—Así no estaré sola. Anda, ven.
—¿No me dejarás que haga ninguna tontería?
—Ni una.
—Prométeme que no vas a permitir que meta la pata.
—Lo prometo. Estaré vigilándote.
Paula se pasa las manos por la cara y luego las sube hasta la cabeza. Se agita el pelo y suspira.
—Está bien. Voy.
—¡Bien! Te has hecho de rogar, ¿eh?
—Lo siento.
—No te preocupes —responde Cris poniéndose de pie y ajustando su falta—. Ya verás cómo lo pasamos bien.
—Eso espero. No quiero equivocarme... como me equivoqué en Francia.
Una noche de abril, en un hotel francés.
—¿No queda más? Tengo sed.
Paula coloca la botella de champán boca abajo y la agita con virulencia. Una escuálida gota cae sobre la mesa. Es la última.
—No, no queda más —responde Alan, sonriente—. Trae, que la vas a romper.
Y le arrebata la botella para meterla en la cubitera.
—¡Jo! ¿Tanto hemos bebido?
—Bueno, casi todo te lo has bebido tú.
—¡Qué mentiroso!
La chica se levanta de su silla. Está mareada. La cabeza le da vueltas. ¿Qué le pasa? No recuerda haber tomado tanto champán. Cuatro, cinco, seis copas, como mucho. El mareo aumenta con cada paso que da. ¡Uff! Lo mejor es sentarse. Tambaleándose, llega hasta un sofá en el que se deja caer. Estúpido francés. Seguro que le ha colocado algo en su copa.
—¿Te encuentras bien? —pregunta Alan, que también se ha puesto de pie y se dirige al sofá en el que Paula está sentada.
—Perfectamente. Nunca he estado mejor.
—Ya.
El chico se sienta a su lado y se le queda mirando a los ojos. Luego sonríe.
—Y tú, ¿qué miras?
—A ti. Me gustas.
—¡Qué dices! ¡Estás fatal, muchacho!
—¿Qué pasa? Habrá millones de tíos a los que les gustas.
—Psss.
Paula comienza a sentirse peor. Cierra los ojos. Todo le da vueltas. Pero los vuelve a abrir de golpe, cuando nota el aliento de Alan demasiado cerca.
—¡Hey, tú, franchute!, ¿qué haces?
—Nada —responde con una sonrisa.
Sus bocas están muy cerca. Excesivamente cerca.
—Mira, tío... No... pienso hacer... nada contigo —tartamudea.
—¿No? ¿Ni un beso?
—¿Estás mal de la cabeza?
—¿Me creerías si te digo que me he enamorado de ti?
Paula suelta una carcajada. ¿Qué está diciéndole? ¿Habla de amor? Vuelve a cerrar los ojos. Y los abre otra vez repentinamente.
—¿Qué quieres, francesito?
—A ti. Pasar la noche contigo.
—¡Ja!
—¿No te apetece?
La chica no responde. ¿Por qué se siente cada vez más débil? Las piernas le flaquean y los párpados le pesan muchísimo. De nuevo cierra los ojos, pero esta vez no los abre a continuación.
—¿Paula?
—¿Qué?
—¿Puedo besarte?
Pero esta no responde. Se echa hacia atrás. Su cuello se vence hacia un lado. Alan recoge su cabeza con una mano y la besa. Al principio, ella no responde. Simplemente, se deja hacer. Nota los mojados labios del chico en su boca. Sabe a champán. Y decide inconscientemente seguir el juego. Nota su lengua dentro, cómo roza con la suya. Percibe sus manos, cálidas, explorando bajo su camiseta.
—¿Qué..., qué haces..., Alan? —pregunta, sin abrir los ojos.
—Nada. —Y le da un beso en el escote—. No hago nada.
Los besos van y vienen por todas partes.
A Paula su cuerpo cada vez le pesa más. Y la cabeza no para de darle vueltas. No sabe muy bien qué está pasando. Cada vez le cuesta más permanecer consciente. Pero ¿lo está? ¿Está consciente?
Abre muy despacio su ojo derecho. Ve borroso. Alan está sobre ella, tumbado encima. Lleva el torso desnudo, aunque conserva los pantalones. Vuelve a cerrar el ojo entreabierto. ¿Es un sueño o es la realidad? El chico ayuda a que Paula se tumbe completamente en el sofá. Rendida. Luego desabrocha sus vaqueros y los baja poco a poco, deslizándolos por sus largas piernas. Alan besa sus muslos. Su cadera. El borde de sus braguitas celestes. Paula ya no siente nada. No sabe qué hace ni qué está haciendo él. El chico está excitado. Está a punto de quitarle la ropa interior.
—¿Quieres que pare?—pregunta, mientras jadea.
Pero no obtiene ninguna respuesta. Paula gime y su respiración cada vez va más rápida. ¿Qué está pasando?
Una vez más, abre el ojo derecho. Alan sostiene en las manos su sujetador. ¿Por qué lo tiene él? ¿Qué demonios está pasando? ¿Eso quiere decir que está desnuda? ¿Por qué?
Sin saber de dónde, Paula saca fuerzas y abre los dos ojos al mismo tiempo. ¿Qué está haciendo? ¿Van a...?
No. No. No quiere, no puede hacerlo. Ahora no. Habla, pero sus palabras no tienen sonido. No.
—Soy...
Intenta decirle algo. Pero ¿por qué le cuesta tanto hablar? ¿Por qué está tan mareada?
Alan la besa en la boca y le muerde el labio. Está desatado. Va a acostarse con aquella preciosa chica española en la que se fijó hace unos días. Bonita presa para un depredador como él. Ninguna se le resiste. Sonríe y saca un preservativo de uno de los bolsillos de sus pantalones. Luego se los baja. Y rápidamente, también desaparecen sus bóxers.
—Soy... virgen —suelta por fin Paula.
La luna se esconde detrás de una nube blanca, tapando su brillante aureola. Mañana volverá a llover en París.
Un día de finales de junio, por la noche, en un lugar de la ciudad.
Da una última calada y arroja el cigarro por la ventana. Luego agita ambas manos para que el humo salga de la habitación. Coge su frasquito de perfume de vainilla y esparce el aroma por todo el dormitorio. No hay que dejar rastro.
Paula mira el móvil una vez más. ¿Lo llama?
Habría muchas cosas que aclarar, que decirle, que preguntarle. Pero eso sería abrir la herida. Han pasado casi tres meses.
¿Quién sería esa chica con la que iba Ángel? ¡Qué más da! No es asunto suyo.
Enciende la radio. Suena una de Damian Rice,
Smile
. «Sonríe.» A ella le cuesta reír ahora. El destino es demasiado caprichoso. Y cruel. Muy cruel. Ángel ya había desaparecido de su cabeza. Estaba olvidado. Prácticamente. Casi. O al menos había escondido su recuerdo en algún rincón de su corazón en el que no tenía intención de buscar.
¿A empezar de nuevo?
Una lágrima se derrama. ¡Joder, no! Prometió no llorar más por él. Inspira y suelta todo el aire de golpe. Con la mano se seca la gotita que moja su mejilla.
—Tranquila —susurra—. Tranquila, Paula. Ha sido mala suerte. No tienes que pensar en él.
Sus amigas le habían aconsejado que, cuando estuviera sola y se encontrase mal, hablara en voz alta. Contar el problema, aunque tuera a sí misma, podría ayudarle como terapia.
Mira de nuevo el teléfono. Todavía se sabe su número de memoria, es el único que recuerda de su amplia guía de contactos.
Esa chica era realmente guapa. Hacen una bonita pareja. Podría haber sido ella...
—No pienses más en él. Olvídate. Ya no está en tu vida.
De repente el móvil comienza a sonar. No es Ángel, es Alan. Vaya. Quizá no es un buen momento para discutir con el francés. Porque siempre terminan discutiendo. Hay mucha tensión entre ambos. El la saca de sus casillas. Pero por otra parte...
—¿Sí? —responde mientras baja el volumen de la radio.
—Hola —contesta él. Parece alegre. Aunque Alan siempre da la sensación de estar alegre.
—Hola, ¿qué querías?
—He hablado con Cris. Me ha dicho que al final sí que vienes mañana con nosotros.
—¿Eso te ha dicho?
—Sí.
—Pues entonces será verdad.
—¡Genial! —exclama—. Me alegro mucho de que vengas. Lo pasaremos bien.
Paula resopla. Todavía está a tiempo de echarse atrás. No tiene muy claro que ir el fin de semana a la casa de los tíos de Alan sea una buena idea. ¿Cómo se ha podido dejar convencer por Cristina?
—Seguro que sí —señala con cierta ironía.
—Si te soy sincero, dudaba de que vinieras —reconoce el chico.
—Qué extraño: tú dudando de algo. No me lo creo.
Alan suelta una carcajada cuando escucha el recelo de Paula.
—Tienes razón. No dudaba. Estaba convencido de que vendrías.
—¿Por qué eres tan vanidoso?
—¿Lo soy?
—Mucho.
—¿Y no te gusta?
—No. No me gusta nada.
—No te creo.
—Pues créeme.
—Vaya. Intentaré moderarme entonces.
—Vuelves a mentir. No lo harás. Seguirás siendo un presumido y un vanidoso.
El chico vuelve a reír. Parece divertirse mucho con aquella conversación.
—Quién sabe. Por ti, a lo mejor cambio.
—Alan.
—¿Qué?
—No sigas por ahí. No hagas que me arrepienta definitivamente de haber decidido ir con vosotros mañana.
—Tranquila. No diré nada más.
—Gracias.
—Además, me tengo que ir ya. Mi prima está gritando como una loca. Creo que se ha dado cuenta de que le he cambiado la clave para entrar en el ordenador. Adiós, Paula.
Y, sin dejar que esta se despida, cuelga.
Incorregible. Es un tipo totalmente incorregible. No tiene remedio. ¿Cómo va a creerse algo de lo que le dice? ¡Es imposible!
Y sin embargo, siente un cosquilleo cuando hablan. Cuando se ríe.
Suspira.
Quizá la que no tiene remedio sea ella.
Ese día de finales de junio, en el momento en que los dos chicos hablan por teléfono, en una emisora de radio de la ciudad, la misma que Paula escucha y que ahora suena con el volumen bajado.
—¡Y esto fue el estreno en exclusiva de Amor sin edad! ¡Un éxito asegurado! —grita el presentador del programa—. ¿No creéis?
—Eso esperamos. Los dos estamos muy expectantes e ilusionados con esta aventura —responde la invitada.
El otro invitado al programa va a contestar también pero el presentador se anticipa.
—¡Seguro que sí! ¡Estamos convencidos de que Amor sin edad invadirá todas las listas de ventas! ¿De quién fue la idea?
Los dos invitados se miran uno al otro. Sonríen y ella deja que sea él quien responda a la pregunta.
—La idea fue mía, pero la canción la escribió ella. —Piensa un segundo y continúa—. A decir verdad, este tema ya existía, pero lo hemos adaptado.
—¡Es genial! Y muy original —comenta el presentador, al que le hacen una seña desde control indicando que le quedan dos minutos de entrevista—. ¿Cómo os conocisteis?
De nuevo se miran. Ríen y ahora es ella la que toma la palabra.
—Fue de casualidad, en una fiesta.
—Aunque yo ya me había intentado poner en contacto con ella —recalca el chico.
—Es verdad. Pero, si te soy sincera, no te hice demasiado caso.
—Yo tampoco me lo habría hecho.
Y los tres ríen.
—Para terminar, ¿os gustaría decirle algo a nuestros oyentes?
—Que gracias por todo el apoyo que estamos recibiendo —contesta ella, ajustándose los cascos—. Y que esperamos que tanto sus seguidores como los míos disfruten de este precioso trabajo hecho en conjunto.
—¡Seguro que sí! ¡Cuando hay talento y ganas, las cosas funcionan! —exclama el presentador, que le guiña un ojo al chico—. Mucha suerte a los dos. Katia, Alex, gracias por venir.
En ese instante, un día de finales de junio, en otro lugar de la ciudad.
Ambos están tumbados boca arriba en la cama. Acaban de hacer el amor.
Sandra, extendiendo una mano, le acaricia el pelo, algo más largo de lo que suele llevarlo normalmente. Pronto se lo cortará. Ángel no es de los que permiten demasiadas licencias con su aspecto físico. El cabello es muy importante para él, y lo prefiere más corto, pero a ella le gusta así. De momento, no le llevará la contraria.
—¿En qué piensas? —pregunta la chica, que se ha puesto de lado para mirarle a los ojos.
—En nada.
—Mientes. Siempre se piensa en algo. Nuestra mente no tiene la capacidad de quedarse completamente en blanco.
—¿Ah, no? ¿Y en qué estás pensando tú?
—En que quiero mucho a mi novio. En que soy muy afortunada de que el chico nuevo se fijara en mí. Y en que no sé en qué demonios puedes estar pensando para que estés tan ausente. ¿Satisfecho?
Ángel sonríe, la besa en la mano y se levanta de la cama.
—Pues piensas mucho. Quizá demasiado.
—¿Es un defecto?
—No, una característica —contesta, mientras se pone una camiseta gris de manga corta.
—¿Y te gusta esa característica?
—No está mal.
—Tú también piensas mucho. No lo niegues.
—Tal vez, también pienso demasiado.
—Si es en otra que no sea yo, estoy de acuerdo: piensas demasiado. Y tendrías que solucionarlo.
El chico se sorprende al oír la insinuación de Sandra, mitad en broma, mitad en serio. Pero no quiere alarmarla. Se acerca hasta ella, la mira fijamente a los ojos y la besa en los labios.
—¿Y esto? —dice la chica, que no lo esperaba.
—¿No te ha gustado?
—Mucho. Pero... —No sigue. Es mejor dejarlo ahí—. No pasa nada, olvídalo.
Sin embargo, Ángel no está dispuesto a quedarse a mitad de camino.
—Sí que pasa. ¿Pero... qué? Termina la frase.
—No.
—Sí.
—No.
—No me gusta nada que me dejen a medias...
—Tengo derecho a hacer y decir lo que quiera.
—Y yo derecho a saberlo si tiene que ver conmigo.
Con un movimiento rápido, Ángel la tumba otra vez boca arriba y se sienta sobre ella, sujetando sus manos, inmovilizándola.
—¡Hey! ¡Eso no vale! ¡Suéltame! —exclama, al tiempo que ríe nerviosa.
—¿Qué decías?
—Nada.
El chico se inclina sobre ella y la besa, primero en el lóbulo de la oreja y luego en el cuello. Sensual.
—¿Decías?
—No decía nada. ¡Suéltame! —Y se le escapa un pequeño gemido.
Ángel continúa con el dulce castigo. Y la besa por todo el brazo que sigue sujetando, desde los dedos hasta el hombro, bajando luego por su pecho y finalmente subiendo hasta la boca. Le muerde el labio y la besa.
—¿Sigues sin querer decirme nada?
—No —murmura, con los ojos cerrados.
—Vale. —El periodista libera a su chica y se pone de pie—. Me voy a la ducha solo.
Y, sin mirarla, sale de la habitación.