Robin Hood, el proscrito (41 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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♦ ♦ ♦

Mi querido caballo gris había doblado las rodillas. Sus ojos rodaban enloquecidos en las órbitas. El virote estaba empotrado en su flanco, un pie de madera de roble con punta de acero hundido en la carne hasta el empenaje de cuero. El animal sudaba y temblaba, y cada vez que respiraba con un estremecimiento, se le formaban en la boca burbujas rosadas. Supe que estaba herido en los pulmones, y nunca volvería a correr. De modo que al tiempo que acariciaba su pobre cabezota leal, saqué mi puñal y lo hundí en su garganta, para cortar la gran vena del cuello. Murió entre mis manos. Acaricié sus largas orejas y él quedó inmóvil, mientras la sangre corría como un río caudaloso por su gran tórax gris.

No podía quedarme allí mucho tiempo. Había más ballesteros cerca, y mi deber era volver junto a Robin. De modo que dejé el cuerpo de mi valeroso caballo gris, avancé agachado hacia el sur siguiendo el límite del bosque y trepé a las ramas más altas de un árbol frondoso para disfrutar de un punto de vista ventajoso y a la vez seguro desde el que observar el campo de batalla.

Las cosas no iban bien para Robin. El erizo estaba rodeado por un furioso círculo de infantería enemiga; por todas partes, cientos de infantes de negro armados con espadas y lanzas pinchaban y corlaban en el pequeño anillo de nuestros hombres, que estaban a punto de sucumbir a pesar de su valiente defensa. De tanto en tanto el grueso círculo de enemigos retrocedía, y cada hombre se retiraba una docena de pasos para observar, jadeante, al proscrito que le miraba ceñudo por encima del borde del escudo. Luego, a una voz de mando, los hombres de Murdac avanzaban de nuevo y volvían a llover los golpes sobre las filas menguantes del erizo.

Los nuestros luchaban como héroes de leyenda. Vi a John, desembarazado de su escudo y protegido únicamente por la cota de malla y su antiguo casco, hender el aire con su hacha y crear grandes huecos en las filas enemigas a cada golpe. Partió en dos a un hombre con un golpe de arriba abajo que le abrió la cabeza por el centro, y a continuación esquivó una lanza que buscaba su cuerpo y cortó de un golpe de revés el brazo del lancero a la altura del codo. Los arqueros disparaban sus proyectiles mortales contra el muro de enemigos, y cada flecha atravesaba al primer hombre e iba a alojarse en el cuerpo del que estaba detrás. Robin luchaba como un poseso: repartía tajos y estocadas, y su espada hacía brotar un chorro de sangre fresca a cada golpe. Luego el enemigo retrocedía de nuevo algunos metros, y el hueco entre ambas líneas aparecía cubierto de cadáveres y de hombres rotos que se arrastraban. Oí claramente sus gemidos desde el árbol al que había trepado, a más de un centenar de metros de distancia.

Dando vueltas alrededor del anillo, recorrían el campo jinetes vestidos de negro; sargentos, supuse, puestos en fuga en la primera y desastrosa carga de los hombres de Murdac. Parecían girar en torno al tumulto hirviente del centro del campo como grandes cuervos negros, a la espera de que el erizo se deshiciera, como ocurrió en la granja de Thangbrand, y ellos pudieran irrumpir al galope y hacer pedazos a los proscritos en fuga. No había manera de poder reunirme con Robin y prestarle ayuda en aquella lucha desesperada. Si abandonaba la seguridad de mi refugio en las ramas del árbol y salía al campo abierto, sería perseguido y rematado por los jinetes antes de haber recorrido la mitad de la distancia que me separaba de Robin. Por otra parte, vi más caballería apostada lejos, al sur de las líneas de Murdac. Debía de haber más de mil hombres en total. ¿Qué locura se había apoderado de Robin, me pregunté, para desafiarle a luchar en Linden Lea, estando en una inferioridad numérica tan grande? ¿Era arrogancia, o simplemente un fatal error de cálculo? Luego mis ojos se apartaron del sangriento fragor de la batalla para fijarse en las colinas del otro extremo del valle y vi a Hugh, al leal Hugh, cabalgando para rescatar a su hermano, a la cabeza de sus hombres.

Al trote, como una gran masa informe, envueltos en una espesa nube de polvo en la que aparecían fugazmente cabezas de caballos, lanzas relucientes y sobrevestes de color verde oscuro, bajo una bandera adornada con una cabeza de lobo enseñando los dientes, nuestros jinetes bajaban por el abrupto flanco de la colina tras la que habían estado ocultos, y picaban espuelas en dirección al valle. Las puntas de las lanzas se abatieron entre un retumbar de cascos, y nuestros jinetes se precipitaron hacia la masa de hombres de negro que rodeaban el erizo.

Nunca llegaron hasta ellos.

Desde el sur, de un surco en el valle, invisible para los hombres de Hugh, un
conroi
de caballería de reserva apareció al trote. Medio centenar de jinetes mercenarios que lucían las mismas sobrevestes ajedrezadas de los ballesteros flamencos, pero montados en corceles poderosos y armados con largas lanzas, cargaron contra los flancos y la retaguardia desprotegida de Hugh. Fue un caos; nuestra línea de ataque fue dispersada por completo, y todos salvo un puñado de los jinetes que encabezaban nuestra carga se vieron envueltos en una lucha por su vida con la caballería flamenca. Muy pronto las lanzas quedaron abandonadas y se trabó un cuerpo a cuerpo encarnizado; los jinetes giraban en redondo y se acuchillaban unos a otros con espadas, hachas y mazas. Su número era parejo, al principio. Pero los sargentos montados, los restos de la primera y desastrosa carga de caballería que habían estado recorriendo el campo solos o por parejas, se apresuraron a sumarse a la batalla de la caballería y nuestros jinetes empezaron a sucumbir. Unos pocos, desesperadamente pocos, consiguieron atravesar las líneas enemigas y, pasando con sus monturas por entre las agotadas filas de nuestros lanceros, se unieron a sus camaradas en la relativa seguridad del erizo. Sin embargo, muchos hombres vestidos de verde Lincoln perecieron acuchillados en sus sillas de montar, rodeado cada uno de ellos por dos e incluso tres asesinos a caballo, de negro o de rojo y verde. Algunos de los nuestros, para su vergüenza, volvieron grupas hacia el norte y huyeron hacia las colinas para salvar la vida.

♦ ♦ ♦

Aparté la mirada del campo de batalla, de la vorágine teñida de sangre de hombres que forcejeaban y que morían, a caballo o a pie. Me tapé los oídos para no oír los gritos de los heridos. No pude soportar ver el asalto final de las filas de hombres de negro contra el anillo de mis amigos exhaustos. Levanté los ojos al cielo de un azul intenso, al sol que brillaba sobre las colinas del oeste, y vi a una bandada de golondrinas que sobrevolaba aquel campo de sangre olvidado de Dios, muy por encima del dolor, la sangre y el hedor de la muerte. La luz cegadora me obligó a cerrar los ojos, y escuché el susurro del viento en las ramas de los árboles… Y me di cuenta de que también oía otra cosa. Un rumor apagado, un ruido leve que era apenas un murmullo. Imaginé que oía voces, y luego empezaron a sonar los tambores.
Ba-boom-boom; ba-boom-boom; ba-boom-boom
… No podía dar crédito a mis oídos. Sacudí la cabeza pero el ruido siguió, y se fue haciendo cada vez más fuerte.
Ba-boom-boom; ba-boom-boom; ba-boom-boom
… Había oído antes aquella música pagana, meses atrás, en la noche del sacrificio cruento en las cuevas de Robin.

Miré al suelo, a veinte metros bajo mis pies, y por entre las hojas pude ver la coronilla de la cabeza de un hombre, afeitada por la tonsura, y el pelo castaño rojizo que rodeaba aquella área calva curtida por el sol. Era un monje, y vi que empuñaba un arco de batalla. Junto a él estaban sus dos enormes y terribles perros feroces: los mastines
Gog
y
Magog
. Mi corazón saltó de júbilo. Era Tuck.

Grité de alegría y bajé del árbol tan aprisa como pude, hasta el punto de que casi me rompí el cuello al saltar los últimos metros. En efecto era Tuck, y no venía solo. En la penumbra del bosque percibí una docena de siluetas oscuras que venían detrás de él. Le di la bienvenida con un gran abrazo, apreté contra el mío su corpachón rechoncho y olí de nuevo los efluvios familiares de su hábito pardo. En mi mente se atropellaban las preguntas. Pero antes de que pudiera expresarlas, Tuck levantó una mano.

—Las respuestas luego, Alan, ahora tenemos trabajo que hacer.

Los tambores seguían sonando, agitando el aire con su antigua llamada a la batalla, y vi que del bosque brotaba la gente por veintenas, por cientos. Una mujer apareció entre los árboles; iba vestida con una larga túnica azul decorada con estrellas y lunas crecientes. Llevaba en la frente pintada una «Y» con lo que parecía ser sangre seca. En las manos enarbolaba un grueso bastón de espino negro.

Era Brigid. En mi felicidad, la abracé a ella también. Me sonrió pero de una forma un poco rara, sin expresión, sin la consoladora calidez que había desplegado cuando me curó de dentelladas y quemaduras. Parecía inundada por una cólera fría, una furia negra que apenas cabía en su cuerpo, y de forma instintiva me encogí como si me hubiera rechazado una fuerza invisible. Por encima de su hombro vi más figuras entrañables. El pequeño Ket the Trow, con un peto de cuero, empuñando un bastón casi tan alto como él mismo; su hermano Hob sonriéndome al través de una fronda colgante; y muchos más: proscritos que no eran miembros de la banda de Robin, mendigos errantes, aldeanos de Sherwood, salvajes que vivían en las profundidades del bosque… Todos habían venido a la batalla. Los tambores sonaban, imprimiendo su ritmo en el interior de mi cabeza, y entonces Tuck dijo en un tono frío y tranquilo:

—Señora, estimo que debéis atacar ahora, porque si no, será demasiado tarde.

Brigid asintió, se detuvo un momento para aspirar hondo y echó atrás la cabeza. Y con un aullido salvaje y ululante, que erizó todos los pelos de mi cuerpo, se precipitó hacia adelante e irrumpió, fuera de la línea del bosque, en el campo de batalla. La siguieron cientos de hombres, e incluso algunas mujeres, lanzando el mismo grito salvaje, muchos con la «Y» pagana pintada en la frente y otros muchos sin ella, pero todos armados con lo que habían traído: bastones, espadas herrumbrosas, hachas, azadones, hoces —incluso vi a un anciano con un mayal para desgranar el cereal—, todos ellos enloquecidos por el afán de combatir.

♦ ♦ ♦

Fueron las palomas, ya veis. La tarde antes de la excursión secreta para liberar a Marian, Robin me pidió que soltara las palomas de tres jaulas, cada una con su cinta verde atada. Los pájaros habían volado al atardecer de aquel día, mientras todos los hombres estaban reunidos en consejo de guerra con Robin, y se habían dirigido a sus palomares respectivos llevando el mensaje de Robin: «¡Armaos, todos los que estéis dispuestos a servirme, y venid!». Con aquellos pájaros, convocó a toda su gente del bosque. Todos los hombres de Sherwood que buscaban su favor, todos los que tenían alguna deuda de gratitud a la que querían corresponder. Supe más tarde que también Brigid había convocado a acudir a todos los hombres y mujeres de su antigua religión, desde lugares tan remotos como el norte de Yorkshire o las tierras galesas, deslumbrándolos con la promesa del rico botín de la batalla y con la posibilidad de asestar un golpe por la Diosa Madre. Tuck había visto las palomas y acudió, unido a las cohortes de Brigid: un monje cristiano y una sacerdotisa pagana marchando juntos. Todo por amor a Robin. Cuando conté la historia a mis amigos, años más tarde, pocos me creyeron, pero juro que es la verdad.

Aquella horda desarrapada de marginados, locos y fanáticos religiosos cargó desde la línea del bosque como un batallón de demonios vengadores, aullando sus gritos de guerra. Brigid corría al frente de ellos, golpeando a los hombres de Murdac que se le ponían delante con el bastón de espino que blandía a dos manos con una energía salvaje, maníaca. Como ramas quebradas y dispersas por una enorme riada de humanidad, todas las tropas de negro fueron arrasadas o puestas en fuga por la carga de la horda. Al frente de aquella masa aulladora saltaban
Gog y Magog
, silenciosos y babeantes. Uno de los gigantescos perros se abalanzó sobre un infortunado soldado colocado en la parte de atrás del grupo que rodeaba los restos del erizo, y con un gruñido y un mordisco le arrancó la parte inferior de la cara. El hombre soltó su arma y retrocedió tambaleándose, puestas las manos en la masa sanguinolenta que había sido su mandíbula. Luego vi que una figura andrajosa y desaforada segaba las dos piernas del mismo hombre de un solo golpe de hoz. El otro perro gigante, no menos salvaje, perforaba con sus mordiscos los sobretodos acolchados y quebraba los huesos de los brazos de los hombres de Murdac, dejando inválidos a docenas de ellos en el curso de la terrible carga. Los hombres y mujeres de Brigid atacaron con un frenesí casi inhumano, derribando a un soldado tras otro con el azadón o el garrote, y rematándolos una vez en el suelo a cuchilladas, para después desgarrarles la ropa, casi antes de que estuvieran muertos, en busca de las monedas u objetos valiosos que llevaran sobre sus personas. La propia Brigid parecía tener la fuerza de diez hombres, y abatía enemigos armados con los poderosos golpes de su grueso bastón mientras cantaba himnos a los dioses del bosque y daba gritos de ánimo a sus seguidores. El círculo de enemigos alrededor del erizo se disolvió, y las tropas de Murdac, tanto de a pie como a caballo, fueron barridas por el avasallador ejército de paganos andrajosos. Quienes no se dieron prisa a huir para salvar la vida, fueron arrasados y exterminados.

Yo avancé detrás de la horda pagana, a un ritmo más tranquilo aunque espada en mano. Pero no encontré enemigos en mi camino hacia Robin a través de un mar de cadáveres. Entonces pude ver claramente los daños sufridos por el erizo; y fue una visión patética. Se habían abierto grandes huecos en el antes impenetrable anillo de hombres y acero. Más de la mitad de nuestros combatientes habían caído, y los que seguían en pie estaban manchados de sangre, y agotados hasta un punto indescriptible. Ocupé en silencio mi lugar al lado de Robin, a la espera de órdenes, y paseé mi mirada por el campo que, de momento, era nuestro.

Tuck no había cargado con los paganos: había reunido a una veintena de arqueros, supongo que los supervivientes de los hombres de Thomas, y el grupo se había situado en la línea del bosque, señalándose blancos unos a otros y disparando sobre los enemigos en fuga con una puntería temible. El ejército de Murdac se retiraba, sus hombres corrían, presa del pánico, hacia el sur, en dirección a las tiendas y los caballos de carga. No obstante, la batalla no estaba ganada. Hacia el sudoeste, cerca de la línea de las colinas, vi una unidad de refresco de jinetes negros, inmóvil todavía, observando el campo. Por el sur asomaba una fuerza de infantería de reserva, un centenar de hombres de negro formados en cuadro bajo el tórrido sol del verano. Por el sudeste salían del límite del bosque grupos de ballesteros vestidos de rojo y verde. Aunque empujados fuera del abrigo de los árboles por nuestros paganos aulladores, se retiraban en orden y se estaban agrupando a retaguardia de las líneas de Murdac, junto a la amenazadora silueta cuadrada del mangonel. Vi a un pelotón de jinetes negros, que galopaban bajo una gran bandera negra en la que destacaban los cheurones color rojo sangre, cruzar frente a nuestra posición para acercarse a los flamencos.

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