Una vez allí, la chica no se recató en insinuar que estaba convencida de que yo me hallaba en la casa, pero no quería recibirla, e insistió en hablar conmigo un momento uniendo las lágrimas a sus súplicas.
—Siento que tengas tan mala opinión de mí —dijo la buena cuáquera— para pensar que te mentiría y te diría que la señora… ha salido si no fuese cierto. Te aseguro que no empleo esa clase de métodos y que la señora… tampoco desea que le preste un servicio semejante, al menos que yo sepa. Si estuviese en la casa, te lo habría dicho. —Ella no respondió y se limitó a repetir que tenía que hablarme de un asunto de la mayor importancia y luego prorrumpió otra vez en llanto—. Pareces muy triste —afirmó la cuáquera—, ojalá pudiera hacer algo por ti, pero si lo único que puede consolarte es ver a la señora…, me temo que no está en mi mano hacerlo.
—Espero que sí lo esté —insistió la otra—, porque se trata de algo de vital importancia para mí. Si no consigo hablar con ella, estoy perdida.
—Tus palabras me conmueven mucho, pero ¿por qué no aprovechaste para hablar con ella la última vez que viniste?
—No tuve ocasión de estar con ella a solas y no podía hacerlo en presencia de nadie. Si pudiera haberle hablado un momento, me habría arrojado a sus pies y le habría pedido su bendición.
—Me sorprendes, no te comprendo —dijo la cuáquera.
—¡Oh! —repuso la joven—, ayudadme, si es que os queda algo de caridad o una brizna de compasión por los desdichados; de lo contrario, estoy perdida.
—Tu manera de hablar me asusta, pues no entiendo a qué viene.
—¡Oh! —exclamó ella—. Es mi madre. Es mi madre y se niega a reconocerme.
—¡Tu madre! —dijo la cuáquera, que empezaba a estar sinceramente conmovida—. Me dejas de una pieza, ¿qué quieres decir con eso?
—Sólo lo que habéis oído y os repito ahora: ¡es mi madre!, y no quiere reconocerme.
Y se interrumpió anegada en llanto.
—¡Qué no quiere reconocerte! —repitió la tierna y amable cuáquera echándose a llorar ella también—. Pero si no te conoce y nunca te había visto antes.
—No —dijo la chica—, no me conoce, pero yo sí a ella, y sé que es mi madre.
—¡Es imposible! Hablas de un modo muy misterioso —afirmó la cuáquera—. ¿Por qué no te explicas un poco mejor?
—Sí, sí —respondió—, puedo explicároslo todo. Estoy segura de que es mi madre y se me ha roto el corazón buscándola, y ahora que voy a perderla después de encontrarla se me partirá del todo.
—Pero, si es tu madre, ¿cómo es que no te conoce?
—¡Ay!, porque nos separamos en mi más tierna infancia y no me ha visto desde entonces.
—¿Y tú tampoco la has visto a ella?
—Sí —respondió—, la he visto muchas veces, pues cuando ella era Roxana yo trabajaba en su casa como criada, pero entonces no lo sabía, y ella tampoco me reconoció. Lo he descubierto todo después. ¿Acaso no tiene una doncella llamada Amy?
La cuáquera se quedó estupefacta al oír aquella pregunta.
—Lo cierto es que la señora… tiene varias criadas y no me sé todos sus nombres.
—Pero su doncella, su confidente —insistió la chica—, ¿no se llama Amy?
—Caramba —dijo la cuáquera, con una feliz inspiración—, no me gusta que me interroguen, pero para que no te confundan mis reticencias, te responderé por una vez que, aunque ignoro el nombre de esa mujer, sé que la llaman Cherry.
Mi marido la había bautizado así el día de nuestra boda y, desde entonces, siempre la habíamos llamado de ese modo, por lo que no se apartó de la verdad en ningún momento.
La chica replicó con mucha modestia que sentía mucho haberla ofendido al preguntarle, que no era su intención ser grosera o dar la impresión de estar interrogándola, pero que estaba tan agitada que no sabía lo que hacía ni lo que decía y que nada sentiría más que haberla disgustado. Sin embargo, volvió a rogarle, como cristiana, como mujer y como madre, que se apiadara de ella y, a ser posible, la ayudase a dar conmigo para que pudiese hablarme un momento.
La compasiva cuáquera me contó que la chica pronunció aquellas palabras con una elocuencia tan conmovedora que se le saltaron las lágrimas, pero se vio obligada a decirle que no sabía adónde había ido ni tenía unas señas donde pudiera escribirme, aunque añadió que, si alguna vez volvía a verme, me contaría todo lo que le había dicho y todo lo que quisiera encargarle que me dijera y le transmitiría mi respuesta, suponiendo que yo creyese conveniente contestarle.
Luego la cuáquera se tomó la libertad de preguntarle por los detalles de aquella historia tan extraordinaria, como ella misma la denominó, y la chica empezó por contarle los primeros apuros de mi vida, y desde luego de la suya, continuó con el relato de su mísera educación y de la época en que estuvo al servicio de la señora Roxana y terminó con la historia de cómo la había auxiliado Amy, y de las razones que tenía para creer que, como había ya dicho, se trataba de la doncella de su señora Roxana, la cual la había acompañado a Francia. También le contó que, debido a todas esas circunstancias y a otras muchas que habían ido surgiendo en la conversación, estaba totalmente convencida de que Roxana era su madre, igual que lo estaba de que aquella señora… que se alojaba en su casa era la misma Roxana a la que ella había servido.
Mi buena amiga cuáquera, aunque estaba muy emocionada por la historia y no sabía muy bien qué decir, era demasiado buena amiga para dejarse convencer de algo que me veía tan poco dispuesta a reconocer, y trató de persuadir a la muchacha: insistió en la precariedad de las pruebas que alegaba y en la falta de tacto que suponía pretender tener semejante relación de parentesco con alguien que estaba muy por encima de ella y de cuyo papel en el asunto no podía estar segura, ya que no contaba con pruebas suficientes. Luego añadió que la señora que se alojaba en su casa era una persona por encima de toda sospecha de quien no podía creer que pudiera renegar de una hija, teniendo como tenía mas que suficiente para mantenerla. Además, después de todo lo que le había oído decir de la tal Roxana, era evidente que no podía tratarse de la misma persona, pues ella misma la había descrito como una persona falsa, mentirosa y vulgar, y estaba segura de que jamás podría atribuirme a mí un nombre y unas costumbres que había denunciado con tanta justicia.
Por si eso fuera poco, le aseguró que su huésped no era ni mucho menos una aventurera, sino la mujer legítima de un
baronet
y afirmó saber a ciencia cierta que me encontraba muy por encima de la mujer que había descrito. Por último añadió que había una última razón para que todo aquello fuera imposible.
—Se trata —dijo— de tu edad, pues tú misma has dicho que tienes veinticuatro años y que eras la menor de tus hermanos; por tanto, tu madre debe de estar ya entrada en años, pero cualquiera podría ver que esta mujer sigue siendo joven y no ha cumplido aún los cuarenta, y que, si ha decidido ir a tomar el aire al campo es sólo porque está encinta. No puedo, pues, conceder el menor crédito a lo de que se trate de tu madre y, si quieres un consejo, lo mejor que puedes hacer es descartar por improbable una idea que sólo sirve para confundirte y nublarte el entendimiento, pues es evidente que estás muy alterada.
Pero todo fue inútil, no se daría por satisfecha hasta que pudiese hablar conmigo. Sin embargo, la cuáquera se defendió muy bien y le repitió que no podía decirle dónde estaba y, al ver que seguía actuando con cierta impertinencia, afirmó que le disgustaba que no la creyera y añadió que, si hubiese sabido adónde iba, no se lo habría dicho, a menos que yo se lo hubiera indicado, pero dado que ni siquiera le había informado, le parecía evidente que no quería que se supiese, y con esas palabras se levantó, lo que equivalía casi a pedirle, con tanta claridad como si estuviese señalando a la puerta, que se levantara también y se marchase.
Pero la chica no se dio por vencida y le aseguró que lamentaba mucho que su historia no la hubiese emocionado, por muy conmovedora que fuese, y que no sintiese la menor compasión por ella. Afirmó que era una lástima que, en su anterior visita, no me hubiese rogado hablar conmigo en privado, o se hubiese arrojado a mis pies y reclamado el afecto de una madre, pero añadió que, ya que había desperdiciado aquella oportunidad, esperaría a que se presentase otra. Por las palabras de la cuáquera deducía que no había abandonado definitivamente la casa, sino que había ido a pasar una temporada en el campo para tomar el aire, por lo que se dedicaría a hacer de caballero andante y a recorrer los lugares de recreo de toda la nación e incluso del reino, sí, y también de Holanda, hasta dar con mi paradero, pues estaba segura de poder convencerme de que era mi hija y de que no la rechazaría, pues mi ternura y mi compasión me impedirían dejarla morir de hambre, una vez me hubiera convencido de que era carne de mi carne. Y, tras anunciar que pensaba visitar todos los lugares de recreo de Inglaterra, los enumeró uno por uno, empezando por Tunbridge —precisamente el sitio donde yo había ido— y siguiendo por Epsom, Northaw, Barnet, Newmarket y Bury hasta llegar a Bath, y se despidió.
Mi fiel agente, la cuáquera, me escribió inmediatamente pero, como era astuta además de honrada, comprendió que aquella historia, ya fuese falsa o cierta, no debía llegar a oídos de mi marido, pues ignoraba lo que yo podía haber sido o cómo podía haberme hecho llamar en el pasado y no sabía si habría o no algo de verdad en todo aquello, por lo que consideró que, si se trataba de un secreto, era sólo cosa mía y, si no lo era, ya habría tiempo de hacerlo público, de modo que no debía revelárselo a nadie sin mi consentimiento. Aquellas prudentes medidas fueron muy amables por su parte, además de muy sensatas, pues mi marido habría podido ver la carta y, aunque no la hubiera abierto, le habría parecido un poco extraño que le ocultara su contenido, pues siempre me había jactado de tenerlo al corriente de todos mis asuntos.
Gracias a esas precauciones, mi buena amiga se limitó a escribir unas sucintas palabras explicándome que la impertinente joven había ido a visitarla, tal como había supuesto, y que, si podía prescindir de Cherry, sería conveniente que la enviara con ella.
La carta iba dirigida a Amy, y no por los cauces que yo le había indicado, pero acabó por llegar a mis manos de todos modos, y, aunque al principio me alarmó un poco, no supe hasta más adelante del peligro que corría de sufrir la visita de aquella irritante criatura y me arriesgué más de lo aconsejable; no envié a Amy con ella hasta pasados trece o catorce días, pues me consideraba tan a salvo en Tunbridge como si estuviera en Viena.
Pero la preocupación de mi fiel confidente (pues en eso se había convertido la cuáquera gracias a su sagacidad) me salvó de aquel apuro, cuando, por así decirlo, estaba con la guardia baja, pues, al ver que no le enviaba a Amy y que ignoraba a ciencia cierta cuándo pondría en práctica sus planes aquella loca, envió un mensajero a casa de la mujer del capitán, donde se alojaba, para decirle que quería hablar con ella. La joven volvió con el mensajero con la esperanza de recibir alguna noticia y de que la señora hubiese vuelto a la ciudad.
La cuáquera, siempre preocupada por no decir una mentira, le hizo creer que contaba con recibir muy pronto noticias mías y le habló como de pasada de lo hermoso que era el paisaje de los alrededores de Bury y de lo sano, limpio y placentero que era allí el aire; le habló también de las colinas de Newmarket y de la agradable compañía que podía frecuentarse en aquel lugar ahora que la corte se había trasladado a dicha ciudad, hasta que la joven concluyó que su señora había viajado a Newmarket, pues, según dijo, sabía que me «gustaba mucho estar bien acompañada».
—No me interpretes mal —dijo mi amiga—, no he querido insinuar que la persona por la que preguntas se encuentre allí y te aseguro que ni siquiera lo creo.
La chica sonrió y aseguró que, a pesar de todo, ella sí lo creía. Para concluir, la cuáquera le dijo muy seria:
—Creo que te equivocas al sospechar de todo el mundo y no confiar en nadie. Te repito que no creo que hayan ido allí, o sea, que, si te tomas la molestia de viajar hasta Newmarket y no los encuentras, luego no digas que te he engañado.
La cuáquera sabía muy bien que, lejos de disminuir sus sospechas, eso las acrecentaría y serviría para tenerla ocupada hasta que llegase mi doncella.
Cuando por fin llegó Amy, se quedó muy confundida al oír lo que le contó la cuáquera, y encontró el modo de avisarme y de hacerme saber que, para mi satisfacción, la muchacha no iría a Tunbridge en primer lugar, sino que antes pasaría por Bury o Newmarket.
En cualquier caso, me produjo una gran inquietud pues, si de verdad estaba decidida a buscarme por todas partes, yo ya no estaría segura en ninguna parte, no, ni siquiera en Holanda, y no se me ocurría qué hacer. Esa amargura envenenaba todas mis alegrías y vivía en un continuo estado de aprensión por culpa de aquella descarada que me perseguía como un espíritu maligno.
Entretanto, Amy estaba casi fuera de sí. Decidió no volver a verla en mis habitaciones y fue varias veces a Spitalfields, a donde iba a menudo, así como a su antigua residencia, pero no logró dar con ella. Por fin tomó una decisión descabellada y decidió ir directamente a casa del capitán en Rotherhithe y hablar con ella. Es cierto que era una locura, pero, como dijo la propia Amy, ella también estaba loca, y no podía hacer otra cosa. Si Amy la hubiese encontrado en Rotherhithe, sin duda la chica habría deducido que la cuáquera la había advertido y habría llegado a la conclusión de que todos estábamos confabulados, y de que, en suma, todo lo que pensaba era cierto. Pero, por suerte, las cosas salieron mejor de lo que esperábamos pues, cuando Amy se apeó de la carroza para embarcarse en Tower Wharf, se dio de bruces con la chica, que acababa de desembarcar procedente de Rotherhithe. Amy hizo ademán de pasar de largo, aunque estaban tan cerca que no pudo hacer como si no la hubiese visto, sino que la miró de arriba abajo y luego se apartó con un leve gesto de desdén. La chica la detuvo, le habló e intercambiaron algunas cortesías.
Amy le habló con frialdad y con aire irritado, y, tras cruzar algunas palabras en la calle, la chica le dijo que parecía tan enfadada como si no quisiera hablar con ella.
—¡Vaya! Y ¿cómo esperas que quiera hablar contigo después de cómo te has portado a pesar de todo lo que he hecho por ti?
La chica no pareció darse por aludida pero respondió: