¿Sabes que te quiero? (22 page)

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Authors: Blue Jeans

Tags: #Infantil-Juvenil, Romantico

BOOK: ¿Sabes que te quiero?
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—Hola —le dice el muchacho, sonriendo—. ¿Está Paula?

Ángel no sabe cómo reaccionar ante aquella visita. ¿Quién es este tipo? Tal vez sea personal del hotel.

—Sí. Se está duchando. ¿Qué querías?

—Venía a recogerla para cenar.

—¿Qué?

El joven entra en la habitación sin pedir permiso y se sienta en una silla.

—¿Quién es? —pregunta Paula, que aún no ha salido del baño.

—¡Soy Alan! —grita el francés, y a continuación sonríe a Ángel, que no comprende nada de lo que está pasando.

La chica sale rápidamente del cuarto de baño, embutida en una toalla, alertada por la situación. ¡Ángel y Alan juntos en la misma habitación!

—¿Qué haces aquí?

—He venido a recogerte para cenar. Mi padre quería invitaros a toda la familia. Y claro, al ver que no venías, he subido yo a buscarte.

Ángel se sienta en la cama expectante. Observa incrédulo cómo aquel chico se dirige a Paula con total confianza.

—Lo siento, pero no voy a cenar con vosotros.

—¿Por qué?

—Porque estoy con Ángel.

Alan mira al periodista y sonríe. Luego se centra de nuevo en ella.

—¿Este chico es tu novio?

—Sí..., no. No lo sé.

El momento es muy tenso para Paula y para Ángel. Sin embargo, Alan parece estar disfrutando de aquel encuentro.

—¿Eres su novio? —le pregunta ahora al periodista, al que mira directamente a los ojos.

—Sí, lo soy —responde, tratando de resultar convincente.

—¿Y por qué duda ella?

—No dudo. Es solo que nos estamos dando un tiempo.

—¿Estamos? ¿Hablas en presente? Vamos, que seguimos en ese tiempo, ¿no? —reacciona Ángel.

—No lo sé.

—Ahora entiendo por qué estos días no querías cenar conmigo. Menos mal que al final te convencí —indica Alan, haciendo un aspaviento con las manos.

—¿Qué?

—¡Alan!

Ángel y Paula miran al chico que se cruza de brazos y sonríe.

—¿Habéis cenado juntos? —le pregunta Ángel a ella.

—Sí, en una preciosa suite. Lo pasamos bien —se anticipa el francés, que responde antes de que lo haga la chica.

El periodista se está poniendo nervioso. Aquel tipo le irrita. Pero ¿qué ha pasado entre él y Paula?

—Fue solo una simple cena —señala la chica, dirigiéndose a Ángel.

—En eso estoy de acuerdo a medias contigo. Cenamos, pero fue de todo menos simple. ¡Con la de cosas que hicimos...!

—¡No hicimos nada!

—Porque te emborrachaste.

Ángel se pone de pie. Ya no solo está nervioso sino también indignado. Se acerca hasta Paula y la mira a los ojos.

—No hice nada con él. Solo cenamos y tomamos un poco de champán. Te lo prometo —dice la chica, que se siente avergonzada.

Sin embargo, los ojos de Ángel son acusadores. No entiende qué hacía Paula con ese chico cenando a solas en la suite del hotel y bebiendo champán. Quiere creerla, pero no sabe hasta dónde.

—Es cierto lo que dice —señala Alan—. Fui un caballero con ella y no quise aprovecharme de su estado.

—Cállate, por favor —le responde el periodista, que está harto de él.

—Es verdad. Estaba allí, en la cama, medio desnuda, bebida... y la respeté.

—¿Desnuda? ¿En la cama? —pregunta nervioso.

Paula no recuerda bien esa parte de la historia. Aunque no le ha dado demasiada importancia, durante el día ha ido recordando alguna que otra imagen que no sabía si había sido real o no. En ellas se veía con Alan en la cama.

—Pero no hicimos nada —ratifica el chico.

—¡Claro que no hicimos nada!

—No me aprovecharía de alguien que me gusta y a la que creo que yo le gusto.

Ángel escucha aquello sorprendido. ¿Qué está diciendo? También Paula está desconcertada.

—No me gustas, Alan. —Y mira a Ángel de nuevo a los ojos—. De verdad. Sé que todo esto suena muy extraño, pero no pasó nada entre él y yo.

—Pasó que mientras que yo me moría por verte, por estar contigo, por arreglar lo nuestro, tú estabas emborrachándote con este capullo.

Las palabras de Ángel penetran en Paula como un cuchillo afilado. Hiriente.

—¡Hey, amigo! Yo no te he faltado el respeto.

—¡Cállate! ¡Eres un aprovechado! —grita Ángel, que está a punto de perder los nervios.

—Si fuera un aprovechado, me hubiera tirado a tu novia —indica poniéndose de pie.

Entonces el periodista no aguanta más y se tira a por el francés. Lanza su puño derecho con violencia y golpea el ojo izquierdo de Alan, que no consigue esquivar el golpe. El chico cae en la cama y comienza a sangrar copiosamente por la ceja, que tiene abierta.

—¡Ángel! ¡¿Qué has hecho?! —grita Paula, que no lo reconoce.

—¿Y tú? ¿Qué has hecho?

—¡Nada!

Los dos se miran desafiantes. Jamás ninguno había pasado por algo parecido. Ángel nunca le había pegado a nadie. Jadea nervioso, fuera de sí. Toda la tensión de esas semanas, del viaje, de la huida de Paula sin explicaciones el día de su cumpleaños, del silencio, de aquel encuentro... se descargó en el puño que golpeó a Alan.

—Me voy. No puedo con esto. —Y sale de la habitación, con lágrimas en los ojos.

Con dolor y frustración, Paula observa cómo se marcha Ángel. Se siente triste y sorprendida, y, sobre todo, desilusionada. También enfadada. Aquella reacción no está justificada de ninguna de las maneras.

Un quejido la lleva a mirar hacia la cama donde Alan está tumbado con las manos en la zona golpeada. Corriendo, se acerca hasta él.

—¡Dios! ¿Estás bien?

El chico aparta las manos y le enseña el ojo. Lo tiene muy inflamado y de la ceja mana sangre abundantemente.

—No mucho —dice sonriendo. Y coge una de las sábanas para parar la hemorragia.

—¿Qué hago? ¿A quién llamo?

—Tranquila, no es nada. Con un par de puntos...

—¡Dios! Necesitas un médico.

—Pues vamos a ver a uno, ¿no?

El chico se pone de pie con la sábana en el ojo tapando la herida.

—¿Dónde hay un médico a estas horas en pleno Disneyland?

—Hay un servicio de guardia veinticuatro horas aquí cerca —señala— Me acompañas?

—Claro —dice, dejando que se apoye en ella para ayudarle a caminar.

—Coge un par de toallas para la herida y vamos.

Paula le hace caso. Entra en el baño y aparece de nuevo con dos toallas para la cara. Le quita a Alan la sábana, que está cubierta de sangre, y se la cambia por una de ellas.

Los dos salen de la habitación intentando no hacer ruido para que no los descubran. Deciden no coger el ascensor y bajan por la escalera.

—Tiene una buena derecha tu novio.

—Se ha pasado muchísimo. No esperaba algo así de él.

—¿Le quieres?

La chica lo mira. Tiene un aspecto horrible. Y por una vez, no está sonriendo.

—Vamos rápido al médico, anda. Y no hables más.

—Eso es que sí, ¿verdad?

—Ya lo pensaré.

Y por una puerta trasera, reservada para personal del hotel, salen a la fría noche francesa en busca de un médico que repare la herida de Alan. Sin embargo, la herida que tiene abierta Paula requiere una cura mucho más complicada.

Capítulo 37

Esa tarde de finales de junio, en un lugar apartado de la ciudad.

En ese instante, una nubecilla blanca se coloca delante del sol, oscureciendo aquel idílico paraje. Pero son solo unos segundos. Pasa deprisa, y los rayos vuelven a brillar en el agua cristalina de aquel curioso lago fabricado por la mano del hombre.

Cristina se ha sentado en la orilla. Piensa en cómo es posible que una persona tenga tanto dinero como para poder desafiar de esa manera a la naturaleza. Crear un lago donde antes no existía es algo increíble. Y que sea propiedad de alguien, todavía más.

No está siendo un día sencillo para ninguno: Diana y Mario han roto; Paula está triste y no le apetece hablar con nadie; y ella sigue soportando los besos interminables de Miriam y Armando. Esos dos sí que se lo están pasando bien, a pesar de que a la mayor de las Sugus le ha afectado bastante lo que ha sucedido entre su hermano y su amiga.

—¿Qué haces aquí sola?

La chica se gira y ve a Alan. Como siempre, llega sonriente. A él nunca le afecta nada. Pase lo que pase, siempre mantiene aquella imagen con la que parece estar por encima de todo.

—Me apetecía dar un paseo. Esto es muy bonito.

—Sí —asiente, y se sienta a su lado—. Mis tíos tienen muy buen gusto.

—Y dinero. Porque sin mucho dinero sería imposible tener todo esto.

Una brisa suave agita levemente el pelo de la chica, que aspira el aroma de la hierba y las flores.

—Estoy de acuerdo. Pero no todos los multimillonarios son capaces de utilizar bien su dinero. Podrán tener mucho: poseer grandes mansiones, decenas de coches de todo tipo, viajar a cientos de países en
jet
privado... pero no todos tienen clase y buen gusto. Mis tíos son expertos en eso.

—Mirándolo así...

Un banco de peces rojos pasa por delante de ellos. La chica los sigue con la mirada y sonríe. Alan se fija en ella. Es muy guapa y físicamente no tiene nada que envidiar a Paula. Además, Cris transmite cierta ternura, quizá por su aparente timidez.

—¿Cómo vas con el novio de tu amiga?

Cristina deja de observar a los peces y mira a Alan, no demasiado contenta.

—Casi prefiero no hablar de eso.

—¿Por qué? ¿Te hace daño?

—Un poco.

—Eso significa que realmente te gusta.

—Puede ser pero, como tú has dicho, es el novio de mi amiga.

El francés se pone de pie y se sacude las manos que tiene llenas de hierba.

—Cristina, en el amor y en la guerra vale todo.

—No. Si está implicada una amiga, no vale todo.

Alan se encoge de hombros. Por supuesto, no está de acuerdo. Pero tampoco va a rebatirle ahora. Extiende su brazo y la invita a levantarse.

—Ven. Quiero enseñarte una cosa.

—¿Otro lago?

—No. Algo mejor que un lago artificial.

A la chica le entra curiosidad y se pone de pie, ayudada por Alan.

Los dos dejan atrás el lago y caminan por un sendero que lleva hasta la zona sur de la casa. Todo es precioso, como sacado de un cuento. Un lugar para pasear con tu pareja y perderse por alguno de sus maravillosos rincones.

—Allí es —dice el joven, señalando un lugar, protegido por zarzas y enredaderas.

Un hombre mayor, provisto de una espesa barba blanca, los recibe alegremente.

—¡Señorito Alan! ¿Qué hace usted por aquí?

—Hola, Marat. Pues qué voy a hacer, venir a visitarte.

El hombre da un gran abrazo al chico y luego mira a Cristina.

—¿Quién es? ¿Su novia?

Cris se sonroja al escucharle, aunque trata de sonreír.

—¡No! Es una amiga —le corrige divertido—. Se llama Cristina. Este es el viejo Marat, el mejor jardinero del mundo.

La chica duda si debe darle dos besos al hombre, pero es él el que se decide y la besa a ella en la mejilla.

—Encantada, señor —dice, tímida.

—El placer es mío, señorita. Y no haga mucho caso de lo que su amigo dice. Soy el mejor jardinero del mundo, pero no soy tan viejo.

Y suelta una gran carcajada.

—Marat, ¿cómo es que trabajas hoy? ¿Mis tíos no os han dado el fin de semana libre?

—Sí. No hay casi nadie por aquí hoy. Estamos María, su marido y yo. Las flores y las plantas no entienden de fines de semana, hay que cuidarlas a diario. Aunque sea sábado o domingo.

—Pues a ver si te tomas unas vacaciones, que ya tienes tus añitos.

—¡Solo sesenta y uno!

—Eso me dijiste cuando yo era un crío.

—¡Francesito del demonio...! —grita e intenta golpearle con la palma de la mano sin éxito.

Alan y el hombre ríen. De todos los trabajadores que tiene su tío, es el que mejor le cae.

—Bueno, ¿por qué no le enseñas a Cristina tu tesoro?

—¡Oh! ¿Has venido a eso? Ya decía yo...

—Sí. Quiero que mi amiga lo vea.

A Cris ahora sí que le mata la curiosidad. ¿Un tesoro? ¿De qué estarán hablando?

Los tres caminan hacia una puertecita adornada con guirnaldas y hojas secas.

—Lo que va a ver ahora, señorita —comienza a decir Marat, que habla con gran orgullo y emoción, es algo único. Sensacional. Y, sobre todo, especial. La belleza en sí misma representada.

El hombre deja pasar primero a los dos chicos y luego entra él.

Cris se queda boquiabierta cuando contempla entusiasmada aquella habitación al aire libre donde se mezclan decenas y decenas de rosales, de distintos colores. Hay rosas blancas, amarillas, rojas, rosas..., ¡hasta azules!

—¡Es impresionante! —exclama la chica, que camina por un estrecho pasillito, observando a izquierda y derecha los cientos de flores que se abren a su paso.

—Tenemos ciento tres rosales. Y, como ve, los hay de todo tipo y de todos los colores.

—De verdad. Esto es un tesoro... —murmura Cristina, emocionada por lo que está viendo.

—Me alegro de que le guste. Ya le decía yo que le encantaría. Llevo trabajando aquí quince años, entro cada día varias veces a verlas, cuidarlas, olerías... y cada día es diferente. Cada día siento más emoción por tener la oportunidad de disfrutar de este lugar.

Alan lleva un rato sin decir nada. A él también le fascina aquel sitio. Desde que era un niño buscaba a Marat para que le llevara a la habitación de las rosas. Él estaba encantado cuando el pequeño francés lo visitaba.

—Espérenme un momento —les pide el hombre.

Se dirige al fondo de la habitación y se agacha para buscar algo en una caja de herramientas. De ella saca unas tijeras y regresa hasta donde están los chicos.

—Elija una —le dice a Cristina.

—¿Me va a regalar una rosa? —pregunta sorprendida y al mismo tiempo emocionada.

—Claro. Dígame cuál le gusta.

La chica mira a Alan que sonríe y hace un gesto con la mano para que acepte el regalo de Marat. Cris da unos pasos hacia atrás, oliendo cada uno de los rosales. Y se detiene delante de uno rojo.

—Esta me gusta —dice señalando una enorme rosa roja en flor.

—Es preciosa. Buena elección —comenta el chico.

Marat saca un guante que llevaba en el bolsillo y se lo pone en la mano izquierda. Sujeta el tallo con suma delicadeza y corta la flor.

—Para usted —y se la entrega, sonriente.

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