—¡Qué obediente eres...!
La chica lo atrapa, agarrándose a su cuello con ambas manos y entrelazándose a su cintura con las piernas.
—No me queda más remedio. Eres mi jefa.
—Solo en el trabajo. Fuera, puedes hacer conmigo lo que quieras —dice, mientras impulsa su cuerpo hacia delante apretándose contra él.
—Pero resulta que estamos en el trabajo. Y en la oficina de tu padre que, además, es el director del periódico —replica, echándose un poco hacia atrás.
—¿Entonces no hay beso?
—No he dicho eso.
Ángel se inclina sobre Sandra y la besa, pero no en los labios como ella esperaba, sino en la frente. La chica intenta llegar a su boca pero el periodista se aparta y vuelve a besarla, en esta ocasión en la cara.
—¡Qué aburrido eres a veces...! —protesta, soltándose para ponerse de pie. Camina hasta detrás de la mesa del despacho y se sienta en el sillón—. ¿Te pasa algo conmigo?
—No, pero no es el sitio, ni el momento.
—¡Venga ya! ¿Cuántas veces nos hemos besado en el periódico?
—Quizá demasiadas. No está bien. Si nos descubren...
—¡Bah!
Sandra empieza a estar realmente molesta con la actitud de su novio. Cruza las piernas y mira distante hacia un lado. Pero Ángel no se inmuta y se sienta en la silla en la que don Anselmo le entrevistó el día que fue elegido para formar parte del equipo de redactores de
La Palabra
. También tue el día en el que la conoció.
—¿Qué es eso de lo que me tienes que hablar?
—¿Y tú? ¿No tienes nada que contarme a mí? —pregunta Sandra, que no quiere cambiar de tema.
—¿Qué?
—Desde ayer todo ha cambiado. Estás diferente.
—No estoy diferente.
—Sí que lo estás. Estás muy frío conmigo. Ni siquiera me quieres besar.
—No me pasa nada. Simplemente, creo que el despacho de mi jefe, que además también es tu padre, no es el lugar adecuado para liarnos.
No le cree. Sandra resopla y mira al techo. ¿Piensa que es tonta?
—Claro. Ayer no estábamos en el despacho de mi padre y te mostraste de lo más distante.
—Me acosté contigo. ¿Es eso mostrarse distante?
—No. Aunque te noté raro. Puede que fueran imaginaciones mías y no quise darle más vueltas. Pero luego me dejaste a medias y cuando me marché nos despedimos como dos extraños.
—Exageras.
—No exagero. Me fui de tu casa con la sensación de que algo te pasaba. Y hoy me lo estás ratificando. Casi no he podido dormir pensando en ello.
Ángel se acaricia la barbilla y la mira fijamente. No le gusta verla así. Comienza a sentirse mal.
—Vamos, Sandra...
—¿Vamos, qué? ¿Acaso hice algo malo? —pregunta, alzando más de la cuenta la voz. Sus ojos enrojecen. Y no lo soporta. Una mujer fuerte como ella no llora. Se muerde los labios y aguanta las lágrimas.
Silencio. La chica respira profundamente y trata de tranquilizarse lo antes posible. Ella no llora. No va a permitirlo.
—Empezaste una frase y no la terminaste —concluye Ángel, por fin.
Sandra entonces suelta una carcajada nerviosa. Improvisada, irónica, espontánea. Exagerada.
—¿Todavía te dura eso? ¡Menuda tontería! —exclama, moviendo la cabeza negativamente.
—Tal vez tú pienses que es una tontería, pero no me gusta que me hagan eso.
—Ya ni tan siquiera recuerdo qué fue lo que no te dije —miente—. De todas maneras, tú estabas raro antes de que pasara eso.
—Otra vez con que estoy raro.
—Es que lo estás, Ángel. No puedes negarlo... No puedes negar que...
Sandra duda un instante si contarle a su novio lo que piensa, lo que ayer no le dijo y que quizá debe decirle ahora para intentar solucionar el problema.
—Desde que nos encontramos con aquella chica no eres el mismo.
—¿Qué? ¿Qué chica?
—No te hagas el tonto, Ángel. Sabes de quién te estoy hablando. Tu ex, esa cría.
—¿Paula?
—Paula —repite—. ¿Qué te pasó con ella para que te haya afectado tanto verla?
El periodista mira hacia otro lado. No quiere hablar de eso. Desde que ayer por la tarde la vio en el Starbucks, algo se ha despertado dentro de él. ¿El qué? No lo sabe. No tiene ni idea de lo que le sucede. Y lo que menos necesita en esos momentos es recordarla. La había olvidado. O eso había intentado por todos los medios. Y creía que gracias a Sandra lo había logrado. ¿Estaba equivocado?
—Lo que pasó pertenece al pasado. Es historia.
—¿La quieres todavía? —pregunta la chica, con la voz temblorosa.
Ángel sonríe. Se pone de pie y se dirige hasta detrás de la mesa. Se agacha y mira a su novia a los ojos.
—Te quiero a ti.
Y, sin dejar que ella diga nada, la besa en la boca. Sandra intenta zafarse pero enseguida cede. Cierra los ojos y se abraza a Ángel mientras comparten sus labios. Son minutos de amor. Minutos de pasión. Minutos de desahogo. Y minutos de engaño. Ambos lo saben, pero cuando terminan los besos, los dos callan y se sonríen. Quizá el tiempo, con sus largos días de verano, devuelva todo adonde estaba hace unas horas.
Sin embargo, el pasado, ese del que Ángel intenta huir, le tiene preparada una sorpresa aún mayor e inesperada. Y el enlace... será la chica que ahora está abrazada a él.
Una mañana de abril, en un lugar de París.
El español de Eric no es demasiado bueno. Pero su novia, Véronique, es estudiante de traducción e interpretación y lo domina casi perfectamente. Ángel, además, dio cuatro años de francés en el instituto y más o menos lo entiende.
—Gracias a los dos. Habéis sido muy amables conmigo —dice el periodista, mientras da tres besos a la chica, una graciosa pelirroja de ojos claros.
—¿De verdad no quieres que te llevemos? —pregunta Véronique, a la que la historia de aquel chico español le ha conmovido.
Eric sonríe. Ha entendido lo que su novia le ha preguntado.
—No, muchas gracias. Cogeré el tren. Bastante habéis hecho ya por mí invitándome a pasar la noche en vuestra casa.
Eric no deja de sonreír. También ha comprendido eso. O casi. Aquel periodista español es muy simpático. Ya se lo pareció anoche cuando lo conoció en el avión. Todo empezó con el chicle que Ángel le ofreció en pleno vuelo. Luego comenzaron a hablar y, con tristeza, le contó el motivo de su viaje, que más o menos entendió. ¡Qué romántico era eso de ir a buscar a Francia a su novia y pedirle que volvieran a estar juntos...! Después, él también le explicó las razones por las que había ido a España: quería la opinión de un médico español especialista en dietas de adelgazamiento. Hasta el momento, ningún doctor francés había conseguido que rebajara ni un solo kilo. Cuando bajaron juntos en el aeropuerto Charles de Gaulle, Eric le presentó a Véronique, que después de escuchar la historia de Ángel casi le suplicó que se quedara esa noche en su casa y cenara con ellos. El, al principio, se negó, pero encontrar un hotel en París a aquellas horas podría resultar muy complicado y además muy caro. Así que finalmente aceptó a la propuesta de aquella encantadora pareja.
—Espero que tengas mucha suerte.
—
Merci
. Ya os contaré.
—Seguro que Paula vuelve contigo. La quieres y tengo la in tuición de que ella tampoco te ha olvidado a ti.
—No lo sé. Ojalá tengas razón.
—Tranquilo, amigo. Vencerá el amor —añade Eric, abrazando a su novia.
—Claro que sí. El amor vencerá.
Un día de finales de junio, en un lugar apartado de la ciudad.
Decenas de árboles escoltan el camino que conduce hasta la casa de los tíos de Alan. El cielo está limpio de nubes, completamente azul. Y aunque todavía es temprano, el calor ya se empieza a notar.
Los seis chicos caminan de dos en dos, por parejas. Miriam y Armando van abrazados por la cintura. Paula y Cristina les siguen, las dos con gafas de sol, en silencio. Cuando se miran, sonríen, pero ambas saben que puede resultar un tin de semana complicado. Y Diana y Mario van de la mano charlando sobre alguna cosa que a ella le hace reír. Le brillan los ojos.
—Pues yo no le veo la gracia —dice el chico, fingiendo que se molesta.
—Es gracioso que te pasara eso. Si es que...
—Que me dé en el pie con la pata de la cama y de rebote me golpeara con el flexo en la cabeza, ¿tiene gracia?
—Mucha. Imagino la cara que pondrías.
Mario se suelta de su mano y la mira muy serio. Ella le aguanta la mirada sonriente. Y entonces él ríe y le vuelve a coger de la mano.
—Lo peor de todo es que esto me pasó buscando la camiseta de Bob Esponja.
La chica suelta una carcajada y con la mano libre le da un golpecito en la espalda. Ese sentido del humor de su novio le encanta.
Pero, de pronto, los ojos se le nublan y sus piernas se tambalean. ¿Qué le ocurre? Diana se detiene. Todo le da vueltas.
—¿Qué te pasa? —se alarma Mario.
—No te preocupes. Estoy bien.
—¡Te has puesto blanca!
El resto se da cuenta de que algo está ocurriendo y retrocede junto a la chica que se apoya en un árbol de la vereda.
—¿Qué es lo que pasa? —pregunta Paula, que es la primera en llegar.
—Nada. No os preocupéis. Me he mareado un poco.
Mario se quita la mochila y la pone en el suelo. La abre y saca una botella de agua.
—Toma. Bebe un poco.
—Gracias.
Diana le hace caso y bebe. Todos la miran preocupados.
—¿Has desayunado? —le pregunta Cristina.
—Sí. Me he tomado un café y una tostada.
—Será un golpe de calor, entonces.
—No creo, Cris. No hace aún tanto calor —interviene Miriam.
—Ya estoy mejor. No hay que darle importancia. Solo ha sido un pequeño mareo.
—Bebe un poco más —insiste Mario.
La chica obedece. Y luego le entrega otra vez la botella de agua a su novio, al que sonríe. Todos la observan.
—No os preocupéis. Ya estoy bien —indica, balanceándose un poco al separarse del árbol en el que estaba apoyada.
Mario la agarra de una mano pero la chica insiste en que todo va bien. No quiere ayuda y camina sola.
—¿Seguro que estás bien? No tienes buena cara —insiste Paula.
—Sí, sí, de verdad. Sigamos.
Los chicos retoman el camino, aunque ninguno está seguro de que Diana se encuentre bien. Y realmente no lo está. Se siente débil, pero no va a decir nada. No es la primera vez que le pasa. Lo tiene todo controlado, o eso es lo que cree ella.
En ese instante, esa mañana de finales de junio, cerca de allí.
Se quita la camiseta, la enrolla como si fuera una pelota y la lanza a un cesto de mimbre. Canasta. Tiene buena mano. De haber sido más alto podría haber llegado a ser un buen jugador de baloncesto, como uno de sus ídolos, Tony Parker. Pero midiendo uno setenta y cinco, le habría sido muy difícil llegar a primer nivel. Y Alan nunca se hubiera conformado con ser un secundario.
Mira el reloj. Tienen que estar a punto de llegar. Antes debe cumplir con la rutina de cada mañana. Normalmente lo hace antes, pero hoy, entre unas cosas y otras, no ha tenido tiempo aún. Se tumba en la cama y apoya los pies con fuerza contra la pared. A continuación, coloca las manos detrás de la cabeza y comienza a subir y bajar, sintiendo cómo su vientre trabaja. Diez, veinte, treinta abdominales a toda velocidad. En apenas un minuto ya ha hecho cincuenta. Cuando llega a cien, para. Respira hondo, cierra los ojos y suelta una palabra malsonante en francés. Un minuto de descanso y continúa hasta los doscientos. Trescientos. Y una última serie de cincuenta y cuatro, su número de la suerte. Resopla al finalizar. Tiene calor. Se pasa la mano por el abdomen y sonríe. Nota los músculos contraídos, duros. Le encanta esa sensación. Pero no tiene tiempo de recrearse en su esculpido cuerpo. De un salto, se reincorpora. Abre el armario de su habitación y coge una toalla verde que se pone en el hombro.
Alan se calza unas chanclas y abandona su dormitorio. Baja las escaleras silbando. Atraviesa el salón y sale de la casa por una de las siete puertas de cristal que dan al jardín principal. Allí están abrazados Davinia y un chico muy alto, que tiene una de sus enormes manos en el culo de su prima, a la que besa en el cuello.
—Siento interrumpir —dice, después de toser para anunciar su presencia.
La pareja se separa y lo observan con fastidio.
—¿Ya empezamos? ¿Qué quieres? —protesta Davinia.
—¿No nos presentas?
La chica suspira. Aquel estúpido ya ha estropeado el primer momento pasional del fin de semana.
—Bruno, este es mi primo francés, Alan.
—Encantado —dice el chico, estrechándole la mano.
—¡Uau! No me aprietes demasiado porque con ese tamaño podrías destrozarme.
Bruno no acoge demasiado bien la broma y enseguida se separa de él, para centrarse de nuevo en la parte trasera del
short
de Davinia, a la que rodea con su larguísimo brazo.
—Ya te he presentado. Y ahora, ¿puedes dejarnos solos, que vamos a tomar un rato el sol?
—Lo siento, prima. Tengo otros planes.
—¿Qué?
El chico se quita las chanclas, deja la toalla en una silla y, sin decir nada más, se lanza de cabeza a la piscina. Bucea hasta la mitad y saca la cabeza, apartando su rubio pelo de la cara.
—¡Está buenísima! —grita, nadando hacia atrás—. ¿Por qué no os dais un baño?
—¡Eres odioso! Te he dicho que nos dejaras solos.
—Vamos, prima... No te enfades. El agua está genial. Daos un baño conmigo. Además, qué mejor sitio que una piscina para perder la virginidad.
Davinia enrojece de ira y de vergüenza. No puede creer lo que su primo acaba de decir. Se gira y contempla a Bruno, que se ha quedado perplejo.
—¡Capullo! ¡Eres un maldito capullo! —exclama enfurecida la chica desde el borde de la piscina.
Quiere matarlo. Y van dos veces en la misma mañana. Fuera de sí, alcanza las chanclas de Alan y se las tira, intentando darle sin éxito.
—¡Era una broma! No te preocupes, Bruno. Mi prima es toda una experta.
Davinia arroja también la toalla verde a la piscina. Y un cenicero de plástico. ¡Menudo fin de semana que le espera! ¡No es justo! Ella, que lo llevaba preparando todo desde hace un mes...
Entonces se enciende un piloto rojo situado en una de las paredes y suena un timbre. Es el sistema que los padres de Davinia han instalado para enterarse de que alguien está llamando a la puerta cuando están en el jardín.