Robin Hood, el proscrito (46 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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—En este caso, sir Richard deseaba desde hace mucho que Robin le acompañara en su gran aventura sagrada. Sobre todo quería a sus arqueros, ya ves. Quería a los hombres capaces de hacer esto —señaló un cuerpo, el de un caballero vestido con cota de malla y con los colores de Murdac, atravesado por una docena de flechas—. Ese zorro astuto probablemente estuvo tramando la manera de hacer tomar la cruz a Robin desde que fue capturado.

Bernard soltó una risita y luego, con un gesto despreocupado, se echó al coleto una pinta de vino de Burdeos.

Después de despedirse de nosotros en Linden Lea antes de la batalla, me contó Bernard, sir Richard había ido a reunirse con sus hermanos templarios y con la reina Leonor y su séquito, en el castillo de Belvoir, más o menos a veinte millas al sudeste de Nottingham. Allí se enteró de que Murdac había reforzado su ejército con cuatrocientos mercenarios flamencos, tropas de caballería y ballesteros. Se dio cuenta de que, al ser el ejército de Murdac tan inesperadamente fuerte, Robin estaba condenado casi con toda seguridad a ser aniquilado en la inminente batalla, y eso, sin contar la amistad que le unía a Robin, no convenía en absoluto a los planes de sir Richard. De modo que despachó a Bernard con un caballo veloz para llevar un mensaje a Robin. Sir Richard acudiría con una tropa poderosa de caballeros templarios en ayuda de Robin, si a cambio Robin prometía contribuir con una banda de arqueros mercenarios y de caballería á la santa peregrinación a Ultramar, el año siguiente. Robin no tenía más opción que aceptar la oferta de sir Richard, y con la comedia de tomar la cruz de manos del obispo de Lincoln, hoy el conde de Locksley reafirmaba su intención de cumplir su parte del trato.

♦ ♦ ♦

Cuando acabó la ceremonia, Robin reunió a sus capitanes en una pequeña habitación que servía de despensa, algo aparte de la gran sala en la que pronto íbamos a cenar acompañados por todo el esplendor de nuestros reales invitados. Hugh, Tuck, Little John, Will Scarlet y yo nos apretujamos en aquel pequeño espacio, y nos servimos con toda libertad de los barriles de cerveza abiertos que había allí. Hugh alzó una jarra de madera rebosante de líquido y dijo en tono jovial:

—Creo que todos deseamos felicitar a mi hermano por su boda y desearles a él y a su encantadora esposa Marian largos años de felicidad. ¡Por Robin y Marian!

Todos bebimos menos Robin, que dejó su jarra sin probarla.

—Tenemos un asunto por concluir, antes de celebrar mi boda —dijo Robin con una voz tan fría como el hielo. Miraba directamente a Hugh. Me di cuenta entonces de que John y Tuck se habían colocado uno a cada lado del hermano mayor de Robin, casi como dos carceleros.

—¿Qué asunto es ése? —preguntó Hugh en tono alegre.

—Sé que fuiste tú, Hugh —dijo Robin con voz ronca—. Primero fue sólo una sospecha, y la rechacé. Me dije a mí mismo: mi propio hermano no me traicionaría, nunca. Mi propia carne y mi propia sangre, un hombre al que he ayudado, salvado, amado… El traidor no puede ser él. —Hizo una pausa y su mirada se clavó en su hermano, esperando que hablara. Hugh no dijo nada, pero la sangre se había ido retirando poco a poco de su semblante—. Pero luego, en Linden Lea, me engañaste sobre el número de enemigos que se enfrentaban a nosotros. Me dijiste que probablemente los flamencos no llegarían hasta al cabo de una semana.

—Fue un error —dijo Hugh—. El trabajo de espionaje nunca es exacto. Mis fuentes me dijeron…

Robin le interrumpió:

—Los hombres bajo el mando de Murdac eran casi el doble de lo que habíamos supuesto. El mangonel… —Robin parecía perfectamente tranquilo, pero hubo de hacer una pausa y respirar—. No estábamos engañando a Murdac para hacerle caer en una trampa mortal; era él quien nos engañaba a nosotros. Sir Ralph sabía lo que planeábamos desde el principio…, porque tú se lo habías contado.

Huh sacudía frenéticamente la cabeza.

—No fui yo, Robin, lo juro. Tiene que haber sido otro…

—Sé que fuiste tú. No me insultes aún más con simulaciones. Admite la verdad. Por una vez, Hugh, admite la verdad.

—Juro…, juro en nombre de Jesucristo nuestro Salvador…

—¡Basta! —La voz de Robin restalló en la pequeña despensa. Arrimó un banco que estaba junto a la pared, pasó el brazo por los hombros de Hugh, le hizo sentarse y tomó asiento a su lado—. Hugh —dijo en tono cansado y amable, como un padre que se dirigiera a un hijo testarudo—, eres mi hermano y te quiero, pero sé que has sido tú. Dime sólo por qué lo has hecho, y juro que no te haré ningún daño. Lo juro por todo lo que más quiero.

—Pero Robin… —empezó a decir Hugh, y en su voz había un temblor de súplica. Robin le hizo callar llevándose un dedo a los labios.

—Dime sólo por qué lo has hecho, y no te haré ningún daño. Sólo dime por qué. Por favor. Por favor, Hugh. ¿No fui amable contigo, no te ayudé cuando estabas hundido, no te levanté…?

De pronto Hugh se irguió en su banco, y rechazó el brazo que Robin había pasado sobre su hombro.

—Yo soy el hermano mayor —gritó—. Soy mayor que tú. Primero William, luego yo, y luego tú. Ese es el orden correcto. Así lo dispuso Dios. Y mírate ahora, mi hermano pequeño es un conde y cuenta con la amistad del rey. —Su voz tenía un tono sarcástico—. Aún recuerdo cuando ensuciabas los pañales y mamabas de la teta de la nodriza. Y ahora…, ahora… —Las palabras parecían faltarle a Hugh—. Tú lo tienes todo y yo no tengo nada. Ni casa, ni fortuna, ni mujer, ni hijos. Soy un lacayo, un criado… ¡tuyo!

—¿Cuándo se puso Murdac en contacto contigo? —preguntó Robin en voz baja. En la habitación todos estábamos conmocionados por las palabras de Hugh. El hombre dejó caer entre las manos su cabeza medio calva. Robin no dijo nada. El silencio se alargó más y más, y se hizo delgado y tenso hasta un punto insoportable.

—No lo entiendes —dijo Hugh con esfuerzo, levantando la cabeza de golpe—. Lo hice por ti, para salvar tu alma. Tu alma inmortal se encuentra en un peligro terrible con toda esa turbia brujería que practicas, esa diabólica adoración pagana. Tú piensas que no es más que fingimiento, pero estás equivocado…, estás muy equivocado. Es abominación. Estás condenando tu alma al infierno por toda la eternidad con esas prácticas inmundas. También das mal ejemplo a otros, a simples campesinos, que así echan a perder sus posibilidades de salvación. Dijeron, Murdac lo dijo, que la Iglesia te acogería con júbilo, que Cristo te abriría los brazos. Te absolverían de todos tus pecados antes de morir y te garantizarían la vida eterna. En el paraíso, en compañía de los santos. ¡Eso es lo que yo he querido para ti! He querido salvarte.

—¿Cómo entró Murdac en contacto contigo? ¿Cuándo? —repitió Robin en voz baja.

—No lo entiendes. —Hugh casi se había puesto a gritar ahora—. No lo entiendes; fui yo quien se puso en contacto con él. Alguien tenía que detenerte. Después de que humillases a su gracia el obispo de Hereford, un hombre santo, y dieses muerte a sus sacerdotes, supe que estabas en peligro de condenarte. Tenía que actuar. Tenía que hacerlo. Me prometieron que te salvarías; que cuando fueras capturado recibirías la bendición de la Santa Madre Iglesia y tu alma estaría en compañía de Cristo para la eternidad. —De pronto, Hugh empezó a sollozar—. En compañía de Cristo —repitió.

—¿Y Thangbrand? ¿Y Freya? ¿Y todos esos hombres y mujeres acuchillados en la nieve? ¿Querías salvar sus almas, también? —preguntó Robin, con una calma helada.

—Estaban ya condenados; eran proscritos sin Dios, paganos, asesinos de sacerdotes…

—Eran tus amigos —estalló Robin. Se levantó del banco. Su actitud amistosa había desaparecido—. Ya he oído bastante —dijo con una voz vacía como una tumba. Hizo ponerse en pie a Hugh de un tirón—. Aléjate de mi vista —ordenó, y lo empujó hacia la puerta de la despensa—. Si vuelvo a verte otra vez, juro que te mataré al instante. Ahora, lárgate.

Hugh miró a su alrededor con ojos inexpresivos, húmedos de lágrimas. Robin se dio la vuelta, y sólo por un instante pude ver en su rostro una expresión de inmensa tristeza, antes de que de nuevo la cubriera una máscara de frialdad. Entonces, dando la espalda a su hermano, repitió:

—¡Lárgate!

Hugh se volvió con el cuerpo flácido, derrotado, y se dirigió muy despacio a la puerta.

Todos nos apartamos para dejarle paso, como si nadie deseara tocarlo. Pero, de golpe, noté que algo se movía a mi izquierda, y John pasó a mi lado como un vendaval de furia musculosa. Dio dos pasos, extendió sus grandes manos y atenazó con ellas el cuello de Hugh, en el momento en que el hermano de Robin llegaba ya a la puerta. Y apretó. Cada onza de fuerza de su poderoso cuerpo se concentró en la doble tenaza que cubría todo el espacio existente entre la barbilla y los hombros de Hugh. Nadie se movió; todos nos quedamos paralizados por la sorpresa. El rostro de Hugh empezó a hincharse y colorearse, primero de un tono rojo subido, luego púrpura, y luego aún, de un gris azulado. Sus manos se aferraron a los grandes puños de John, y arañaron y forcejearon en un intento de liberarse de la presión que no le permitía respirar. De pronto hubo un horrible crujido, la cabeza de Hugh se venció hacia un lado y al mismo tiempo oímos el rumor de un flujo apestoso y toda la despensa quedó invadida por el hedor del contenido de sus intestinos al vaciarse. La orina goteaba por sus tobillos y formó un charco amarillo a sus pies. John sacudió el cuerpo una vez, haciendo oscilar la cabeza inerte, y luego lo soltó sobre el charco del suelo.

—John…, ¿qué has hecho? —preguntó Robin. Su voz era débil, insegura, temblorosa. Parecía la de un anciano. Nadie se movió aún. Luego John se inclinó un momento sobre el cadáver. Tenía un cuchillo en la mano y le vi abrir la boca del muerto, tirarle de la lengua y cortarla de raíz de un tajo. Luego soltó la cabeza, que fue a dar en el suelo de piedra con un golpe sordo.

—Le di mi palabra de que no le haría ningún daño —dijo Robin. Su voz tenía un tono incrédulo; parecía espantado por lo que había hecho John.

—Por los testículos colgantes de Dios, yo no se la di —dijo John, al tiempo que metía la lengua cortada en la bolsa de su cinturón—. Tenía que morir, lo merecía más que nadie. ¿Y tú le habrías perdonado? ¿Tú? Merecía morir, si no por ti, por toda la buena gente, tu gente, que murió en Linden Lea. He hecho justicia.

Robin todavía parecía trastornado por la muerte de su hermano. Miraba fijamente el cuerpo. Por primera vez desde que lo conocía, mostraba signos de debilidad.

—Soy conde ahora —dijo despacio—, un compañero del rey, un caballero que ha tomado la cruz. Ya no soy un proscrito común, un asesino. He luchado mucho, y muy duro, para llegar a este punto… ¿Puede un conde faltar a su promesa, asesinar a su hermano, mutilar a hombres?

—Según mi experiencia, eso es exactamente lo que hacen los condes —aseguró John.

Nota histórica

E
l domingo 13 de septiembre de 1189, Ricardo, duque de Aquitania, fue coronado rey de Inglaterra en la abadía de Westminster en medio de una inmensa aclamación popular. De inmediato comenzaron los preparativos para embarcarse en lo que las generaciones posteriores iban a llamar la Tercera Cruzada. Al morir Enrique II había dejado un tesoro considerable en Inglaterra, pero Ricardo, su belicoso hijo, necesitaba mucho más dinero para la gloriosa aventura que se disponía a emprender.

A pesar de ser el nuevo rey de Inglaterra, el corazón de Ricardo siempre estuvo situado más al sur, en la tierra natal de su madre, Aquitania, y durante sus diez años de reinado no pasó más de diez meses en su reino del norte. Es más, parece haber considerado a Inglaterra como una especie de enorme hucha, valiosa sólo por el dinero que se podía sacar de ella. Sin embargo, para financiar su cruzada Ricardo no pudo aumentar los impuestos sobre el pueblo inglés: el diezmo de Saladino, creado por su padre en 1187 para costear una futura expedición para rescatar Jerusalén, había dejado prácticamente exhausto al país. De modo que Ricardo decidió vender al mejor postor todos los títulos, derechos y prebendas que dependían de su elección: una práctica regia perfectamente normal en el siglo
XV
. Roger de Howden, un cronista contemporáneo, escribió de Ricardo: «Puso en venta todo lo que tenía: oficios, señoríos, condados, cargos de sheriff, castillos, ciudades, tierras…». De hecho, el mismo Ricardo llegó a decir, medio en broma: «Vendería Londres, si pudiera encontrarle un comprador».

El resultado fue un masivo ingreso de dinero y un reajuste político general en todo el país: desaparecieron los hombres de Enrique y entraron en su lugar los de Ricardo. De los veintisiete hombres que habían sido sheriffs de condado en los años finales del reinado de Enrique, sólo cinco conservaron su puesto, y los nuevos pagaron bonitas sumas por su nombramiento. Una de las bajas debidas a las necesidades urgentes de dinero de Ricardo fue sir Ralph Murdac, el sheriff del Nottinghamshire, el Derbyshire y los Bosques Reales (el cargo de sheriff de Nottingham no se creó hasta mediado el siglo XV). Fue destituido de su cargo y sustituido por Roger de Lacy en 1190. Ralph Murdac fue una persona real, pero los datos históricos sobre personajes del siglo
XV
son muy escasos, de modo que he inventado casi todo lo relacionado con él, excepto su nombre. Lo mismo ocurre con otros personajes históricos que aparecen en mi novela, como Ralph FitzStephen, condestable de Winchester; Robert de Thurnham, un hombre leal al rey que poseyó un castillo en Kent; su hermano Stephen, y Fulcold, el chambelán de Leonor.

Piers, la infortunada víctima del sacrificio, es por supuesto una invención, pero la forma en que murió está basada en pruebas arqueológicas de sacrificios humanos celtas, en concreto el del Hombre de Lindow, un cadáver momificado del siglo
II
d. C, encontrado en Cheshire en 1984. El Hombre de Lindow fue un individuo de alto rango, muy posiblemente un druida, y fue golpeado en la cabeza, estrangulado, y posteriormente se le degolló como parte de un ritual precristiano, antes de que su cuerpo fuera arrojado a un depósito pantanoso de turba donde quedó perfectamente conservado durante cientos de años.

Hay muy escasos indicios de que el paganismo se mantuviera vivo en la Inglaterra del siglo
XV
; por el contrario, la mayoría de los estudiosos coinciden en que prácticamente todo el país era cristiano. Pero a mí me gusta creer, tal vez caprichosamente, que existieron grupos de sociedades primitivas que, en lugares salvajes y casi inaccesibles, siguieron aún apegados a los dioses antiguos, practicaron la brujería y la magia, y se resistieron con fiereza a la autoridad espiritual de una Iglesia omnipresente. A mi modo de ver, el propio Robin Hood es una encarnación de un espíritu salvaje del bosque; una manifestación de todo lo no urbano, incivilizado y no cristiano. También creo que, en parte, su persistente atractivo reside en esa excitante «otredad».

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