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Authors: Blue Jeans

Tags: #Infantil-Juvenil, Romantico

¿Sabes que te quiero? (4 page)

BOOK: ¿Sabes que te quiero?
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—Hazme el amor —le susurra al oído.

Millones de escalofríos invaden ambos cuerpos. Los besos de Diana hacen que el chico jadee. Está confuso. ¿Ahora?

—Pero...

—Por favor, cariño. Quiero ser tuya. Por favor.

El rostro de Diana se inunda de lágrimas. Sus labios se han desplazado hasta su abdomen. Y los besos son cortitos, intensos, constantes.

—No sé si puedo hacerlo.

—Por favor, amor.

—Diana...

—Shhh. Por favor.

Traga saliva. ¿Es el momento? ¿Va a llegar? La cabeza le da vueltas. Siente los labios de Diana por todas partes. El botón de su pantalón se desabrocha. Escucha cómo la cremallera se abre. Más besos. Millones de ellos por todo su cuerpo. Tiene calor, mucho calor.

Es el día.

Se deja llevar.

Cierra los ojos y también comienza a besarla. Caen rendidos uno sobre el otro.

Se entrelazan tumbados en la cama del dormitorio. Dos en uno solo. Se pierden uno en el otro. Y suspiran. Suspiran como amantes.

Es la primera vez de Mario. La primera vez con la que había soñado. Aunque en sus sueños el rostro que aparecía no era precisamente el de aquella chica. Y eso ella, con todo el dolor de su corazón, lo sabe

Capítulo 6

Ese día de finales de junio, en un lugar de la ciudad.

Apenas ha comido. No tenía hambre. Y ha subido a su habitación ante las protestas de Érica, que no consideraba justo que Paula pudiera dejarse la mitad del plato de alcachofas con jamón y ella no.

Tumbada en su cama escucha el último single de Paula Dalli. Mira a su alrededor y hace un ruido con la boca, uniendo los labios. « Brrrrr». Luego resopla.

Su habitación necesita un cambio. Quizás la pinte de otro color, cambie los muebles de sitio o ponga unas cortinas nuevas. Sí, su dormitorio exige un cambio drástico. Como el que ha sufrido su pelo. Aquel rubio, rubísimo, no le convence del todo. Pero lo hecho, hecho está. La próxima vez quizá se transforme en morena, morenísima. ¿Y de cobrizo? ¿Un tinte caoba? ¿Pelirroja? Rosa. Sí, se teñirá el pelo de rosa. Como Katia.

Delira. ¿Cómo va a ir por la calle con el pelo rosa? Le quedaría fatal. ¡Fatal es poco!

«Brrrrr.»

De pronto le apetece. Sí, ¿por qué no? Se incorpora y se dirige a la ventana. La abre despacio, aunque no del todo, y corre la cortina. A continuación, se agacha y busca algo debajo de la cama. Allí está, dentro de unos zapatos de tacón que hace siglos que no se pone. Le gustaban, ¿por qué ya no los usa? Ni idea. La cuestión es que al menos aquellos zapatos aún le sirven para algo. Allí es donde esconde el tabaco y el mechero.

Saca un cigarrillo del paquete y se lo pone en la boca. Clic. Clic. Mierda, no enciende. Un tercer y cuarto intento. Nada. Debe de haberse quedado sin gas. Lo agita y prueba de nuevo. Es inútil. ¡Joder!¡Con lo que le apetece fumar...! ¿Y ahora? En la cocina hay cerillas.

Abre la puerta con mucho cuidado de no hacerla chirriar. Sale y baja sigilosa por la escalera. En la casa reina el silencio. Cuando llega abajo ve a su madre dormida en el sofá. La tele está puesta.
Sé lo que hiciste
.

—Hola, Paula, ¿dónde vas? —pregunta Mercedes, por sorpresa.

Pues no estaba dormida. Qué bien fingen las madres.

—A la cocina, me he quedado con hambre.

—Normal. Casi no has comido.

—Es que las alcachofas...

—Antes te encantaban.

—Antes era antes y ahora es ahora, mamá. Las cosas cambian.

Ella lo sabe bien. Quién le iba a decir hace unas semanas que intentaría coger cerillas a escondidas de la cocina para encender un cigarro. Con lo que odiaba el tabaco. Sí, las cosas cambian. Todo es distinto desde su cumpleaños y el viaje posterior a Francia. Muy distinto.

Hace casi tres meses, un día de abril, en un hotel de París.

—¡Érica, date prisa! Mamá y papá nos están esperando.

—¡Voy, pesada! —grita la niña, al otro lado de la puerta del cuarto de baño.

Es su tercer día en Francia. Van a ir a dar una vuelta por la ciudad. Ayer no estuvo mal, aunque no está disfrutando lo que se supone que debe hacerlo en un viaje a Disneyland. Su cabeza está demasiado revuelta para divertirse.

Toc, toe. Llaman a la puerta de la habitación.

—¡Érica! ¡Corre, que ya están aquí!

—¡Yaaaaa!

Paula abre la puerta pero delante no se encuentra con sus padres.

—Hola —saluda alguien, cortésmente.

La chica se queda boquiabierta. ¿¡Qué hace Mickey Mouse allí!?

—Eh... ¿Qué quieres?

—Pero ¿cómo? ¿Aún no me recuerdas?

Esa voz...

—¡Tú! ¿¡Eres tú!?

El ratón se quita la cabeza del disfraz y mueve la cabeza para peinarse un poco.

—¡Por fin! Te ha costado, ¿eh?

—¿Qué haces aquí? ¿Cómo me has encontrado? ¿Nos persigues o algo?

—Más o menos.

—¿Qué?

Paula intenta cerrar la puerta pero el chico pone el pie para evitarlo. Está realmente enfadada.

—Perdona. Debo tener cuidado con lo que digo. Eres muy susceptible.

—¡Y tú un descarado!

—En eso quizás tengas razón —responde el muchacho, haciendo una mueca con la boca y mirando hacia arriba. Pero enseguida vuelve a sonreír—. Y ahora voy a quitar despacito el pie de la puerta. Prométeme que no me vas a cerrar.

La chica resopla. ¡Qué cara más dura!

—¿Por qué? ¿Qué pretendes?

—Ya te lo dije ayer. Me gustaría cenar contigo.

—¿Qué?

—¿No lo recuerdas? Ayer le dije a tu hermana que quería cenar contigo.

¡Fue él! No se lo puede creer. Ese tipo vestido de Mickey Mouse es el mismo que ayer se encontró en el parque de atracciones y habló con Érica.

En ese instante, la niña sale del cuarto de baño. Y su sorpresa es mayúscula cuando contempla al chico del desayuno, con la cabeza de Mickey en las manos.

—Hola.

—Ho... la —responde la pequeña, que no comprende nada de lo que está pasando.

—Érica, ve a la habitación de papá y mamá. Ahora iré yo. Diles que me estoy peinando.

La niña se ha quedado sin palabras. No puede apartar sus ojitos de la cabeza del ratón.

—Pero...

—Anda, pequeña, ve. Enseguida voy yo.

Paula se inclina y le da un beso en la frente a su hermana. Esta, sin dejar de mirar al chico disfrazado, sale de la habitación y toca en la puerta de al lado.

—Pasa, rápido —le dice Paula, al desconocido. Lo coge de un brazo y lo arrastra hacia el interior. Luego cierra la puerta.

—Gracias.

—Tienes un minuto. ¿Qué quieres?

Los dos permanecen de pie. Él no es muy alto, aunque sí algo más que Paula.

—Ya te lo he dicho. Cenar contigo.

—No. ¿Cómo me has encontrado?

—Te lo diré en la mesa de un restaurante. ¿Hago reserva para esta noche?

—No voy a cenar contigo y me vas a decir ahora mismo cómo me has encontrado.

—Vale. Mi padre es el dueño del hotel.

—No te creo.

—Entonces, ¿cómo explicas que me haya metido en los ordenadores y sepa que tu padre se llama Francisco García, que tu madre es Mercedes y que vosotras dos estáis en la habitación 601?

Mmm. Eso. ¿Cómo puede explicarlo?

—Vale. Tu padre es el dueño de esto. ¿Y tú qué haces vestido así?

—Sustituir al verdadero Mickey Mouse. Está enfermo. Es una medida de urgencia. Me obligan; si no, me quedo sin paga.

—¿Sin paga?

—Claro. No iba a hacerlo gratis. Aunque, mira, gracias a esto nos hemos conocido.

¡Menudo capullo! ¡Tiene un morro que se lo pisa!

—¿Y cómo sabes hablar tan bien español?

—Viví ocho años en Madrid y cada verano voy a casa de mis tíos. Me agobia esto.

—Ah.

—La chica y el niño pequeño que viste esta mañana son mis primos españoles. Davi es un poco..., pero no es mala chica. Y Aarón es un crack.

Paula se queda un instante pensativa.

—Entonces, ¿cenarás conmigo? —pregunta él, rompiendo el silencio.

—No. No voy a cenar contigo.

—Bueno, ya lo volveré a intentar, todavía pasarás unos días más aquí. Lo he visto en las reservas de habitaciones. Tengo tiempo.

El muchacho, sonriente, se gira y abre la puerta ante la mirada atónita de Paula. Aquella conversación ha sido completamente surrealista.

—Oye, ¿cómo te llamas? —pregunta cuando él está de espaldas.

El joven, sin volverse, responde:

—Alan. Ya nos veremos, Paula.

Y, sin dar más explicaciones ni esperar una contestación, cierra la puerta de la habitación 601.

Capítulo 7

Una tarde de finales de junio, en un lugar de la ciudad.

—¿Quieres comer algo? —pregunta Diana mientras se ajusta los pantalones. Abrocha el botón y sube la cremallera. Se le caen un poco, pero está acostumbrada.

—Vale —contesta Mario, que aún continúa tumbado en la cama—. Espera, me visto y bajo contigo.

—No, no. Quédate ahí. Solo es calentar la comida que ha dejado mi madre preparada.

—Que no, que te acompaño.

El chico hace ademán de levantarse pero ella se lo impide.

—Aquí quieto. Yo te subo la comida.

—¿Y si no me gusta?

—Te aguantas.

La chica sonríe, se inclina sobre su novio y lo besa en los labios cariñosamente. Luego le acaricia la mejilla y sale del dormitorio. Mario la observa algo confuso. ¿De verdad ha pasado lo que cree que ha pasado? ¿No es un sueño?

No. Acaba de tener su primera relación sexual. ¡Dios! ¡Lo acaba de hacer por primera vez! ¡Ahora es consciente! Ya no es virgen.

¿Y qué siente? No lo sabe. ¿Cómo no puede saber qué es lo que siente? ¿Está feliz? Tiene que estarlo. ¡Se ha estrenado! Tendría que desbordar alegría por todas partes.

Pero no, no siente nada especial. ¿Por qué? ¿Qué es lo que ocurre? Qué lío.

Decide no darle más vueltas. Se levanta de la cama, se pone la camiseta y los bóxers y sale de la habitación. Entra en el cuarto de baño y cierra la puerta con cerrojo.

Diana contempla cómo la ruedecita del crono del microondas se mueve lentamente. Tres minutos y la lasaña estará lista. ¿Ha hecho bien? ¿Era el momento? Tiene muchas dudas. Ella le quiere, lo sabe. Pero, sobre todo, lo siente. Siente que realmente está enamorada. Y él, ¿la quiere? ¿La quiere de verdad?

Ahora no es como otras veces, como en otras ocasiones en las que se acostó con otros chicos. A algunos apenas los conocía. Se lo pasaba bien. Lo hacía por diversión, por placer. Por disfrutar de un rato de sexo. Aunque algunas veces ni se enteraba. Y otras se sentía mal. Realmente mal. Pero continuaba haciéndolo.

Ahora la sensación es diferente.

El grosero timbre del microondas la asusta. La lasaña está lista. Con mucho cuidado saca el recipiente humeante ayudándose de dos trapos, lo coloca sobre la mesa y sirve dos platos. En el suyo, poca cantidad. Piensa que Mario quizá necesite comer más y se lo llena. El sexo da hambre.

Prepara la bandeja: vasos llenos de agua, cubiertos, servilletas y un poco de pan, que ella no comerá, pero que es posible que a él sí le apetezca. Listo.

Cuando regresa al dormitorio, Mario ya está vestido sentado en una silla.

—¿Por qué te has levantado? —le pregunta mientras deja la bandeja con la comida en su escritorio.

—¿Querías que comiera tumbado en la cama?

—Claro. Y yo a tu lado.

—Si quieres... aún podemos.

—No, déjalo.

Diana coge uno de los platos y se lo entrega.

—¿Lasaña?

—Sí, ¿no te gusta?

—Sí, me encanta. Gracias.

Mario corta con el tenedor un trozo y se lo lleva a la boca. Diana lo imita. Ninguno habla. Ninguno sabe qué decir. Ninguno se atreve a romper el hielo. Un minuto. Dos.

¿Se supone que deben hablar de lo que ha pasado hace unos minutos? Sí, los dos lo creen.

—Está muy bueno.

—Sí. A mi madre se le dan fenomenal los precocinados.

Una leve sonrisa aparece en el rostro de Mario. Diana se da cuenta y también sonríe. Quizá es el momento.

—¿Cómo te sientes? —pregunta ella.

El chico deja a un lado el tenedor y mira a su novia.

—¿Lo dices por...?

—Claro. ¿Por qué si no?

—Pues bien. Supongo que bien.

—¿Supones?

—Sí. No sé. Es mi primera vez... Estoy feliz, pero me siento raro. Es normal, ¿no?

—Supongo.

—¿Y tú, cómo estás?

Diana no responde inmediatamente. Mastica y bebe un poco de agua. ¿Cómo está? Enamorada. Terriblemente enamorada. Aunque no es su primera vez, sí es la primera vez que lo hace con alguien a quien quiere. Pero tiene dudas. Duda de Mario. De sus sentimientos.

—Muy bien. Feliz de que tu primera vez haya sido conmigo.

—¿Y con quién iba a ser, si no?

Ambos saben la respuesta. Continúan comiendo. Y vuelven a guardar silencio.

—¿Te ha gustado? —pregunta por fin Diana.

—Si me ha gustado... —dice desconcertado, aunque evidentemente sabe a lo que se refiere.

—Sí. ¿Te ha gustado? ¿Has quedado satisfecho?

—Claro, claro.

—La primera vez siempre es la más recordada, pero la más difícil.

—Bueno.

—Ya verás como la segunda te sale mejor.

Mario se queda petrificado. También avergonzado. No sabe qué decir. ¿Ha estado fatal? ¡Seguro que ella es la que no se ha quedado satisfecha! Diana entonces suelta una carcajada.

—No te preocupes, cariño. Estaba de broma. Para ser tu primera vez, has estado genial.

Rojo como un tomate, Mario se bebe de un trago el agua que le queda en el vaso.

—Gracias.

—¿Y yo? ¿Cómo he estado? ¿Crees que puedo mejorar? —pregunta, picara, deslizando un dedo por su brazo.

—Todo es mejorable, ¿no?

—Por supuesto. Y practicando es como se mejora.

Diana se levanta de su silla y le da un beso en el cuello. Luego otro en la boca y un tercero en la nariz.

—Quieres... otra vez... ¿Ya?—tartamudea Mario, nervioso.

—Tranquilo. Recupera fuerzas primero. Mi madre no vendrá hasta dentro de unas horas. Tenemos tiempo de sobra. Ahora espérame, voy al baño.

Un último beso en los labios.

Diana sale de la habitación y entra en el cuarto de baño. Cierra la puerta y abre el grifo de agua fría casi al máximo. Se mira al espejo y suspira. ¿Por qué se ha tenido que enamorar de él? ¿Por qué Mario no la ama?

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