Roma Invicta (27 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: Roma Invicta
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Tras perder dos batallas, el prestigio de Roma en el sur de Galia empezaba a tambalearse. En el año 107, los tigurinos, una tribu que pertenecía al gran grupo de los helvecios, aprovecharon para pescar en río revuelto. Abandonando su territorio en la actual Suiza invadieron el suroeste de Aquitania y atacaron a los nitióbroges, aliados de Roma; no se trataba precisamente de una excursión campestre, sino un viaje de cientos de kilómetros que realizaron con toda impunidad.

Ese mismo año, Mario fue elegido cónsul y se las arregló para que la asamblea del pueblo le asignara el mando de la guerra contra Yugurta. A cambio, su colega Casio Longino, recibió el encargo de meter en cintura a los tigurinos.

Casio los persiguió hasta el Atlántico. Pero cuando estaba de regreso, los tigurinos, mandados por su caudillo Divicón, le tendieron una emboscada en Burdigala en la que perecieron el propio cónsul y su legado, el excónsul Lucio Pisón. Miles de soldados volvieron a quedar rodeados, como había ocurrido en las Horcas Caudinas y en la batalla de Sutul. Para que los tigurinos les perdonaran la vida, tuvieron que entregar rehenes, la mitad de sus víveres y equipo y, para colmo, pasar bajo el humillante yugo. Al volver a Roma, el legado que había negociado la rendición fue condenado al destierro.

Como se ve, la situación era mucho más preocupante en el norte que en Numidia, lo que explica que hasta entonces el senado se hubiese mostrado tan reacio a involucrarse a fondo en la guerra contra Yugurta. Las legiones habían sufrido ya tres humillantes derrotas ante cimbrios y tigurinos, y decenas de miles de bajas. Para colmo, en el este se seguía combatiendo contra los escordiscos. Allí las cosas iban mejor, pero las incursiones constantes del enemigo obligaban a mantener en la región un ejército entero bajo el mando prorrogado de Minucio Rufo, que había sido cónsul en 110.

En Galia, la pérdida de prestigio y autoridad de Roma había llegado a tal punto que la tribu de los volcas tectósages, que tenía un tratado de alianza con la República, lo rompió, tomó la ciudad de Tolosa y atrapó allí a la guarnición romana.

El encargado de suprimir aquella revuelta fue uno de los cónsules del año 106, Quinto Servilio Cepión. Partidario del bando de los optimates, presentó una ley por la que los jurados volvieron a ser elegidos de entre los senadores y no de entre los caballeros. Después de hacer que se aprobara, se puso en marcha y reconquistó Tolosa, asaltándola por sorpresa en la oscuridad de la noche.

En aquella ciudad se guardaba un enorme tesoro cuya historia resulta un tanto rocambolesca, y que probablemente esté adornada con algunas pizcas de ficción y folklore. En el año 279, una coalición de tribus celtas mandadas por un tal Breno, tocayo del caudillo que había tomado Roma un siglo antes, invadió Grecia y, entre otros lugares, saqueó Delfos. Allí, en el oráculo, se acumulaban ingentes riquezas, pues pueblos de todo el Mediterráneo llevaban siglos enviando valiosas ofrendas al oráculo del dios Apolo.

En aquella coalición de asaltantes habían participado los tectósages, que después se dirigieron a Galia con lo que les tocó del botín y se instalaron en Tolosa. Allí consagraron parte del tesoro y otra la arrojaron a los lagos de la región; en teoría, porque ese oro y esa plata robados de forma sacrílega estaban malditos y querían congraciarse así a los dioses.

Servilio Cepión se apoderó del tesoro sacándolo de los templos y del fondo de las lagunas sagradas, e informó al senado de que había reunido quince mil talentos entre oro y plata. Una cantidad respetable, pero más verosímil que los cientos de miles de talentos que mencionan las fuentes más exageradas y que suponen un orden de magnitud más.

Aquel dinero nunca llegó a Roma, ni tan siquiera a Masalia, pues el convoy que lo transportaba fue atacado por salteadores que lo robaron todo. Las sospechas recayeron sobre el propio cónsul, que habría organizado todo aquello para apoderarse del oro. Por el momento quedó impune, pero en 104 fue juzgado en la
quaestio auri Tolosani
y se le condenó al destierro, que pasó en Esmirna. Mientras tanto, la leyenda del oro de Tolosa no dejó de crecer.

La batalla de Arausto

D
espués de derrotar al cónsul Silano, los cimbrios habían hecho de nuevo mutis tras el telón. Pero a finales del año 106 volvieron a ponerse en marcha hacia el sur e invadieron terreno romano por tercera vez.

A estas alturas, ya llevaban quince años fuera de su patria de origen, lo que significa que para los más jóvenes de aquel pueblo errante la península de Jutlandia y la catástrofe que los había expulsado de sus hogares debían de ser poco más que un recuerdo nebuloso.

Por dos veces habían derrotado a los romanos, y por dos veces habían tenido la posibilidad de invadir Italia, una de ellas por el este y la otra por el oeste. ¿Qué harían esta vez? Aunque nadie lo sabía, en Roma la situación pareció lo bastante preocupante como para prorrogar el mandato de Servilio Cepión como procónsul y al mismo tiempo enviar al norte a uno de los cónsules del año 105, Cneo Malio Máximo, con un segundo ejército.

Para evitar conflictos entre ambos, se estipuló que el Ródano delimitaría sus respectivas provincias: al oeste Cepión y al este Malio. Este último envió río arriba a su legado Marco Aurelio Escauro en una misión de avanzadilla con el fin de que le avisara con tiempo del avance y las intenciones de los cimbrios.

Escauro y sus hombres se toparon con los cimbrios y fueron derrotados. El propio legado cayó derribado del caballo, y lo llevaron ante el consejo de jefes de las tribus. Allí, el caudillo principal, Boyórix, lo presionó para que ejerciera de mediador, pero Escauro se negó y fue ejecutado.
[15]

Al tener noticia de la muerte de su legado y la pérdida de los hombres que iban con él, Malio comprendió que los cimbrios bajaban por su orilla del Ródano y que se hallaba en grave peligro ante una marea humana como aquella, de modo que envió mensajeros al otro lado del río y reclamó la ayuda de Cepión.

Aquí entró en juego la famosa competitividad de la élite romana. En tanto que cónsul en ejercicio, Malio superaba en rango a Cepión, cuyo mando había sido prorrogado. Sin embargo, Cepión se resistía a subordinarse a un vulgar
homo novus
sin cónsules entre sus antepasados, y durante varios días se negó a cruzar el Ródano alegando que el mando de la Galia le pertenecía.

Cuando por fin lo hizo, en lugar de reunirse con Malio, plantó su campamento unos kilómetros al norte, más cerca del frente de avance del enemigo. No tardaron en llegar ante él enviados de rango senatorial para rogarle que colaborara con el cónsul, pero se negó a hacerles caso. Su intención era combatir él solo con su ejército para no compartir la gloria con ningún otro general.

Algo parecido había ocurrido en el año 225, en la batalla de Telamón. En aquella ocasión un ejército galo invadió Italia y se enfrentó con dos ejércitos consulares, el de Emilio Papo y el de Atilio Régulo. Este se empeñó en plantar batalla antes que su colega; una tozudez que le costó la vida y, literalmente, la cabeza, que fue exhibida como trofeo en el campo de batalla. A cambio, en aquella ocasión los romanos consiguieron encerrar a sus enemigos entre dos frentes y acabaron aplastándolos y obteniendo una de las victorias más resonantes de su historia.

Cepión planeaba actuar como Régulo. A ser posible, sin perder la cabeza. Su conducta permite deducir que se sentía optimista: sus tropas ya habían adquirido experiencia y tenían la moral alta tras sus victorias contra los tectósages y la toma de Tolosa. Derrotando a aquel enemigo que había humillado por dos veces a Roma, el procónsul conseguiría pasar a los anales y desfilar en triunfo por las calles de la ciudad.

De haberse reunido, los ejércitos de ambos generales habrían sumado entre sesenta y ochenta mil hombres, una fuerza formidable tratándose de un ejército romano. Frente a ellos, llegaba ya río abajo una nube de invasores, trescientos mil según Plutarco. No todos podían ser combatientes, pero está claro que superaban a los romanos en número. Y no eran salvajes ni bárbaros que atacaran a lo loco para cansarse y retirarse enseguida, tal como aseguraba el tópico sobre los guerreros del norte. Ya habían demostrado en ocasiones anteriores que, si los romanos querían derrotarlos, tenían que exigirse a sí mismos sus mejores prestaciones militares.

Los cimbrios volvieron a mandar embajadores a los romanos y les solicitaron tierras, y también grano para alimentarse y poder sembrar. Aunque aquí nos faltan detalles, por lo que cuentan los textos de César sabemos que este tipo de entrevistas solía celebrarse en terreno neutral. En este caso, es posible que se tratara de una reunión a tres bandas: los emisarios cimbrios, el séquito de Malio y el de Cepión, que más que compatriotas parecían enemigos.

Malio escuchó con cortesía a los enviados, pero Cepión montó en cólera y no solo los despidió con cajas destempladas sino que estuvo a punto de matarlos. Convencidos de que únicamente por la fuerza obtendrían lo que habían pedido, los cimbrios atacarán al día siguiente, 6 de octubre del año 105.

Los relatos sobre la batalla que siguió son confusos, algo que no solo se debe a la pérdida de fuentes, sino también al propio resultado de la contienda, de modo que lo que narro a continuación es una posible reconstrucción de los hechos.

Cepión, que era quien se encontraba más cerca del frente enemigo, trató de detener la primera acometida de los cimbrios, pero fracasó. Muchos de sus hombres murieron allí mismo, otros se refugiaron en el campamento y muchos siguieron hacia el sur, en dirección al ejército del cónsul Malio. Los cimbrios, victoriosos, los persiguieron. Pero eran tantos que parte de ellos se desgajaron del grueso principal y asaltaron el campamento de Cepión.

En el capítulo sobre la guerra de Yugurta comenté que era muy raro que un
castra
romano fuese tomado por el enemigo a no ser que las legiones instaladas en él hubiesen sido previamente derrotadas. En el caso de Arausio, precisamente, se cumplió esa condición. El campamento no tardó en caer en poder de los cimbrios, que lo saquearon y arrasaron, matando sin distinción a todos sus ocupantes, soldados y sirvientes civiles.

Ese mismo día se produjo una segunda batalla entre los cimbrios y los hombres de Malio. Estos debían de haber recibido ya a los supervivientes de la primera refriega; a esas alturas, más que servir de refuerzo, lo único que hicieron los fugitivos fue desordenar las filas del cónsul y hundir su moral. El frente de los cimbrios se abatió como una plaga de gigantescas langostas sobre las legiones de Malio, las flanqueó por su ala derecha y las encerró contra el río Ródano.

Aquella fue la segunda masacre del día. Arrinconados, los soldados del cónsul murieron por decenas de miles. El campamento de Malio fue saqueado y destruido como el de Cepión. De nuevo, los cimbrios no se molestaron en tomar prisioneros, lo que explica el asombroso número de bajas.

El 6 de octubre se convirtió en un hito señalado en la historia romana, pero no como lo habrían deseado Cepión y Malio. Desde entonces fue señalado como día
nefastus
, una fecha de mal agüero en la que no se podía llevar a cabo ninguna actividad pública.

No uno, sino dos ejércitos consulares habían perecido aplastados por el rodillo germano. Las derrotas anteriores habían sido humillantes, pero la de Arausio costó además muchísimas vidas de romanos y de aliados itálicos. Ambos cónsules lograron sobrevivir (algo que demuestra, de paso, que su conducta no fue un prodigio de heroísmo), pero Malio perdió a dos hijos en la batalla. Otro personaje del que seguiremos oyendo hablar, Quinto Sertorio, que por aquel entonces era tribuno militar, se salvó cruzando a nado el medio kilómetro que lo separaba de la otra orilla, hazaña nada desdeñable si se tiene en cuenta que cargaba con coraza y escudo.

Las cifras de muertos que ofrecen las diversas fuentes no coinciden, pero tampoco discrepan de forma exagerada. Según Livio y Orosio, perecieron ochenta mil soldados y cuarenta mil personas más entre sirvientes, mercaderes, artesanos, seguidoras de campamento, etc. Si atendemos a Diodoro de Sicilia, cayeron sesenta mil combatientes, un número que, dada la magnitud de la batalla, parece verosímil.

No es de extrañar que los relatos sobre este desastre sean poco precisos, puesto que tanto los supervivientes del entorno de Cepión como los del círculo de Malio tratarían de contar versiones contradictorias. Unas versiones que seguramente creían. Si en el caos de la batalla no resulta fácil describir de forma razonada lo que está ocurriendo, lo es mucho menos cuando tus tropas están siendo machacadas por un enemigo que parece salido de una pesadilla y el pánico cunde por tus filas como un incendio entre las mieses.

Arausio supuso para Roma un desastre solo comparable al de Cannas. Cuando las noticias llegaron a la ciudad, miles de personas lloraron a sus hijos, sus hermanos, sus padres o sus esposos. Hubo un momento en que el senado tuvo que decretar que se reprimieran las muestras de dolor para evitar que la moral pública se colapsara del todo.

Las puertas de Italia se hallaban abiertas de nuevo. Y esta vez de par en par, porque los romanos, después de perder dos ejércitos consulares, no tenían apenas efectivos que oponer a los cimbrios. En la ciudad se preguntaban qué harían los germanos a continuación. Si decidían bajar hacia el sur, ¿con qué tropas podrían detenerlos?

Al final de
La guerra de Yugurta
, Salustio describe el sombrío estado de ánimo que reinaba entonces. Toda Italia temblaba literalmente de pánico. Desde el punto de vista romano, galos, cimbrios y germanos eran una misma cosa: bárbaros del norte. Los viejos terrores provocados por Breno y sus saqueadores renacieron aumentados, y se quedaron tan grabados en la mente colectiva que desde entonces los romanos no dejaron de pensar que, mientras que a los demás pueblos podían someterlos gracias a su valor, cuando se trataba de combatir contra los guerreros norteños lo que se hallaba en juego no era la gloria, sino su propia existencia. Una creencia tan arraigada que llegaba todavía hasta los propios días de Salustio, contemporáneo de César.

El otro cónsul del año 105 era Rutilio Rufo, a quien ya hemos visto como legado de Metelo y colega de Mario en la campaña de Numidia. Ante el pánico general, decretó que todos los varones jóvenes juraran que no abandonarían territorio italiano. Por si aquel voto solemne no bastaba, despachó mensajeros a todos los puertos de la costa para ordenar que no se permitiese subir a bordo de ninguna embarcación a nadie menor de veinticinco años.

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