Al cabo de una hora, o un poco más, vimos, para nuestra infinita satisfacción, el puerto de Harwich, y el barco se dirigió directamente a él, y pocos minutos después estábamos en aguas más tranquilas. Y así se cumplió, aunque contra mi voluntad y mis verdaderos intereses, mi deseo de desembarcar en Inglaterra, aunque fuese empujada por una tormenta.
Sin embargo, aquel incidente no nos fue de mucha ayuda a Amy ni a mí, pues, una vez pasado el peligro, el miedo a la muerte desapareció con él; sí, y también el miedo a lo que nos esperaba después de la muerte; nuestra conciencia de la vida que habíamos llevado desapareció y, al vernos salvadas, volvimos a ser las mismas de antes, si no peores. No hay nada más cierto que el hecho de que el arrepentimiento que se produce por mero temor a la muerte desaparece en cuanto desaparece dicho temor. Y que el arrepentimiento en el lecho de muerte, o en plena tormenta, que es muy similar, no suele ser sincero.
No obstante, no pretendo decir que eso ocurriera de inmediato, el miedo que habíamos pasado duró todavía un tiempo, y al menos la impresión no se disipó tan rápido como la tormenta. Sobre todo para la pobre Amy, que, en cuanto puso un pie en la orilla, se echó al suelo y besó la tierra y dio gracias a Dios por haberla librado del mar, y volviéndose hacia mí cuando se incorporó me dijo:
—Señora, no volveré a embarcarme jamás.
No sé lo que me ocurrió, pero Amy se arrepintió más cuando estábamos en alta mar y fue mucho más consciente de haberse librado una vez hubimos desembarcado que yo misma. Me quedé transida, no sé muy bien cómo explicarlo. En plena tormenta me horroricé y vi la muerte con tanta claridad como Amy, pero no di rienda suelta, a mis pensamientos igual que hizo ella. Sentí un pesar sordo y silencioso que no acerté a expresar con lágrimas ni con palabras, por lo que me resultó mucho más difícil de soportar.
Me horrorizó la vida de perversidad que había llevado y creí firmemente que iba a hundirme y a morir, y que tendría que rendir cuentas de todos mis actos, y en semejante situación consideré mi maldad con espanto, como he contado más arriba, pero no sentí verdaderos remordimientos: no pensé que mi pecado atentase contra la naturaleza ni fuese una ofensa contra Dios, ni que se tratase de algo odioso para la santidad de su ser, ni que abusara de su compasión y despreciara su bondad. En suma, no sentí un arrepentimiento sincero, no vi mis pecados en su verdadera forma, ni pensé en el Redentor, ni deposité mi esperanza en él: tan sólo me arrepentí como el criminal en el patíbulo, que no lamenta haber cometido el crimen, sino que vayan a ahorcarlo por haberlo cometido.
Lo cierto es que los remordimientos de Amy acabaron disipándose igual que los míos, aunque no tan deprisa. En cualquier caso, las dos estuvimos muy solemnes por un tiempo.
En cuanto conseguimos que viniera a recogernos un bote del puerto, fuimos a una taberna de la ciudad de Harwich, donde nos pusimos a considerar seriamente lo que debíamos hacer, y si sería mejor ir a Londres o esperar allí hasta que reparasen el barco, lo que según dijeron tardaría al menos quince días, y luego seguir viaje a Holanda, como teníamos pensado y requerían nuestros asuntos.
La razón me aconsejaba viajar a Holanda, pues allí me esperaba todo mi dinero y tenía personas de buena reputación a quienes recurrir, pues el honrado mercader holandés me había dado varias cartas de recomendación en París, y quizá ellas pudieran recomendarme también a algún mercader en Londres que pudiera presentarme en sociedad, que era lo que pretendía, mientras que ahora no tenía a nadie en toda la ciudad de Londres, o en ninguna otra parte, a quien acudir para darme a conocer. Así que, teniendo en cuenta todas estas consideraciones, decidí viajar a Holanda pasara lo que pasara.
Pero Amy gritó y tembló, y estuvo a punto de sufrir un ataque, cuando le propuse volver a embarcarnos, y me rogó que no lo hiciera, y que, si lo hacía, la dejara a ella en Inglaterra, aunque tuviera que vivir de la mendicidad. La gente de la taberna se burló de ella y le preguntaron si tenía algún vergonzoso pecado que confesar y si no tenía la conciencia tranquila; y le advirtieron que, si volvía a sorprenderla una tormenta en alta mar y se había acostado con su señor, sin duda acabaría confesándoselo a su señora; por lo visto era habitual que las pobres doncellas delataran a todos los jóvenes con los que se habían acostado: había una pobre chica que viajaba con una señora, cuyo marido era…, de la City de Londres, que confesó, aterrorizada por una tormenta, que se había acostado con su señor y con todos los aprendices en tales y cuales sitios, y obligó a la pobre señora, cuando volvió a Londres, a abandonar a su marido y organizar tal escándalo que fue la ruina de la familia. Amy podía soportar tales burlas, pues, aunque ciertamente se había acostado con su señor, lo había hecho con el consentimiento de su señora y, lo que era aún peor, a instancias de ella. Lo recuerdo para reprocharme mi propio vicio y exponer los excesos de mi maldad tal como merecen.
Pensé que, para cuando el barco estuviese arreglado, a Amy se le habría pasado el miedo, pero resultó que la chica se puso cada vez peor y, llegado el momento de subir a bordo o perder el pasaje, estaba tan aterrorizada que sufrió un ataque y el barco tuvo que partir sin nosotras.
Sin embargo, tal como se ha contado ya, aquel viaje era absolutamente imprescindible y tuve que embarcar en el paquebote algún tiempo después y dejar a Amy en Harwich, aunque con instrucciones de viajar a Londres y esperarme allí hasta que recibiese cartas y órdenes diciéndole lo que debía hacer. De dama de placer me había convertido en mujer de negocios, y de grandes negocios.
En Harwich contraté un criado para que viniese conmigo: había vivido en Rotterdam y hablaba el idioma, así que me fue de gran ayuda. Tuvimos muy buen tiempo y la travesía fue muy rápida. Y, una vez en Rotterdam, no tardé en encontrar al mercader al que me habían recomendado, quien me recibió con mucho respeto y aceptó la letra de cambio por valor de cuatro mil
pistoles
, que luego pagó puntualmente. Además, lo arregló todo para que aceptasen las otras letras, que eran pagaderas en Amsterdam y, aunque me rechazaron una por valor de mil doscientas coronas, prefirió pagarla él mismo, para salvaguardar el honor del firmante, que era mi amigo el mercader de París.
Por mediación de él también entré en negociaciones para vender mis joyas, y mandó llamar a varios joyeros que fueron a verlas y sobre todo a uno de ellos, que las tasó y me dijo el precio de cada una de ellas. Se trataba de un hombre que entendía mucho de joyas, pero que ahora no comerciaba con ellas, y el mercader quiso que fuese a verme para que nadie pudiera engañarme.
Todo eso me ocupó casi medio año, y al encargarme de mis negocios yo misma y manejar tan grandes sumas de dinero, me convertí en una comerciante tan experta como ellos. Tenía crédito en el banco por una elevada suma y letras y billetes por mucho más.
Cuando llevaba allí tres meses, Amy me escribió diciéndome que había recibido una carta de su amigo, como ella lo llamó, y que no era sino el mayordomo del príncipe, quien ciertamente había sido un amigo extraordinario, pues Amy admitiría haberse acostado con él cientos de veces, o lo que es lo mismo, siempre que él así lo quiso, y en el octavo año tal vez aún más. El caso es que quien ella llamaba su amigo le había escrito para comunicarle la noticia de que mi amigo extraordinario, mi verdadero marido, el que se había alistado en los gendarmes, había muerto. Lo habían matado en una trifulca, como dijeron, una riña accidental entre los soldados. Y así, la muy descarada me felicitaba por ser ahora una mujer realmente libre. «Ahora, señora —decía al final de su carta—, no tenéis más que volver aquí y adquirir una carroza y un buen séquito, y si vuestra belleza y la buena fortuna no os convierten en duquesa, nada lo hará», pero yo no pensaba en eso todavía. Había tenido tan mala suerte con mi primer marido que odiaba la idea de volver a casarme. Había descubierto que a una esposa se la trata con indiferencia y a una amante con pasión; que a una esposa se la considera una especie de criada de rango superior, mientras que una amante es soberana; una esposa debe renunciar a todo lo que tiene y se le reprochará hasta el más mínimo ahorro que haga para sí misma, aunque sea su dinero de bolsillo; en cambio una amante hace cierto el dicho de que lo que tiene un hombre es de ella y lo que tiene ella también; la esposa debe soportar cientos de insultos y tiene la obligación de aguantar sin rechistar o marcharse y arruinarse; cuando a una amante la insultan, se va y busca un nuevo amante.
Ésos eran mis perversos argumentos en pro de la prostitución, pues nunca se me ocurrió verlo de otro modo y pensar que, en primer lugar, una esposa puede presentarse honorablemente en compañía de su marido, vive en su casa y la administra, tiene poder sobre los criados y el séquito y puede llamarlos suyos, recibe a sus amigos, es dueña de sus hijos y tiene la recompensa de su afecto y obligación, y además, según las leyes inglesas, puede heredarlo todo si el marido muere dejándola viuda.
La puta vive en sus alojamientos, la visitan de noche, no tiene derecho a nada, ni ante Dios ni ante el hombre, la mantienen durante un tiempo, pero está condenada a que más tarde o más temprano la abandonen y la dejen a merced del destino y su propio desastre: si tiene hijos, se ve obligada a deshacerse de ellos y no puede cuidarlos; y, si vive el tiempo suficiente, acabará viendo cómo la odian y se avergüenzan de ella. Mientras dura el vicio, y el hombre está atrapado por el demonio, ella lo tiene en sus manos y puede hacer presa en él, pero, si su amante enferma o le ocurre alguna desdicha, ella acabará sufriendo las consecuencias; y si alguna vez a él le da por arrepentirse o trata de reformarse, empezará siempre por ella: la abandonará y tratará como se merece, la odiará, la aborrecerá y dejará de verla. Y, por si eso fuese poco, cuanto más sincero sea su arrepentimiento, más se eleve su alma y más claro vea en su interior, más crecerá su aversión y la maldecirá con todas sus fuerzas. Sólo una rara caridad le hará rogarle a Dios que la perdone.
Los contrastes entre la situación de la esposa y la puta son tan grandes y numerosos, y he comprendido con tanta claridad la diferencia entre ambas cosas, que podría disertar largamente sobre el asunto, pero tengo la obligación de seguir con mi historia. Todavía debía insistir mucho tiempo en mi locura, aunque tal vez la moraleja de mi relato me haga volver a esta parte y, de ser así, ya tendré ocasión de extenderme largo y tendido.
En el tiempo que pasé en Holanda, recibí varias cartas de mi amigo (tenía buenas razones para llamarlo así) el mercader de París, en las que me puso al tanto de la conducta de aquel judío canalla y me contó cómo actuó después de mi partida; lo impaciente que se puso cuando él empezó a enredarlo para que esperase mi regreso, y lo que se enfadó al descubrir que había huido.
Por lo visto, al comprobar que no volvía, averiguó mediante arduas pesquisas el lugar donde yo había vivido y supo que me había mantenido como amante un encumbrado personaje, aunque nunca llegó a saber de quién se trataba. No obstante, descubrió el color de su librea y sospechó acertadamente de la persona, pero no pudo comprobarlo ni aportar pruebas decisivas, sino que habló con el mayordomo del príncipe y lo hizo con tanto descaro que el mayordomo lo trató como dicen los franceses
au coup de baton
, es decir, que lo apaleó sin piedad, como se tenía sin duda bien merecido; y, como eso no bastó para curarlo de su insolencia, dos hombres lo amordazaron y envolvieron en un capote una noche en el Pont Neuf, lo llevaron a un lugar seguro y le cortaron las orejas, advirtiéndole de que eso era por hablar impúdicamente de sus superiores y añadiendo que más le valía sujetar la lengua y comportarse con más educación o la próxima vez se la arrancarían de la cabeza.
Eso puso fin a su impertinencia, aunque luego fue a ver al mercader y le amenazó con entablar un proceso contra él por mantener correspondencia conmigo y ser cómplice de la muerte del joyero.
El mercader dedujo por sus palabras que aquel villano sospechaba que me protegía el príncipe de…, y el muy canalla incluso afirmó que estaba convencido de que yo estaba en sus alojamientos de Versalles —pues nunca llegó a saber con certeza adónde había huido— y de que él estaba en el secreto. El comerciante lo desafió a que lo hiciera, y el otro le ocasionó toda clase de molestias, le acusó de haber favorecido mi huida, en cuyo caso podrían obligarlo a entregarme o multarlo a pagar una cantidad exorbitada.
Pero el mercader le ganó por la mano, pues lo denunció por estafador y expuso con todo detalle cómo había tratado de acusar falsamente a la viuda del joyero por el supuesto asesinato de su marido para quedarse él con las joyas, y cómo le había ofrecido participar en el engaño a cambio de la mitad del botín, y explicó además sus planes de retirar la acusación a condición de que le entregase las joyas. De ese modo, consiguió que lo arrestasen y lo enviaran a la Conciergerie, es decir, a Bridewell
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, y él quedó libre de cargos. Sin embargo, el judío salió de la cárcel poco después, no sin la ayuda del dinero, y siguió importunándolo un tiempo y por fin amenazó con asesinarlo, por lo que el mercader, que acababa de enterrar a su mujer dos meses antes, y volvía a estar soltero, temeroso de lo que pudiera hacer aquel villano, decidió dejar París y huyó también a Holanda.
Lo cierto es que, si hablamos de las causas, yo fui el motivo de todos los problemas e inconvenientes que sufrió aquel honrado caballero, y, como después tuve la oportunidad de compensarle y no lo hice, sólo puedo decir que añadí la ingratitud a mis demás locuras, pero ya contaré todo eso en su momento.
Una mañana en que estaba en casa del mercader de Rotterdam al que me había recomendado, ocupada con mis letras y escribiéndole una carta al caballero de París, me llevé la sorpresa de oír caballos en la puerta, cosa no muy común en una ciudad en la que todo el mundo viaja por los canales, pero al parecer había cruzado el Maas en el transbordador de Wilhemstad, y lo había dejado en la misma puerta: el caso es que al oír el ruido de los caballos miré hacia la puerta y vi desmontar a un caballero y acercarse a la casa.
Nada sabía ni esperaba de aquella persona, pero como digo me llevé la sorpresa de reparar en que era el mercader de París, mi benefactor, y de hecho, mi liberador.