Robots e imperio (47 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Robots e imperio
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–Pare. Hablemos de esto.

–Estoy harto de hablar, comandante. ¿Nos decimos un afectuoso adiós? Si no se aparta, perderé quizá cuatro décadas, con la tercera y cuarta no demasiado buenas. ¿Cuántas perderá usted?.

Y D.G. salió de la pantalla y no volvió.

La nave aurorana lanzó un destello de radiación para probar si la nave tenía realmente los escudos en posición.

Los tenía.

Los escudos de las naves les defendían de la radiaciones electromagnéticas y partículas subatómicas, incluyendo incluso neutrinos, y podían aguantar la energía cinética de pequeñas masas, partículas de polvo,incluso arena meteórica. Los escudos no podían aguantar energías cinéticas de importancia, como una nave lanzada a velocidad supermeteórica. Incluso las masas peligrosas, sin guiar, por ejemplo un meteoroide, podían manejarse. Las computadoras apartarían automáticamente la nave de cualquier meteoroide que viniera y fuera demasiado grande para que el escudo pudiera detenerlo. Eso, no obstante, no funcionaría contra una nave que pudiera virar a la vez que virara su objetivo. Y si la nave colonizadora era la más chica de las dos, era asimismo la más maniobrable. Sólo había un medio de que la nave de Aurora pudiera evitar la destrucción.

D.G. vigilaba cómo la otra nave iba aumentando de tamaño en su pantalla de visión y se preguntó si Gladia, en su cabina, se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo. Debió de haber notado la aceleración, pese a la suspensión hidráulica de su cabina y de la acción compensatoria del campo de pseudogravedad.

Y de pronto, la otra nave desapareció de la vista, habiendo "saltado" para alejarse, y D.G. con gran pena, descubrió que estaba conteniendo el aliento y que su corazón se había desbocado. ¿Acaso no tenía confianza en la influencia protectora de la Tierra ni en su propio y seguro diagnóstico de la situación?

D.G. habló por el transmisor con voz que, con voluntad de hierro, había transformado en helada:

–¡Muy bien, tripulación! ¡Corrijan el rumbo y diríjanse a la Tierra!

Quinta parte LA TIERRA

XVI. LA CIUDAD
Capítulo 1

–¿Lo dice en serio, D.G.? –preguntó Gladia–. ¿Se proponía de verdad colisionar con la nave?

–En absoluto –respondió D.G., indiferente–. No esperaba hacerlo. Simplemente me lancé contra ellos, sabiendo que retrocederían. Esos espaciales no iban a arriesgar sus largas y maravillosas vidas cuando podían fácilmente evitarlo.

–¿Esos espaciales? ¡Qué cobardes son!

–Siempre me olvido de que es una espacial, Gladia –carraspeó D.G.

–Sí, imagino que piensa que esto es un cumplido. ¿Y si hubieran sido tan locos como usted, si hubieran hecho gala de esa locura infantil que confunde con la valentía... y no se hubieran movido? ¿Qué habría hecho?

–Chocar con ellos –murmuró D.G.

–Y todos muertos.

–La transacción habría sido favorable a nosotros, Gladia. Una decrépita nave mercante procedente de un mundo colonizador, contra una moderna nave de guerra del avanzado mundo espacial. D.G. inclinó su silla hacia la pared y se puso las manos en la nuca (asombroso lo cómodo que se sentía, ahora que todo había terminado).

–Una vez vi un hiperdrama histórico en el que, hacia el final de una guerra, unos aviones cargados de explosivos se lanzaban deliberadamente contra unas magníficas naves de mar, para hundirlas. Por supuesto, el piloto de cada aeroplano perdía la vida.

–Eso era ficción –comentó Gladia–. No supondrá que la gente civilizada haga cosas así en la vida real, ¿verdad?

–¿Por qué no, si la causa lo merece?

–¿Qué sintió cuando se lanzó hacia una muerte gloriosa? ¿Exaltación? Lanzaba a toda su tripulación hacia la misma muerte.

–Lo sabían. No podíamos hacer otra cosa. La Tierra nos contemplaba.

–La gente de la Tierra ni siquiera estaba enterada.

–Lo digo metafóricamente. Nos encontrábamos en el espacio de la Tierra. No podíamos actuar de forma innoble.

–Bah, ¡qué tontería! Y también arriesgó mi vida.

D.G. se contempló las botas.

–¿Quiere oír algo completamente loco? Era lo único que me preocupaba.

–¿Qué yo perdiera la vida?

–No, eso precisamente no. Que iba a perderla a usted... Cuando esa nave me ordenó que la entregara, sabía que no lo haría, aunque usted me lo pidiera. Por el contrario, chocaría alegremente contra ellos así no la conseguirían. Y después, mientras iba viendo cómo su nave llenaba mi pantalla, pensé: "Si no se marchan, también la perderé" y fue entonces cuando mi corazón empezó a palpitar y yo a sudar. Sabía que se irían, pero la idea... –Movió la cabeza.

–No lo comprendo. No le preocupaba mi muerte, pero le preocupaba perderme. ¿No van juntas las dos cosas?

–Lo sé. No digo que sea racional. Me acordé de usted corriendo hacia la capataza para salvarme, sabiendo que ella podía matarla de un golpe. Y la recordé enfrentándose con toda la gente de Baleymundo y convenciéndola,, cuando jamás se había enfrentado a una gran multitud. Incluso pensé en usted yéndose a Aurora cuando era una joven, y aprendiendo una nueva forma de vida y sobreviviendo... Y me pareció que no me importaba morir, sólo me importaba perderla. Tiene razón. Es una insensatez.

–¿Se ha olvidado de mi edad? –preguntó Gladia, pensativa–. Cuando usted nació, yo era casi tan vieja como ahora. A su edad solía soñar con su lejano antepasado. Además, tengo una articulación artificial en la cadera. Mi dedo pulgar izquierdo, éste –lo movió– es enteramente protésico. Algunos de mis nervios han sido reconstruidos. Mis dientes son todos implantados, de cerámica. Y me habla como si en cualquier momento fuera a confesarme una pasión fogosa. ¿Por qué? ¿Para quién? Piense, D.G. ¡Míreme y véame como soy!

D.G. echó una silla hacia atrás, sobre dos patas, y se frotó la barba con un extraño ruido:

–Está bien. Me ha hecho sentir idiota, pero seguiré como ahora. Lo que sé de su edad es que va a sobrevivirme y que parecerá poco mayor que ahora cuando eso ocurra, así que es más joven que yo, no más vieja. Además, me tiene sin cuidado que sea mayor que yo. Lo que me gustaría es que se quedara conmigo, fuera a donde fuese para toda mi vida.

Gladia iba a hablar, pero D.G. intervino rápidamente:

–O si le parece más conveniente, que yo me quede junto a usted, vaya donde fuere, para toda mi vida, de ser posible. Si a usted no le parece mal.

–Soy una espacial –dijo Gladia con dulzura–. Usted es un colonizador.

–¿A quién le importa, Gladia? ¿A ti?

–Quiero decir que no habrá hijos. Ya he tenido los míos.

–¿Y a mí qué me importa? No hay peligro de que el nombre de Baley se extinga.

–Yo tengo una tarea. Me he propuesto llevar la paz a la Galaxia.

–Te ayudaré.

–¿Y tu trabajo mercante? ¿Vas a perder la oportunidad de hacerte rico?

–Lo haremos juntos. Sólo un poco para que mi tripulación se sienta feliz y me ayude a mantenerte en tu ocupación de establecer la paz.

–Pero la vida será aburrida para ti, D.G.

– ¿Lo crees así? A mí me parece que desde que estamos juntos ha sido excesivamente excitante.

–Y probablemente insistirás en que abandone a mis robots.

D.G. pareció entristecido:

–¿Es por eso por lo que has estado tratando de disuadirme? No me importaría que te quedaras con los dos, incluso con Daneel y su sonrisita lasciva; pero si vamos a vivir con los colonizadores...

–En ese caso supongo que tendré que intentar encontrar el valor de hacerlo.

Rió dulcemente y lo mismo hizo D.G. Alargó los brazos y Gladia puso sus manos en las suyas, diciendo:

–Estás loco. Yo estoy loca. Pero todo ha sido tan extraño desde la noche en que miré el cielo de Aurora y traté de encontrar el sol de Solaria, que supongo que estar loca es la única respuesta a las cosas.

–Lo que acabas de decir no es locura, es pura demencia, pero así es como quiero que seas –titubeó–. No, esperaré. Me afeitaré la barba antes de intentar besarte. Esto disminuirá las posibilidades de infección.

–¡No, no lo hagas! ¡Tengo curiosidad por saber lo que se siente!

Y no tardó en descubrirlo.

73

El comandante Lisiform anduvo de un extremo a otro de su camarote. Dijo:

–Era inútil perder la nave. No merecía la pena.

Su asesor político estaba tranquilamente sentado. Sus ojos no se molestaron en seguir las rápidas idas y venidas del comandante.

–Sí, claro –se limitó a decir.

–¿Qué tenían que perder los bárbaros? Viven solamente unas décadas y, de todas formas, la vida no significa nada para ellos.

–Sí, claro.

–Pero hasta ahora no había visto nunca una nave colonizadora haciendo eso. Tal vez sea una nueva táctica fanática. Nosotros no podemos defendernos contra ella. ¿Qué ocurriría si mandaran naves zumbando contra las nuestras, con los escudos levantados, a la máxima velocidad y sin seres humanos a bordo?

–Podríamos robotizar nuestras naves por completo.

–No serviría de nada. No podríamos permitirnos perder la nave. Lo que necesitamos es la cuchilla antiescudo de que están hablando. Algo que rasgue un escudo de arriba abajo.

–Entonces, ellos también inventarán una y nosotros tendremos que fabricar un escudo anticuchilla, y ellos también, y seguiremos igual pero a más alto nivel.

–Entonces necesitamos algo completamente nuevo.

–Bueno –comentó el consejero–, puede que aparezca algo. Su misión no era específicamente el asunto de la mujer Solaria y sus robots, ¿verdad? Hubiera sido perfecto haberlos forzado a abandonar la nave colonizadora, pero eso era secundario, ¿no es cierto?

–De todos modos, al Consejo no le va a gustar nada.

–Hablarles es cosa mía. El hecho importante es que Amadiro y Mandamus no sólo abandonaron la nave sino que están en un transbordador camino de la Tierra.

–En efecto.

–Y no solamente distrajo a la nave colonizadora, sino que incluso la retrasó. Esto quiere decir que Amadiro y Mandamus salieron sin ser vistos y estarán en la Tierra antes que nuestro bárbaro capitán.

–Eso creo. Pero ¿para qué?

–No lo sé. Si se tratara solamente de Mandamus, me olvidaría del asunto. No cuenta, pero ¿y Amadiro? ¡Abandonar las guerras políticas de casa en tiempo crucial, y venir a la Tierra! Algo tremendamente importante debe de ocurrir allí.

–¿Qué? –El comandante parecía disgustado de haber estado a punto de verse envuelto en algo de lo que no entendía nada.

–No tengo la menor idea.

–¿Supone que pueda tratarse de negociaciones secretas al más alto nivel para una modificación del tratado de paz que Fastolfe había negociado?

El asesor sonrió:

–¿Tratado de paz? Si cree esto, es que no conoce a nuestro doctor Amadiro. No viajaría a la Tierra para modificar una o dos cláusulas en un tratado de paz. Lo que busca es una Galaxia sin colonizadores y si va a la Tierra..., bueno, lo único que puedo decir es que no me gustaría encontrarme en la piel de los bárbaros colonizadores a partir de ahora.

74

–Confío, amigo Giskard, en que Gladia no se encuentre incómoda sin nosotros. ¿Puedes saberlo, a distancia?

–Puedo captar su mente, de modo débil pero inconfundible, amigo Daneel. Está con el capitán y hay una clara aura de excitación y alegría.

–Excelente, amigo Giskard.

–Pero menos excelente para mí, amigo Daneel. Me encuentro en un estado de vago desorden. He soportado una tremenda tensión.

–Me entristece oírlo, amigo Giskard. ¿Puedo preguntarte la razón?

–Hemos estado aquí durante mucho tiempo mientras el capitán negociaba con la nave aurorana.

–Sí, pero la nave aurorana se ha ido ya, así que el capitán ha negociado con éxito.

–Lo ha hecho de un modo del que tú , por lo visto, no te has dado cuenta. Yo sí, hasta cierto punto. Aunque el capitán no estaba aquí con nosotros, me costó poco captar su mente. Irradiaba una tensión y suspenso abrumadores y, por debajo de todo ello, una fuerte sensación de pérdida de algo.

–¿Pérdida, amigo Giskard? ¿Pudiste descubrir en qué consistía?

–No puedo describir mi método de análisis de semejantes cosas, pero la pérdida no parecía ser del tipo de las que había asociado en el pasado con generalidades o con objetos inanimados. Sentí el tacto..., ésta no es la palabra, pero no hay otra que sirva ni de lejos..., sentí la pérdida de una persona específica,

–Gladia.

–Sí.

–Esto parecería natural, amigo Giskard. Se enfrentaba con la posibilidad de tener que entregarla a la nave aurorana.

–La impresión era demasiado intensa. Demasiado dolorosa.

–¿Dolorosa?

–Es la única palabra que se me ocurre en relación con lo que capté. Había una dolorosa tensión asociada a la sensación de pérdida. No era como si Gladia se fuera a otra parte y por ello no la tendría cerca. Esto, después de todo, podía remediarse en el futuro. Era como si fuera a dejar de existir..., que falleciera..., y la perdiera para siempre.

–Sintió que los auroranos la matarían. Estoy seguro de que no iba a ocurrir, de que no era posible.

–En efecto, no era posible. Y no es eso. Sentí una sensación de responsabilidad personal asociada al profundo temor de pérdida. Tanteé en otras mentes a bordo de la nave y, juntándolo todo, llegué a la sospecha de que el capitán llevaba deliberadamente su nave a chocar contra la nave aurorana.

–También esto me parece imposible, amigo Giskard –murmuró Daneel.

–Tuve que aceptarlo. Mi primer impulso fue alterar la mente del capitán, arrancarle la presión emocional de forma que variara el rumbo, pero no pude. Estaba tan firmemente decidido, tan saturada su mente de determinación, y, pese al suspenso, a la tensión y al temor de pérdida, tan rebosante de confianza en el éxito...

–¿Cómo podía sentir a la vez temor de pérdida por la muerte y sensación de confianza en el éxito?

–Amigo Daneel, ya he dejado de maravillarme ante la capacidad de la mente humana de mantener dos emociones opuestas simultáneamente. Me limito a aceptarlo. En este caso, intentar alterar la mente del capitán hasta el extremo de hacerle apartar la nave de su ruta, lo hubiera matado. No podía hacerlo.

–Pero al no hacerlo, amigo Giskard, montones de seres humanos en esta nave, incluyendo a Gladia, y a varios cientos más en la nave autorana, morirían.

–Podían no morir si el capitán estaba en lo cierto en su sensación de confianza en el éxito. No podía provocar una muerte cierta para evitar otras probables. Ahí está la dificultad, amigo Daneel, de tu ley Cero. La primera ley trata con individuos y seguridades específicas. Tu ley Cero trata con grupos vagos y probabilidades.

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