Robin Hood, el proscrito (15 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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—Pero yo quiero vengar lo que hicieron los Peverils en esa aldea —dije, con la esperanza de agradarle hablan do de venganza. Suspiró.

—Merecen morir, y merecen sufrir. Pero si he de ser honesto, lo que vamos a hacer mañana también lo haga en interés propio. Durante años los Peverils nos han respetado a mí y a mis dominios. Todos me llaman el Señor de Sherwood. Ahora ellos han roto el pacto y me han faltado al respeto, y estoy obligado a darles una lección, a ellos y a otros como ellos, porque quiero que cuando yo extiendo mi mano para proteger un pueblo, a una familia, a un hombre, queden protegidos. Mi seguridad, y mi libertad, y todo mi futuro dependen de eso. Si la gente no me teme, ¿por qué no habría de informar al sheriff de mi paradero? ¿Por qué habrían de pagarme para que les proteja, pagarme para que administre justicia, si creen que no les doy nada a cambio?

—¿No es una sencilla cuestión sobre lo que está bien y lo que está mal? —dije—. Son mala gente y deben ser castigados.

—Así es. Pero el bien y el mal casi nunca son cosas sencillas. El mundo está lleno de mala gente. Algunas personas dirán incluso que lo que yo hago está mal. Pero si me dedicara a recorrer la tierra castigando a todos los hombres malos que encontrara, nunca podría descansar. Y aunque me pase la vida entera castigando las fechorías, no aumentaré en lo más mínimo la cantidad de felicidad que es posible encontrar en este mundo. El mundo posee una reserva inagotable de maldad. Todo lo que puedo hacer es proporcionar amparo a quienes lo soliciten, a los que amo y a los que me sirven. Para poder protegerme a mí mismo y a mis amigos, la gente ha de temerme; y para que me teman, he de matar a los Peverils mañana. Y tú, mi joven amigo, tienes que quedarte atrás.

Pude ver sus dientes en la sonrisa que me dirigió en la oscuridad, cuando se puso en pie. Y yo le sonreí a mi vez. Cuando se alejó, me arrebujé en mi capa e intenté dormir, pero sus palabras daban vueltas sin parar en mi cabeza. ¿De verdad había en el mundo reservas inagotables de maldad? Sí, todos éramos pecadores, eso era cierto. Pero ¿y la promesa de Cristo de darnos su perdón y una vida eterna?

♦ ♦ ♦

Atacamos a la mañana siguiente, con la luz gris que precede inmediatamente al alba. No fue tanto una batalla como una carnicería. Los hombres de Robin se acercaron a pie sin hacer ruido, tomaron posiciones resguardados en los árboles a menos de treinta pasos, y lanzaron flecha tras flecha contra los bultos de los durmientes diseminados por el suelo cerca de los restos de la hoguera. Los gritos de las primeras víctimas despertaron a varios Peverils, pero fueron pocos los que, en su estado de borrachera y de modorra, consiguieron llegar a ponerse en pie, y quienes lo hicieron fueron muy pronto derribados de nuevo por una lluvia interminable de flechas. Luego cargamos, y los supervivientes fueron abatidos por John, Robin y los seis arqueros que irrumpieron en el campamento enarbolando hachas y espadas, en un torbellino en el que se mezclaban el zumbido del acero al hendir el aire, los gemidos de los hombres y el brotar de la sangre. Yo intenté quedarme atrás como me había ordenado Robin, pero cuando él tocó el cuerno para el asalto y los hombres cargaron, yo fui tras ellos con la sangre hirviendo en mis venas.

Sin embargo, no corrí el menor peligro, porque no llegué a enfrentarme a ningún enemigo. Todos estaban ya muertos pocos instantes después de que volara la primera flecha. Excepto dos.

Sir John Peveril tenía una flecha clavada en el hombro y otra en el talón, y blandía una pesada espada curva con giros amenazadores frente a los tres arqueros que le rodeaban.

—Lo quiero vivo —gritó Robin, y Little John, que estaba detrás de él, se adelantó, hizo revolear su enorme hacha y golpeó la nuca de Peveril con la parte plana.

Sir John soltó el arma de inmediato y cayó sin sentido.

El otro superviviente era un niño al que calculé no más de diez años. No había recibido ni un rasguño, porque los arqueros no quisieron disparar contra un enemigo tan insignificante. Enseguida le fue arrebatada su espada corta y enmohecida, y fue atado como un pavo por Navidad.

Mientras, sir John Peveril había sido tendido en el suelo con los brazos y las piernas extendidos y sujetos con cuerdas a cuatro estacas clavadas en el suelo. Robin se aseguró de que las estacas estaban hundidas no menos de un pie y no había forma de moverlas. Luego los hombres desnudaron a sir John y mearon en su cara para despertarlo. Cuando el hombre recobró la conciencia entre rugidos, escupitajos y maldiciones, y vio su cuerpo desnudo y atado al suelo del bosque, sus ojos se salieron de las órbitas, por el terror. Alzó la mirada y al ver a Robin enmarcado por los primeros rayos del sol, de pie a su lado como el Ángel de la Muerte, perdió totalmente el control. El miedo hizo que todo su cuerpo se agitara en convulsiones continuas.

—Rob… Robert, por favor —balbuceó por entre los labios secos—. Te pagaré, te pagaré la cantidad que me pidas. Sólo te pido que me sueltes. Me iré, lo juro, lo juro. Me marcharé, me iré de Inglaterra…

Robin apartó la vista del cobarde tembloroso y empapado de orina, atado e inerme a sus pies. Miró a su izquierda un bulto pálido tendido sobre la hierba. Era el cuerpo desnudo de una muchacha muerta, con la cara magullada vuelta hacia el cielo; el vientre y las piernas estaban cubiertos de sangre negra. Robin se volvió hacia sir John. Su rostro era una máscara indiferente.

—Elige un miembro —dijo.

—¿Qué? ¿Qué? —tartamudeó sir John.

—Elige un miembro —repitió Robin con voz helada.

—Sí, claro, desde luego, Robert. Me merezco perder un miembro. Pero podemos hablarlo… Puedo ofrecerte compensaciones… Pagar…

—Elige uno, o los perderás todos —insistió Robin, implacable. Hizo una seña a Little John, que estaba de pie a su lado sosteniendo sin esfuerzo la gran hacha en una mano.

—Que te jodan, Robert Odo, a ti y a todos los que quieres. Que todos los demonios del infierno se te lleven a pudrirte en un agujero… —Little John dio un paso adelante y sir John gritó—: El izquierdo, Dios os maldiga a todos, el brazo izquierdo. Elijo el brazo izquierdo.

Robin hizo un gesto de asentimiento y se volvió a Little John.

—Déjale el brazo izquierdo, y corta el otro y las dos piernas —le dijo—. También prepara tres torniquetes bien apretados en cada miembro antes de cortarlos. No quiero que el bastardo se desangre hasta morir.

♦ ♦ ♦

Me gustaría olvidar los ruidos de la afilada hacha de Little John cuando cumplió las órdenes de Robin, tres horrendos crujidos húmedos; y los gritos de sir John antes de que lo mutilaran; y la vista de su torso inconsciente, con un solo brazo blanco pegado aún a él, los dedos engarfiados y clavados en el suelo luchando con el dolor; pero nunca podré, aunque viva cincuenta años más. No pude verlo todo hasta el final y Robin, quizá como una gentileza, me ordenó que comprobara que el resto de los enemigos estuvieran muertos. Uno no lo estaba, pero sí malherido y sin sentido, con dos flechas en el vientre y los ojos en blanco. Al rebanarle el gaznate con mi espada, pude oír el último hachazo dado por Little John y el suspiro de alivio de nuestros arqueros. No teníamos ni una sola baja, y únicamente dos heridos leves. Había sido una gran victoria, pero el castigo dado a sir John Peveril enfrió la euforia de los hombres; habían tenido su venganza.

Desatamos al niño, sin hacerle ningún daño, y lo dejamos allí para que atendiera al medio hombre mutilado que había sido su capitán y pasara al resto de los Peverils el mensaje de que aquello había sido obra de Robin. Luego envolvimos el cadáver de la muchacha, lo cargamos a lomos de un caballo y nos fuimos de aquella siniestra hondonada dejando donde estaban a nuestros enemigos muertos.

Robin entregó el cuerpo a la mujer de Thornings Cross y le devolvió su dinero, que había recuperado de los Peverils. Owain se había equivocado al informar de que todos los habitantes de la aldea estaban muertos; algunos pudieron ocultarse en el bosque cuando los Peverils entraron a la carga, y de esa forma salvaron sus vidas. Cuando aparecimos a media tarde, todos aquellos supervivientes se encontraban reunidos en la pequeña iglesia, después de cavar tumbas para amigos y familiares. Eran un grupo de míseros campesinos, de supervivientes, refugiados bajo el techo de la iglesia, encogidos ante la presencia de los túmulos de tierra recién removida.

Había oscurecido ya cuando regresamos a la granja de Thangbrand, y me sentí exhausto y sin energías, tanto de cuerpo como de espíritu. Cuando Robin vino a decirme adiós al día siguiente —volvía a su escondite en unas cuevas del norte—, no pude mirarle a la cara. Yo había dormido mal, con pesadillas en las que sir John Peveril arrastraba hacia mí por el suelo su torso mutilado ayudándose con el único brazo que le quedaba.

Robin me tomó de la barbilla y me hizo levantar la cabeza para forzarme a mirar sus brillantes ojos plateados.

—No me juzgues, Alan, hasta que conozcas la carga que he de soportar. Incluso entonces, no juzgues a ningún hombre, para no ser juzgado a tu vez. ¿No es eso lo que predican los cristianos?

No contesté.

—Vamos, pues, separémonos como amigos —me sonrió Robin.

Miré sus ojos de plata y supe que, por mucho que me horrorizara su crueldad, nunca podría odiarle. Sonreí, pero fue sólo una mueca pálida y borrosa.

—Eso está mejor —dijo. Me dio una última palmada en el hombro y se fue.

Capítulo VII

S
e acercaba el otoño; ahora los días se acortaban y Sherwood, revestido de un glorioso manto de hojas de color de cobre y oro, solía envolverse de buena mañana en una neblina gélida. Empecé a ponerme mi sobretodo forrado casi a diario y, cuando visitaba a Bernard para mis lecciones de música, lo primero que hacía él era pedirme que encendiera un fuego para calentarnos los dedos. Con la ausencia de Robin, mi aventura en Nottingham y la horrible mutilación de sir John Peveril parecían pertenecer a otro mundo, a un sueño… o una pesadilla. Volví a mi vida de la casa de Thangbrand como si nada hubiera pasado.

Sir Richard nos dejó. Murdac se había negado de plano a pagar rescate por él aunque, sin discusión, era su deber hacerlo porque sir Richard estaba a su servicio cuando fue capturado. Robin habría estado en su derecho, de haberlo ejecutado. Sin embargo, no lo hizo; le envió un mensaje diciéndole que quedaba en libertad de ir donde quisiera, y que había sido un honor tenerle de huésped durante tanto tiempo. En la casa de Thangbrand celebramos una fiesta de despedida del caballero, porque era muy apreciado y respetado por los proscritos. En ella actué por primera vez como aprendiz de
trouvere
, y mientras cantaba me acordé de mi padre.

Me temo que la canción fue horrible, indigna de su memoria, ejecutada sin acompañamiento; hablaba de un caballero que, después de viajar por el mundo y de realizar esforzadas hazañas y ganar un gran renombre, volvía a su hogar para colgar la espada y señorear sus tierras. He intentado con todas mis fuerzas olvidarla, pero recuerdo que rimaba «arado» con «establo», y creo que eso os dará una idea de cómo era. Mis ímprobos esfuerzos fueron cortésmente aplaudidos por los oyentes, y luego cantó Bernard. Fue una de las mejores actuaciones suyas a las que jamás asistí. Empezó con una canción procaz, que hizo desternillarse de risa al público, sobre un rey conejo que quería aparearse con una dama coneja, y lo mucho que se divirtió al descubrir que había entrado en la madriguera equivocada. Luego Bernard, evaluando a la perfección la cantidad de cerveza y de vino que había consumido su auditorio, cantó una endecha clásica sobre unos amores desgraciados, los de Lanzarote y la reina Ginebra. Aquellos rudos proscritos lloraban como niños cuando hizo la reverencia después de dar el último y exquisito acorde. Para terminar, de nuevo con una perfecta comprensión de su audiencia, entonó un enardecedor himno de batalla adecuado para levantar los ánimos: la historia de la heroica muerte de Roldan en Roncesvalles, con un círculo de moros muertos a su alrededor y el cuerno apretado contra su corazón. Después de aquello, Bernard recibió una ovación estruendosa. Y, a continuación, todos, incluido yo mismo, bebimos hasta perder el sentido.

Al día siguiente, sir Richard juró solemnemente que jamás daría al sheriff ni la más pequeña información sobre el paradero de la granja de Thangbrand, aunque creo que tampoco lo hubiera hecho después de la manifiesta traición de Murdac. Luego le vendaron los ojos y lo condujeron a través de los estrechos senderos secretos de Sherwood hasta el gran camino del norte.

En el momento de irse, me hizo un regalo. Era un puñal, una hermosa arma de un pie de largo y filo tan agudo como el de una navaja de afeitar, con una hoja de acero pulido español de una anchura de tres cuartos de pulgada junto a la guarda, y que iba adelgazándose hacia la punta fina como una aguja, capaz de atravesar una malla de acero por entre los eslabones y penetrar en el cuerpo del oponente.

—Es una hoja fina y resistente —me explicó al ofrecérmela—. Me ha salvado la vida en muchas ocasiones. Llévala siempre contigo, Alan. Puede que algún día te salve a ti la vida también.

Le di las gracias, y luego le ataron el pañuelo a los ojos y le ayudé a montar en la silla.

—Siento no haber podido enseñarte a usarla —dijo. Y al picar espuelas, me gritó por encima del hombro—: ¡No te olvides de mover los pies!

♦ ♦ ♦

Justo al día siguiente apareció Tuck con víveres, media docena de muchachos jóvenes para que Thangbrand los entrenara, y noticias. Me alegró mucho verlo, y él me saludó con un enorme abrazo.

—Has crecido —me dijo—, y también has echado algo de carnes.

Me palpó el antebrazo para calibrar el músculo que se había formado allí después de las muchas horas de esgrima con sir Richard.

—Mira quién fue a hablar de carnes —le contesté, meneándole la enorme tripa. El amagó una bofetada cariñosa, que esquivé con facilidad.

Cuando nos hubimos sentado en la sala delante de una jarra de cerveza y un muslo de pollo asado frío, la cara de Tuck tomó una expresión grave:

—Alan, traigo malas noticias —anunció—, acerca de madre.

El corazón me pesó como una piedra en el pecho Me contó cómo mi madre había muerto junto a muchas muchas más personas en una incursión de los hombres de Murdac en la aldea.

—Sir Ralph dijo a sus hombres que quería hacer escarmiento en ese pueblo, como advertencia a otros de que no debían acoger a proscritos —dijo Tuck.

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