Robin Hood, el proscrito (6 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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La versión antigua de la canción no suele cantarse mucho en estos días. De vez en cuando aparece un bardo de cara lampiña con una nueva versión a la moda, pero la original se oye muy pocas veces. Un hombre y una mujer cantan alternadamente las estrofas, y la letra habla de un hombre que galantea a su amante comparando su belleza con la de distintas maravillas del mundo natural. Estoy seguro de que la han oído ustedes. La habíamos cantado en mi familia: mi padre cantaba la parte del hombre, mi madre la de la mujer, y a los niños nos habían enseñado a cantar variaciones armónicas de las dos partes. Oír al hombre cantar la primera estrofa en alabanza de la belleza de la mujer me hizo darme cuenta, por primera vez, de que probablemente nunca volvería a ver a mi madre, y a punto estaba de romper a llorar en voz alta cuando la mujer empezó a cantar su estrofa.

Antes de saber lo que estaba haciendo, me uní a ella y entoné las variaciones que acompañaban la melodía femenina tan bien como supe, e incluso con la puerta cerrada entre los dos, nuestras voces se mezclaron y se fundieron tan solemnes, brillantes y hermosas como en el coro de una catedral. Hubo una ligera pausa al concluir la estrofa de la mujer, tan sólo un par de compases más larga de lo habitual, y luego el hombre empezó a cantar su parte y yo también lo acompañé. Así cantamos las ocho estrofas completas, en un coro armonioso, hasta el final agridulce de la balada, con media pulgada de roble inglés entre la pareja y yo. Cuando se desvanecieron las angelicales notas del final, quedamos por un instante en un silencio lleno de paz, y luego la puerta se abrió de golpe y apareció Robin, con sus ojos plateados brillantes a la luz de las velas. No dijo nada, pero me miraba como si yo fuera un fantasma.

—Le traigo su cena, señor —dije, y me incliné para recoger la bandeja. Y entonces, de pronto, rompí a llorar.

Capítulo III

P
arece increíble, visto con la perspectiva de los años pasados, que un chico imberbe como yo tuviera el descaro de unirse a las canciones que cantaban en la intimidad mi señor, el peligroso proscrito Robin de Sherwood, y su dama. Pero creo que fue Dios quien me inspiró, porque sé de cierto que a El le gusta la música. Y, tal como se desarrollaron los acontecimientos, aquélla resultó ser una de las actuaciones más importantes de mi vida. De hecho, de no haber entonado yo mis variaciones ante mi señor, mi vida habría seguido una dirección muy diferente.

Allí seguí yo en el umbral de la habitación, llorando como un niño y con la bandeja de la comida en las manos, hasta que Robin abrió de par en par la puerta y me hizo entrar. Entonces dejé la bandeja y, secándome los ojos, paseé la mirada por aquel cuarto iluminado por las velas. Sentada en un resalto junto a la ventana estaba la mujer más radiante, más trascendentemente hermosa que he visto jamás, y conste que en mis tiempos me llevé a la cama a muchas guapas mozas. Pero aquella noche ella era… la perfección, un ángel bajado del cielo. Se parecía a las pinturas que yo había visto de María, la madre de Dios, aunque un poco más joven. Iba sencillamente vestida, con un brial de color azul celeste con brocado de hilo de oro y un tocado armado a partir de una cinta de plata que le ceñía la frente y realzaba su rostro perfecto con forma de corazón. Me sonrió, y mi propio corazón dio un vuelco. Sus cabellos, de los que un rizo aparecía bajo su tocado, eran de un tono castaño brillante, el color de las avellanas recién salidas de su cáscara. Sus ojos eran inocentes, felices y azules como un cielo despejado de verano.

La habitación era sencilla, como era de esperar en una granja perdida en medio del campo, pero mucho mayor que cualquiera a la que yo hubiera sido invitado a entrar hasta entonces: había una cama de aspecto cómodo con baldaquín sobre cuatro postes, con las cortinas descorridas y en el suelo un orinal que asomaba apenas a un lado; una mesa con partituras musicales y un frutero que habían retirado a un lado; dos asientos de madera sin respaldo y un baúl ropero. Eso era todo. Olía a cera de abeja y vino caliente, a sudor honesto y madera antigua (el olor que tendría una vieja pala muy usada); y un aroma insinuado, apenas un ligero deje, del orinal llenado por una mujer, por aquella espléndida mujer. Me sentí al instante henchido de amor.

En comparación con la hogareña sencillez de la estancia, Robin aparecía espléndidamente engalanado. El sucio manto gris de viaje del día había desaparecido, dejando en su lugar… un pavo real. Resplandecía envuelto en una brillante túnica de raso de color verde esmeralda, abotonada en el cuello y las muñecas, con una cabeza de lobo bordada en oro y negro en el pecho. Sus largas piernas estaban enfundadas en unas calzas negras, rematadas por unos zapatos en punta de piel de cabrito de un tono verde oscuro. Se había peinado, y lavado la cara y las manos. Era una transformación notable respecto del proscrito andrajoso que administraba justicia en la iglesia.

Mientras me enjugaba las lágrimas, Robin llenó una copa de vino y me la ofreció, después de invitarme a tomar asiento en el escabel colocado junto a la mesa.

—Te presento a mi señora Marian, condesa de Locksley —me dijo—. Y, querida, este es Alan Dale, el hijo de un viejo amigo, que se ha incorporado hoy mismo a nuestra compañía.

—Tienes la voz de un ángel —me dijo Marian, y me sonrió con sus enormes ojos azules. Era realmente muy hermosa, de unos dieciocho años, calculé, y en la plenitud de su belleza. Robin trasladó su propio asiento a su lado y, enlazando sus manos en las de ella, me observó con atención.

—Cantas igual que tu padre —dijo Robin—. Creí que eras él cuando he abierto la puerta.

—¿Le conocíais bien, señor?

—Sí, hace muchos años era un buen amigo mío. Pasamos más de una velada feliz cantando juntos en Edwinstowe. Pero no puedo igualar su maestría, esa manera, que tú también posees, de variar las notas para crear una armonía más compleja y agradable. —Me sonrió y luego frunció la frente—. Pero me has preguntado si lo conocía, en pasado. ¿Es que ya no vive?

Yo bajé los ojos.

—Fue ahorcado, señor. Vinieron los hombres del sheriff… —De pronto sentí que las lágrimas se agolpaban de nuevo en mis ojos, y no pude continuar. Estaba decidido a no volver a llorar delante de mi señor, de modo que clavé la vista en el suelo y guardé silencio. El silencio se prolongó hasta hacerse incómodo. Resoplé y me froté la nariz.

—Lamento oírlo —dijo Robin, en tono áspero—. Era un buen hombre. —Hubo otra pausa embarazosa—. ¿Colgado Por orden del sheriff, dices? —Yo no dije nada, y luché por contener mis lágrimas—. ¿Y has intentado vengar su muerte? —preguntó después de unos instantes. Yo guardé silencio. El repitió la pregunta—: ¿No has buscado venganza?

Parecía confuso e irritado.

—Robin… —dijo Marian—. ¿No ves que está muy afectado…?

—Sabes quién ordenó la muerte de tu padre, ¿no? Pero no has hecho nada contra él. —Ahora la voz de Robin e fría—. Mírame, chico. Mírame. —Su voz era dura, imperativa. Levanté la mirada—. Un hombre no lloriquea cuando un miembro de su familia ha sido asesinado. —Sus ojos de plata brillaban de nuevo, clavados en los míos—. Un hombre no llora como un niño para buscar la compasión de quienes le rodean por la injusticia que padece. Se toma su venganza. Hace que los culpables, los hombres que mataron a su pariente, lloren de dolor; hace que sus viudas sollocen en sus camas por la noche. Si no hace eso, no es hombre. Tendrías que haber venido a mí. De haber venido a mí, nos habríamos tomado la venganza que reclama su alma.

—Lo vengaré, señor —le interrumpí, exaltado—. No necesito la ayuda de nadie en esto. Lo juro por la Santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.

Robin resopló.

—Jesús te ordenaría poner la otra mejilla. Cristo te obligaría a perdonarle. —Casi escupió la palabra «perdonarle», y continuó—: No tengo tiempo para esa religión de mujeres. Pero estoy convencido de que tendrás tu venganza si realmente la buscas, y contarás con mi ayuda en esta cuestión de honor, tanto si la deseas como si no. Ahora has jurado ser un hombre mío, leal hasta la muerte, ¿lo recuerdas? Pues del mismo modo que mis enemigos son los tuyos, también los tuyos son los míos.

—Es sólo un niño —dijo Marian—. Demasiado joven para toda esa cháchara sedienta de sangre. Para todas esas palabras de venganza y promesas de matar.

—Necesito hombres de armas, no alfeñiques —dijo Robin en tono seco mirando a su dama.

Y yo enrojecí de ira.

—No soy ningún alfeñique, señor —dije, furioso—. Arrancaré la piel a quienes mataron a mi padre. No soy un guerrero, es cierto, pero lo seré y algún día bailaré sobre el cadáver de sir Ralph Murdac; lo aplastaré como…, como…

No se me ocurrió cómo iba aplastarlo, y callé.

—Bien dicho —contestó Robin—. Has hablado como un hombre. Pronto habremos hecho de ti un guerrero. Voy a encomendarte a un luchador veterano que, aunque ya no está tan activo como en tiempos, te enseñará el oficio… —Dejó la frase inacabada, como si le hubiera asaltado algún pensamiento—. Pero creo que podemos hacer de ti algo más que un simple soldado…

De nuevo se hizo el silencio entre los tres. Luego Robin dio una palmada en la mesa.

—Basta de charlas tristes. —Dirigió una sonrisa de disculpa a Marian, que apretó su mano—. Necesitamos un poco más de vino…, y de música.

Aunque había perdido casi por completo las ganas de cantar, acabamos sin esfuerzo las estrofas de
El zorzal y la abeja
, y nuestras voces se combinaron bien, y luego Marian nos cantó una endecha francesa titulada
Le Réve d'Amour
. Y los tres juntos cantamos de nuevo
Mi amor es hermoso
. Cuando los últimos ecos se apagaron en las paredes de la habitación, Robin me tomó del brazo y me miró a la cara.

—No hay que desperdiciar una voz como la tuya —dijo, y de nuevo brillaba la amabilidad en sus ojos de plata—. En verdad, tienes un don. —Hizo una pausa—. Ahora es tarde y tienes que descansar. Ten la bondad de pedir a Hugh que te indique un lugar donde dormir, y dile que me espere unos momentos.

—Sí, señor —contesté.

Marian me deseó las buenas noches y me encontré a mí mismo cerrando la puerta a mi espalda y caminando por el pasillo en un estado de confusión eufórica, sintiendo que era motivo de honra para mí servir a un hombre así, pero también lleno de temor por la posibilidad de disgustarle en algo. Robin tenía ese efecto en las personas, y más adelante pude comprobarlo en muchas ocasiones. Era algo que tenía que ver con su manera de mirarte a los ojos; te hacía olvidar su burdo sarcasmo, su dureza, su crueldad, y sentir en ese momento que tú eras la persona más importante del mundo para él. Era como un conjuro, una especie de magia, y como todo el mundo sabe, la magia es peligrosa.

Dije a Hugh que Robin deseaba verle y me abrí paso a través de la sala, cuyo suelo estaba ahora ocupado por hombres y mujeres que dormían y roncaban, hasta salir a los establos, donde me preparé un lecho con la paja. Ya a punto de hundirme en el sueño en mi mullido montón de forraje, volví a mirar el hermoso caballo de la dama. Y soñé con Marian.

♦ ♦ ♦

Nos pusimos de nuevo en marcha al amanecer del día siguiente, y la variopinta caravana salió traqueteando por las puertas de la granja: los bueyes mugían, los carros crujían, hombres soñolientos maldecían el madrugón, y los gallos lanzaban a los cielos ruidosos mensajes acerca de su masculinidad. Marian había partido mucho antes de que la caravana se encaminara traqueteando hacia el norte por el camino del bosque. Al notar mi mirada, me sonrió y me hizo una seña de despedida antes de subir a mujeriegas a su yegua blanca, escoltada por media docena de hombres armados.

Su marcha me dejó extrañamente decaído. Robin, que vestía de nuevo su andrajoso atuendo de viaje, cabalgaba a la cabeza de la columna, en plácida conversación con Hugh y Tuck. Yo, sintiéndome más o menos abandonado, caminé detrás de un carro bamboleante repleto de enseres caseros, sillas, mesas y baúles, coronado por una gran jaula llena de gallinas que cacareaban. Un lechón, atado al carro por una cuerda al cuello, trotaba feliz a mi lado. Yo me sentía marginado y triste después de las emociones de la noche anterior: ¿de verdad había interrumpido a mi señor cuando cantaba y me había unido a él y a su dama como si fuera su igual? Me parecía irreal. La realidad ya no mostraba el pavo real radiante, revestido de rasos y sedas, que gorjeaba junto a su amada; sino el proscrito harapiento que cabalgaba al frente de esta triste caravana junto a sus fieles truhanes.

Mi humor no tardó en mejorar. Era un día perfecto de primavera y el bosque florecía de vida y nuevas esperanzas. Las mariposas bailaban a la luz brillante del sol deslizándose por la verde celosía extendida sobre nuestras cabezas; a cada lado del camino, el suelo era una espléndida alfombra de campánulas; jóvenes gazapos huían veloces al acercarse la caravana; las palomas torcaces se llamaban unas a otras:
ca-cou-ca, ca-cou-ca
… Fue entonces cuando empecé a fijarme en la compañía junto a la que viajaba.

Éramos en total unas cincuenta personas: Robin, Hugh y Tuck iban montados y cabalgaban a la cabeza de la columna bajo la bandera de Robin, una cabeza de lobo pintada en negro y gris sobre un fondo blanco. La bandera era apropiada: se llamaba a los proscritos «cabezas de lobo» porque cualquiera tenía permiso para matarlos, al igual que los campesinos podían matar y cortar la cabeza de los lobos. A uno y otro lado de la columna, separados entre ellos por distancias equivalentes, cabalgaban una docena de hombres armados con espada, escudo y lanza; y un número parecido de hombres fornidos de aspecto huraño llevaban grandes arcos de guerra hechos de madera de tejo, y aljabas repletas de largas flechas colgando del cinto. Algunos de los hombres de armas lucían unos rostros grisáceos por el exceso de cerveza de la noche anterior, pero todos estaban alerta; con la cabeza erguida escudriñaban el bosque a uno y otro lado del ancho camino por el que avanzábamos. A una docena de pasos delante de mí marchaba John, el gigante. Hablaba con otro hombre corpulento, un herrero, supuse por su delantal de cuero y sus antebrazos musculosos, y de vez en cuando los ecos de las carcajadas estentóreas de John estremecían la caravana. Un herrador de caballos conducía un carromato pesado, un buhonero caminaba bajo la carga de un enorme bulto de mercancías, y una tabernera transportaba en su carro un enorme barril de cerveza. Había madres con bebés y niños pequeños, niños mayores que jugaban a pillar alrededor de los lentos carromatos, mozuelas tímidas o descaradas que caminaban orgullosas junto a los arqueros o los jinetes armados, vacas que mugían y avanzaban con torpeza atadas a los carros, un rebaño de ovejas guiadas por varios pastores. Incluso había un gato, hecho un ovillo sobre un saco del carro que marchaba delante de mí, simulando dormir pero dirigiendo miradas especulativas a la jaula de las gallinas. Era casi una aldea entera en marcha, y digo casi porque había demasiados hombres armados para una aldea pacífica. Pero para tratarse de una columna de proscritos desesperados, el espectáculo resultaba más doméstico que peligroso.

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