Lo que mas se reprochaba era haberse dejado reconocer por la chica, como ella la llamaba, y haber permitido que la desenmascarase, cosa que en efecto había sido un error garrafal, como yo le había dicho muchas veces, pero no tenía sentido hablar de eso ahora. La cuestión era cómo librarnos de sus sospechas, así como de la propia chica, pues la cosa tomaba un cariz mas peligroso a cada instante y, si antes me preocupaba lo que me contaba Amy de las conversaciones y discusiones que tenía con ella, ahora que no sólo había visto mi cara, sino que sabía dónde vivía, cómo me llamaba y otras cosas por el estilo, tenía otros mil motivos de preocupación.
Y aún no he contado lo peor, pues unos días después de que mi amiga cuáquera fuese a visitarla y me disculpara por estar indispuesta, la mujer del capitán y mi hija (a quien llamaba «su hermana») se presentaron en mis habitaciones con la excusa de interesarse por mi salud y acompañadas por el capitán, quien se limitó a dejarlas en la puerta y luego se fue a atender unos asuntos.
Si la amable cuáquera no hubiese corrido a avisarme, no sólo me habrían sorprendido en el salón, sino que habrían visto a Amy conmigo y habría sido mil veces peor. Creo que en ese caso no habría tenido mas remedio que confesárselo todo a la chica, lo que habría sido un enorme contratiempo.
Pero la cuáquera, felizmente, las vio llegar antes de que llamasen al timbre y, en lugar de ir a abrir la puerta, corrió a buscarme con la confusión pintada en el semblante y me advirtió de quién estaba llegando, con lo cual Amy salió corriendo y yo detrás de ella, no sin antes rogarle a la cuáquera que subiese a verme en cuanto las hubiese dejado entrar.
Estuve a punto de pedirle que dijese que no estaba en casa, pero después de haberles hablado de mi indisposición eso habría parecido muy extraño; además, yo sabía que la honrada cuáquera habría hecho cualquier cosa por mí, menos mentir, y habría sido muy desconsiderado pedirle que lo hiciera.
Después de hacerlas pasar al salón subió a donde estábamos las dos, que todavía no nos habíamos recuperado del susto y, no obstante, estábamos felicitándonos de que no hubiesen sorprendido a Amy.
La visita fue muy formal y yo las recibí con la misma formalidad, aunque aproveché la ocasión para insinuar dos o tres veces que me encontraba tan mal que mucho me temía no poder viajar a Holanda, al menos no tan pronto como pretendía el capitán. También les dije lo mucho que lamentaba no poder disfrutar de su compañía y ayuda en la travesía e incluso les di a entender que esperaría a recuperarme para viajar con ellas a la siguiente ocasión. Pero la cuáquera terció diciendo que para entonces estaría tan avanzada (refiriéndose a mi gestación) que no debería correr riesgos, y luego añadió (como alegrándose de antemano) que esperaba que me quedase y diese a luz en su casa. Aquello contribuyó a darle verosimilitud al caso, así que me alegré de que lo dijera.
Sin embargo, ahora tendría que convencer a mi marido de la necesidad de retrasar el viaje, pero ésa no sería la prueba más dura que tendría que superar, pues, después de charlar un rato, aquella loca volvió con la murga de siempre y sacó a relucir una o dos veces que me parecía mucho a una dama del otro extremo de la ciudad a quien había tenido el honor de conocer y que cada vez que me miraba no podía quitárselo de la cabeza. Una o dos veces tuve la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar y por fin vi que tenía lágrimas en los ojos y le pregunté si la dama en cuestión había muerto, pues parecía muy preocupada por ella. Su respuesta me alivió más que ninguna otra, pues afirmó que no lo sabía a ciencia cierta, aunque creía que había fallecido.
Ya digo que eso me alivió en parte, pero pronto volví a desanimarme, pues al cabo de un rato la muy descarada se puso locuaz y fue evidente que conservaba tantos recuerdos de Roxana y de las juergas que me había corrido en aquella parte de la ciudad que el menor detalle podía echarlo todo a perder.
Cuando llegaron, yo llevaba puesto una especie de
déshabillé
y por encima una bata de estilo italiano, y al subir sólo me había limitado a peinarme un poco, pues se suponía que estaba enferma y aquella ropa casaba bien con mi estado.
Dicha bata o túnica, llámesela como se quiera, iba más ceñida al cuerpo de lo que se estila ahora y tal vez habría sido un poco atrevida si hubiese tenido que lucirla en presencia de hombres, pero entre nosotras me pareció apropiada, sobre todo teniendo en cuenta que hacía mucho calor: era de una tela adamascada francesa muy vistosa de color verde.
Esta prenda le proporcionó otro tema de conversación a mi hija, y su hermana —como ella la llamaba— le dio la réplica, pues ambas se deshicieron en halagos y alabaron la belleza del vestido, el encanto del damasco, la elegancia del corte y demás. Mi hija se dirigió a su hermana (la mujer del capitán) y le dijo:
—Se parece mucho a la túnica con la que te conté que bailaba aquella dama.
—¿Quién —preguntó la mujer del capitán—, aquella famosa Roxana de la que me hablaste? ¡Oh!, es una historia de lo más emocionante. ¿Por qué no se la cuentas a la señora?
No tuve más remedio que mostrarme interesada, aunque en el fondo de mi alma deseé que estuviese en el cielo por haberlo sacado a colación. Es más, no ocultaré que, con tal de haberme librado de ella y de su historia, llegué a desear su muerte, pues cuando empezó a describir el vestido turco fue imposible que la cuáquera, que era una mujer muy inteligente, no sacara conclusiones más peligrosas que las de la chica, aunque no me inspirase ningún miedo, pues aunque lo hubiese descubierto todo, habría podido confiar en ella mucho más que en la chica, y de hecho no habría tenido nada que temer.
En cualquier caso, lo cierto es que su conversación me puso muy nerviosa y tanto más cuando la mujer del capitán pronunció el nombre de Roxana. No sé si mi rostro llegó a traicionarme, pues no pude verme, pero mi corazón empezó a latir como si fuese a salírseme del pecho, y mi rabia aumentó hasta el punto qué pensé que estallaría si no le daba salida de algún modo. En suma, me embargó una especie de ira silenciosa y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para contenerme, pues no tenía con quién desahogarme, ni a quién quejarme, no podía salir de la habitación o ella habría seguido contando la historia en mi ausencia y yo me habría quedado para siempre con la duda de lo que hubiera dicho o dejado de decir, de modo que, en una palabra, me vi obligada a quedarme allí y oírle contar toda la historia de Roxana, es decir, de mí misma, sin saber si hablaba en broma o en serio, si me conocía o no, y, en suma, si iba a verme desenmascarada o no.
Empezó a hablar en general, hablando de dónde vivía, de cómo tenía decoradas las habitaciones, de la compañía tan agradable que había siempre en la casa, de cómo todo el mundo pasaba la noche jugando y bailando, de lo elegante que era su señora y del dineral que ganaban los criados de mayor rango. En cambio, ella trabajaba en el piso de abajo y nunca ganó gran cosa, dejando aparte una noche en que alguien regaló veinte guineas para que se las repartiesen los criados y le correspondieron dos guineas y media.
Siguió hablando y contó cuántos criados había en la casa y cómo estaban a las órdenes de una tal señora Amy, que era la preferida de su ama y ganaba mucho más —ignoraba si Amy era su nombre de pila o su apellido, aunque suponía que se trataba del apellido— que los otros. Según les contaron, la misma noche que se repartieron las veinte guineas ella ganó sesenta monedas de oro. En ese momento, la interrumpí.
—Eso es mucho dinero para un regalo —exclamé—. Caramba, si es casi la dote de un criado.
—¡Oh, señora, pues eso no es nada comparado con lo que ganó después! Todos los criados la odiábamos por esa razón, es decir, deseábamos cambiar nuestro destino por el suyo.
—Pues, insisto en que, si lo hubiese administrado con sentido común, habría sido más que suficiente para conseguir un buen marido y haber prosperado en la vida.
—Desde luego, señora —respondió—, según me contaron, llegó a ahorrar más de quinientas libras. Pero supongo que la señora Amy sabía que necesitaría una buena dote para casarse.
—¡Oh! —dije—, en ese caso, la cosa es diferente.
—No —repuso—, la verdad es que lo ignoro, pero se rumoreaba que había un joven caballero que era muy generoso con ella.
—Y decidme, ¿qué se hizo de esa mujer? —insistí, pues estaba deseando saber (ya que parecía tan dispuesta a contarlo todo) qué era lo que tenía que decir de Amy y de mí.
—No lo sé, señora, no volví a saber de ella en varios años, hasta que el otro día me la encontré por casualidad.
—¿Ah, sí? —pregunté con extrañeza—. Sin duda iría cubierta de harapos, muchas de esas mujeres acaban así.
—Al contrario, señora. Fue a visitar a un conocido mío sin pensar que yo podía estar allí y os aseguro que llegó en su propia carroza.
—¡En su propia carroza! —exclamé—. Pues sí que le han ido bien las cosas. Eso es que supo aprovechar bien la ocasión, ¿sabéis si se había casado?
—Creo que sí, señora —dijo—. Al parecer había pasado una temporada en las Indias Orientales y, si se ha casado, debió de ser allí. De hecho creo recordar que dijo que le habían ido bien las cosas en las Indias.
—Imagino que con eso querría decir que enterró allí a su marido.
—Eso mismo pensé yo, señora, y que había heredado sus tierras.
—¿Y a eso lo llama buena suerte? Tal vez lo fuese para ella, en lo que al dinero se refiere, pero es propio de una mujerzuela llamarlo así.
Hasta ahí llegó nuestra conversación sobre la señora Amy, pues no sabía nada más del asunto, pero entonces la cuáquera, aunque sin mala intención, le hizo una pregunta desafortunada, que sin duda no le habría planteado si hubiese sabido que hasta entonces yo había desviado su atención hacia Amy a propósito para dejar fuera de la conversación a Roxana.
Pero no iba a resultarme tan fácil. La cuáquera la interrumpió y le dijo:
—Pero has olvidado hablarnos de tu señora, ¿cómo has dicho que se llamaba? ¿Roxana? Dinos, ¿qué se hizo de ella?
—Sí, sí, Roxana —dijo la mujer del capitán—. Por favor, hermana, oigamos ahora la historia de Roxana, estoy segura de que a la señora le resultará muy entretenida.
«Eso es una sucia mentira —pensé para mis adentros—, y, si supierais lo poco que me divierte, me tendríais en vuestras manos». Pero el caso es que no vi manera de desviar la conversación y me preparé para lo peor.
—¡Roxana! —exclamó—. No sé qué decir, estaba muy por encima de todos nosotros y la veíamos tan poco que apenas sabíamos de ella nada que no fuesen habladurías. A pesar de todo la vi alguna vez y era una mujer encantadora, y los lacayos decían que iban a mandarla a la corte.
—¿A la corte? Pero ¿acaso no estaba ya allí? Pall Mall está muy cerca de Mitehall.
—Sí, señora —respondió—, pero yo lo digo en otro sentido.
—Ya te comprendo —afirmó la cuáquera—, te refieres a que iba a convertirse en la amante del rey.
—Sí, señora.
No me resisto a confesar el resto de orgullo que me quedaba y cómo, a pesar de lo mucho que temía oírle continuar con su historia, no pude evitar sentir cierta satisfacción al oírle hablar del refinamiento de Roxana, e incluso le pregunté varias veces por su belleza y si era tan elegante como se decía, para saber lo que pensaba la gente de mí y de mi comportamiento.
—Sin duda era la mujer más hermosa que he visto en toda mi vida.
—Pero —objeté— habéis dicho antes que sólo tuvisteis ocasión de verla cuando iba más emperifollada.
—No, no, señora, también la vi varias veces en
déshabillé
y os aseguro que era una mujer bellísima, y, lo que es más, todo el mundo decía que no se maquillaba.
Eso también me resultó agradable oírlo en cierto sentido, aunque tenía un fondo amargo, pues si de verdad me había visto varias veces en
déshabillé
, sin duda debía de haberme reconocido y acabaría por desenmascararme.
—Pero, hermana —insistió la mujer del capitán—, explícale a la señora lo de los bailes, es la mejor parte de la historia, y cuéntale también lo de cuando bailó con un hermoso vestido exótico.
—Ésa sin duda es una de las partes más interesantes de la historia —coincidió la chica—. Lo cierto es que casi todas las semanas ofrecíamos bailes en los apartamentos de la señora, pero una vez invitó a toda la nobleza y acudió una multitud enorme.
—Creo recordar, hermana, que dijiste que asistió incluso el rey, ¿no es cierto?
—No, eso fue la segunda vez. Se rumoreó que había oído hablar de lo bien que bailaba la dama turca y se presentó a verla, aunque si su majestad estuvo, sin duda iba disfrazado.
—A eso lo llaman ir «de incógnito» —observó mi amiga la cuáquera—. No irás a decirme que el rey se disfrazó.
—Sí —respondió la chica—, así fue. No asistió públicamente con sus guardias, pero aun así todos supimos que se trataba del rey, al menos eso fue lo que dijo todo el mundo.
—Bueno —la interrumpió la mujer del capitán—, pero háblanos ya de lo del vestido de turca.
—Pues el caso es que mi señora estaba en un saloncito que comunicaba con el salón principal, donde recibía los cumplidos de los invitados, y, cuando empezó el baile, un gran señor cuyo título he olvidado (aunque era un gran señor o un duque, no lo recuerdo bien) la sacó a bailar y estuvo bailando con ella, pero al cabo de un rato mi señora cerró las puertas del saloncito y corrió al piso de arriba con su doncella, la señora Amy, y pese a que no se entretuvo demasiado tiempo (pues imagino que debía de tenerlo todo preparado de antemano), volvió a bajar con el vestido más extraño y suntuoso que he visto en mi vida.
Luego empezó a describir el vestido y lo hizo con tanta exactitud que me dejó de una pieza, pues no olvidó ni el menor detalle. Aquél fue un nuevo motivo de turbación, pues la muy deslenguada hizo una descripción tan minuciosa de mi vestido que mi amiga la cuáquera se ruborizó y me miró dos o tres veces para ver si a mí me había ocurrido lo mismo, pues (tal como me contó después) comprendió enseguida que se trataba del mismo vestido que me había visto. En cualquier caso, al ver que yo no me daba por enterada, disimuló como pudo sus pensamientos, igual que hice yo.
La interrumpí dos o tres veces para decirle que debía de tener muy buena memoria para acordarse con tanta precisión de los detalles.
—¡Oh, señora! Todos los criados nos apiñamos en un rincón desde donde lo veíamos todo mejor que algunos de los invitados. Además —añadió—, fue la comidilla de varios días en la casa, y lo que no observó uno lo observó otro.