían las ligaduras y reflexionó sobre lo sucedido.

Decidió que cuando volviera Jeffers lo obligaría a que la dejara libre. Se concentró en esa idea, diciéndose a sí misma: «no hay nada que importe más. No hay nada que tenga más importancia. Debes obligarlo a que reconozca quién eres. Y no lo reconocerá hasta que te quite las ligaduras.» Tragó saliva y sintió que el estómago le daba un vuelco igual que un bote en medio de una tormenta.

Reprimió la náusea que le provocó el miedo.

«Estoy más cerca de la muerte ahora de lo que estuve al principio de todo.»

«Oblígalo a que te necesite.»

«Oblígalo.»

«Oblígalo.»

«Fuérzalo.»

Aguardó a que regresara repitiendo aquellas palabras para sí una y otra vez, a modo de una nana de pesadilla.

Douglas Jeffers condujo sin rumbo por las calles a oscuras, buscando una salida a su frustración. Por un momento estudió la idea de adentrarse en la ciudad y simplemente asesinar en la calle a alguna persona con mala suerte. Pensó en buscar una prostituta; era el objetivo más fácil, casi acomodaticio en la creación de su propia muerte. También lo tentó la idea de parar en una gasolinera cié veinticuatro horas y volarle la cabeza al empleado; aquél era un gaje del oficio de servir gasolina por la noche a cambio de dinero. Con cierta frecuencia surgía alguien que quería el dinero y que estaba muy dispuesto a matar por conseguirlo. Douglas Jeffers se dijo que todas aquellas posibilidades poseían un encanto común: eran de lo que se alimentaban los registros de incidentes que realizaba la policía todas las noches. No ocuparían más de un par de párrafos en los periódicos del día siguiente. Constituían la norma de la desertización urbana, momentos de escasa importancia, rutina casi. El hecho de que terminara una vida apenas tenía trascendencia, era un añadido de última hora durante la noche que quedaba difuminado con la claridad de la mañana.

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