Ensayamos la mayor parte de la mañana, y luego me bañé, me puse mis mejores vestidos y esperamos en una antesala del gran salón en el que los invitados cenaban armando un gran alboroto. Bernard estaba sobrio e impaciente, y jugueteaba con las cintas entrelazadas en su túnica de seda verde. Yo estaba nervioso, pero seguía pensando en sir Ralph Murdac e intentaba utilizar el odio que sentía hacia él para aplacar mis nervios. Luego apareció Fulcold a mi lado y me dio un toque en el hombro; había llegado el momento de actuar.
Entramos en el gran salón del castillo de Winchester al son de los clarines. Bernard se colocó junto al muro lateral del enorme salón: después de todo, la actuación principal era la mía, y él sólo tenía que acompañarme en la
tensón
. Entonces, con una voz profunda poco natural, muy distinta del tono suave que solía emplear, Fulcold anunció:
—Señores, damas y caballeros, para vuestro placer permitid que os presente al renombrado y talentoso
trouvere
Alan Dale.
Hice una reverencia, me coloqué la viola al brazo y recorrí con la vista mi auditorio.
Los invitados estaban sentados a una larga mesa en forma de «T», en el centro del gran salón del castillo de Winchester. En la mesa alta o de honor, en el travesaño de la «T», se habían colocado la reina Leonor, espléndida en un vestido de hilo de oro con brocado de joyas; sir Ralph FitzStephen de raso negro, Marian con el rubí rojo sangre brillando en su cuello, y sir Ralph Murdac, guapo y resplandeciente pero sentado sobre un cojín grueso para disimular su corta estatura. Todos los cortesanos se sentaban a la mesa baja, que formaba el palo vertical de la «T». Yo me coloqué en el extremo de la mesa baja, y fijé la mirada en los personajes más importantes de la mesa alta. Pasé el arco por la primera cuerda de la viola y empecé a tocar. Canté la primera estrofa y entonces mi voz empezó a temblar, porque hacia la mitad de la mesa baja, mientras cantaba al águila real y su feliz tercera nidada, había localizado una cara embadurnada por la grasa del cordero asado que mordisqueaba, que no esperaba volver a ver nunca. Era Guy. Parecía casi tan sorprendido como yo mismo.
De alguna manera conseguí acabar la canción, aunque supongo que con escaso arte. Hubo un breve aplauso de cortesía y entonces, como en un sueño donde todo ocurre con una excesiva lentitud, Guy se puso en pie, espléndido en su sobreveste de color verde claro y amarillo, extendió un dedo acusador y gritó, con una voz que parecía venir de muy lejos:
—¡Este hombre es un impostor! ¡Arrestadlo!
Todo se aceleró entonces de nuevo, y le oí gritar en voz más alta:
—Es un proscrito, un ladrón, un secuaz de Robin Hood.
Tal como le había ocurrido al propio Guy el día en que fue acusado de robar el rubí, fui presa del pánico. Dejé caer la viola y el arco, y corrí hacia la puerta.
E
l pánico es un gran enemigo. Lo descubrí aquel día en Winchester. Me han dicho que la palabra procede de un dios antiguo de los griegos llamado Pan, un demonio aterrador que tocaba la flauta y tenía las patas traseras y los cuernos de macho cabrío, y el cuerpo de un hombre desnudo. Pero hasta el día de hoy, siempre que pienso en el terror irrazonable que inspiraba aquel espíritu griego muerto hace muchos años, no puedo dejar de recordar a Robin disfrazado de Cernunnos para aquel atroz sacrificio, con el pecho ensangrentado y la cornamenta del ciervo.
Esta primavera brotó en mi corazón un miedo asfixiante que todo lo abarcaba, no exactamente pánico pero muy próximo a él, cuando se agravó la fiebre de mi nieto Alan. Es el último de mi linaje, lo último que queda de mí en este mundo. Al pasar de los días adelgazó hasta tener el aspecto de un esqueleto, incapaz de retener en su interior la comida ni la bebida, silencioso e inmóvil, más y más al borde de la muerte. Admito que bordeaba la locura mientras galopaba por el bosque con mi yegua, con mis viejos huesos crujiendo, en busca de una choza de troncos en las profundidades de Sherwood que no había visitado durante casi medio siglo.
Brigid me conoció al momento, a pesar de los años pasados, de mi rostro gastado por el tiempo y de mis cabellos cenicientos, y me pidió examinar mi brazo derecho. Pero yo le puse un cordero recental en el regazo y, dejando a un lado los cumplidos, le supliqué de rodillas que compusiera un hechizo para salvar a mi chico. Ella posó una mano sobre mi cabeza y de inmediato me sentí más tranquilo, aliviado por sus dedos que recorrían mis rizos dispersos.
—Claro que voy a ayudarte, Alan —dijo—. La Madre no consentirá que muera tu pequeño.
Su tono era tan confiado, mostraba tanta seguridad en sus poderes, que sentí que un gran peso se desprendía de mis hombros. Solté un largo suspiro y mis músculos contraídos se aflojaron un poco mientras ella se afanaba junto a una mesa de roble, sobre la que degolló el cordero y recogió su sangre en un cuenco, molió raíces secas, mezcló polvos antiguos y musitó ensalmos para sí misma. Yo miré a mi alrededor, en la choza. Apenas había cambiado en cuarenta y tantos años: los mismos ramos de hierbas secas colgaban del techo, las telarañas de los rincones eran más espesas si cabe, e incluso el esqueleto colgaba aún de la pared del fondo. Sin embargo, a pesar de toda aquella brujería, el lugar me resultó acogedor. Era un sitio que irradiaba bondad, que curaba. Empecé a relajarme mientras Brigid trajinaba. El poder del antiguo demonio griego empezó a desvanecerse.
♦ ♦ ♦
Sin embargo, en el castillo de Winchester me encontré a la merced de las garras enloquecedoras de la deidad griega.
Dejé caer la viola, algo que hizo que Bernard estuviese furioso conmigo hasta pasado mucho tiempo, y corrí hacia la puerta del salón. No había recorrido ni siquiera cinco metros cuando media docena de hombres de armas me sujetaron. Correr era a sus ojos una prueba de mi culpabilidad, ya veis. De haberme quedado quieto sin decir nada y pensado un poco, podría haber salido airoso del trance. Pero el instinto de echar a correr, arraigado por años de ejercer de ladrón en Nottingham, fue demasiado fuerte.
Los soldados me arrastraron hasta el lugar desde donde había cantado, y a pesar de mis protestas de inocencia, de mis súplicas a la reina y de mis forcejeos desesperados, me maniataron con una cuerda y me taparon la boca con una mordaza. La sala se había convertido en una babel de gritos. La reina se había puesto en pie y pedía a voces el nombre del hombre que había interrumpido su solaz. Guy gritaba que me había conocido en la granja de Thangbrand y que yo era uno de los peores de aquella banda de asesinos. Los demás invitados preguntaban quién era yo, quién era Guy y qué demonios significaba todo aquello. Marian seguía sentada, inmóvil, mirándome, y el color había desaparecido de su rostro, de modo que el brillo rojo del rubí destacaba aún más sobre la palidez del cuello. Fue sir Ralph Murdac quien restableció el orden gritando «¡silencio!» una, y otra, y otra vez, hasta que todo el mundo calló.
—¿Quién sois vos, señor? —preguntó la reina con voz ronca y agitada, al restablecerse la calma.
—Soy Guy de Gisborne, alteza, un humilde soldado al servicio de sir Ralph Murdac.
«Vaya —pensé—, a pesar de esa humildad que proclamas, has arramblado con un título territorial en tus viajes, escoria». Yo había oído hablar de la mansión de Gisborne, una granja moderadamente rica situada en las cercanías de Nottingham, cuyo señor había muerto hacía pocos años. Al parecer, sir Ralph se lo había regalado a Guy por los servicios prestados. Cuáles fueran éstos, sólo podía adivinarlo, pero de seguro estaban relacionados con la información que le había dado sobre Robin.
—¿Respondéis por este hombre, en tal caso? —dijo la reina, volviéndose a sir Ralph. El hombrecillo sonrió y ladeó su cabeza negra.
—Me ha sido de gran utilidad —dijo con su ligero ceceo—. También es cierto que antes de entrar a mi servicio fue miembro de la banda de forajidos de Robin Odo.
—En tal caso, continuad —dijo la reina a Guy que, henchido por la importancia que se le daba, contó a los reunidos que había crecido en la granja de su padre en Sherwood, y que su padre se había visto forzado a dar cobijo a proscritos de la banda de Robin. Alan Dale era uno de ellos, dijo a los presentes, un ladrón particularmente depravado de Nottingham, muy dado al asesinato y a la blasfemia.
—Bernard de Sezanne es también un proscrito —añadió—, y…, y…, y la condesa de Locksley está prometida a Robin Hood.
—Imposible —le interrumpió sir Ralph Murdac con frialdad, mostrando a Guy un ceño gélido—. Estáis en un error. La dama Marian es una mujer de la más elevada nobleza, y una amiga íntima personal mía… Es del todo imposible que se relacione con bandidos. Os equivocáis.
—Y Bernard de Sezanne es un noble caballero de la Champaña —remachó la reina—, y mi sirviente, mi
trouvere
personal. Es evidente que también respecto de él estáis equivocado.
—Pero… pero… —tartamudeó Guy. Fue interrumpido por nuestro anfitrión, sir Ralph FitzStephen. Había guardado silencio hasta ese momento, pero ahora quería imponer su autoridad sobre los insólitos acontecimientos que estaban teniendo lugar en el salón.
—Las acusaciones contra la condesa de Locksley y… y Bernard de Sezanne son, por supuesto, ridículas, y serán ignoradas. Pero las alegaciones sobre ese individuo Dale son graves —dijo—, y deben ser objeto de investigación. Llevadlo al calabozo y tenedlo encerrado hasta que se aclare el asunto.
De ese modo me vi arrastrado fuera de la habitación y conducido por el interior del castillo, hacia abajo, hasta el sótano más profundo, donde fui empujado a través de la puerta de una mazmorra y fui a caer sobre un montón de paja maloliente. La puerta se cerró a mi espalda con estrépito.
♦ ♦ ♦
Tendido en la negrura de aquella apestosa celda, con sus muros rezumantes de humedad y su suelo helado, oí las carreras de las ratas. La mordaza que me tapaba la boca se había aflojado, a Dios gracias, pero mis manos seguían atadas con nudos prietos a mi espalda. Estos fueron motivo de una seria incomodidad en las horas siguientes, aunque aquello no fue nada comparado con lo que vino después. Para apartar la mente de mis muñecas entumecidas, medité sobre mi situación: en el lado bueno, contaba en Winchester con amigos poderosos. La reina Leonor estaba enterada de la visita de Marian a Robin, y era de suponer que la apoyaba; y también sabía que nosotros (Bernard y yo) formábamos parte de la banda de Robin, y eso no la había impedido hacer entrar a Bernard a su servicio. Marian, por su parte, estaba completamente a salvo de las acusaciones de un soldado de fortuna, y yo sabía que intentaría acudir en mi ayuda. En el lado malo, la propia Leonor era una prisionera, aunque privilegiada, y podía verse imposibilitada para ayudarme. Sir Ralph FitzStephen era quien gobernaba el castillo y no podía cerrar los ojos a las acusaciones de que por sus salones paseaban libremente proscritos. Pero lo peor de todo era que Murdac sin duda querría sonsacarme información sobre Robin, y eso significaba tortura, e inmensas cantidades de dolor.
Para controlar mis miedos, representé mentalmente una y otra vez la escena del gran salón: la cara despechada de Guy y su dedo acusador extendido para denunciarme; la mirada temerosa y la conmoción de Marian; la rabia de la reina; la ostentosa galantería con la que Murdac se postuló como defensor de Marian; la confusión de Guy cuando su amo rechazó sus acusaciones.
Todos habíamos dado por supuesto en las cuevas de Robin que Guy fue quien condujo a los hombres de Murdac a la granja de Thangbrand; Guy había sido el traidor, y al parecer había sido recompensado con la mansión de Gisborne. Pero mientras estaba tendido allí sobre la paja húmeda, en la noche permanente de aquella mazmorra, pensando en su traición e imaginando la venganza sangrienta que había de tomarme, me di cuenta de que algo no encajaba. Algo empezó a agitarse en el fondo de mi mente; una frase de la carta que Murdac había escrito a la reina. La recordaba con claridad: «… su suerte se le acaba. Conozco cada movimiento suyo antes de que lo lleve a cabo, y pronto lo tendré en mis manos…».
«Conozco cada movimiento suyo antes de que lo lleve a cabo»; eso implicaba que Murdac tenía un espía en el campamento, un traidor que le informaba de los planes de Robin. ¿Había sido Guy? Así lo parecía. Pero ¿por qué? ¿Cuáles habían sido los motivos de Guy? Hasta que yo lo enredé con el rubí, era un joven satisfecho de sí mismo, por odioso que me resultara. Entonces, como el chasquido repentino de una puerta al abrirse, me llegó de pronto la certeza de que Guy no podía ser el traidor. La carta estaba fechada el once de febrero, es decir dos meses después de que Guy huyera de la granja de Thangbrand. Por lo tanto, la conclusión forzosa era que, si no era Guy el traidor del campamento, algún otro tenía que serlo.
Esa idea me provocó un estremecimiento de horror; alguien, uno de mis amigos queridos, estaba informando de todos nuestros movimientos a Murdac. Podía ser cualquiera: Much el hijo del molinero, Owain el arquero, Will Scarlet, Hugh, Little John, incluso el viejo y querido hermano Tuck. Cualquiera.
Pero me sentí satisfecho con mi conclusión; tendría algo importante que comunicar a Thomas la próxima vez que nos viésemos. Si volvíamos a vernos. De pronto mis ánimos se derrumbaron de nuevo. ¿Me colgarían como un proscrito antes de tener la oportunidad de hablar con el tuerto deforme? ¿Dónde estaban mis amigos? Llevaba horas tendido en aquel agujero negro y nadie había venido a visitarme. La vejiga me rebosaba, y me dolía. Estaba decidido a no mojarme a mí mismo, pero la perspectiva de una dulce liberación, aunque fuera al precio de unas calzas mojadas y apestosas, casi era demasiado tentadora. Me mordí los labios y aguanté.
Dormité durante un rato y lo siguiente que supe es que la puerta del calabozo se abría, y la luz amarilla de las antorchas me deslumbraba; allí estaban Murdac y su lacayo olvidado de Dios, Guy. Quedaron silueteados en la puerta durante un instante, Guy dominando con su estatura a sir Ralph, y luego entraron en el calabozo apestoso, seguidos por dos soldados. Estornudé con violencia; incluso por encima del hedor de la mazmorra, distinguí el repulsivo perfume a lavanda de Murdac. Se acercó y contempló en silencio mi cuerpo encogido sobre el suelo inmundo. Volví a estornudar. Bajo la supervisión de Guy, los soldados encendieron antorchas y las colocaron en los candeleros de la pared. Uno de los hombres vino cargado ominosamente con un brasero, lo llenó de cisco y de lana empapada en aceite, y le prendió fuego con yesca y pedernal. Supe que no era para calentarme en la larga y fría noche que se avecinaba. El otro soldado sujetó con una cuerda mis brazos atados a un gancho clavado en el techo, y ajustó la longitud de modo que yo quedara parcialmente colgado de las muñecas, todavía sujetas a mi espalda. La tensión de mis brazos era enorme, y sólo podía soportarla volcándome hacia adelante y apoyando las puntas de los pies en el suelo. Luego el soldado rasgó mis vestidos nuevos con la daga y me dejó desnudo como el día en que nací. Sentí vergüenza por mi desnudez y bajé los ojos a la paja esparcida por el suelo. Pero peor que la vergüenza era el miedo. Un terror absoluto brotaba de mi piel y crecía hasta desbordarse como un río en avenida. En algún rincón de aquel calabozo, el demonio griego Pan iba tomando forma. Y reía en silencio. Yo intentaba controlar mi terror, consciente de que Murdac me observaba atento con sus ojos de un azul extraordinariamente pálido.