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Authors: MBA System

Rosado Felix (13 page)

BOOK: Rosado Felix
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—¿Cómo se llama? —preguntó él.

— Rosalía —dijo ella con voz dulce.

La palabra tembló en el interior de Curro. «Lleva una R en su nombre», le había dicho la santera cubana años atrás.

—Es un nombre muy bonito. Yo soy Curro —añadió, nervioso.

Ella no hablaba. Curro miraba a través de la cortinilla blanca de la ventana. La lluvia amainaba.

Rosalía pensaba en sí misma. No entendía muy bien por qué había decidido casarse.

No sabía qué hacer. Ni siquiera sentía afecto por su prometido. Era un compromiso amañado.

Incluso aquel hombre que tenía ahora enfrente le inspiraba más confianza que Orlando José. Así se llamaba el otro.

—¿Adónde se dirige usted? —preguntó Curro.

—A la finca de los señores de Labourdette, en Sevilla, nada más entrar en la provincia, hay un apeadero.

—No la conozco. ¿Es de familia francesa?

—No, en realidad voy a casa de mi... prometido. La finca es de su familia.

—Entiendo.

Entendía bien, que tan presto hubiera hablado ya de un prometido, de su prometido, pero adivinó que no lo dijo con mucha convicción, como si ocultara algo o no fuera tan cierto. Curro no las tenía todas consigo. Solo que, habiéndola encontrado únicamente dos veces, en el fondo de su ser aquella mujer le apasionara. Y apenas la conocía. No podría dejar que la ocasión se escapara como si fuera el agua del río que quisiera atrapar entre las manos. Un paso había dado, pues quebró su voz, atascada antes, tras romper no sin apuros el hielo; siguió el juego, pues así lo decidió con algún sudor.

 

Charlaron durante horas. Incluso decidió continuar con ella hasta la última estación. Aunque debía bajarse en Los Cortijos, optó por disfrutar de la compañía de una mujer que en un momento había resucitado su energía y sus ansias por vivir. Curro acababa de ser rechazado como empleado del ferrocarril porque se le seguía considerando un militar. Pero eso ya no le importaba. Una cosa tenía clara. «A Cuba no vuelvo, adiós al Ejército», pensó. «Rosalía es mi destino».

 

Y lo demás también ya era historia. Rosalía y Curro eligieron y decidieron seguir viéndose en aquellos viajes en tren, en paradas y fondas, lugares públicos y, sin embargo, íntimos y misteriosos para ellos, entre gentes desconocidas, quién va a sospechar de tal lugar de encuentro. Las cartas serían su tarjeta de citas. La relación terminó convirtiéndose en una pasión amorosa, excluyente y de perdición cuando luego, al divulgarse todo, porque los amores no pueden ocultarse por mucho tiempo, llegó la aventura a un trágico final. Al menos eso creía él, cuando, muy a su pesar, Rosalía le comunicó que iba a casarse con el tal Labourdette. La familia conoció, supo y advirtió que había otro hombre de por medio, un desconocido, si bien gallardo, del que tampoco sabían cómo se ganaba la vida. Y ese era él ahora, un fugitivo perseguido por la Justicia.

 

Curro piensa que aquello ocurrió hace ocho años y que su reencuentro con Rosalía será inolvidable. En el andén de Los Cortijos rasguea la guitarra que le enseñó a tocar Leandro, el bandolero de los versos. Mientras, espera a que llegue el tren.
Te beso en la boca / carnosos silencios / de lluvia lunera, /me atrapa tu risa / sencilla y salera
.

 

El bandolero se pregunta, solitario: «¿Por qué tengo que esconderme aún?». Ha pasado mucho tiempo. No quiere creer, pues, que la Justicia le persiga. La guerra y las revoluciones populares desvían la atención del Gobierno como para estar pendiente de un fugitivo en las montañas. Pero también habían puesto un precio por su cabeza. Los señores de Labourdette buscan venganza o justicia.

Arrancó el cartel con furia en su última visita nocturna a La Corcoya. El rostro de Curro y el bando que anuncia su búsqueda aparecía al lado de una convocatoria militar. Corrían malos tiempos por esa Andalucía serrana. Con el levantamiento de los obreros, quién va a pensar en un vil bandolero. Las cosas están mal para encontrar trabajo. El paro asola la región.
«Este es un país de latifundistas y caciques y nadie da un real por nadie»
, dicen los anarquistas. Hay manifestaciones y revueltas. Hasta los catalanes tienen miedo de perder sus negocios en Puerto Rico y Cuba. A Curro eso poco le importa. Él es un echao al monte. Y solo baja de noche, para ver a Rosalía. La semana pasada ella y él acordaron encontrarse en la estación de Los Cortijos, en ese apeadero abandonado, donde hace ocho años sucedió todo. Empezarían una nueva vida. Por eso está ahí, rasgando las cuerdas de la guitarra.

 

En los pueblos, los gobernadores lanzan proclamas y colocan pasquines. «Ven a luchar por la gloria del Imperio español». Gloria. Menuda gloria les espera a los pobres muchachos.

Están reclutando a muchos soldados para seguir luchando por Cuba.

—Estos años van a ser recordados por sus muertos. Ya lo verás —le comenta un anciano que encuentra al solitario Curro en la desvencijada estación. Curro no le hace mucho caso y continúa con su cantinela.

—Algunos van hasta contentos. Al menos tendrán con qué entretenerse, tirando tiros, matando, echando amoríos con las cubanitas... —dice el viejo otra vez. El hombre se detiene apoyado en un palo que le sirve de cayado, observa los montes, mira al cielo, a Curro, que toca la guitarra y oculta su rostro bajo su sombrero cordobés. El viejo de pelo cano golpea con el palo en el suelo, dos veces, tres, como si picara la tierra. Vuelve a mirar al cielo, sin nubes.

—Buen día hace hoy —dice y se marcha por el sendero hacia el río. Curro sigue a lo suyo.

¿Matando para qué, a quién y por qué? Qué preguntas, como si él no supiera lo que es matar, lo que significa asesinar a un hombre.

Solo faltaría eso, que me mandasen otra vez a Cuba. Ni por equivocación. Desde luego, sería mejor ir... Antes que acabar ante un pelotón de fusilamiento, todo vale. En esas condiciones, sí. Pero, ¡cualquiera entiende a estos políticos! Que todo empezó por una protesta para echar a los peninsulares; quizá... sea verdad o no, los insurrectos lo único que quieren es apoderarse de Cuba. Y entonces será justo, porque los cubanos no quieren a España. Esta marcada cicatriz de mi pecho me duele cuando cambia el tiempo... ¡un machetazo, por defender la puta colonia! O sea, han declarado la guerra a España para quedarse con Cuba. De esta forma parece que sí se entiende.

«Creo que esa es la historia —piensa, enojado —. Bueno, supongo que es como mi historia. Yo amo a Rosalía, y ella me quiere, esa es la realidad, ella no quería a Orlando, yo le desafié y, desgraciadamente, le maté. Sí, será eso. Aunque mi libertad me ha costado», piensa. Eso cree Curro. «Aunque mi libertad me ha costado», repite ahora a media voz y otea de nuevo el horizonte.

«Afortunadamente, Rosalía viene ahora en ese tren». A Curro no le llevarán otra vez a Cuba, no, ni preso, ni en condena, ni vivo. No. «¡Patriotas! ¡Yo no tengo más patria que el monte! Y me persigue la Justicia. ¿Qué van a esperar de mí?, ¿que empuñe un arma por la patria?».

 

Escondido en las cuevas de Los Cortijos, huye día tras día de la Guardia Civil. Aunque desde que estalló otra guerra en España parece que le han olvidado un poco. Con el ruido de sables de los carlistas, los reyes tienen dos tronos. Y la Guardia Civil, un rey. Pero a él eso no le importa, sino que ya no ve subir a los mosqueteros por el valle, ni por el camino, ni por la orilla del río. Huyendo, siempre huyendo. ¿Y todo por qué? Aquel hombre se iba a casar con Rosalía. Y Rosalía era suya. No de otro. Curro Córdoba se ajusta el chaleco y aprieta con fuerza la faca cuando lo recuerda. Se besa los dedos. «Por mi vida que lo volvería a hacer». El tren se acerca y sus pensamientos viajan con la vista puesta en el humo, cada vez más cercano. Siente deseos de estar con Rosalía.

 

Menudo escándalo. Dar un navajazo a Orlando José de Labourdette en la mañana de la boda. Recuerda la escena. En la estación de Los Cortijos. Bajaba de un vagón de primera clase, con aquel traje bordado. De gris marengo, con el clavel en la pechera izquierda. Altanero, repeinado y chulesco.

Curro entró en el pueblo con Aral, aquel caballo blanco que trotaba como un artista de cara al público. Apareció de improviso, majestuoso, acicalado, con la chaqueta negra y el sombrero cordobés. «¿Cuál de los dos es el novio?», se preguntaban las mujeres.

 

El corazón golpeaba el espíritu de Curro. Pum, pum... pum, pum. Apenas cuatro transeúntes y un puñado de viajeros circulaban por el andén. Algunas maletas subían y otras bajaban, como las de Orlando, cuyo mayordomo apilaba junto a un coche tirado por cuatro caballos azabaches enjaezados. Era como un símbolo de luto.

¿Por qué, a pesar de todo, Rosalía se dejó engatusar por ese hombre de charlatanería burguesa? Quizá no fuese difícil de explicar. Cuando Curro conoció a Rosalía, ella ya iba a casarse, sin ningún convencimiento, y su tía, doña Augusta, preparaba la boda cual celestina con el afamado terrateniente Orlando José de Labourdette. Aun así, creyó que Rosalía huiría con él. Por eso se quedó en España, por ella. Todo se truncó un día. Cuando un militar le interrogó que si era prófugo, le preguntó que por qué no se alistaba, que era importante para la Corona defender su patria, como si él no hubiera estado allí, como si la cicatriz no le recordase que él ya había derramado sangre por servir al rey. Y no eran buenos tiempos. ¿Y cómo le pagaron? No tenía trabajo y dijo, pues, que no tendría dueño. Así, aquel día huyó.
Y Rosalía continuó con sus planes de matrimonio. Era una situación confusa. Sea como fuere, él siguió los consejos de su viejo amigo el tabernero. Quien porfía, alcanza hoy u otro día.

—Curro, hay un dicho que corre por los mentideros, que dice que cuando la pobreza entra por la puerta, el amor sale por la ventana. ¿Tú vas a quitarle la mujer a un rico?

—¿Pues no se la he quitado ya? Tu bien me lo enseñaste. Dijo el perro al hueso, si tú estás duro yo tengo tiempo. Y en esas ando, con pertinacia y paciencia.

No, no. No se casaría con el terrateniente. No creyó que fuese a hacerlo porque seguían complaciendo sus deseos carnales. Cierto, Labourdette tenía dinero y él no. Pero una fuerza desconocida animaba a Curro y Rosalía a ser amantes. Él regresaba a menudo a ver a Rosalía. A poseerla. Y siguió acariciando a la mujer, que le abría el corazón en secreto. Eso era lo que no soportaba, seguir amándola a escondidas. Tenía el sentimiento roto. Y se rompió más en la noche que le anunció que llegaba la fecha de los esponsales.

—Tengo que impedirlo —dijo Curro, imperturbable como nunca. Y besó sus labios. Ella guardó silencio.

 

 

V. EL CABALLO BLANCO

Durante la mañana, Curro se acercó a la feria de ganados. Armado de pistolón y faca bajo el fajín. Una capa le cubre contra el frío de un noviembre que ha entrado nevado no solo en las cumbres, donde se refugia desde hace semanas, sino también en las villas por donde ha pasado en su huida. Descendió desde su retiro montando una jaca vieja que no sirve ni para cecina. Cabizbajo, ojea los caballos, apiñados se arremolinan vendedores y compradores. Curro se mueve entre las gentes, en busca del Jumilla, y consigue pasar desapercibido con su atuendo, pues la baja temperatura le permite cubrirse la cara como hacen casi todos.

Repentinamente, advierte que una pareja de la Guardia Civil acaba de llegar y pasea distraída sobre dos elegantes caballos que dan fuertes resoplidos al acercarse junto a una yeguada. En su rutina pasan de largo junto a Curro, que les observa atento, no sin cierto picor mordaz en el estómago. Afortunadamente, nadie le reconoce.

La bolsa de monedas que robó en su primer asalto le permitirá comprar un par de monturas sin levantar sospechas. El Jumilla siempre acude a la feria y espera que esta vez no haya fallado, pues necesita hablar con él. En una barraca asan chorizos y ofrecen jarras de vino tinto. Hambriento, se acerca y pide un almuerzo. Come con presteza y, después de saciar su apetito, conversa con un vendedor avispado que ha oído el sonido de los dineros en la bolsa de cuero.

—¿Quiere un caballo?

En realidad sí, es lo que va buscando, pero el súbito entrometimiento del gitano le hace dudar.

—No, no, estoy mirando —dice.

—Bien, pues mire mis caballos, estoy seguro de tener lo que va buscando —insiste con aspavientos, mientras se limpia la boca con la manga después de dar un trago de vino.

—No, no —contesta Curro.

—Vamos, hombre, ¡anímese, venga a verlos!

Curro acentúa su resquemor, pero en verdad que si no aparece el Jumilla es su oportunidad, si es que los caballos que vende este zíngaro no son jamelgos. Arrimado a la barraca, el gitano insiste con la jarra de vino en la mano.

—¿Qué?, ¿quiere verlos o no? Le haré un precio especial —dice.

De nada sirve que Curro intente disimular su nerviosismo cuando los guardias civiles regresan por el mismo camino, ahora en dirección contraria, aunque van charlando animadamente, sin mirar a su alrededor. El gitano observa de reojo, entiende que la aparición de los dos caballistas incomoda a su interlocutor y decide aprovechar la ocasión.

Con un guiño, le habla entonces:

—Oiga, amigo, veo que quizá necesite algo más de ayuda que un simple caballo, ¿no es así?

Curro hace un gesto por marcharse y dejarlo, pero el gitano insiste.

—Tranquilícese, yo le vendo un caballo, un buen caballo, solo eso, y, si quiere, por algunas monedas más, le saco de la feria sin ningún problema.

Curro no habla, sencillamente mira al suelo y a su alrededor. Necesita el caballo, pero no se fía.

— Le digo que le hago un buen precio y, además, chssss… —bisbisea con un gesto de un dedo en los labios—. Aquí no ha pasado nada.

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