Formaban un espectáculo aterrador. Treinta hombres de armas duros como rocas, montados en grandes corceles bien entrenados, cada uno de ellos revestido de una malla de acero que le cubría desde la punta de los pies a la cabeza y rematado con un casco de acero claveteado, con la cimera plana y una visera metálica enrejada que cubría totalmente el rostro. Soldados como aquéllos habían ahorcado a mi padre. Sobre la cota de malla llevaban sobrevestes negras cruzadas por cheurones rojos, y enarbolaban lanzas de doce pies de largo con puntas forradas de acero asesinas de hombres, y escudos de madera en forma de cometas, recubiertos de cuero y pintados con el blasón negro de sir Ralph Murdac. De sus cinturas colgaban espadas largas y dagas más cortas; mazas con clavos y hachas de batalla afiladas como navajas de afeitar pendían de sus sillas de montar. Eran hábiles asesinos, señores del campo de batalla, y lo sabían.
Se detuvieron a unos doscientos metros de distancia, y sus corceles relincharon y patearon la hierba; y observaron nuestro patético amontonamiento de carros, animales, madres campesinas temerosas con sus niños, y nuestra corta línea de arqueros rechonchos. Parecían monstruos de metal de una leyenda terrible, no hombres de carne y hueso. Jinetes como aquellos habían diseminado el terror entre la población inglesa durante más de doscientos años, desde que Guillermo el Bastardo vino a conquistar nuestra tierra. Jinetes como aquellos habían destrozado la barrera de escudos de los guerreros anglosajones en Hastings, y desde entonces sus descendientes se habían dedicado a acosar a los infelices que no podían pagar sus impuestos, a acuchillar a los campesinos honrados que se cruzaban en su camino, a violar a cualquier muchacha que se les antojara, a aplastar el alma de los ingleses bajo sus cascos forrados de acero.
Dos caballeros avanzaron al frente de los jinetes, los capitanes del
conroi
, como se llamaba a esa clase de unidades de caballería, cada uno de ellos con una pluma de ganso teñida de negro y rojo sobresaliendo del casco. Empezaron a ordenar la tropa en dos filas, de una quincena de hombres cada una. Mientras yo miraba evolucionar y colocarse en posición aquellos caballos magníficamente entrenados, oí murmurar a Robin:
—Tensad, muchachos…
Los arqueros estiraron las cuerdas de sus arcos hasta llevarlas junto a la oreja.
—Y soltad.
Se escuchó un aleteo, como el de una bandada de golondrinas, y un puñado de flechas salió disparado, dibujando finos trazos grises contra el cielo azul. Oí repetir a Robin, con una calma perfecta: «Tensad…, y soltad», y entonces vi con asombro como la primera rociada de flechas caía sobre el
conroi
, que se convirtió de pronto en un caos lleno de gritos y sangre. Los caballos lanzaron relinchos agónicos y patearon salvajemente al azar todo lo que se encontraba a su alcance, cuando una docena de flechas de un metro de largo, hechas de madera de fresno endurecida al fuego y con puntas de acero afiladas como navajas, les alcanzaron en los pechos y los flancos. Dos soldados cayeron de sus monturas muertos por flechas que habían atravesado sus cotas y penetrado en el corazón y los pulmones. Lo que momentos antes habían sido unas filas ordenadas de hombres montados preparándose para cargar, con las lanzas verticales tan bien alineadas como la empalizada para la defensa de una aldea, ahora era un tropel de caballos que retrocedían aterrorizados y de hombres que maldecían cubiertos de sangre. Pero sobre ellos se abatieron más flechas. Vi a un hombre descabalgado, a cuatro patas, con la garganta atravesada por uno de esos proyectiles, derrumbarse sobre el césped verde, con las manos al cuello y escupiendo sangre. Otro gritaba una larga retahíla de obscenidades, e insultaba al mismo Dios mientras intentaba arrancarse una flecha del muslo. Un caballo sin jinete se alzó sobre las patas traseras y pateó con los cascos delanteros el pecho de su amo, que cayó hacia atrás con un crujido audible de huesos rotos, y no volvió a levantarse.
No obstante, aquellos no eran soldados ordinarios. Eran jinetes orgullosos, hombres de armas seleccionados por sir Ralph Murdac, temidos en dos condados, disciplinados por largas horas de ejercicio a caballo, con lanza, espada y escudo. Las flechas seguían cayendo sobre ellos, pero alzaron las defensas y refrenaron a sus caballos con las rodillas, rehaciendo hasta cierto punto la formación. Los dos caballeros, con sus vistosas plumas agitándose enloquecidas, reagruparon el
conroi
a fuerza de gritos y amenazas. Entonces vi con el corazón en la garganta que, de nuevo en dos filas ordenadas, volvían hacia nosotros sus grandes caballos, y cargaban. Los jinetes bajaron sus lanzas y empezaron a galopar a través del claro, apretando las filas a medida que tronaban sobre la hierba con sus cascos macizos que hacían temblar el mundo, y avanzaron frontalmente contra nuestro débil círculo defensivo.
—Tensad…, soltad —dijo Robin. Y las flechas de punta de acero rasgaron de nuevo el aire para hundirse profundamente en la masa de hombres y caballos a la carga. Dos hombres fueron proyectados hacia atrás desde sus sillas, como si tuvieran los cuerpos sujetos a una cuerda atada a los árboles.
—Una última ronda, muchachos, y luego salimos a escape. Tensad…, soltad.
Robin tomó de su cinto un cuerno de caza y lanzó dos toques breves, altos y claros, y luego uno más largo. La última munición de los arqueros cayó sobre el
conroi
lanzado a la carga justo en el momento en que llegaba al aliso.
Al instante, todos nosotros echamos a correr reteniendo el aliento, tropezando, aterrorizados, atrás, atrás, hacia el círculo defensivo de los carros. Yo también corrí, aferrando mi espada como si tuviera al diablo a los talones; corrí hasta sentir que el corazón me estallaba. Era sólo una distancia corta, no más de treinta metros, pero teníamos a los jinetes casi encima de nosotros. Imaginé que sentía el aliento cálido de un animal enorme y de su jinete de rostro de acero, y que los cascos me aplastaban; casi pude sentir penetrar la punta de metal de la lanza entre mis omóplatos…, y ya estaba dentro del círculo, resbalando, resbalando en la hierba bajo las ruedas del carro más próximo…, y entre las piernas del herrero, que aún con sus enormes martillos en las manos bajó la vista.
—Muy bien hecho, chico; parece que has perdido el resuello —dijo, y me guiñó un ojo.
El
conroi
se vio frenado por el círculo de carros. Era un obstáculo demasiado alto para que los caballos lo saltaran y, frustrados al ver que los arqueros se les habían escapado, se inclinaron hacia adelante en sus sillas e intentaron alancear desde fuera a los hombres situados en el interior del círculo, que esquivaron la acometida protegiéndose o retrocediendo unos pasos. El cuerno de Robin volvió a sonar; dos notas cortas y una larga, y de la muralla verde del bosque surgieron nuestros benditos jinetes.
Fue un bello espectáculo: una docena de caballeros con cotas de malla, perfectamente alineados en una sola fila, galopando hacia nuestro anillo defensivo. Hugh iba en el centro, con la bandera blanca del lobo ondeando sobre su cabeza mientras sus hombres cruzaban el claro. Sus lanzas estaban tendidas, apretadas bajo el brazo y paralelas al suelo, apuntando al enemigo, con las puntas aceradas sedientas de sangre. Apenas le dio tiempo a uno de los hombres de Murdac a dar la voz de alarma. Los hombres de Hugh cayeron sobre las filas dispersas de los enemigos, alancearon hombres y caballos al impactar en el grupo, dispersaron a los hombres del sheriff como los lobos al atacar un rebaño de ovejas.
De nuevo sonó el cuerno de Robin, tres notas agudas que hicieron que se erizaran los pelos de mi cabeza:
ta-ta-taaa, ta-ta-taaa
.
—Vamos, chico —dijo mi amigo el herrero—. Es el toque de ataque, eso es.
Saltó a lo alto del carro y de allí al otro lado balanceando sus dos enormes martillos, que parecían juguetes en las manos de un hombre tan grande. Una vez fuera de nuestro círculo de carros, propinó a un caballo enemigo que pasaba un porrazo tan fuerte en la frente que el pobre animal se tambaleó y dobló las manos. Rápido como una comadreja, el herrero atacó entonces al jinete, mientras el animal aún caía, y golpeó con los dos martillos por turno su casco cuadrado. Debió de aplastar el cráneo además del casco, porque de pronto una gran mancha de sangre y una materia gris y rosada salpicaron el frontal de la sobreveste. El herrero vio que yo le miraba, sobrecogido por aquel ataque salvaje, y sonrió con una mueca belicosa:
—No estés papando moscas, chico —me gritó—. Dales fuerte, dales…
Robin estaba a mi derecha, de pie encima de un carro con otro arquero; los dos disparaban concienzudamente flecha tras flecha a los jinetes enemigos. Me volví a la izquierda y allí vi a Little John, fuera del círculo, blandiendo su enorme hacha con una habilidad letal. Le vi asestar un golpe en la espalda a un jinete que atravesó la malla y le partió la espina dorsal. Cuando dio el tirón para liberar la doble hoja, el hombre cayó de bruces, desmadejado como un muñeco, y su cabeza casi golpeó el pie sujeto aún al estribo, mientras un chorro escarlata se proyectaba en el aire desde su cintura parcialmente segada.
Dondequiera que miraba había seguidores de Robin, hombres y también algunas mujeres, a pie, armados tan sólo con garrotes o piedras, y otros con azadones y guadañas, que rodeaban a jinetes aislados y les golpeaban a ellos y a sus monturas con una furia implacable. Un cuerpo de jinetes disciplinados y armados con lanzas puede destruir en unos instantes a una unidad de infantería; pero cuando el jinete está solo y rodeado por un tropel de campesinos exaltados por la oportunidad de vengarse de los crímenes cometidos contra ellos mismos y sus antepasados por aquel símbolo montado del poder normando, el espectáculo es parecido al de una araña coja atacada por una legión de hormigas furiosas. Los caballos eran rápidamente desjarretados con largos cuchillos afilados; y el infortunado soldado veía sus piernas inmovilizadas por muchas manos. Luego era zarandeado de un lado a otro, arrancado de la silla y machacado hasta quedar convertido en un despojo ensangrentado sobre la hierba del claro. Toda clase de herramientas metálicas golpeaban y pinchaban en la carne viva; hombres y caballos gritaban, y la sangre salpicaba por todos lados.
Pero no todo nos era favorable: uno de los caballeros emplumados estaba sembrando el caos entre nuestra gente. Con las riendas sujetas al pomo de la silla y controlando su montura únicamente con las rodillas, hacía el vacío a su alrededor con la espada en una mano y una maza con pinchos en la otra, aplastando cráneos y tajando brazos.
Mientras yo lo observaba, una flecha se clavó en su muslo, y soltó una maldición.
El herrero que estaba delante de mí había dejado de dar golpes a la cabeza machacada de su enemigo y observaba a Little John, que con un elegante revés clavó el hacha de doble filo en la garganta de un caballo que pasaba. El desgraciado animal, vertiendo la sangre a chorros, retrocedió con sus últimas fuerzas y desmontó a su jinete, que quedó tendido boca arriba en el suelo encharcado. En un abrir y cerrar de ojos se vio rodeado por un enjambre de campesinos que lo acuchillaron y golpearon.
—Así se hace, chico —dijo el herrero—. Nada de holgazanear. Dales fuerte.
Un segundo después su rostro arrebatado y feliz cambió de expresión, palideció, y él cayó de rodillas. En el centro de su peto de cuero asomó la punta de acero ensangrentado de una lanza. Miró hacia abajo con incredulidad y su enorme cuerpo se estremeció y tembló cuando el soldado que estaba en el otro extremo de la lanza tiró de ella para extraerla de la carne desgarrada.
Acudió a mi mente el recuerdo de la cara deformada de mi padre en la horca y grité:
—¡Nooo…!
Empuñé mi espada desenvainada, salté de lo alto del carro y me encontré fuera del círculo antes de recapacitar. Ataqué al jinete, cuya lanza seguía enterrada en el cuerpo del herrero, y golpeé con mi arma su pierna, enloquecido por la rabia. La hoja chocó con la pantorrilla enmallada y el hombre dio un grito de dolor, pero el golpe no atravesó la protección de acero. El hombre soltó la lanza y con la mano izquierda, desde el otro lado de su cuerpo, me dirigió un golpe con un hacha de batalla. Lo esquivé, y en ese momento otro caballo empujó al suyo por detrás; él se tambaleó en la silla y trató de sujetarse a ella con las dos manos, dejando pender el hacha de la correa que la sujetaba a su muñeca. Yo lo agarré por la manga enmallada de su brazo derecho, hirviendo aún de rabia, y de un tirón lo hice caer al suelo entre un estruendo metálico acentuado por la caída de su casco, que rodó unos metros.
No pensé ni por un instante en lo que estaba haciendo; fue como si otra persona controlara mi cuerpo. El jinete enemigo estaba tendido en el suelo, sin morrión, y dejé caer la espada con todas mis fuerzas sobre su garganta expuesta y sentí la resistencia de la hoja al tropezar con las vértebras de la base del cuello. Gimió, y su cuerpo tuvo un estremecimiento convulso. Pero mi corazón, mi tierno corazón, cantaba alegre. Aquí estaba mi venganza, había dado aquel golpe en recuerdo de mi padre. El hombre tuvo una nueva convulsión; la sangre manaba a chorros y él quedó inmóvil, con el rostro hacia el cielo, en medio de un charco de su propia sangre, con la cabeza casi separada del cuerpo por mi vieja espada.
Entonces vi claramente su cara por primera vez. No era el monstruo de acero de una pesadilla. Sus ojos azules miraban con fijeza hacia el paraíso, su tez era de un blanco lechoso sin más tacha que un tenue bigote rubio en el labio superior, y por la boca entreabierta asomaban unos dientes blancos perfectos. Podía ser tan sólo dos o tres años mayor que yo. Exhaló un último suspiro, como un hombre que se dispone a descansar después de un duro día de trabajo, una temblorosa bocanada de aire, y su alma abandonó su cuerpo.
Miré despacio al primer hombre que había matado en mi vida. Mis ojos se anegaron en lágrimas. Alargué la mano para… tocarlo, disculparme, pedirle perdón por haber acabado con su joven vida, no lo sé. Retiré la mano, y aparté la vista de él. Vi a Robin encima de mí, de pie en lo alto del carro, con una flecha prendida de su arco, buscando una nueva víctima. Me hizo un gesto, y me gritó algo; por encima del estruendo de la batalla, pude oír su voz fuerte y confiada con tanta claridad como si estuviese a mi lado:
—Buen trabajo, Alan. Una faena limpia. Pronto haremos de ti un guerrero.