—Pero, ¡ay! —dijo Amy—, mi señora se vio reducida a una situación tan penosa que a nadie se le ocurriría ni mirarla, a menos que fuese para mendigar con ella.
Al verlo tan engañado, Amy siguió explicándole con un largo y quejoso lamento cómo a ella misma la había convencido para que se casara con él un pobre lacayo, un don nadie que se las daba de caballero, y que la había arrastrado hasta aquel país extranjero, para convertirla en una pordiosera. Luego empezó a gemir y lloriquear otra vez, cosa que era pura hipocresía, aunque fingía tan bien que él la creyó y dio crédito a todo lo que le decía.
—No obstante, Amy —dijo él—, vas muy bien vestida y no das la impresión de ir a convertirte en una pordiosera.
—¡Sí! —dijo ella—, así lo ahorquen, aquí hay que ir bien vestida, aunque una no lleve ni siquiera una camisa debajo, pero yo prefiero tener dinero contante y sonante a un baúl lleno de vestidos. Además, señor —añadió—, casi toda la ropa que tengo me la dieron en mi último empleo, cuando dejé a mi señora.
A lo largo de aquella conversación, Amy averiguó en qué situación estaba el caballero y cómo se ganaba la vida a cambio de prometerle que, si alguna vez volvía a Inglaterra y veía a su antigua señora, no le diría que estaba vivo.
—¡Ay, señor! —dijo Amy—, es posible que no vuelva nunca a Inglaterra. Y, en caso de que lo hiciese, la probabilidad de que me encontrara con mi antigua señora sería de una entre diez mil, pues ¿cómo saber dónde buscarla o en qué parte de Inglaterra pueda estar? No sé ni dónde preguntar por ella. Y, si tuviera la felicidad de verla, no cometería la maldad de decirle dónde estabais vos, a menos que estuviese en situación de ayudaros.
Eso terminó de engañarlo y le decidió a hablar con ella abiertamente. Respecto a sus propias circunstancias, le explicó que lo veía ahora en el puesto más alto al que podía aspirar, pues, al no tener ni amigos ni conocidos en Francia y, lo que era aún peor, nada de dinero, le resultaba imposible ascender. Justo una semana antes podría haber sido teniente de la caballería ligera, gracias a la influencia de un oficial amigo suyo en los gendarmes, pero tendría que haber encontrado ocho mil libras para pagarle al caballero que tenía el cargo y había autorizado a su amigo a venderlo.
—Pero ¿de dónde voy a sacar yo ocho mil libras, si jamás he tenido siquiera quinientas desde que llegué a Francia?
—¡Dios mío, señor! —dijo Amy—. Siento mucho saberlo, supongo que, si alguna vez lograseis un ascenso, volveríais a acordaros de mi antigua señora y haríais algo para ayudarla, pobre mujer, sin duda lo necesita. —Y luego volvió a echarse a llorar—. Es muy cruel que no hayáis podido reunir el dinero, cuando teníais un amigo para recomendaros, y que sólo por eso hayáis perdido la ocasión de un ascenso.
—Sí, Amy, así es —dijo él—, pero ¿qué otra cosa puede hacer un extranjero sin amigos ni dinero?
Amy volvió a acordarse de mí.
—En fin, es mi pobre señora quien ha salido perdiendo, aunque no lo sepa. ¡Dios mío! Cuánto le habría alegrado, señor, que la hubieseis ayudado.
—Sí —dijo él—, Amy, lo habría hecho de todo corazón e incluso ahora siendo tan pobre trataría de ayudarla si supiese que lo necesita; aunque descubrir que sigo con vida tal vez podría perjudicarla si es que ha vuelto a casarse.
—¡Ay! —dijo Amy—. ¡Casarse! ¿Quién iba a casarse con ella en la condición en que se encuentra? —Y así concluyó de momento su conversación.
Todo aquello era mera palabrería por ambas partes pues, mediante indagaciones posteriores, Amy descubrió que no le habían ofrecido el ascenso a teniente, ni nada parecido, y que todo lo que le había dicho no era más que una sarta de mentiras. Pero cada cosa a su tiempo.
Aquella conversación, tal como me la contó Amy, fue de lo más emocionante para mí. Y al principio pensé en enviarle las ocho mil libras para que comprase el ascenso del que había hablado, pero, como lo conocía mejor que nadie, quise saber un poco más y envié a Amy a preguntar a otros soldados, para averiguar qué clase de persona era y si había algo de verdad o no en la historia del ascenso.
Amy no tardó en descubrir que era un auténtico canalla y que nada de lo que le había dicho era cierto, sino que se trataba, en pocas palabras, de un estafador incapaz de detenerse ante nada con tal de conseguir dinero, por lo que no se podía confiar en nada de lo que dijera. Y, en concreto, que lo del ascenso era totalmente falso, pues le contaron que había empleado varias veces aquel truco para conseguir dinero prestado y hacer que los caballeros se compadeciesen de él; les decía, además, que tenía una mujer y cinco hijos en Inglaterra a quienes mantenía con su paga de soldado, y con aquellos métodos había incurrido en deudas en varios sitios, y, debido a las muchas quejas, lo habían amenazado con expulsarlo de los gendarmes. Y, en suma, que no se podía dar crédito a nada de lo que dijera, ni confiar en él bajo ningún pretexto.
Al oír aquella información, a Amy empezaron a quitársele las ganas de seguir tratando con él y afirmó que no era seguro para mí tratar de ayudarlo, a menos que quisiera despertar unas sospechas que podían ser mi perdición, teniendo en cuenta la situación en que estaba yo ahora.
Pronto se confirmó aquella faceta de su carácter, pues la siguiente ocasión en que Amy fue a hablar con él se retrató aún con más franqueza y, aunque ella le había dado esperanzas de conseguir que alguien le prestara dinero a interés bajo para lograr el ascenso de teniente, él cambió de conversación, luego afirmó que ya era tarde para conseguirlo y se rebajó a pedirle a la pobre Amy que le prestara quinientas
pistoles
.
A fin de ponerlo a prueba, Amy alegó que era pobre y sus circunstancias muy apuradas, por lo que no podía reunir semejante suma; él rebajó la cantidad a trescientas, luego a cien, a cincuenta y por fin a una
pistole
, que ella le prestó y, como no tenía la menor intención de devolvérsela, a partir de entonces trató siempre de evitarla. Convencida de que era el mismo inútil que había sido siempre, lo olvidé por completo, mientras que, si hubiese sido un hombre sensato y con el más mínimo sentido del honor, mi intención era volver a Inglaterra, haberlo mandado llamar y haber vivido honradamente con él. Pero igual que un idiota es el peor marido para ayudar a una mujer, un idiota es el peor marido al que puede ayudar una mujer. De buen grado le habría echado una mano, pero ni se lo merecía, ni habría sabido aprovecharlo. Si le hubiese enviado diez mil coronas, en lugar de ocho mil libras, con la condición expresa de que comprase inmediatamente el ascenso del que había hablado con parte del dinero y de que la otra parte la enviase para aliviar las necesidades de su desdichada esposa en Londres y para que la parroquia no tuviera que ocuparse de sus hijos, es evidente que habría seguido siendo un simple soldado y que su mujer y sus hijos habrían seguido pasando hambre en Londres o a cargo de la caridad, tal como él creía.
En vista de que no tenía remedio, me vi obligada a apartarme de quien tanto me había perjudicado en primer lugar y a reservar la ayuda que tenía pensado ofrecerle para mejor ocasión. Lo único que tenía que hacer era evitar que me viese, lo que no me resultó difícil, sabiendo la vida que llevaba ahora.
Amy y yo discutimos varias veces aquella cuestión, para asegurarnos de no volver a encontrárnoslo jamás ni por casualidad, no fuese a producirse un descubrimiento que podía sernos fatal. Amy sugirió que tomásemos la precaución de averiguar dónde estaban acuartelados los gendarmes y de ese modo evitar toparnos con ellos. Cosa que hicimos.
Pero con eso no me bastó. Ningún modo de preguntar dónde estaban acuartelados los gendarmes me pareció del todo fiable. Así que encontré a un hombre que tenía grandes dotes como espía (en Francia abunda la gente así) y lo utilicé para seguir los movimientos de la otra persona. Lo contraté para seguirlo como a un fantasma, sin perderlo nunca de vista. Lo hizo con total perfección y me proporcionó siempre un detallado registro diario de sus movimientos, de manera que, tanto cuando estaba de servicio como en sus momentos de ocio, lo tuvo siempre tras sus talones. Salió un poco caro, pues a alguien así es necesario pagarle bien, pero cumplió su trabajo con una puntualidad tan exquisita que el pobre hombre apenas había salido de casa y yo ya sabía adónde iba, con quién lo hacía y cuándo estaba en Francia o en el extranjero.
Gracias a ese extraordinario procedimiento pude estar segura y salir o quedarme en casa según existiera o no la posibilidad de encontrármelo en París, en Versalles o en cualquier lugar adonde yo pudiera ir. Y, aunque me resultó ciertamente muy caro, lo consideré indispensable, así que no reparé en gastos, pues sabía que ningún precio era demasiado caro con tal de garantizar mi seguridad.
De ese modo tuve oportunidad de comprobar la vida tan insignificante y despreocupada que llevaba el desdichado indolente cuyo temperamento perezoso había sido mi ruina, y que sólo se levantaba por las mañanas para poder acostarse por la noche; supe que, aparte de la instrucción con la tropa, a la que estaba obligado a asistir, era un mero animal inmóvil, sin la menor consecuencia para el mundo y que, aunque aparentaba estar vivo, no tenía otra ocupación en la vida que esperar a que llegase la muerte. Ni tenía amigos, ni se interesaba por ningún deporte, ni era aficionado a ningún juego, ni en realidad hacía nada, sino que, al fin y a la postre, se paseaba por ahí como quien no vale ni dos libras ni vivo ni muerto, sabedor de que, cuando muriese, no dejaría tras de sí ningún recuerdo de haber pasado por este mundo, y que lo único que había hecho que valiera la pena mencionar era engendrar a cinco mendigos y matar de hambre a su mujer. El diario de su vida, que recibía cada semana, era lo más insignificante que se pueda imaginar y, como no había nada de importancia, como ni siquiera puede bromearse con él y carece de la relevancia necesaria para entretener al lector, he preferido omitirlo.
Sin embargo, debía cuidarme y protegerme de aquel inútil, ya que era lo único que podía perjudicarme en el mundo. Debía evitarlo como a un espectro, o incluso al diablo, si se cruzara en nuestro camino, y pagué ciento cincuenta libras al mes, que doy por muy bien empleadas, a cambio de tener a aquel individuo bajo vigilancia constante; es decir, de que mi espía se asegurase de no perderlo de vista ni una sola hora para poder darme siempre razón de él, lo que no le resultaba demasiado difícil teniendo en cuenta su estilo de vida, pues había semanas enteras en las que se pasaba más de diez horas al día adormilado en un banco a las puertas de la taberna del cuartel, o borracho en el interior.
Aunque aquella vida tan infame que llevaba despertaba a veces mi compasión y me admiraba que un hombre tan bien educado y caballeroso pudiera haber degenerado hasta convertirse en un inútil semejante, al mismo tiempo me llenaba de desprecio y me impulsaba a decir que mi caso debería servir de advertencia a todas las damas de Europa respecto al peligro de casarse con un idiota. Si un hombre sensato cae, vuelve a levantarse y su mujer todavía tiene una oportunidad. ¡En cambio, si un idiota cae una vez, se habrá perdido para siempre, cae en el arroyo y muere en el arroyo, empobrece y muere de hambre!
Pero ya es hora de dejar de hablar de él. Al principio mi única esperanza había sido volver a verlo, ahora mi único contento era no volver a verlo jamás y, por encima de todo, asegurarme de que él no volviera a verme a mí, cosa que hice como he contado más arriba.
Decidí volver a París. Así que dejé a su Alteza mi niño, como lo llamaba siempre, en…, la residencia campestre en la que me había alojado hasta entonces, y volví a la capital a petición del príncipe, quien fue a visitarme nada más llegar y afirmó que había ido a expresarme su alegría por mi regreso y a agradecerme que le hubiera dado un hijo. Yo pensé que había ido a hacerme un regalo, y así fue al día siguiente, pero entonces se limitó a bromear y aseguró que me regalaría su compañía toda la tarde, cenó conmigo a medianoche y me hizo el honor, como él dijo, de alojarme entre sus brazos toda la noche, diciendo medio en broma que el mejor modo de darme las gracias por un hijo recién nacido era encargar otro.
Pero, tal como yo me había barruntado, a la mañana siguiente me dejó sobre el lavabo una bolsa con trescientas
pistoles
. Le vi dejarla allí y comprendí lo que significaba, aunque no hice caso hasta que fingí encontrármela por casualidad, luego solté un grito y empecé a regañarlo, pues en esas ocasiones él me permitía hablarle con total familiaridad: le dije que era un desconsiderado, que nunca me daría la oportunidad de pedirle nada, que me hacía ruborizar de gratitud y otras cosas parecidas. Yo sabía que eso le complacía mucho pues, igual que era desmedidamente generoso, también agradecía infinitamente que no le pidiese nunca favores, y lo cierto es que no le pedí ni un penique en toda mi vida.
A mis reproches respondió diciendo que, o bien yo era una auténtica comedianta, o bien tenía de forma natural lo que tanto les cuesta adquirir a otros, y que no había mejor modo de complacer a un hombre honorable que no agobiándolo con peticiones y solicitudes de favores.
Yo le respondí que nada podía pedirle si nunca me daba ocasión a hacerlo, que esperaba que no me diese todo aquello por miedo a que no lo importunara y que podía estar seguro de que preferiría verme reducida a la condición más baja antes que molestarlo.
Él replicó que un hombre de honor debe saber siempre lo que le corresponde hacer y, como estaba seguro de no hacer más que lo que era razonable, me dio permiso para hablarle con libertad si quería alguna cosa. Afirmó que me valoraba demasiado para negarme nada, aunque para él era muy agradable saber que lo que hacía me satisfacía.
Estuvimos intercambiando cumplidos un buen rato y, como me tuvo entre sus brazos la mayor parte del tiempo, puso fin con sus besos a todas mis expresiones de agradecimiento y no me dejó decirle más.
Debería aclarar aquí que el príncipe no era súbdito francés, aunque en esa época residiera en París y pasara mucho tiempo en la corte, donde imagino que tendría o estaría esperando algún cargo de importancia. Lo digo porque unos días después fue a verme y afirmó que traía unas noticias que no eran las mejores que podía darme. Yo lo miré un poco sorprendida, pero él me respondió:
—No os preocupéis, es tan desagradable para mí como para vos, pero he venido a consultaros para ver si podemos solucionarlo de modo conveniente para ambos.