Robin Hood, el proscrito (37 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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—¿Estás bien, Alan?

Vi entonces que era Reuben, el judío. Hice seña de que sí, y miré a un lado y otro del camino de ronda desierto, y abajo, hacia la oscuridad del gran patio de armas del castillo. No se veía a nadie. A mi derecha se alzaba la mole maciza del cuerpo de guardia, con uno o dos puntos de luz que se filtraban por las estrechas saeteras, indicando tal vez que un escribano estaba sentado delante de sus rollos de pergamino; pero no había el menor movimiento. Todo estaba tan silencioso como una tumba.

Unos momentos después, la cabeza de Robin apareció por encima del borde del parapeto, seguida de inmediato por el resto de su persona. Reuben limpió la sangre de su cuchillo en la sobreveste del soldado, y entre los tres arrojamos su cuerpo por encima del muro, a la oscuridad exterior. Robin puso la mano en el hombro de Reuben y murmuró:

—Adelante, viejo amigo.

Caminamos apresuradamente por el camino de ronda y bajamos luego el par de escalones que daban entrada a una pequeña torre de defensa, una de las docenas construidas entre los lienzos de las murallas del castillo. Robin había desenvainado su espada, y la luz de la luna arrancó destellos de la hoja; vi que también Reuben llevaba su cuchillo en la mano, y me apresuré a empuñar mi propia espada. Bajamos por una escalera de caracol hasta el interior de la torre, y el corazón me batía en el pecho como el martillo de un herrero, con un tumulto de sangre en mis oídos tan grande que me dejó ensordecido.

Bajamos más y más, en una oscuridad total. De pronto tropecé con la espalda de Reuben, que se había detenido delante de una puerta de madera. Por la luz que se filtraba a través de las rendijas de la puerta, vi que había alguien dentro. Nos quedamos inmóviles durante unos momentos, escuchando; yo, intentando controlar los latidos de mi corazón y mi respiración entrecortada; Robin y Reuben, tan tranquilos al parecer como si se encontraran en una merienda veraniega en el bosque de Sherwood. Reuben levantó dos dedos para indicar que había dos hombres dentro, y Robin asintió, y agitó la mano en señal de avanzar. Antes de que yo me diera cuenta de lo que sucedía, Reuben tiró de la cuerda que levantaba el pestillo de la puerta de madera, y él y Robin irrumpieron en el interior. Yo les seguí tan deprisa como pude, pero sólo a tiempo de ver lanzar a Reuben su pesado cuchillo con una fuerza y precisión extraordinarias para alcanzar a unos cinco metros de distancia al hombre que al parecer dormitaba sentado en un taburete. El cuchillo penetró en su pecho hasta el corazón, y el hombre tosió una, dos veces, y se derrumbó en el suelo. Robin fue casi tan rápido como el cuchillo volador de Reuben; dio dos rápidos pasos al frente y segó la vida del segundo soldado con un golpe de través de su espada que le rebanó el cuello. Brotó un chorro de sangre y el hombre, que se había estado calentando las manos en el brasero, se tambaleó durante un instante mientras la sangre manaba de su garganta abierta, y cayó de bruces de modo que su cara fue a dar, con un crujido horrendo seguido de un siseo, en las brasas encendidas.

Estaba muerto sin duda, porque no movió un músculo mientras la sangre burbujeaba, silbaba y hervía alrededor de su cara quemada.

Todo sucedió en menos tiempo del que se tarda en tensar un arco. No se pronunció una sola palabra, ni hubo ningún grito. Robin apartó a su víctima de las llamas y lo colocó sobre el otro cadáver. Buscó en el cinturón del soldado, desenganchó un racimo de llaves y corrió a una puerta cerrada en una esquina de la habitación. En un par de segundos la puerta estuvo abierta, y Marian en sus brazos. Después de un largo beso, Robin se apartó un poco y la miró a la cara.

—¿Te ha hecho daño? —preguntó.

Yo me di cuenta de que estaba pálida y más delgada, y de que su hermoso vestido de caza aparecía desgarrado en algunas partes y cubierto de barro y de manchas que parecían de sangre. Ella volvió a abrazarse a él, y con la voz ahogada en su manto la oí decir:

—Todo está bien, ahora que has venido.

Al ver a Marian acurrucada en los brazos de Robin, y ver de forma tan patente el amor que había entre ellos, y lo bien que se sentían los dos juntos, noté que algo cambiaba en mi interior. El resentimiento hacia ellos que sentí en las cuevas había desaparecido por completo. Ella seguía siendo mi hermosa Marian, podía contemplar su belleza con desapasionamiento a pesar de lo delgada y triste que estaba, pero se había producido un cambio sutil. Algo indefinible era diferente en ella. Todavía la amaba, pero quizá por primera vez la vi como una mujer real, una mujer con sus temores y sus alegrías, sus penas y sus goces, y no como una diosa a la que adorar en sueños. No era mía, lo supe entonces, y nunca lo sería.

Todo sucedió deprisa. Robin se llevó a Marian fuera de la torre de centinela y trepamos por la escalera de caracol. Arriba, nos detuvimos un momento para ver si había algún centinela en la muralla; luego corrimos por el camino de ronda, y en un instante Reuben y Robin descolgaron a Marian con una cuerda hasta el suelo. Yo la seguí, con Robin a tan sólo unos palmos por encima de mí, bajando nudo a nudo por la escala de cuerda. Volví a ver la cabeza de Reuben recortada contra un cielo que empezaba a grisear con las primeras luces del día; la cuerda volvió a subir, y los tres gateamos hasta el lado opuesto de la zanja y corrimos hasta el lugar donde habíamos dejado los caballos.

♦ ♦ ♦

El orgullo es el peor de mis pecados en estos días, pero no puedo dejar de sentir una viva satisfacción por la participación que tuve en la aventura de aquella noche. Fue una hazaña característica de Robin: precisa, sobriamente planeada, y basada en la rapidez, la compenetración y la audacia. Pero por encima de todo, lo que la convertía en típica de la forma de actuar de Robin, es que tuvo éxito. Cuando los tres nos acercábamos al trote por el camino que conducía a Linden Lea, a la luz dorada del amanecer, fuimos saludados por los sorprendidos centinelas con un toque de trompetas. El estrépito despertó al resto de la banda de proscritos, que salieron de la sala y las dependencias para ver a Marian de vuelta, y empezaron a ovacionarnos hasta que la empalizada que rodeaba la mansión empezó a estremecerse con el tumulto. A nadie pareció importarle que Robin les hubiera engañado la noche anterior, simulando que el ataque tendría lugar hoy. John me ayudó a desmontar.

—¡Sabía que ese bribón taimado tramaba una de las suyas! —dijo, y casi me aplastó con un gran abrazo de oso.

Muchos, muchos hombres, amigos y extraños, me rodearon para escuchar la historia del rescate, y yo no fui tan modesto como para negarme a contarla, aunque puede que exagerara un poco mi propia participación. Cuando se sirvió el desayuno en las mesas de caballete del patio, Linden Lea tomó un aire de fiesta; la gente bromeaba y cruzaba pullas entre amigos, y todos levantaban su jarra por Marian, rescatada sana y salva. Sir Richard me estrechó con fuerza la mano y me dijo que estaba orgulloso de mí. Me sentí más ligero que el aire, un auténtico héroe, y tan ancha era mi sonrisa que la cara empezó a dolerme.

Por un momento la fiesta quedó interrumpida por otro toque de trompetas, y cuando miré hacia el valle vi una larga columna de hombres, caballos y carruajes que se acercaban por el camino hacia el sur que corría en paralelo al arroyo. Me alarmé al principio, pero luego vi la fea cara de Thomas al frente de la columna, y a Much el hijo del molinero a su lado, y detrás de ellos un tropel de caras conocidas. Todos iban vestidos de verde y armados hasta los dientes con arcos de batalla y espadas, lanzas y hachas: estaba viendo enteramente desplegado el ejército privado de Robin, casi trescientos infantes y arqueros, todos ellos armados, entrenados y disciplinados por Robin y sus lugartenientes; y todos ellos, ardiendo en deseos de luchar.

Fuimos a recibirles al patio de armas de Linden Lea; se sirvió más comida, alguien espitó un barril de vino, y en toda la extensión del patio los recién llegados fueron informados de cómo Robin había rescatado a Marian de las garras de la bestia de Nottingham. Como ocurre a menudo con las historias, ésta iba creciendo cada vez que se contaba. Y siguió creciendo en los años siguientes. Robin había matado a cien hombres luchando con una sola mano, según una versión que oí hace poco. Se escondió en el vientre de un ciervo enorme para conseguir entrar en la sala donde Murdac celebraba una fiesta, según otra versión. Pero creo que la verdad ya es de por sí bastante impresionante.

Después de una o dos horas de festín, Robin hizo colocar una tabla sobre dos grandes barriles, se encaramó a ella y gritó pidiendo silencio en el tumulto del patio. Los hombres no estaban del todo sobrios llegado aquel punto, así que Robin hubo de reclamar silencio tres veces para que le hicieran caso.

—Amigos, nos hemos reunido todos aquí y lo primero que corresponde es dar las gracias a nuestro anfitrión, que generosamente nos ha abierto las puertas de su casa y nos ha dado de comer y de beber: sir Richard at Lea.

El caballero, que estaba de pie a mi lado, hizo una modesta reverencia y recibió una fuerte ovación por parte de los proscritos.

—También quiero daros las gracias a todos por estar a mi lado en este hermoso valle, y deciros qué es lo que pretendemos conseguir aquí. Han puesto precio a la cabeza de muchos de los presentes, incluido yo mismo. —Robin dio un tono irónico a la frase, y provocó otra ovación estruendosa—. Muchos de los que estáis aquí os habéis visto obligados a abandonar a vuestras familias y hogares por hombres llamados de leyes, por matones que reclaman poder de vida y muerte sobre vosotros en nombre del rey. —El humor de los asistentes se había hecho más sombrío ahora, y hubo un par de abucheos furiosos—. También a muchos se os ha insultado, humillado y negado vuestros derechos de ingleses libres.

—¡Y de galeses libres! —gritó alguien.

—Muy cierto —continuó Robin—. Todos somos hombres libres aquí. Y como hombres libres nos hemos unido; nos hemos unido en tierras salvajes, lejos de las ciudades, de los curas y de los señores normandos, y nos hemos unido porque tenemos una cosa en común. ¡Todos nosotros hemos decidido decir no! No, no me someteré a leyes injustas; no, no me someteré a vuestra Iglesia corrompida; no, no me inclinaré delante de un tiranuelo que me exige mi trabajo, el sudor de mi frente, y quita el pan de la boca a mis hijos. ¡No! Somos hombres libres; y estamos dispuestos a dar prueba de nuestra libertad con nuestras espadas, nuestros arcos, con la fuerza de nuestros brazos. Nunca entregaremos nuestra libertad. ¡Nunca!

Robin gritó con toda su fuerza la última palabra, y la multitud empezó a ovacionarlo, como poseída. El estruendo rodeaba a Robin como una marea creciente, formada por grandes oleadas de emoción. Nuestro líder dejó que aquel rugido continuara algún tiempo, y luego levantó las manos para pedir silencio de nuevo.

—Mañana, amigos, mañana tendremos la oportunidad de demostrar nuestro temple. Sir Ralph Murdac, el alto sheriff del Nottinghamshire, el Derbyshire y los Bosques Reales, viene hacia aquí; ese perro francés viene a este hermoso valle con sus hombres armados y sus grandes caballos. Quiere imponernos su ley aquí, en su terreno. Además, como somos proscritos, su intención es matarnos a todos. De modo que, ¿qué vamos a hacer? ¿Correr a escondernos? ¿Volver a arrastrarnos a nuestras madrigueras del bosque y esperar, temblando de miedo, a que nos aplique su "
justicia
"? —Robin dio a la última palabra un tono de infinito sarcasmo—. No, hermanos; mirad a vuestro alrededor, y veréis que somos fuertes. No correremos. Pelearemos. Y mataremos. Y venceremos.

»Un nuevo rey ha subido al trono, un rey justo, un rey noble, un hombre cabal y un poderoso guerrero; y si hoy ganamos esta batalla, si conseguimos derrotar a Murdac y acabar con ese llamado alto sheriff, os garantizo que el rey os concederá su perdón por cualquier crimen que hayáis cometido. Perdón real pleno para todos los que luchéis conmigo. De modo que os pido que os descubráis la cabeza y alcéis vuestras voces por el buen rey Ricardo: ¡Dios salve al rey! ¡Dios salve al rey! ¡Dios salve al rey!

Se alzó un poderoso rugido. Vi que algunos hombres se enjugaban lágrimas de los ojos. Miré a sir Richard, y vi que tenía la boca abierta de puro asombro.

—Nunca había oído nada parecido —dijo—. Habla como un cura en el sermón, pero predica las cosas más impías e innaturales: ¿libertad de la Iglesia? ¿Libertad de nuestros señores naturales, que nos han sido impuestos por el mismo Dios? ¡Qué absurdo, qué absurdo peligroso y herético! Pero a ellos les ha gustado. Rotundamente, sí les ha gustado.

Miraba el patio lleno a rebosar de hombres que aplaudían, que se abrazaban y gritaban «¡Dios salve al rey!», una y otra vez.

Robin convocó a los capitanes en la sala: Little John, Hugh, Owain el arquero, Thomas y yo. Sir Richard asistió a la reunión en calidad de consejero militar. La primera orden de Robin fue:

—No dejéis que los hombres beban demasiado, los necesito con la cabeza despejada.

Luego empezó a explicar su plan de batalla.

El valle de Linden Lea, una extensión herbosa que podía haber sido pensada por el mismo Dios como campo de batalla, corría en dirección norte-sur, con la mansión en el extremo norte, y el camino de Nottingham recorriendo el fondo del valle a la orilla de un arroyo. Hacia el este se extendía un bosque espeso, y al oeste se levantaba el escalón de la ladera de una línea de colinas peladas, por cuya cima corría un antiguo camino. El plan de Robin era sencillo: nuestra infantería, más o menos doscientos hombres, y la tercera parte de nuestros arqueros, digamos unos veinticinco, tomarían posiciones en una línea situada a través del camino y hacia la mitad de la longitud del valle. Ellos habían de formar un escudo humano que bloquearía el camino. Serían el cebo. Robert quería que Murdac atacara a la infantería proscrita con su caballería, y cuando lo hiciera, los hombres de Robin adoptarían una formación erizo inexpugnable, un anillo erizado de lanzas y escudos que ningún caballo podría traspasar.

—Creemos que puede haber reunido en total sólo unos doscientos cincuenta soldados de caballería y alrededor de cuatrocientos infantes —nos informó Robin.

—Aun así nos superan en mucho —gruñó Little John—. ¿Qué es lo que tenemos nosotros? Ochenta arqueros, doscientos infantes y sólo cincuenta jinetes: trescientos treinta hombres contra seiscientos cincuenta. Por los clavos de los pies de Cristo, eso significa que son dos contra uno.

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