Roxana, o la cortesana afortunada (16 page)

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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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Por fin, me atreví a hablar:

—Señor —le dije al mercader holandés—, ¿a qué vienen esos conciliábulos? ¿Qué es lo que ha enfadado tanto a este caballero? Si ha de hacer tratos conmigo, preferiría que utilizara un idioma que yo pueda entender; y si estáis tratando otros asuntos, permitid que me retire v vuelva cuando hayáis terminado.

—No, no, señora —dijo el holandés con mucha amabilidad—, no debéis iros, toda nuestra conversación es acerca de vos y de vuestras joyas y ahora comprenderéis por qué os concierne.

—¿Qué por qué me concierne? —dije yo—. Y ¿qué puede concernirme tanto que haga sufrir así a este caballero? ¿Y por qué me mira de ese modo? Casi parece que quisiera devorarme.

El judío me entendió y empezó a hablar en francés, preso de ira.

—Sí, señora, me temo que os concierne y mucho —repitió las palabras mientras movía la cabeza de un lado al otro y luego se volvió hacia el holandés—. Os ruego, señor, que le expliquéis lo que sucede.

—No —dijo el mercader—, aún no, antes discutamos un poco más el asunto. —Y se fueron a otra habitación donde siguieron hablando en voz alta en un idioma que yo no comprendía.

Empecé a pensar con sorpresa en lo que había dicho el judío, me angustié tratando de entender sus palabras y me impacienté tanto que se lo hice saber al mercader y llamé a uno de sus criados para que le dijera que quería hablar con él. Cuando llegó, le pedí que me disculpara por ser tan impaciente, pero le expliqué que estaba muy intranquila y que necesitaba saber lo que ocurría.

—Pues bien, señora —dijo el mercader holandés—, el caso es que yo también estoy muy sorprendido. Ese hombre es un judío que entiende mucho de joyas, y por eso lo mandé llamar para que os las comprara, pero, en cuanto las vio, las reconoció con total seguridad y lleno de ira, como habéis visto, me explicó que eran las joyas que llevaba consigo un joyero inglés al que robaron cuando iba camino de Versalles (hace ahora unos ocho años) para mostrárselas al príncipe de…; al parecer asesinaron a aquel pobre caballero para arrebatarle esas mismas joyas, y ahora el judío no hace más que pedirme que os pregunte de dónde las habéis sacado y os acuse de robo y asesinato, para que os interroguen a fin de averiguar quiénes fueron los culpables y ponerlos a disposición de la Justicia.

En ese momento el judío irrumpió en la habitación sin llamar a la puerta, cosa que me sorprendió un poco.

El mercader holandés hablaba muy bien inglés y sabía que el judío no entendía ni una palabra, así que, desde que entró en la habitación, siguió explicándomelo todo en inglés. Yo me sonreí y él volvió a ponerse fuera de sí, a mover la cabeza y a hacer muecas, me amenazó por reírme y dijo en francés que aquello no era cosa de risa. Yo volví a reírme y me mofé de él, para darle a entender lo mucho que le despreciaba; luego me volví al mercader holandés y le dije:

—Señor, ese hombre tiene razón al decir que estas joyas pertenecieron al señor…, el joyero inglés, pero, cuando exige que se me interrogue para saber cómo llegaron a mi poder, no hace sino demostrar su ignorancia y sus malos modales. Tanto vos como él estaréis más tranquilos en cuanto os diga que soy la desdichada viuda del señor…, que fue bárbaramente asesinado camino de Versalles, y que las joyas que le robaron no fueron éstas sino otras. El señor… dejó éstas en casa conmigo, por miedo a que le robasen. Si las hubiese adquirido de otro modo, señor, no habría sido tan estúpida para tratar de venderlas aquí, donde se cometió el crimen, sino que habría ido a cualquier otra parte.

El mercader holandés, que era a su vez un hombre honrado, se llevó una agradable sorpresa, y creyó todo lo que dije, ya que, al ser casi todo literalmente cierto, a excepción de lo de mi matrimonio, hablé con tanta naturalidad que era evidente que no era culpable de nada de lo que sugería el judío.

Éste se quedó muy confundido al oír que yo era la mujer del joyero, pero estaba tan enfadado que me miró con un gesto diabólico y, después de meditarlo, respondió que eso no me serviría de nada, y le pidió al holandés que volviera a salir y le comunicó su intención de llevar el asunto más lejos.

Por fortuna, se dio una circunstancia que ciertamente fue mi salvación, y es que aquel idiota no pudo contenerse y, cuando salieron de la habitación, le dijo al mercader holandés que pensaba entablar un proceso contra mí por asesinato, y que iba a pagar muy caro haberme burlado de él de ese modo. Y, después de pedirle al mercader que lo avisara cuando volviera a verme, se marchó. Si hubiese sospechado que el holandés iba a decírmelo todo, no habría sido tan estúpido como para contárselo.

Pero dejó ver la maldad de sus intenciones y el mercader fue tan bueno como para ponerme al tanto de sus planes, que eran perversos por naturaleza, pero que para mí habrían sido peores que para cualquier otro, pues en el curso de la investigación no habría podido demostrar que estuviera casada con el joyero y habría atraído sobre mí todas las sospechas, y, al descubrirse que no era su mujer, sino una amante, o como se dice en román paladino, una prostituta, sus parientes ingleses se me habrían echado encima y habrían exigido la entrega de las joyas, pues yo había admitido que le pertenecían.

Aquella idea acudió a mi imaginación en cuanto el mercader holandés me puso al corriente de los perversos planes del judío maldito; el hombre estaba convencido, por la expresión de su cara, de que aquel villano (pues no merece otro nombre) hablaba en serio y tenía intención de quedarse con el resto de las joyas.

Cuando le dijo al holandés que aquellas joyas eran las de mi marido, se extendió en increíbles explicaciones sobre los motivos por los que habían estado ocultas tanto tiempo: ¿dónde habían estado?, y ¿quién era la mujer que las había traído?, e insistió en que debía ser detenida cuanto antes y puesta a disposición de la justicia; y fue entonces cuando hizo todas aquellas muecas tan horribles y me miró o con aire tan diabólico.

El mercader, al oírlo hablar de ese modo y verlo tan serio le recomendó que sujetara la lengua, pues se trataba de un asunto de importancia y le pidió que fuese con él a la habitación contigua a discutir la cuestión, y por eso me dejaron allí sola.

Como ya he dicho, me impacienté y lo mandé llamar y, al ver lo que ocurría, le respondí que yo era la mujer o la viuda, y aquel judío malvado respondió que eso no me serviría para librarme, por lo que el holandés volvió a pedirle que saliera y, al comprobar que hablaba en serio, fingió estar de acuerdo con él y ayudarle a planearlo todo.

De modo que acordaron acudir a un abogado o consejero, para conocer el mejor modo de proceder y volver a verse al día siguiente, cuando el mercader me citaría para comprarme las joyas.

—No —dijo el mercader—, haré algo mejor: le pediré que me deje las joyas para mostrárselas a otro comprador y conseguir un mejor precio.

—De acuerdo —dijo el judío—, yo me aseguraré de que no vuelva a tenerlas nunca. O bien nos las quedaremos nosotros, en nombre del rey, o nos las entregará por miedo a la tortura.

El mercader estuvo de acuerdo y quedaron en encontrarse a la mañana siguiente, y en que me persuadiría para que le dejara las joyas y fuera a verle un día después a las cuatro de la tarde. Y así se despidieron, pero el buen holandés, indignado ante tan bárbaros planes, fue directo a verme y me lo contó todo.

—Así que, señora, a vos os corresponde decidir cuanto antes lo que vais a hacer. —Le respondí que estaba segura de que la Justicia me daría la razón y que no temía lo que pudiera hacerme aquel canalla, aunque ignoraba cómo eran las cosas en Francia. Añadí que lo más difícil sería probar mi matrimonio, pues se había celebrado en Inglaterra, y además en un lugar muy remoto, y lo que era aún peor, no sería fácil conseguir los certificados de matrimonio, pues nos habíamos casado en privado—. Pero, señora —preguntó—, ¿qué pueden decir de la muerte de vuestro marido?

—Nada —respondí—, ¿qué van a decir? En Inglaterra, si alguien quiere injuriar de este modo a alguien, tiene que demostrarlo, u ofrecer motivos justificados de sus sospechas. Todo el mundo sabe que mi marido murió asesinado, pero nadie, ni siquiera yo, sabe si le robaron o lo que le robaron. ¿Acaso no se investigó todo en su momento? He vivido en París desde entonces, he llevado una vida pública y nadie ha tenido el descaro de reprocharme algo semejante.

—Estoy convencido de ello —dijo el mercader—, pero ese hombre es un canalla y no se detendrá ante nada, ¿qué podemos decir? Y ¿quién sabe lo que jurará? Imaginad que jurase que vuestro marido llevaba esas joyas encima la mañana en que salió y que se las mostró para conocer su valor y el precio que podía pedirle al príncipe de…

—Por esa regla de tres —respondí— lo mismo podría jurar que yo asesiné a mi marido.

—Cierto —dijo él—, y, si lo hace, no sé cómo vais a salvaros.

—Al menos estoy al corriente de sus planes —añadí yo.

—Sus planes son que os lleven a Le Châtelet para que las sospechas parezcan fundadas, luego hacer todo lo posible para que le entreguéis las joyas y por fin retirar la acusación a cambio de que consintáis dejarlas en su poder. Lo que debéis considerar ahora es cómo evitarlo.

—Mi desgracia, señor —respondí—, es que no dispongo de tiempo para considerarlo, ni tengo con quién discutirlo o a quién pedirle consejo. Temo que de nada sirva mi inocencia ante un sujeto tan falto de escrúpulos, cualquiera dispuesto a cometer perjurio tiene la vida de los demás en sus manos. Pero decidme, señor, ¿es que aquí la justicia permitiría que, mientras se me estuviese procesando, él pudiera hacerse con mis cosas y se apropiara de mis joyas?

—Ignoro —respondió él— si ése podría ser el caso, pero de lo contrario sería el propio tribunal quien se hiciera cargo de ellas, y mucho me temo que os sería casi igual de difícil recuperarlas y que tendríais que invertir al menos la mitad de su valor en hacerlo. Así que creo que es mucho mejor que impidáis sin más que lleguen a su poder.

—Pero ¿qué puedo hacer —pregunté— ahora que saben que las tengo? Si me detienen, me obligarán a entregarlas o tal vez me envíen a prisión hasta que lo haga.

—Sí —dijo él—, y, como dice ese animal, incluso podrían interrogaros, bajo tortura, con el pretexto de obligaros a confesar quiénes fueron los asesinos de vuestro marido.

—¡Confesar! —exclamé—, pero ¿cómo voy a confesar lo que ignoro por completo?

—Si os llevan al potro —replicó—, os harán confesar que lo hicisteis vos misma, tanto si es cierto como si no, y en tal caso estaríais perdida.

La sola mención del potro me inspiró un miedo mortal y me dejó casi sin ánimos.

—¡Qué lo hice yo! —dije—. ¡Eso es imposible!

—No, señora —replicó—, no lo es, muchos inocentes se han visto obligados a confesar delitos de los que ni siquiera habían oído hablar y en los que ni mucho menos estaban implicados.

—¿Qué debo hacer entonces? —dije—. ¿Qué es lo que me aconsejáis?

—Pues —respondió— yo os aconsejaría que huyeseis: habíais pensado marcharos en cinco días y bien podéis iros en dos. Si lo hacéis, lo dispondré todo para que no sospeche que os habéis ido hasta pasados unos días. Y entonces me contó cómo aquel canalla contaba con que yo llevaría las joyas al día siguiente y pensaba aprovechar la ocasión para hacerme detener, aunque él le había convencido de que estaba dispuesto a respaldar sus planes y a entregarle las joyas—. Ahora —dijo el mercader— os daré varias letras fiables por el dinero que queríais; coged vuestras alhajas e id esta misma tarde a Saint Germain-en-Laye; enviaré a un hombre que os acompañe y, desde allí, os conducirá mañana a Rouen, donde hay atracado un barco de mi propiedad, que está a punto de partir hacia Rotterdam. En dicho barco encontraréis un pasaje pagado, y enviaré órdenes de partir en cuanto estéis a bordo, y una carta a un amigo mío de Rotterdam para que os reciba y atienda.

Teniendo en cuenta mi situación, era una oferta demasiado buena para rechazarla o no agradecerla. En cuanto a la partida, todo estaba dispuesto, de modo que sólo tenía que volver a por dos o tres baúles, bolsas y otras cosas parecidas, recoger a Amy y ponerme en camino.

Luego el mercader me explicó las medidas que había pensado para engañar al judío mientras yo huía, que estaban ciertamente muy bien planeadas.

—En primer lugar —dijo—, cuando venga mañana a verme le diré que, tal como habíamos acordado, os propuse dejarme las joyas, pero que vos respondisteis que las traeríais por la tarde, y lo convenceré de que os espere hasta las cuatro. En ese momento le mostraré una carta vuestra, como si acabase de llegar, en la que os excusaréis diciendo que no podéis venir y me explicaréis que os lo ha impedido una visita, pero insistiréis en que me asegure de que ese caballero está dispuesto a comprar las joyas y os comprometeréis a venir sin falta al día siguiente a la misma hora.

»Al día siguiente, esperaremos hasta la hora señalada, y cuando faltéis a la cita, fingiré enfadarme mucho y me preguntaré por vuestros motivos, de modo que acordaremos denunciaros al día siguiente. Sin embargo, por la mañana, le enviaré un recado informándole de que os habéis presentado en mi casa, y de que, al no estar él presente, hemos concertado una nueva cita, y diciéndole que deseo hablar con él; cuando venga, le diré que me habéis parecido totalmente inconsciente del peligro y muy decepcionada de que el comprador no haya comparecido, aunque no pudierais acudir la tarde anterior; y que hemos quedado en vernos al día siguiente a las tres de la tarde. Por la mañana enviaréis un recado de que estáis indispuesta y no podéis salir, pero afirmaréis que vendréis al día siguiente; y el día siguiente ni vendréis ni enviaréis ningún recado y nadie sabrá nada de vos, pues para entonces, si todo ha ido bien, ya estaréis en Holanda.

Todo estaba tan bien pensado para ayudarme que no pude sino dar mi aprobación a todas sus medidas. El mercader me pareció tan franco y sincero que decidí poner mi vida en sus manos. Fui de inmediato a mi alojamiento y envié a Amy con todos los bultos que había preparado para el viaje. También envié mis mejores muebles a casa del mercader, para que me los guardara, cogí las llaves de mi alojamiento y volví a su casa. Allí arreglamos la cuestión del dinero, y le entregué siete mil ochocientas
pistoles
en letras y efectivo, una copia cotejada de una carta de crédito del Ayuntamiento de París por cuatro mil
pistoles
al tres por ciento de interés y un poder para cobrar dicho interés cada seis meses, aunque yo me quedé con el original.

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