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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (56 page)

BOOK: Retrato en sangre
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Se miró en el espejo de la habitación, pero en vez de examinar su aspecto físico alzó su arma y apuntó a su imagen reflejada. Entonces dijo en voz alta, a solas:

—Así es como va a ser.

Permaneció inmóvil en aquella postura y la fue asimilando en silencio.

A continuación metió en un pequeño petate varias cosas para hacer noche y guardó dentro la nueve milímetros. Encima de todo colocó también el autorretrato que Douglas Jeffers había tomado de sí mismo en la selva, junto con dos cartuchos de balas extra.

Martin Jeffers insistió en utilizar su coche, lo cual a ella le pareció bien. Pensó que él deseaba la esquiva sensación de control que le proporcionaba conducir su propio vehículo, como si de alguna manera él estuviera al mando de la expedición. Ella aceptó prontamente, pensando que la situación le permitiría relajarse, hacer acopio de energías, incluso dormir un poco, mientras él cargaba con el cansancio adicional que suponía tener que conducir.

Después de ver la farmacia, Martin Jeffers salió de la ciudad y al cabo de un rato estaba zigzagueando por carreteras comarcales estrechas y bordeadas de árboles. No tardaron en llegar a una sencilla urbanización de chalés que surgía de forma incongruente en medio de varias granjas. Se detuvo y señaló.

—La tercera casa hacia dentro. Ése era el domicilio de la familia. Hace diez años que no vengo por aquí.

La detective Barren vio una vivienda modesta, austera, de tres plantas, gris con marcos blancos, provista de un jardín verde y bien cuidado y un garaje. Delante de éste había un coche desconocido aparcado.

—Diez años…

—Cuando vivíamos aquí —prosiguió Martin Jeffers—, estaba pintada de marrón, un marrón soso, oscuro y feo. El interior era el reflejo del exterior, le faltaba imaginación. Nunca fue un hogar acogedor, abierto y extrovertido como debería ser el hogar de un niño. Fue siempre oscuro e incómodo. Pero era un hogar. No estábamos abandonados, como algunos niños de la calle. —Se encogió de hombros y continuó—: La gente a veces sobrestima los factores externos. Pero los internos son los que resultan críticos para los niños.

—¿A qué se refiere?

—Al amor, el contacto, el afecto, el orgullo, el apoyo. Con esas cosas se puede sobrevivir, e incluso florecer, en las circunstancias más horrendas. Sin ellas, el dinero, los estudios, las niñeras, lo que sea; todo es relativamente inútil. El niño de un gueto que consigue abrirse paso en los estudios y llega a ser abogado. El Kennedy de la última generación que muere por sobredosis. ¿Entiende a qué me refiero?

—Sí —contestó la detective Barren. Pensó en su sobrina, y se le encogió el corazón un breve instante. Se sacudió aquella sensación formulando una pregunta—: ¿Dice que sus padres adoptivos están muertos?

—Así es —respondió Martin Jeffers—. Nuestro padre adoptivo murió en un accidente cuando nosotros éramos adolescentes, y nuestra madre adoptiva falleció hace tres años de lo que a los patólogos les gusta llamar causas naturales, pero que en realidad son el resultado de un exceso de bebidas alcohólicas, tranquilizantes, comida rápida, tabaco, falta de ejercicio y un corazón demasiado agobiado por toda esa mierda para poder seguir así. En realidad, causas totalmente nada naturales.

—¿Dónde se encuentran enterrados?

—Los dos fueron incinerados. No se erigen monumentos a personas como ellos, a no ser que uno esté completamente fuera de… —Se interrumpió y pensó que aquello era precisamente lo que, en un sentido inusualmente indirecto y psiquiátrico, estaba haciendo su hermano.

La detective Barren absorbió la información, la archivó mentalmente y contempló la casa. He ahí un monumento, pensó, y de pronto se le ocurrió una idea.

—Espere aquí un momento.

—Ni hablar —replicó Jeffers.

Ambos se apearon del coche y se acercaron a la casa.

La detective Barren llamó al timbre. Al cabo de pocos segundos oyó unas pisadas rápidas en el interior y una voz joven que exclamaba:

—¡Ya voy yo! ¡Ya abro yo! ¡Seguro que es Jimmy!

La puerta se abrió de par en par, y vio a un niño de cabello muy rubio que tendría unos cinco o seis años. El pequeño miró a la detective Barren y a Martin Jeffers, puso cara de desilusión y se volvió, chillando hacia el interior de la casa:

—¡Mamá! ¡Son adultos! —Su voz llevaba un tinte de traición. Luego se giró hacia ellos y les dijo—: ¡Hola!

—¿Están en casa tu mamá o tu papá? —preguntó la detective Barren.

Antes de que el niño respondiera, oyó unos pasos presurosos y tímidos y surgió ante ella una mujer de aproximadamente su misma edad, vestida con vaqueros y llevando una paleta de jardinería en la mano.

—Perdonen —dijo, secándose la frente—. Estaba atrás y esperábamos a un amigo de mi hijo. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

—Hola —saludó la detective Barren. Mostró su placa dorada de detective—. Me llamo Mercedes Barren y soy oficial de policía detective. Estamos investigando la desaparición de este hombre… —Alzó la foto de Douglas Jeffers—. Hemos pensado que a lo mejor usted podría haberlo visto.

La mujer miró la foto, claramente desconcertada por el hecho de estar hablando con un detective en mitad de un caluroso sábado por la mañana.

—No —contestó—. ¿Por qué? ¿Por qué iba a haberlo visto? ¿Ocurre algo?

—Nada de qué alarmarse —mintió la detective Barren—. Ese caballero, que es familiar de mi compañero aquí presente, vivió en este mismo barrio. Se nos ha ocurrido que, dado que ha desaparecido, tal vez hubiera venido a echar una mirada al lugar en que se crió, eso es todo. Nada que sea motivo de alarma. Además, era una posibilidad bastante lejana, la verdad.

—Oh —dijo la mujer, como si el batiburrillo de mentiras y verdades de la detective Barren respondiera preguntas en lugar de plantear un millar de otras nuevas—. Oh —repitió. Volvió a mirar la foto—. Lo siento, pero no lo he visto nunca.

—Déjeme verlo —pidió el niño.

—No —replicó la madre—. Billy, vete de aquí.

—¡Pero quiero verlo! —insistió el pequeño.

La mujer miró a la detective Barren.

—Necesita a su amiguito —explicó.

La detective se agachó y le enseñó la foto al niño.

—¿Lo has visto alguna vez? —le preguntó.

El pequeño estudió largamente la imagen.

—Sí. A lo mejor ha estado aquí.

La detective Barren se puso interiormente en tensión, y notó que Martin Jeffers se apresuraba a dar un paso al frente.

—¡Billy! —exclamó su madre—. ¡Esto es serio! No es un juego.

—A lo mejor lo he visto —dijo el niño—. Y a lo mejor ha estado por aquí.

——Billy —dijo la detective Barren con calma, en tono amistoso—. ¿Dónde lo has visto? —El niño medio agitó la mano y medio señaló la calle—. ¿Dijo alguna cosa? ¿Qué hizo?

El pequeño se volvió tímido de repente.

—No. Nada.

—¿Viste el coche? ¿O alguna otra cosa?

—No.

—¿Cuándo fue?

—Hace unos días.

—¿Y qué pasó?

—Nada. A lo mejor lo vi, nada más.

En aquel momento la detective Barren oyó crujir la grava del camino de entrada de la casa, a su espalda, y vio que al niño se le iluminaban los ojos.

—¡Ya han venido! —le dijo el pequeño a su madre—. ¡Ya han venido! ¿Puedo salir, por favor?

La madre miró a la detective Barren, la cual se incorporó y afirmó con un gesto.

—Claro que sí —dijo la madre. El niño salió corriendo de la casa pasando junto a la detective y a Martin Jeffers. Su madre salió también y se situó junto a ellos para ver cómo su hijo y el amigo se ponían a jugar. Saludó con la mano a la otra madre, que estaba sentada detrás del volante del típico monovolumen—. No estoy segura de que se le pueda conceder mucha credibilidad… —empezó a decir.

—No se preocupe —la interrumpió la detective Barren—. Yo tampoco. Y no creo que haya visto a nadie.

—Ni yo —dijo la mujer.

—Gracias por su ayuda —se despidió la detective Barren. Ella y Martin Jeffers emprendieron el regreso al coche. Ella se detuvo un momento a despedirse del niño con la mano, pero éste se hallaba absorto en la emoción del juego y no la vio.

Ya en el coche, Martin Jeffers preguntó:

—¿Qué opina en realidad?

Ella reflexionó unos momentos.

—No creo que haya estado aquí —contestó.

—Yo tampoco —agregó él.

Ambos hicieron una pausa.

—Aunque podría ser que sí —apuntó ella.

—Podría ser. —Otra pausa—. Creo que ha estado aquí —dijo Jeffers.

—Yo también —confirmó la detective Barren.

Martin Jeffers asintió con la cabeza y metió la marcha. No se le había escapado con qué facilidad y sencillez la detective le había mentido a la madre. Acto seguido dio vuelta al coche y se alejó de la casa, así como de la esquiva y alucinatoria visión de la presa que perseguían y de los recuerdos combinados de ambos que ninguno había expresado en voz alta.

Una buena parte del camino hasta New Hampshire transcurrió en completo silencio, tan sólo interrumpido por los sonidos de la carretera que se colaban en los pensamientos de cada uno. Hicieron algún que otro esfuerzo por hablar de trivialidades. Nada más pasar New Haven, Martin Jeffers inquirió:

—¿Está casada, detective?

Ella pensó en mentir, en ofuscar, pero luego se encogió de hombros para sus adentros y se dijo que sería un esfuerzo demasiado grande.

—No. Soy viuda.

—Oh —repuso él—. Lo siento. —Era un convencionalismo.

—Fue hace muchos años. Me casé joven, y mi marido murió en la guerra.

—Por lo visto, la guerra afectó a todo el mundo de un modo u otro.

—¿Estuvo usted en ella?

—No, cuando me llegó el momento instituyeron el reclutamiento por sorteo, y yo extraje el número trescientos cuarenta y siete. Por lo general no soy una persona con suerte, pero esa vez la tuve. No llegaron a llamarme a filas.

—¿Y su hermano?

—La verdad es que fue muy curioso. Él estuvo en la guerra un par de veces, pero siempre trabajando para alguna revista o periódico. Y además abandonó los estudios universitarios. Debería haber sido un tipo con muchas posibilidades de ser reclutado, pero nunca lo llamaron. No sé por qué. —Hizo una pausa y después se atrevió a preguntar—: Usted parece joven. ¿No volvió a casarse?

Ella sonrió a pesar de sí misma.

—Mi marido era mi novio del instituto. Me resultó muy difícil encontrar a alguien que pudiera competir con todas esas emociones desbocadas de adolescente y con la manera en que se traducen en recuerdos de persona adulta.

Martin Jeffers rió levemente.

—No le falta razón —dijo. Y continuó preguntando—: ¿Y por qué le dio por trabajar para la policía?

—Fue accidental, supongo. Cuando llegué a Miami, justo entonces estaba teniendo lugar un juicio por la igualdad de oportunidades. Vi un anuncio en el periódico porque estaban obligados, por orden judicial, a contratar a más mujeres y miembros de minorías, y pensé que no estaría de más probar… —Rió otra vez—. ¿No es ése el estilo estadounidense? Pues eso, respondí al anuncio, casi por diversión, la verdad. Y entonces descubrí que era algo que se me daba bien. Finalmente resultó ser algo que se me daba mejor que a nadie. ¿Y qué me dice de usted?

—¿Lo de ser psiquiatra? Bueno, en realidad hubo dos razones. Una, lo cierto es que no me gustaba la sangre, y para ser buen médico hay que tratar a diario con sangre; y dos, no soportaba la idea de perder a los pacientes. Eso hizo que me alejara de muchas ramas de esta profesión. Y supongo que también hay un tercer motivo: que siempre es interesante. La gente fabrica infinitas variaciones de varios temas comunes…

—Eso es verdad —convino ella.

—Ya lo ve —replicó Jeffers—, otra vez estamos diciendo las mismas cosas.

Ella afirmó con la cabeza. Pensó en la carta encabezada con un «Querido John» que había leído en los archivos de Jeffers.

—¿No tiene a nadie con quien compartir todo eso?

Vio que él ordenaba sus ideas antes de hablar.

—No…, en realidad, no. No estoy seguro de por qué, pero he desarrollado una vida bastante encerrada, y además el trabajo en el hospital me exige mucho tiempo. Y luego, en psiquiatría como en cualquier rama de la medicina, hay mucho de estudio y de esfuerzo para mantenerse actualizado que requiere un tiempo considerable. Así que no, en realidad no hay nadie.

La detective asintió. «Y además tienes terror de ti mismo», pensó.

La conversación se desvaneció entre el rítmico rozar de los neumáticos sobre el asfalto y el constante zumbido del motor. La detective Barren se dijo que ambos rivalizaban bien. Concedió al médico un grado significativo de capacidad para impresionarla; había sufrido un estrés considerable, y sin embargo controlaba su lengua. Ella había tratado con muchos hombres resabiados, criminales en su mayoría, los cuales, cuando se los sometía a un grado de presión bastante menor del que había soportado Jeffers, se abrían igual que una flor.

No estaba segura de que Jeffers estuviera en lo cierto respecto de su hermano; si se enfrentara a la verdad y a las pruebas, a lo mejor confesaría. Aquello lo consideraba un problema; una confesión, aunque fuera egoísta y jactanciosa, podría ser suficiente para acusarlo de los crímenes. Se imaginó el cadáver de su sobrina tendido bajo los helechos y las sombras oscuras de las palmeras. Quizá no todos, pero seguro que algunos sí. La literatura policial está repleta de confesiones de hombres que, cuando se los detenía por imprudencia al cruzar la calle, de pronto empezaban a reconocer haber cometido asesinatos en serie. Se acordó de un individuo de Texas que admitió haber cometido más de doscientos o trescientos. Era un vagabundo que tenía una peculiar tendencia al suicidio. Lucas, se llamaba. Recordó haber visto una foto de él en una edición de noticias, de pie junto a un detective tocado con un sombrero tejano, delante de un mapa del sudeste de Estados Unidos. El sombrero era de color blanco, lo cual le hizo pensar que así era como se hacían las cosas en Texas. Quizá los malos debían vestir de negro. El mapa de la pared que tenían los dos hombres a la espalda estaba salpicado de puntos, que correspondían a pequeñas chinchetas de colores, y tardó unos momentos en comprender la conexión existente entre el mapa, las chinchetas y el hombre que sonreía obscenamente a la cámara.

«Todos los artistas son egoístas —reflexionó—. Y también todos los asesinos.» Se imaginó mentalmente a Douglas Jeffers.

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