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Authors: MBA System

Rosado Felix (16 page)

BOOK: Rosado Felix
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Y escribió estos versos:
Rosalía, morena / belleza, pasión / de mis venas, / de egregia figura y de rostro hermosa, / tu boca roja paraíso / de sirena, ríos de amor / de la montaña llegan.

 

Rosalía leyó el billete y quedó temblorosa por los sentimientos rescatados, luego nerviosa y, al instante, petrificada por el temor a la osadía de Curro anunciando su encuentro con ella en el mes y día citados en la carta.

 

 

El sereno entregó el pliego a través de las rejas del ventanuco. En noche cerrada de uno de los últimos días de aquel duro invierno, el hombre llegó haciendo sonar llaves y herramientas a la vera del convento de Santa María de los Ángeles Custodios.

—Rosalía —gritó en voz baja.

—¿Quién es?

—Judas, el sereno.

—¿Qué te trae por aquí? —contestó ella, asomando su hermoso rostro a la luz de la luna.

—Este pliego. Me lo dio un muchacho del monte, Leandro dijo que se llamaba —anunció en voz apenas perceptible. Veinte reales cobró el ganzúa por el servicio que no gratis lo hacía, pues todos sus trabajos eran pagados generosamente, más los nocturnos, ya que este sereno poco laboraba de abridor de puertas y sí de correveidile y celestino de corazones; Judas era el enlace de noches y amoríos por unas cuantas pesetas o duros, si era el caso difícil de atender, no en vano su información se pagaba a precio de doblón de oro, esto es de a cuatro o cinco duros si el correo era peligroso; llevaba misivas de puerta en puerta con su sonajero nocturno y en esas se entretenía y disfrutaba de la noche conociendo la vida de todos y cada uno; hábil era y de vez en cuando traidor si los mensajeros y amantes no ponían sumo acento en cuidar su bolsillo y su silencio.

Rosalía sabía de estas lides y temió que fuera algún mal ardid o cebo de la familia de Labourdette, a la que no veía desde que muriera Orlando a manos de Curro Córdoba. Interrogó, por tanto, a Judas para cerciorarse.

—¿Leandro lo trajo?, ¿quién es?

—Un zagal, pastor debe de ser y avispado, buen mozo es ya y tiene pinta de algo más, quizá de bandolero... vino ayer mañana, compró unos panes y legumbres que cargó en una mula torda y presto dio la vuelta hacia las montañas.

—¿Y qué más te dijo? —preguntó ella, curiosa, agitado su corazón.

—Pues que viniera al convento a saludar a Rosalía de parte de un amigo.

—¿De qué amigo me hablas?

—No dijo más, señorita —continuó él en baja voz—. Bueno, sí, habló de don Manuel, al que llaman el Campuzano, me apuntó.

Rosalía comprendió impaciente entonces de quién era el mensaje. De don Manuel, el carretero que vivía en el pueblo de al lado, se podía esperar cualquier ayuda.

—¿Vino don Manuel a La Corcoya?

—No, no, él no, el muchacho me dijo que le vio en Sacramento.

—¿Y el tal Leandro es pastor?

—Eso dice, y luego me pagó, aunque yo creo que portaba un arma bajo el fajín...

Ella comprendió.

—¿Y no será peligroso que venga de esta manera?

—Señorita, el tiempo apremia, no tenga cuidado ni se preocupe en estos momentos de detalles, tenga confianza que quizá más cartas le envíen y yo, generoso, las traeré —añadió el viejo sereno, sonriente como un felino, y al decir lo de generoso le brilló un diente de oro—. El zagal trajo este recado de Los Cortijos y yo se lo doy sin más tardanza. Tenga.

Rosalía le preguntó una vez más, antes de coger el papel, porque tenía sus desconfianzas:

—¿Y dónde se lo dio?

—En la tasca, ya sabe, vino y preguntó por Judas el Sereno, como es de recibo cuando se quiere enviar un correo nocturno.

Así ella lo cogió ya sin más miramientos.

 

 

XII. LAS TRES VIUDAS

En la tasca de La Corcoya es habitual recibir el correo que el sereno reparte por las noches como si fuera un cartero real. En la tasca no entran las mujeres, aunque se avienen mucho a ellas. Los hombres beben y tratan de labranzas, de pastos y ganado, de fincas y cortijos, de toreros, de bandoleros de la serranía y de mujeres, mucho... Lo de los billetes nocturnos empezó con tres viudas de La Corcoya, una madre y dos hijas que aún dan bastante que hablar y su historia atrae a los viajeros. Estos se entretienen con el cuento entre mistela y mistela que a cuatro manos sirve Sanjuán, el Bacalao.

Un día llegó un catalán vendiendo paños y, como es costumbre, pasó a tomar un chato. Solo un chato quería, pero salió borracho. Porque la historia de las viudas es una fuente de ganancias para el tabernero, pues quien empieza a escuchar se tiene que tomar varias jarras, nadie se va sin oírla entera y, claro, se mata el gusanillo de la sed y la curiosidad que pica a la condición humana se ve saciada. El tabernero se embolsa sus duros y luego paga al cuentista, el Relataor le llaman, por su atenta y palpable colaboración en el aumento de la bolsa y de sus ingresos.

Así, el catalán entró y pidió de beber, sentóse luego en la mesa y escuchó como si estuviera ante una pieza de teatro.

El Relataor comenzó su cuento.

—Antes de estos años había tres viudas en el pueblo, una madre, su hija y la nieta. Y tras muchos pesares, escribieron una carta al señor cura, claro, y como no sabían de qué modo podían hacerla llegar al señor padre sin levantar sospechas, se la dieron al sereno, que de este modo empezó con un trabajo extraordinario; no queda claro si alguna mujer se entendía con el cura o si eran solo confesiones, pero como eso eran rumores no importa demasiado y lo del correo tampoco, sino qué les pasó a estas tres, por cierto, bellas mujeres; ellas pedían perdón por sus pecados y fe y fuerzas al Señor porque no entendían el castigo que sufrían, eso decían, sí, ¡qué terrible tragedia!, fueron tres generaciones de viudas y solo hijas tuvieron, ningún varón, solo parieron hembras, se casaron pronto, con embarazos tempranos y sin boda principal, que acudieron a los esponsales vestidas de blanco las novias y con una tripa de bombo a punto de estallar, cuando no de romper aguas. Y así fue, que celebraban los matrimonios con sonrisas de felicidad interrumpida a los pocos tiempos de casarse.

—¿Y cómo fue? —preguntaba el curioso público.

—Primero, como es evidente, fue la iniciadora de la saga, doña Clotilde, que Dios la tenga en su gloria, sí, hacia el año de mil ochocientos diez se casó por las prisas que decían los abuelos, pero antes de eso oigan lo que pasó; allí, en la serranía, la dejó preñada un soldado de Napoleón, un galán que aturdió a la pobre con su uniforme azul, su sable de plata y su bigote recto, prendidita se quedó del infortunado y desvergonzado Pierre, Pierre, Pierre... lloraba luego, desconsolada ella, cuando él, después de dar satisfacción a sus instintos desbocados por la figura y los grandes pechos de doña Clotilde, la dejó tirada por otra; claro que doña Clotilde era muy de armas tomar y salió, hecha una basilisca, a buscar al abusador y le habría matado solo con mirarle; le encontró pronto, vaya que sí, pues no creía el gabacho que se iba a escapar así como así, y le llevó a los altares arrastrándolo, pero bien hubiera acertado en no llegar a ese extremo porque en el pueblo se quedó poco tiempo, enseguida mandaron a los franceses a seguir la guerra y cayeron en una emboscada de Juan Martín el Empecinado, el cura guerrillero, y los mataron a todos, a Pierre también, y doña Clotilde se quedó sin marido y sin queridos que desearan ya pretenderla porque se había acostado con un invasor, con un usurpador de la patria. Pero nació una hermosa y preciosa niña...

—La segunda hija viuda —apuntó un oyente con la garrota, como si hiciera de ayudante.

—La misma, que aquí va su historia —continuó el Relataor—. La gabachita la llamaron en el pueblo, la pobre, ¡qué linda era!, ¡eso sí!, tanto como su madre, con unos ojos negros y un pelo negro como el azabache, y los labios sabrosones, franceses, y cómo creció, con esa cara de ángel y con el cuerpo de puta, decían, fue una hermosa doncella que siguió los destinos de su madre; porque María Francisca, la gabachita, fue pretendida por otro soldado de paso, de esos que alardean de hombría y que presentan por todas luces únicamente la facha de unas lustrosas botas y los ornamentales galones, y doña Clotilde, que ya se sabía la historia y abiertos los ojos tenía, se lo quiso explicar a su hija, que no, María Francisquita, porque ella le llamaba de esta manera, que no te entregues a ninguno de estos hombres, que te dejarán tirada; mas no hubo modo alguno de convencer a la moza, no, no, imposible, ella no hizo ningún caso y para responder y contrariar a su madre se encerró en sus dieciséis años o poco más y le tomó un cariño desmesurado al soldado, un carlista que atendía por el nombre de Irigorte Cipérez Varacorta, que también tenía castañas, mira que llamarse así. Feo, feo de nombre, de buena planta y poca cabeza, como decimos nosotros, era de los de llevar boina frigia o gorra militar calada, mas engatusador y hábil se llevó al huerto a la gabachita; al soldado Irigorte Cipérez Varacorta lo calaron pronto en el pueblo, donde a la par que palurdos somos graciosos, baste decir que si el intruso es desconsiderado y chulo o rufián, más peladas se lleva, y eso le ocurrió a Irigorte, que empezó a ser llamado Pichicorte Pichacorta, claro que no debió de tenerla tan corta, ¿verdad ?, porque dejó endilgada a la joven gabachita con otra barriga reventona, preñada como su madre quedó...

—¿Y se casó? —preguntó uno.

—¿Pues no había de casarse? También quedaría viuda. Esto ocurrió. Asomada a un traje nupcial blanco y harto de flores, feliz se la veía en la iglesia, con sus manos sujetando los bajos de la bolsa del hijo que llevaba en las entrañas, y él, Irigorte o Pichicorte, que es lo mismo una cosa que otra, digo, manirroto y cazado en estas lides, con la sonrisa forzada dijo sí quiero, como podía haber dicho ¡qué locura estoy haciendo!, dijo que sí, que aceptaba por esposa a María Francisquita, mientras guiñaba el ojo a la prima de la gabachita, entiendan el enredo; la primita estaba escondida y celosa tras una columna del pórtico de la iglesia de San Salvador, ¡Ave María Purísima!, debieron de gemir las beatas que lo vieron.

—¿Pero se casó? —dijo un despistado que había perdido el hilo.

—¡Pues claro que se casó! ¿No hemos dicho antes que las tres enviudaron?, ¿cómo se puede enviudar si no ha habido boda antes? —replicó el Relataor.

—Siga, siga —apuró el catalán.

—Seguimos. Se casaron y ¡en qué hora!, Irigorte no sería ni para su esposa ni para la otra, el intencionado engañador murió a más no tardar sin haber pasado un año en otra feria; por puro exhibicionismo se subió a un caballo zaino y salvaje, este dio dos saltos y el jinete salió despedido como un saco yéndose a estrellar la cabeza contra las talanqueras de la plaza, y allí se quedó más muerto que vivo sin decir ni siquiera ¡ay!

—¡La segunda viuda! —espetó uno.

—¡Ahí estaba la segunda viuda! Con un hijo... —se calló un instante y siguió— …¡perdón, miento, perdón!, ¡con un hijo, no!, ¡con otra hija recién nacida!, la pequeña llegaba al mundo, o sea, con una madre viuda y una abuela viuda, las dos de luto, ya por dos veces. Nació en la casa de doña Clotilde su nieta Milagros, la hija del difunto Pichacorta, ya con este apodo bien o mal ganado, pero así las gastamos en el pueblo, sobre todo con los necios que se toman la revancha con sus aprovechamientos de las mujeres.

—¿Y qué pasó con la chiquilla nueva? —preguntó un impaciente.

—Calma, calma, ¡venga otra rondita de tragos para esta gente! —aprovechó el Relataor para meter la cuña a los bebedores—. Milagros creció más modosita que su madre, que viuda alegre estaba y apetecible, pero nadie quería tocarla siquiera no fuera a suceder lo que a los otros, ya se pueden imaginar, acercarse a ellas se convirtió en leyenda, nadie osaba pues intimar ni con la abuela, ni con la madre, ni con la nieta; sin que los mozos se fijaran en ellas más que de vista y de larga vista; empezó a correr el rumor de que el siguiente sería también carne de viuda —y dejó caer la frase lánguidamente, lo que levantó las risas de los allí presentes, aunque muchos de ellos conocían de sobra la función.

—¡Beba, beba! —dijo uno.

—¿Cómo cayó el tercer incauto? —preguntó otro.

El Relataor bebió una mistela de dos tragos, chascó la lengua y continuó la historia.

—La leyenda se hizo propia con la familia y, aunque Milagros era una niña hermosa como la que más, ¡quién se atrevería a deshonrarla sino otro desconocido! Pasaron los años, se avejentó la abuela y se arrugó la belleza de la hija entre las cuatro paredes de su casa, mientras Milagros crecía y crecía con la herencia del cuerpo de su progenitora, pues también mostró a los ojos de los hombres unos deslenguados atributos femeninos... —Y se calló de nuevo.

—Pero siga, hombre, siga —dijo el catalán.

—¿Cómo he de seguir si se me ha terminado la mistela?

—¡Tabernero!¡Ponga mistelas para todos! —pidió el catalán.

—¡Ahí está, ahí está! ¡Alegría! —agradeció uno.

Hasta este punto muchos seguían el cuento, pero aun los que más veces lo habían escuchado no sabían más porque siempre que el Relataor lo contaba ellos iban ya sobrados de jarras y ebrios; o sea, que pocos acertaban a llegar al final, o lo hacían pero no lo recordaban, y la tasca se transformaba en un hervidero de voces y risas que, a coro, acababan con halagos y vivas a las hermosas viudas.

El Relataor, que también bebía lo suyo, intentaba luego calmar ese gallinero. Era difícil concluir el cantar sin ser interrumpido y más difícil aún escuchar. O sea, que el realmente interesado se desvivía gritando silencio, silencio, o siga, siga, hasta que se cansaba y lo dejaba para otro día. Mas, sin duda, el catalán no iba a tener otra ocasión, pues de paso estaba allí, e hizo un esfuerzo; aunque bien notaba que los efluvios subían a su cabeza y no pudo hacer otra cosa que seguir escuchando con una sonrisa bobalicona dibujada en su rostro.

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