Robin Hood, el proscrito (18 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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Con mi madre, las Navidades nunca habían sido un gran acontecimiento, pero aquí en Sherwood y en la compañía de los proscritos, con Robin —y sin Guy—, esperaba refocilarme con canciones, buena comida y una alegre compañía.

Como no había entrenamiento de combate que nos ocupara la mitad de la jornada, los hombres y yo con ellos teníamos mucho tiempo a nuestra disposición, y lo empleamos en preparativos para los doce días de celebración de la Natividad de Nuestro Señor. Supervisados por Hug cortamos leña hasta formar una gran pila de troncos a su lado de la sala, colaboramos en la fabricación de cerveza y su almacenamiento en grandes barriles, ayudamos a lo cocineros que preparaban las empanadas y el asado para el banquete, y decoramos el edificio con ramas de arce y muérdago.

A pesar de los preparativos para la Navidad, dedique más tiempo que antes a la música con Bernard. Nos sentábamos en su cabaña, lejos de los ruidos de la casa principal, bebíamos vino y tocábamos música juntos toda la noche, a veces con la pequeña rubia Godifa, a la que llamábamos Goody y que nos escuchaba en silencio o no acompañaba tímidamente en los coros con su hermosa límpida vocecita. A veces cantábamos a dúo nosotros do y Bernard tocaba la viola mientras yo lo acompañaba con una elegante flauta de madera que él había tallado par mí. Me enseñó casi todo su repertorio, desde las cancioncillas obscenas de taberna hasta los grandes romances agridulces que arrebataban los corazones de los oyentes. Otras veces, hablábamos nada más. A Bernard le gustaba habla tanto como la música y el vino: hablaba de las mujeres las que había amado, de la vida de la corte en Francia, de cómo odiaba su existencia de proscrito. Dicho con su mismas palabras: «Aquí estoy, desperdiciando los último años de mi juventud en este desierto, rodeado por rústicos sin oído musical que no distinguen la buena música del regüeldo de un fraile».

Rara vez estaba triste, salvo cuando había bebido mucho, y entonces hablaba y hablaba sobre el amor, sus maravillas y sus penas. E incluso entonces, se daba cuenta muy pronto de que se estaba poniendo pomposo, y se burlaba a sí mismo. A mí me gustaba su compañía y empecé a quedarme en su cabaña más y más tiempo, y a dormir envuelto en mi capa encima de un montón de heno en un rincón de la habitación, cuando el fuego se había apagado y se acababan el vino, la música y la conversación. Era mucho más penoso, ya de noche cerrada, volver a trompicones a la casa y buscar un hueco entre proscritos que roncaban. De vez en cuando Hugh me reñía por descuidar mis tareas de la tarde. Pero lo cierto es que sobraba gente para echar una mano y casi nadie notaba mi ausencia cuando me quedaba a pasar la noche en la cabaña. A Bernard no parecía importarle lo más mínimo que, en la práctica, yo me hubiera trasladado a vivir con él. Por otra parte, mi pereza iba a salvarme la vida.

Por las mañanas, me sacudía el heno de la ropa, me salpicaba la cara con agua fría y corría media milla más o menos hasta la casa de Thangbrand para empezar a trabajar en mis obligaciones matinales. Luego volvía a mediodía y empezábamos una nueva ronda de música y charla hasta bien entrada la noche. A veces Goody se quedaba a pasar la noche en la cabaña de Bernard, cuando nos había estado acompañando hasta pasada la medianoche. Formábamos un grupo feliz: Goody siempre estaba ansiosa por complacernos, y le encantaba hacer recados para Bernard y para mí. Bernard estaba borracho casi de forma permanente, aunque podía consumir grandes cantidades de alcohol, seguir sobrio en apariencia y tocar la viola con delicada maestría. Yo no tenía una cabeza tan firme —a pesar de haber cumplido catorce años aquel verano y considerarme a mí mismo un hombre hecho y derecho—, de modo que mezclaba mi vino con agua de la fuente, como solían hacer los griegos y los romanos, según me dijo Bernard.

Por Nochebuena tocamos juntos delante de toda comunidad: por lo menos media docena dé piezas para flauta y viola, más dos compuestas por mí e interpretadas como solista, y un poema épico del rey Arturo que Bernard musicalizó y representó. Acabó la función con una antigua balada muy pegadiza, una serie de acordes agridulces que ponían la carne de gallina, y una endecha que canté sobre una mujer que llora a su amante muerto en el campo de batalla. Fue un éxito: incluso Thangbrand aplaudió y sonrió por primera vez en muchas semanas. Hugh hizo un bonito discurso y describió a Bernard como un brillante ornamento de nuestra comunidad.

—Hace que me sienta como un broche o un pendiente de oro, o algo así —murmuró Bernard a mi oído.

También Hugh dirigió las oraciones de medianoche, porque había sido fraile novicio y seguía siendo profundamente piadoso, y no contábamos con ningún clérigo en nuestra comunidad. Yo había esperado que Robin estuviera con nosotros, pero al parecer algún problema le entretuvo en el norte, y con él a Tuck. Todos salimos en pelotón de la sala caliente a medianoche. El vapor de nuestro aliento formaba nubéculas que la luna iluminaba y blandos copos de nieve revoloteaban en el aire mientras dábamos las gracias por el nacimiento de Nuestro Salvador. Hacía un frío terrible, demasiado para quedarse mucho rato allí fuera después de murmurar un apresurado paternóster y un avemaria, de modo que todos volvimos enseguida al calor de la sala. Fue el único elemento religioso de toda la Navidad, pero para entonces yo ya me había acostumbrado a la escasa piedad de la banda de Robin. Sin embargo, la oración mantiene alejado al diablo, y más tarde me pregunté si tal vez, sólo tal vez, de haber estado más atentos nuestras almas aquella Nochebuena, habríamos podido evitar el horror que muy pronto iba a caer sobre nosotros.

Después de aquellos breves rezos, el vino volvió a correr a raudales, toda aquella noche y los días y noches siguientes. La Navidad se convirtió en una especie de aberración. Grandes barriles de cerveza calentada con hurgones al rojo y endulzada con miel y especias, se dejaban abiertos en el centro de la sala, junto al fuego, de modo que su contenido se mantuviera agradablemente templado. Hombres y mujeres se servían con total libertad grandes jarras y las bebían a largos tragos hasta que el líquido les corría por las mejillas. Un bobo incluso se cayó dentro de uno de los toneles, y hubo de ser sacado de allí tosiendo, riendo a carcajadas y chorreando cerveza. Los proscritos iban de un lado para otro tambaleantes, entre gritos, risas y persecuciones a las mujeres; algunos tenían la gentileza de salir al exterior a mear o cagar, y otros lo hacían allí donde estaban, añadiendo más basura al suelo resbaladizo.

La larga mesa de la sala, que por lo general se desmontaba diariamente después de la comida del mediodía, estuvo puesta de forma permanente durante los doce días. Los proscritos más sobrios se atiborraban de la comida que las criadas llevaban a la mesa: puerco asado o en salazón, bandejas humeantes de estofado de buey, lonchas de venado y hogazas de pan caliente recién salido del horno, empanadas de pichón, lampreas hervidas y conservadas en sal, oca asada en el espetón, quesos… Al final de cada día las criadas, las que aún seguían sobrias, retiraban las bandejas vacías y los restos de comida y dos hombres forzudos arrastraban a un lado a los durmientes para despejar el paso. Entonces llegaba el momento de empezar a contar historias. Los hombres contaban cuentos fabulosos de gigantes, magos y monstruos; de los hombres con cabeza de perro del Extremo Oriente y de los unípedes; seres que tenían sólo un pie gigantesco bajo el que podían resguardarse de la lluvia o del sol, tendidos boca arriba y utilizando su pie como techo. Luego estaban las sirenas, muchachas que vivían en los grandes océanos y tenían cola de pez en lugar de piernas. Según algunos de los proscritos, también existía un monstruo que merodeaba por las cercanías de Sherwood, el hombre lobo. Era un hombre maligno que podía convertirse en fiera y que asaltaba a otros hombres y se alimentaba con su carne. Por más que yo sabía que aquello sólo era un cuento de viejas para asustar al auditorio, sentí que un escalofrío me recorría la espina dorsal y justo en ese momento, mientras escuchábamos la historia, se oyó en el bosque el aullido de un lobo y uno de los hombres, un rufián malcarado llamado Edmund, se inclinó hacia mí, me miró a los ojos y me dijo:

—Es él. Es el hombre lobo, y esta noche está sediento de sangre humana.

Su hermano Edward, que estaba sentado a mi lado, me agarró por sorpresa de los hombros, y di un respingo tan fuerte que volqué mi cerveza encima de mi ropa. Los proscritos se revolcaban de risa, literalmente daban vueltas por aquel suelo mugriento sin poder controlar las carcajadas. A mí no me pareció nada divertido. Entonces mi vecino, el que me había asustado, me dio una palmada en la espalda y alguien me trajo otra jarra de cerveza, y las historias continuaron.

Hubo tres peleas que yo sepa aquellas Navidades, una de ellas con resultado fatal; una discusión estúpida sobre quién había de gozar primero de los favores de Cat, que acabó a cuchilladas. En el alboroto de la discusión yo me llevé en silencio a Cat a los establos, y mientras dos proscritos luchaban a muerte por el derecho a su cuerpo, tomé posesión de ella con un resultado bastante más satisfactorio que en mi anterior e inexperta intentona. Bueno, satisfactorio al menos para mí. Ella, al menos, también se alegró al recibir su penique de plata.

El hombre muerto fue arrastrado fuera y dejado a la intemperie junto al montón de leña, para congelarlo. Ahora el suelo estaba cubierto por una espesa capa de nieve y no iba a ser posible enterrarlo hasta que la tierra se ablandara con el deshielo y los hombres se encontraran de nuevo lo bastante sobrios para cavar un hoyo: eso podía significar muchas semanas. Thangbrand dictaminó que había sido una pelea limpia, se destapó otro barril de cerveza, se brindó por la memoria del muerto y la fiesta continuó.

Incluso Bernard estaba harto de aquello al llegar el sexto día, y eso que había rugido, tragado y vomitado como el que más, de modo que llenamos un saco con comida de la larga mesa e hicimos rodar un barril de vino hasta su cabaña para celebrar allí nuestra fiesta particular. Dios sea loado, aquella decisión nos salvó la vida.

Durante dos días bebimos, cantamos y contamos historias puercas, a veces acompañados por respetables huéspedes de la granja, invitados por Bernard, y otras veces con Goody como único auditorio. Hugh nos hizo una breve visita y se trajo un cerdo entero asado, pero estuvo distraído y algo incómodo, y se despidió al cabo de un rato sin haber llegado a emborracharse. Seguimos la juerga sin su compañía. Luego, una mañana temprano, a comienzos del mes de enero, me vi despertado de mi modorra etílica por Goody, que me sacudía el hombro con todas sus fuerzas. Me la quedé mirando por entre las legañas de mis ojos.

Apenas había amanecido, era demasiado temprano para levantarse, y más después de los excesos de la noche anterior. Entonces me di cuenta de que su carita estaba pálida y de que lloraba, y las lágrimas rodaban por sus mejillas sucias y abrían canales húmedos en la mugre.

—Esos jinetes, esos hombres están matando a todos…, es horrible, horrible. La casa está ardiendo —balbuceaba, mientras tironeaba de mi ropa con todas sus fuerzas—. Todos ellos: madre, padre, Hugh… todos… están ardiendo.

Rompió a llorar sin consuelo, abrí instintivamente los brazos y la niña cayó en ellos. Luego se incorporó y se puso a darme puñadas en el pecho.

—Ven ahora,
tienes
que venir
ahora
—gritó.

Aún estaba atontado por el vino y el sueño, pero entonces lo olí: un efluvio apenas insinuado que hizo que mi sangre se helara. El aire traía olor a madera quemada y a carne chamuscada.

♦ ♦ ♦

Con una aprensión en aumento y dedos hinchados por el frío, me abroché el cinto con el puñal y la bolsa atados a él, y me calcé las botas. Mi espada, recordé, estaba en la casa. Pude oír a Bernard roncando como una trompeta en su habitación, y decidí que despertarlo antes de haber averiguado lo que ocurría sería perder el tiempo. De modo que salimos al frío de la mañana. Goody iba delante, por el camino familiar y bajo la nieve hacia la casa de Thangbrand, tirándome de la mano para que fuera más deprisa. Yo me resistía; me daba cuenta de que caminaba hacia la catástrofe. El olor a humo era cada vez más intenso, y el aire de la mañana trajo a mi oído débiles gritos indistintos.

—¡Vamos! ¡Vamos! —me rogaba Goody, e intentaba tirar de mí hacia la casa. Vi una gruesa columna de humo que se elevaba en el lugar en el que estaba situada la casa principal. Entonces me detuve y me agaché hasta la altura ele Goody. Miré sus grandes ojos azules asustados.

—Quiero que te quedes a mi lado y, suceda lo que suceda, que estés muy, muy callada. —Ella asintió, aturdida—. Hemos de salir fuera del camino —dije, y seguido por Goody, me interné en la nieve en ángulo recto al camino hasta que nos situamos los dos al resguardo protector de los árboles. Nos llevó casi media hora rodear el grupo de edificios, con la nieve por encima de las rodillas en algunos puntos, a fin de acercarnos a la casa desde el sur, por el camino principal. Luego, ocultos detrás de los árboles, con Goody bien sujeta por mi brazo, y mientras la nieve caía suavemente, miramos a través de la puerta principal de la empalizada, que había sido forzada y colgaba de los grandes goznes, y contemplamos una escena de pesadilla.

El patio estaba cubierto de cuerpos caídos en posturas extrañas, con brazos y piernas extendidos, esparcidos como muñecos arrojados por un niño. Pero no eran muñecos: incluso desde detrás de los árboles, a un centenar de pasos, pude ver las heridas abiertas, las túnicas y las calzas teñidas de rojo, los grandes charcos de sangre en el suelo del patio de ejercicios donde tantas veces habíamos repetido los mismos movimientos mecánicos a las órdenes de Thangbrand. Jinetes enfundados en malla de acero caracoleaban entre los muertos amontonados. Esos hombres llevaban los colores de sir Ralph Murdac —negro y rojo—, y sus espadas y las puntas de sus lanzas estaban tintas en sangre fresca y seca que repetían como en un extraño eco los distintivos de los escudos.

Él también estaba allí, en persona. A lomos de un poderoso corcel negro, la cabeza descubierta, el rostro bien parecido iluminado por la euforia de la batalla. Daba órdenes a su caballería, y ellos formaron en línea en el patio de ejercicios frente a la puerta de la casa. La puerta, tres pulgadas de madera sólida, estaba cerrada a cal y cante pero a su alrededor había un círculo de hombres muertos; eran de los nuestros. Habían prendido fuego a la paja del techo, y delgados hilos de humo se elevaban desde de bajo de los aleros y ascendían hasta unirse a la gran nube de humo negro que cubría el cielo. También las dependencias y las Cabañas vecinas ardían; en los establos, los caballos desjarretados y acuchillados se asaban entre la llamas. Aquí y allá, algunos sectores de la paja del teche se encendían espontáneamente con una llama muy vi e incluso las paredes de troncos y argamasa humeaban Entonces me di cuenta: la puerta cerrada, los hombres de sir Ralph formados en un
conroi
, preparados para cargar… ¡Claro, había muy pocos cadáveres! Tan sólo una docena de cuerpos, cuando nuestra comunidad estaba compuesto por más de cincuenta personas. No todos habían muerte Thangbrand, Hugh, los hombres de armas, estaban atrincherados dentro de la casa. Pronto saldrían y… Tuve un atisbo de esperanza, que desapareció al instante. Los hombre de Murdac cerraron su formación. Más jinetes se unieron a ellos. Al otro lado de la casa se estaba formando un segundo
conroi
. Esperaban la salida. Esperaban para matar en masa a los proscritos cuando escaparan de la casa en llamas. Pude imaginar el horror que debía de desarrolla se en el interior, el ahogo por la densa humareda, las pavesas que caían ardiendo del techo, la conciencia de que fuera les aguardaba la muerte, la amarga desesperación, el llanto de mujeres y niños, las cabezas envueltas en ropas empapadas en cerveza, Thangbrand dando órdenes tranquilo y valeroso, los hombres ajustándose los cinturones, empuñando las espadas, secándose el sudor y el lagrimeo provocado por el humo y esperando, esperando la orden de cargar…

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