Dumaresq no se levantó.
—¿Sí, señor Bolitho? —Si su inesperada irrupción le había sobresaltado, supo esconder sus emociones a la perfección—. ¿Algún problema?
Bolitho miró al hombre mayor sin atreverse a hablar, pero Dumaresq dijo secamente:
—Está usted entre amigos.
Bolitho narró entonces todo lo que había sucedido desde el momento en que el secretario había abandonado el barco con su cartapacio.
—El sargento Barmouth no es ningún estúpido —afirmó Dumaresq—. Si hubiera habido alguna posibilidad de hallar los documentos, sin duda él los habría encontrado.
Se giró para decirle algo al elegante caballero de la blanca barba y en el rostro de este último se reflejó por un instante una expresión de alarma, aunque enseguida recuperó la compostura.
Bolitho aguzó el oído. Quizá el anfitrión de Dumaresq viviera en Madeira, pero, o mucho se equivocaba, o el comandante le había hablado en español.
—Vuelva al barco, señor Bolitho —dijo Dumaresq—. Ofrezca mis saludos al primer teniente y pídale que haga embarcar de inmediato al médico y a cualquier otro grupo de hombres que se encuentre actualmente en tierra. Me propongo levar anclas de nuevo antes de que caiga la noche.
Bolitho no quiso pensar en las evidentes dificultades, por no hablar del riesgo que suponía salir de puerto sumidos en la oscuridad. Sintió en todo su alcance el repentino apremio, el recelo y la aprensión que el asesinato de Lockyer había suscitado entre aquellos dos hombres.
Saludó con una reverencia al hombre de más edad y luego dijo, dirigiéndose a Dumaresq:
—Una casa encantadora, señor.
El hombre mayor esbozó una sonrisa y correspondió a su cumplido con una leve inclinación de cabeza.
Bolitho echó escaleras abajo con Jury siguiéndole como una sombra, compartiendo con él cada instante, sin saber lo que estaba sucediendo.
Bolitho se preguntó si el comandante se habría dado cuenta. Su anfitrión había comprendido perfectamente lo que él había comentado acerca de su hermosa casa. Por lo tanto, si Dumaresq le había hablado en español, sólo podía haberlo hecho por una razón: para que ni él ni Jury entendieran lo que le decía.
Decidió continuar siendo el único en conocer esa parte del misterio.
Aquella noche, tal como había prometido, Dumaresq se hizo a la mar con su barco. Con viento leve y toda la vela cargada excepto gavias y contrafoque, la
Destiny
avanzaba lentamente entre los buques anclados en el puerto, guiada por el escampavía, que iba provisto de un farol encendido muy cerca del agua, como una luciérnaga que le mostraba el camino.
Al amanecer, Madeira no era ya más que un montículo de color púrpura que se veía desde popa muy lejos en el horizonte, y Bolitho seguía con la incertidumbre de pensar que quizá la clave del misterio permanecía todavía allí, en el umbrío callejón en el que Lockyer había exhalado su último suspiro.
El teniente Charles Palliser cerró las dos puertas exteriores del camarote del comandante Dumaresq y dijo:
—Todos presentes, señor.
Cada cual en su papel, pero todos expectantes, los tenientes y los suboficiales más veteranos de la
Destiny
estaban sentados con la vista fija en Dumaresq. Era última hora de la tarde; habían pasado dos días desde que abandonaran el puerto de Madeira. El barco surcaba imperturbable las aguas del Atlántico, empujado por un suave viento del nordeste que recibía por la amura de estribor; a bordo se respiraba esa peculiar atmósfera de indolencia a la que lleva la rutina.
Dumaresq levantó la vista hacia la lumbrera, pues una sombra había pasado sobre ella oscureciendo la estancia. Lo más probable es que hubiera sido el segundo del piloto que estuviera de guardia.
—Cierre ésa también —ordenó.
Bolitho miró a sus compañeros, preguntándose si, como le sucedía a él, también experimentaban una curiosidad que crecía por momentos.
Aquella reunión había sido inevitable desde el primer momento, pero Dumaresq no había escatimado quebraderos de cabeza para estar seguro de que cuando se celebrara su barco estuviera real y totalmente apartado de la costa.
Dumaresq esperó a que Palliser tomara asiento. Luego les observó con detenimiento, uno a uno. Desde el oficial de infantería de marina hasta el médico, pasando por el piloto y el contador, para finalizar con sus tres tenientes.
—Todos ustedes están al tanto de la muerte de mi secretario —empezó diciendo—. Un hombre en quien se podía confiar, aunque dado a ciertas excentricidades. Va a ser muy difícil sustituirle. Sin embargo, su asesinato a manos de desconocidos significa mucho más que la mera pérdida de un compañero. Las órdenes que personalmente recibí debían permanecer selladas bajo el más riguroso secreto, pero creo que ha llegado el momento de desvelar, por lo menos en parte, cuál es la misión que muy pronto tendremos que afrontar. En el momento en que dos personas saben algo, esa información ha dejado de ser un secreto. Uno de los mayores enemigos contra los que se debe combatir en un barco pequeño es la propagación de un rumor y las fantasías que éste puede generar en mentes ociosas.
Bolitho se encogió de miedo cuando los grandes y penetrantes ojos del comandante se detuvieron un instante en su persona antes de desviarse hacia otro lugar del camarote.
Dumaresq siguió hablando:
—Hace treinta años, antes de que la mayor parte de la tripulación de este barco hubiera venido al mundo, un jefe de escuadra llamado Anson
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emprendió una expedición hacia el sur, dobló el cabo de Hornos y se adentró en los mares del sur. Su objetivo era hostigar las colonias españolas, pues, como ya deben saber, en aquellos años nos encontrábamos en guerra con los «caballeros». —Hizo un gesto de desaprobación con la cabeza—. Una vez más, estábamos en guerra con ellos.
Bolitho pensó en el donairoso español de la casa que había visitado en la zona portuaria de Funchal, el sigilo con que se había llevado la entrevista, el cartapacio desaparecido por el que un hombre había perdido la vida.
—Hay algo de lo que no me cabe duda —prosiguió Dumaresq—, el comodoro Anson podía ser muy valeroso, pero su idea de cómo conservar a sus hombres en buena forma y con vida dejaba mucho que desear. —Miró al orondo doctor y se permitió relajar la expresión de su rostro antes de apostillar—: Al contrario que nosotros, probablemente él no contaba con un equipo médico apropiado que pudiera aconsejarle correctamente.
La estancia se llenó de risas contenidas, y Bolitho adivinó que el comandante había hecho aquel comentario con la intención de que todos se sintieran más cómodos. Tras una pausa, Dumaresq siguió hablando:
—Como quiera que fuese, lo cierto es que en tres años Anson había perdido toda la escuadra, con la única excepción de su propio navío, el Centurión; todo lo que consiguió con sus incursiones fue dejar enterrados en el mar a mil trescientos de sus hombres. La mayor parte de ellos habían muerto por enfermedad, escorbuto y por tomar alimentos en malas condiciones. Lo más probable, aun en el caso de que Anson hubiera vuelto a casa sin mayor novedad, es que hubiera tenido que enfrentarse a un consejo de guerra o algo peor.
Rhodes se inclinó hacia él en su silla y susurró, mientras brillaban sus ojos:
—Me lo imaginaba, Dick.
La mirada que le lanzó Dumaresq silenció lo que fuera a explicarle a continuación.
El comandante se sacudió una invisible mota de polvo de su chaleco rojo y dijo:
—En su viaje de vuelta, Anson se topó con un galeón español que transportaba en sus bodegas un tesoro en lingotes de oro valorado en más de un millón de guineas.
Bolitho recordó vagamente haber leído algo sobre el caso. Anson se había apoderado del navío tras una rapidísima batalla; incluso había interrumpido su ataque para que los españoles pudieran sofocar un incendio que de lo contrario se habría propagado al aparejo. Hasta ese punto había llegado su desesperación y su deseo de hacerse con el galeón Nuestra Señora de Covadonga intacto. Los tribunales de presas marítimas y las autoridades del almirantazgo habían considerado que aquellas capturas eran con diferencia mucho más valiosas que las vidas que se habían sacrificado para obtenerlas.
Dumaresq perdió por un instante la serenidad que había mostrado hasta entonces e irguió la cabeza sacudido por la tensión. Bolitho oyó la voz del vigía informando de la presencia de un velero a lo lejos en dirección norte. Lo habían avistado ya dos veces a lo largo del día, pero parecía poco probable que no fuese más que otro barco siguiendo la misma solitaria derrota.
El comandante se encogió de hombros.
—Ya veremos. —Sin más comentarios al respecto, siguió con su relato—: No se supo hasta hace muy poco tiempo que había otro galeón navegando hacia España. Se trataba del
Asturias
, un navío mayor que el capturado por Anson, y en consecuencia, aún más cargado de riquezas. —Lanzó una mirada al médico—. ¿Veo que ha oído usted hablar de él, quizá?
Bulkley se apoyó en el respaldo de su asiento y entrelazó las manos sobre su prominente abdomen.
—Así es, señor. Fue atacado por un buque de corso inglés comandado por un joven capitán de Dorset llamado Piers Garrick. Su patente de corso le libró en numerosas ocasiones de morir en la horca como un vulgar pirata; sin embargo hoy en día es sir Piers Garrick, un hombre muy respetado, tras haber ostentado diversos cargos gubernamentales en el Caribe.
Dumaresq sonrió con aspereza.
—Cierto, ¡pero le sugiero que mantenga todas sus demás sospechas y especulaciones relacionadas con este asunto dentro de los límites de la cámara de oficiales! El
Asturias
nunca fue hallado, y el buque de corso salió tan maltrecho de la confrontación que tuvo que ser abandonado.
Miró a su alrededor, irritado al oír al centinela anunciándole a través de la puerta:
—¡El guardiamarina de servicio, señor!
Bolitho imaginaba perfectamente la incertidumbre reinante en el alcázar de popa. ¿Debían interrumpir la reunión que se estaba celebrando justo debajo de ellos y correr el riesgo de provocar la indignación de Dumaresq? O, por el contrario, ¿debían limitarse a registrar la presencia de aquel extraño velero en el cuaderno de bitácora y confiar en que no pasara nada?
—Entre —dijo Dumaresq. Apenas parecía haber alzado la voz, y sin embargo se le oyó con claridad en la cámara exterior.
Era el guardiamarina Cowdroy, un joven de dieciséis años al que Dumaresq había castigado ya en una ocasión por mostrarse excesiva e innecesariamente severo con los miembros de su guardia.
—El señor Slade le presenta sus respetos, señor —dijo—, y le informa de que ese velero ha sido avistado de nuevo hacia el norte. —Tragó saliva y pareció encogerse bajo la fija mirada del comandante.
—Ya veo —dijo finalmente Dumaresq—. No tomaremos ninguna medida por el momento. —En cuanto se cerró la puerta, agregó—: Aunque me temo que ese intruso no está tras nuestra popa por pura coincidencia.
Sonó una campana en el castillo de proa; luego Dumaresq dijo:
—Recientemente se ha encontrado cierta información jurada según la cual la mayor parte del tesoro permanece intacta. Un millón y medio en oro.
Todos se le quedaron mirando como si acabara de pronunciar una tremenda obscenidad.
Entonces Rhodes exclamó:
—¿Y nosotros debemos descubrirlo, señor?
Dumaresq le sonrió.
—Hace usted que parezca algo muy sencillo, señor Rhodes; quizá lo encontremos, en efecto. Pero un tesoro de esa magnitud es capaz de despertar, y ya lo ha hecho, muchos intereses. Los españoles querrán que les sea restituido como su legítima propiedad. Un tribunal de presas marítimas alegará que, puesto que el barco había sido ya capturado por el buque de corso de Garrick antes de arreglárselas para escapar y ocultarse, el oro pertenece a Su Majestad Británica. —Bajó el tono de voz antes de añadir—: Y hay también quien estaría dispuesto a apoderarse de él por otras razones que a nosotros sólo nos perjudicarían. Bien, caballeros, ahora ya lo saben. Nuestra misión de cara al exterior es acabar de resolver ciertos asuntos del rey. Pero tengan en cuenta que si la menor noticia relativa a la existencia de ese tesoro se difunde fuera de esta habitación, no cejaré hasta descubrir quién ha sido el responsable.
Palliser se puso en pie y, como siempre, tuvo que agachar incómodamente la cabeza entre los baos que sustentaban la cubierta. Los demás también se levantaron.
Dumaresq les dio la espalda y se quedó mirando la brillante masa de agua que se extendía desde popa hasta el horizonte.
—Primero vamos a Río de Janeiro. Entonces sabré algo más.
Bolitho contuvo la respiración. ¡América del Sur!, y Río estaba nada menos que a 5.000 millas de su hogar en Falmouth. Nunca antes había navegado hasta tan lejos. Cuando estaban saliendo, Dumaresq dijo:
—Señores Palliser y Gulliver, ustedes quédense, por favor.
—Señor Bolitho —llamó Palliser—, ocupe mi puesto hasta que le releve.
Abandonaron el camarote, cada cual sumido en sus propios pensamientos. La lejanía de su destino significaría poco para la mayoría de los marineros. Allí estaba el mar, invariablemente, sin importar el punto concreto del globo en que se encontraran; el barco y él mismo formaban parte del paisaje. A todas horas había que orientar las velas y reajustarlas, tanto de noche como de día; la vida de un marinero era igualmente dura tanto si acababan recalando en Inglaterra como si se dirigían al Ártico. Pero si en el barco se difundía el rumor de la posible existencia de un tesoro, todo sería muy distinto.
Cuando trepó al alcázar, Bolitho vio a los hombres que estaban formando para la primera guardia observándole con curiosidad, aunque volvían la cara cuando él les miraba directamente a los ojos, como si ya lo supieran todo.
El señor Slade saludó tocándose el sombrero.
—La guardia está formada en popa, señor.
Era uno de los segundos del piloto, un hombre duro e impopular entre gran parte de la tripulación, especialmente entre aquellos que no estaban a la altura de sus sobrecogedores criterios acerca del arte marinero.
Bolitho esperó a que los timoneles fueran relevados, la ritual entrega del timón de un cuerpo de guardia al siguiente. Un vistazo a la arboladura, al conjunto de vergas y velas, verificar la aguja magnética e inspeccionar las notas escritas con tiza en la pizarra por el guardiamarina de servicio.