Robin Hood, el proscrito (13 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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—Pero Dios siempre tiene un plan, Alan —me dijo cuando le pregunté si maldecía su destino. Recordé entonces que, como todos los templarios, era un monje además de un guerrero.

Se acercaba el otoño y, con la ayuda de sir Richard, me hice un esgrimista hábil. También progresaba en el terreno de la música, con Bernard; y estimulado por él había empezado a componer mis propias canciones. Eran tonadillas fútiles, pero Bernard era amable y, aunque en ocasiones podía ser muy sarcástico, jamás hizo el menor comentario negativo en relación con mis intentos de componer. De modo que compuse canciones de amor en las que describía imaginariamente a la bella dama de Robin, Marian, y pretendía ser su amante.

Al principio me resultó muy difícil tocar la viola. Bernard empezó por enseñarme algunas de las canciones más sencillas que había escrito. Pero incluso en una
cansó
fácil, la posición de los dedos en las cuerdas tenía que ser precisa, y había que ejecutar con rapidez los cambios. Un día Bernard perdió la paciencia y me gritó:

—En ese círculo de barro de allá, con una espada pesada y un escudo en las manos, parece que mueves los pies con bastante elegancia para ser un mocoso que juega a los caballeros… Todo lo que te pido es que muevas los dedos la mitad de bien para tocar mi música.

En un relámpago de inspiración, me di cuenta de que estaba celoso de sir Richard y del tiempo que pasábamos juntos. Me sentí conmovido. Aquello hizo que me diera cuenta, quizá por primera vez, de que contaba con auténticos amigos en aquel desierto.

Una semana más tarde, Robin regresó a la granja de Thangbrand.

Capítulo VI

E
l señor de Sherwood llegó a la casa de Thangbrand poco después del amanecer de un día claro de septiembre. Iba acompañado por media docena de arqueros hoscos, encabezados por su capitán Owain, y con una reata de treinta mulos que no llevaban ninguna carga. Toda la comunidad salió a darle la bienvenida, y él y su hermano Hugh se abrazaron como si llevaran cinco años, en lugar de cinco meses, sin verse. Me sentí tímido ante Robin; los pocos días que habíamos pasado juntos parecían muy remotos, y me preguntaba si habría cambiado, e incluso si se acordaría del chico imberbe junto al que cantó y luchó, y al que dejó atrás en primavera. De modo que me quedé al margen de los proscritos que se amontonaban para hacer fiestas a su amo de vuelta como perros impacientes alrededor del cazador.

Me vio a través de la multitud, y se abrió paso para saludarme.

—Alan —dijo—, he echado de menos tu música.

Sentí una oleada de cariño hacia aquel hombre. De inmediato le perdoné que me hubiera dejado en la granja de Thangbrand, y en cambio sentí la necesidad casi irresistible de balbucear que también le había echado mucho de menos. Por fortuna, conseguí controlarme.

—¿Cómo te portas? —me dijo, y colocando ambas manos en mis hombros escudriñó en mi interior con sus ojos plateados—. Espero que Bernard no te haya hecho desviarte de tus estudios ni te haya arrastrado a la bebida y a las mujeres fáciles.

Me sonrió y yo le devolví la sonrisa.

—Bernard es… —empecé a decir—. Bernard es…, bueno, es un gran músico —contesté como un tonto, y él se echó a reír.

—Bueno, tendrá que parar de enseñarte música durante uno o dos días. Voy a necesitar tu famosa ligereza de dedos. Ve a por una capa que abrigue mucho y una capucha honda, y ensilla un caballo. Nos vamos a una taberna de Nottingham, tú y yo solos. Partiremos de aquí a una hora.

Y enseguida se volvió a hablar con Thangbrand.

La noticia, con mi mentalidad aún infantil, me produjo una tremenda alegría, y también un poco de miedo. La última vez que estuve en Nottingham me habían arrestado por ladrón, y estuve a punto de perder la mano. Además, una taberna parecía un destino extraño, porque teníamos grandes cantidades de cerveza, y también de vino, en la despensa de Thangbrand. Pero la idea de viajar a solas con Robin me hizo sentirme especial. Un privilegiado. Mi señor me había elegido como compañero de viaje y marchábamos juntos a una aventura. Recogí la capa y la capucha, me ceñí la espada y ensillé un poni castaño, el animal que Hugh me había enseñado a montar. Era una criatura plácida que no valía gran cosa en términos de dinero, pero era fuerte y podía correr todo el día y toda la noche, si era necesario. Y como me conocía, no había peligro de que me tirara al suelo y me cubriera de vergüenza delante de Robin.

Pasada una hora estábamos ya en camino, a un trotecillo cómodo y sin ninguna prisa aparente, y Robin me explicó lo que pretendía de mí. Parecía bastante sencillo, y le escuché aliviado: todo se reducía a cortar una bolsa, un trabajo fácil que había hecho cientos de veces antes.

—Iremos a La Peregrinación a Jerusalén, la nueva taberna que está justo debajo del castillo de Nottingham. ¿La conoces? —dijo Robin mientras trotábamos bajo el sol de septiembre. La conocía: era un lugar animado, con buena cerveza, excavado en la gran roca caliza sobre la que se alzaba el castillo, y muy frecuentado tanto por peregrinos en camino hacia Tierra Santa como por los hombres de armas de sir Ralph Murdac libres de servicio. Siempre que iba a Nottingham procuraba evitar ese lugar, no porque no resultara acogedor, sino por la cantidad de soldados que lo frecuentaban. Pero lo conocía, de todos modos.

—Hay un hombre que va allí a beber todas las noches —continuó Robin—. Se llama David. Un idiota. Y siempre lleva una llave en la bolsa que cuelga de su cinturón. Quiero que robes esa bolsa, esa llave, sin que se dé cuenta. ¿Puedes hacerlo?

—Tan fácil como santiguarme —dije—. Eso es sencillo, pero lo difícil será escapar después. Seguro que echará de menos la bolsa antes o después; si tenemos la suerte en contra, puede que sólo unos momentos después de que se la haya quitado. Entonces empezará a alborotar y gritar, y nosotros nos veremos atrapados en las calles de Nottingham después del toque de queda, dos ladrones sin un refugio en el que escondernos y con toda la población en contra nuestra. Nos atraparán, señor. Sin la menor duda.

—No lo harán. Confía en mí. No pararemos mucho tiempo en Nottingham; estaremos fuera de las puertas y en camino antes de que tu víctima se dé cuenta de que le falta la bolsa.

—Pero las puertas se cierran al ponerse el sol, y no se permite pasar a nadie hasta el amanecer del día siguiente, por orden del sheriff.

—Confía en mí, Alan. Tengo una llave de otra clase, de oro, que abre cualquier puerta guardada por un hombre pobre. Pero ahora hemos de darnos prisa. Tenemos que estar en La Peregrinación una hora después del anochecer.

Picamos espuelas a nuestras monturas y levantamos polvo durante muchas millas, hasta que ya avanzada la tarde, con los caballos cubiertos de espuma y las capuchas bien caladas, cruzamos las puertas abiertas de la ciudad de Nottingham y entramos en las calles concurridas en la que habían transcurrido los años de ratero de mi niñez.

Amarramos nuestros caballos delante de La Peregrinación a Jerusalén y después de pedir sendas jarras de cerveza tomamos asiento junto a una tosca mesa, en un rincón de la sala en penumbra. Recosté la espalda dolorida —no estaba acostumbrado a cabalgadas tan largas— en la fría piedra caliza del muro y bebí un sorbo de cerveza mientras miraba a mi alrededor.

La sala estaba llena a medias de bebedores; los parroquianos serían tal vez una docena, sentados junto a mesas pequeñas, o bien en bancos adosados al muro. Una gran mesa comunal ocupaba el centro, y en ella una moza de carnes abundantes, con antebrazos más rollizos que mis propias piernas, servía algunos platos sencillos: sopa, pan o queso. Un hombre alto, flaco y oscuro estaba de pie y bebía a pequeños sorbos una jarra de cerveza recostado en el muro junto a la chimenea. Tenía un aspecto un tanto extraño: siniestro, incluso. Vi que observaba a Robin, paseaba luego la mirada por la sala y volvía a clavar los ojos en Robin. Parecía interesarse por nosotros de un modo innatural. Me pregunté si sería un espía o un informador del sheriff, y un escalofrío de temor recorrió mi cuerpo. Seguimos sentados en silencio en nuestro rincón, bebiendo, cruzando breves palabras y pensando en nuestros asuntos. Encogí los hombros y me bajé un poco más la capucha para taparme la cara. Cuando volví a levantar la vista, el hombre oscuro todavía nos observaba. Su mirada se cruzó con la de Robin y entonces señaló, con una inclinación muy ligera de la cabeza, a un hombre muy gordo sentado a la mesa comunal y que daba cabezadas, medio adormilado por la bebida. Robin hizo una seña afirmativa casi imperceptible al hombre oscuro, y una oleada de alivio aflojó el nudo que se me había formado en la boca del estómago. El hombre oscuro apuró su jarra de cerveza, la dejó sobre una mesa próxima y salió por la puerta.

Robin acercó su cabeza a la mía y me preguntó en voz muy baja:

—¿Ves a nuestro objetivo?

Yo asentí.

—Tú tienes el mando, en esta situación —dijo en una voz poco más alta que un susurro—. Es tu trabajo. ¿Cómo quieres hacerlo?

Me volví a mirarlo con un asombro infinito. Mis mejillas enrojecieron de orgullo. Robin Hood, el rey de los proscritos, me pedía mi opinión para la comisión de un delito. Ordené a toda prisa mis pensamientos:

—Distracción —contesté—. Tenemos que crear alguna distracción para que pueda robar la bolsa.

—Muy bien —asintió Robin—. ¿Qué sugieres?

De nuevo me sentí sorprendido y halagado por su confianza en mis opiniones. Era una sensación nueva, la de asumir la iniciativa en presencia de mi señor, y descubrir que resultaba agradable. Al reflexionar más tarde sobre e tema, me doy cuenta de que Robin sabía muy bien cómo se roba una bolsa: después de todo había vivido, e incluso medrado, al margen de la ley desde hacía muchos años Tan sólo me estaba poniendo a prueba. Pero en aquel me mentó, el hecho de que tuviera en cuenta mi opinión me infundió muchos ánimos.

—Me sentaré junto a él, del lado izquierdo, donde está la bolsa —dije—. Tú te sientas enfrente, al otro lado de la mesa. Te quitas la capa y la dejas sobre la mesa, a un lado Simula estar borracho. Pedimos de comer y beber, y es tamos un rato sentados; volvemos a pedir, y cuando llega a la mesa la nueva jarra repleta de cerveza, con un gesto torpe de borracho la derramas sobre el objetivo. Entonces voceas a gritos cuánto lo sientes, maldices tu torpeza, pasas al otro lado de la mesa y empiezas a secarlo con tu capa. Hazlo con mucho vigor, y repite muchas veces e voz alta lo mucho que sientes haber mojado a un caballero tan fino. El te dirá que le quites las manos de encima pero has de insistir en que tiene que estar bien seco y que quieres secarlo tú como compensación. Haz el papel de bobo borracho hasta el final, pero asegúrate de que su costado izquierdo queda bien oculto por tu capa, mientras le secas la ropa. Es muy importante.

—Comprendo —dijo Robin en tono grave—. Mientras la capa tapa el costado izquierdo, tú cortas la bolsa.

—Sí, aprovechando la confusión, porque esperemos que se ponga furioso por tu manoseo y arme un escándalo y tú puedes alzar la voz y enfadarte también. Yo salgo de la taberna y te espero en el callejón con los caballos. Sígueme tan pronto como te sea posible. Luego salimos al galope.

—Un buen plan, Alan —me felicitó Robin—. Un plan muy bueno. ¿Estás listo?

Asentí. Robin se puso en pie, se dirigió a la mesa comunal tambaleándose un poco y gritó al chico que servía que le trajera más cerveza.

—Deprisa, ¿me has oído? ¡Y algo de pan y queso que no esté demasiado mohoso, perro!

Yo fui tras él como un criado avergonzado por la borrachera de su amo, y tomé asiento al lado del objetivo.

♦ ♦ ♦

—Esto —dijo Robin intentando reprimir una carcajada, sin conseguirlo— ha sido lo más divertido que me ha pasado desde hace mucho tiempo.

Trotábamos por el camino que se dirige al norte desde Nottingham, después de que Robin sobornara al guardián de la puerta con tanta generosidad que nos abrió a pesar del toque de queda. Yo también me retorcía de tanto reír, y apenas conseguía sostenerme sobre los lomos de mi rocín. Robin tenía un talento natural para representar, y el papel del patán borracho hasta extremos indecentes le había hecho disfrutar a fondo. Rugió para pedir más cerveza, la derramó, se disculpó con la víctima, se empeñó en secarla y se maldijo a sí mismo con el mayor entusiasmo. Su forma de dejar colgar los pliegues de la capa había sido perfecta, y yo metí debajo mis manos con el pequeño cuchillo mientras él restregaba la cara del pobre gordinflón con el otro extremo de la prenda, tapándole los ojos mientras yo deslizaba la bolsa en mi túnica, salía rápidamente por la puerta del establecimiento y me perdía en la noche El se reunió conmigo tan sólo unos instantes después, gritando aún hacia el interior algo acerca de un error sin intención, cualquiera puede volcar una jarra de cerveza, ciertas personas no deberían creerse que son demasiad buenas para mezclarse con gente honrada.

Intentamos cabalgar al lado el uno del otro, pero cada vez que mi mirada se cruzaba con la de Robin, lo dos empezábamos a reír por lo bajo, y luego más y más alto, hasta que de nuevo soltábamos la carcajada. Por fin, con lágrimas de risa corriéndonos por las mejillas, conseguimos poner nuestras monturas a un trote largo por e camino iluminado tan sólo por la luz de las estrellas y u gajo de luna, y pusimos varias millas por medio entre Nottingham y nosotros.

El alba nos encontró subiendo la ladera de una colina en dirección a una robusta torre cuadrada, aproximada mente a mitad del camino entre Nottingham y la granja de Thangbrand. No tenía idea de adónde íbamos, y durante la última hora el cansancio había gravitado pesadamente sobre mis hombros. En cambio, un día y una noche sobre la silla de montar no parecían tener el menor efecto e Robin. Su espalda se mantenía erguida, y cabalgaba con una gracia elegante que yo intentaba sin éxito imitar. En la cima de la colina, con un sol brillante y alegre que iluminaba el extenso panorama hacia el este, nos adentramos en un bosquecillo y me quedé boquiabierto por la sorpresa. Allí nos estaba esperando Owain el arquero, con seis de sus hombres y la reata de mulos de carga.

La llave de la bolsa, según pude comprobar, abrí una puerta de hierro de la torre, y una vez superado aquel obstáculo, Owain y Robin entraron en el interior con antorchas encendidas. Entonces comprendí por qué nuestra excursión a Nottingham había ocupado un lugar tan aportante en los planes de Robin.

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