—¿Estamos todos, no? —pregunta el director del periódico, contando el número de asistentes.
Sí. Toda la sección que dirige su hija está allí sentada. Mira con especial atención a Ángel, con el que tiene pensado hablar después. Siente mucho lo que va a hacer, pero no le queda otro remedio. El hombre se levanta, cierra la puerta de la sala y regresa a su sillón. Observa a todos y les dedica unas palabras:
—Estoy muy satisfecho con todos ustedes. Están haciendo un gran trabajo. Son gente joven, con ganas y capaces de tratar la información con una calidad excelsa. Felicidades a todos, en especial a Sandra Mirasierra que tan buena labor está desempeñando.
Don Anselmo comienza a aplaudir y el resto de presentes le imitan, aunque no todos están de acuerdo con lo que acaba de decir. Y, con la mirada, le da la palabra a su hija:
—Muchas gracias. Sí, es verdad: todo está saliendo muy bien y yo también estoy muy contenta con los resultados. Con todos, porque esto es un trabajo de equipo y cualquier circunstancia buena o mala es responsabilidad de todos. Yo, por supuesto, como jefa de la sección, sé reconocer quién aporta más y quién aporta menos. Pero todos trabajamos para lo mismo.
La chica hace una pausa en la que bebe agua y prosigue.
—Antes de comenzar con los temas del mes de julio, si me permite don Anselmo, quería hacer referencia a tres cuestiones que afectan a este mes de junio que estamos terminando.
—Sí, claro, adelante.
Su padre le da el visto bueno, aunque no entiende qué es exactamente de lo que va a hablar su hija, ya que no viene nada de junio en los papeles que tiene delante.
—En primer lugar, quería comunicarle, don Anselmo, un cambio.
—¿Un cambio? ¿Qué cambio?
—He sustituido a Ángel por Carlota en el reportaje sobre Katia y el escritor Alejandro Oyóla.
El hombre no lo entiende ya que había sido una orden directa suya y nadie le ha consultado sobre esa sustitución. Hace unos días habló con su amigo Jaime Suárez, el director de la revista en la que antes trabajaba Ángel. Este le contó que el chico había mantenido un affaire con Katia y que, aunque la cosa no había fructificado, no descartaba que pasara algo entre ellos. Intuyendo que su hija y Ángel salían juntos, si la cantante se metía por el medio, haría peligrar su posible relación. Todo era una conjetura, pero no perdía nada por mandar a la entrevista a aquel chico.
—Si tú lo has decidido así y ellos están de acuerdo, me parece bien —responde don Anselmo, que ahora, sin embargo, se ve favorecido por la acción de Sandra.
A Ángel le quedan pocas horas como redactor de su periódico y, cuanto antes otros ocupen su puesto y hagan lo que él tenía encomendado, mucho mejor.
—Ya he hablado con los dos y está todo aclarado.
Ángel mira a Carlota y le sonríe, alzando su dedo pulgar en señal de conformidad.
—Más cosas —indica el director.
—Bien. —La joven vuelve a beber un poco de agua y habla—. Los aplausos del principio no sé si me los merezco o no.
—Claro que te los mereces. Lo estás haciendo muy bien y la sección funciona perfectamente —le aclara su padre.
—Si eso es así, no entiendo por qué algunos piensan que yo favorezco a determinadas personas dentro del grupo.
—Sandra, eso es algo confidencial y no creo que...
—Déjame que termine —le interrumpe con tono brusco, sin darse cuenta de que le está tuteando, algo que no hace nunca en el periódico.
El hombre se cruza de brazos y la invita a que siga hablando.
—Como decía, algunos de vosotros pensáis que, cuando tomo alguna decisión, beneficio conscientemente a ciertas personas. Pues no es así. Jamás utilizaría mi puesto para favorecer a alguien. Soy vuestra jefa y la primera responsable de impartir igualdad entre todos. Y si creéis que esto no es así, deberíais haberme preguntado a mí directamente y yo os lo habría aclarado. Los rumores solo crean otros rumores que se alejan totalmente de la realidad.
Mientras hablaba no se ha oído nada. Un absoluto silencio ha presidido la sala. Ahora las miradas se suceden de unos a otros, buscando culpables.
—Estoy seguro que la mayoría de los chicos confía en ti al cien por cien —comenta su padre, que se frota las manos nervioso.
—¿Tú confías?
—¿Yo? Por supuesto. Ya te lo he dicho muchas veces. Si no confiara en ti, no tendrías este puesto de tanta responsabilidad.
Sandra sonríe y se pone de pie.
—Déjame que lo ponga en duda. Y como no estoy segura de que el director de La Palabra tenga total confianza en mí, en mis funciones en la empresa y no respeta mi derecho como mujer libre y mayor de edad que soy, dimito.
Un gran murmullo aparece en la sala y todos miran a Sandra Mirasierra.
Su padre está atónito. No se lo puede creer. Ángel también se ha quedado con la boca abierta. No esperaba que su novia hiciera algo así. ¡Está loca!
—No acepto la dimisión.
—Es irrevocable. Me voy del periódico.
—¡No puedes hacer eso! —grita el hombre, encolerizado.
—¡Sí que puedo! ¡Y, además, también puedo hacer esto otro!
Y con toda la sala mirándola, se inclina sobre Ángel y le sorprende con un espectacular beso en la boca. Los murmullos desaparecen y lo que se crea es un inmenso silencio.
Cuando se separan, la chica se abrocha el botón de la camisa que se le ha desabrochado durante el beso y, caminando muy recta, sin mirar a nadie, sale de la sala de reuniones.
Ángel se encoge de hombros, se levanta de su silla y sigue sus pasos. Antes de marcharse se despide de todos y anuncia que él también dimite.
Ese lunes de finales de junio, en un lugar de la ciudad.
Sentado en un banco, se esconde bajo unas gafas de sol. Se las regaló su tío cuando llegó a la ciudad, hace casi un mes. Las lleva puestas porque, aunque nunca lo reconocerá, esa noche ha llorado y tiene los ojos hinchados. ¿Cuánto tiempo hacía que no lloraba? No lo recuerda. Quizá tres o cuatro años. Y es que en ese periodo no le ha hecho falta ni ha tenido motivos. Y, si los tenía, ha pasado de puntillas por ellos. Su vida era perfecta, llena de comodidades. Y del amor no ha querido saber nada en todos esos años. Así que se ha ahorrado mucho sufrimiento. Sin embargo, para Alan las cosas han cambiado.
El ruido de un avión hace que se tape los oídos mientras busca a lo lejos que ella llegue. Hay mucha gente, una multitud que viene y va hacia todas partes, con prisas. Solo espera que dé con él antes de que marche. Le gustaría despedirse.
No quiere hacer repaso ni sacar conclusiones. Simplemente, las cosas pasan. Como dice siempre, lo hecho, hecho está. Sin embargo, él sabe que debe mejorar en algunos aspectos de su personalidad para dejar completamente atrás el pasado.
La tabla de horarios indica que su avión sale en media hora.
Una chica se dirige hacia él. Cuando la ve, la saluda con la mano y se pone de pie. Ella también ha llorado mucho durante la noche, aunque por motivos completamente diferentes.
—¡Hola, Alan! —exclama, dándole dos besos y luego un abrazo—. ¿Por qué te vas?
El chico la abraza con fuerza. Siente su cabeza en el hombro. Le transmite una ternura y un cariño que ninguna otra persona en España ha conseguido. Y eso que Cris y él no se conocen demasiado.
Ha sido a la única a la que ha avisado de su marcha. Le apetecía decirle adiós y llevarse un buen último recuerdo a su país. Cristina ha sido lo más parecido a una amiga que ha tenido en esas semanas.
—Es lo mejor que puedo hacer.
—Yo no quiero que te vayas.
La pareja se separa y se sientan en el banco.
—No tengo nada que hacer ya aquí, Cris.
—¿Cómo que no?
—Dime algo que me quede pendiente.
—Mmm... Llevarme de compras en el Ferrari y luego irnos por ahí de fiesta a clubes caros.
El francés suelta una gran carcajada al escuchar a su amiga. Se quita las gafas y se las coloca en la cabeza.
La echará de menos. A pesar de ser completamente distintos, se han caído bien y se comprenden.
—¿Por qué no me tiras los tejos a ver si así me enamoro de ti y me quedo?
—Venga, Alan, no seas cruel.
—¡Hey! Tú y yo haríamos una buena pareja, ¿no crees?
—Sinceramente, no.
Los dos lo saben. Jamás podría funcionar una relación entre ellos, entre otras cosas porque nunca se enamorarían el uno del otro. Son tan opuestos que por eso se llevan bien, aunque como pareja chocarían demasiado.
—¿Vendrás a visitarme?
—¿A París?
—Sí. Tengo casa. Dos, en realidad. Y un hotel —comenta—. Si quieres, te reservo una planta entera para ti.
—No sé si mis padres me dejarían ir sola a Francia.
—Tú diles que vas a verme a mí.
—Vale. Me parece que con eso bastará.
La chica sonríe. No cambia. A ella su chulería, ese tipo de falsa prepotencia, no le molesta, aunque entiende que a algunas personas pueda echarlas para atrás. El truco está en no tomarse en serio todo lo que dice.
—Esta vez lo digo de verdad. Me gustaría que alguna vez vinieras a verme. Lo pasaríamos bien.
—Lo intentaré. Aunque creo que volverás tú antes.
—No creo.
—¿No piensas regresar?
—¿Y dónde me quedo?
—En casa de tus tíos. No será por falta de habitaciones...
Alan vuelve a reírse.
—Mi prima y yo nos odiamos —admite sonriente—. Será difícil que le perdone lo que me ha hecho con Monique. Aunque yo me equivoqué engañándola, ella no tenía derecho a humillarme de esa forma. Y, si te soy sincero, también yo le he tocado mucho las narices.
—Puedes quedarte en mi casa —dice, sacando un poco la lengua, graciosa.
—Gracias.
Los dos se miran en silencio, entre ruido de aviones y anuncios de vuelos que aterrizan o despegan. En el jaleo típico del aeropuerto, suena el móvil de Cris. La chica comprueba quién la llama y se levanta para hablar.
—Perdona un momento.
El joven la disculpa y la observa mientras conversa con su interlocutor por el teléfono en una esquinita apartada. Piensa en cuando la vio por primera vez. Tímida, callada, apenas habló con él. Diana y Miriam eran de otra forma, mucho más sueltas y lanzadas, pero la que realmente le llamó la atención fue la que entre ellas llamaban Sugus de limón.
Cris no tarda mucho en volver junto a Alan. Sonríe y se sienta otra vez a su lado.
—¿Un chico?
—No, una chica.
—¿La conozco?
—Creo que sí —dice tímidamente—. Es aquella.
Está señalando a una joven con falda vaquera y camiseta naranja que camina hacia ellos.
—¿La has avisado tú?
—Sí, perdóname. Pero es mejor que tengáis una despedida cordial.
—No quiero hablar más con ella.
—Es mejor que lo hagas —señala mientras se levanta del asiento.
—¿Te vas?
—Sí. Os dejo a solas. Que tengas buen viaje.
—Gracias, pero...
—Estamos en contacto por el Facebook —le interrumpe, sin dejarle que acabe la frase.
Le da un beso en la mejilla a Alan y se aleja por el mismo lugar por el que Paula viene caminando. Al cruzarse con ella, le comenta algo y continúa andando.
El francés se incorpora y la mira. Está igual de preciosa que siempre y, viendo cómo se acerca, se le acelera el corazón. Pensaba que, al menos en un tiempo, no volvería a encontrarse con ella.
—Hola.
—Hola.
No hay besos, ni sonrisas, ni miradas.
—¿Cómo estás? —le pregunta la chica.
—Bien. ¿Y tú?
—Pues... bien. Imagino que bien.
Alan se sienta en el banquito y Paula con él. Le cuesta mirarla. Ya sabe el final de la historia, no necesitaba un epílogo.
—No tardaré en embarcar. Mi avión sale en nada.
—Lo sé. Cris me dijo la hora a la que te ibas. Quería venir antes, pero he estado en el hospital hasta ahora.
—¿Cómo está Diana?
—Bien. Las pruebas han descartado cualquier daño interno en la cabeza. Y los médicos también han hablado con ella del asunto de la comida. Tiene cita con el psicólogo y con un especialista. Creen que es bulimia nerviosa.
—Vaya...
—Es complicado, pero entre todos la ayudaremos a que se recupere.
—Dale recuerdos de mi parte cuando la vuelvas a ver.
La chica asiente con la cabeza y contempla el muro de los vuelos. Acaban de anunciar por megafonía que embarquen los pasajeros del avión que Alan debe tomar.
—El tuyo, ¿no?
—Sí, es el mío.
—Antes de que te vayas, quería pedirte perdón una vez más.
—¿Tú a mí?
—Sí —afirma, al tiempo que se levantan y caminan juntos—. No solo por los gritos de anoche, sino por lo que ha pasado entre nosotros todo este tiempo. No he sido muy amable contigo.
—Yo tampoco contigo.
—Eso también es verdad. Creo que los dos desde un principio lo hicimos mal.
—Sí. Tienes razón.
Alan entonces recuerda lo del hotel de Disneyland. La emborrachó para aprovecharse de ella. Luego le hizo pensar que se habían acostado juntos y finalmente provocó a Ángel para ponerle en su contra. Sí, él también lo hizo muy mal desde el principio.
—¿Nos volveremos a ver? —pregunta Paula.
—En un tiempo me parece que no. Hay sentimientos en mí que tengo que comprender y olvidar. Por tu culpa, he vuelto a recordar lo que es enamorarse.
No es un reproche, solo su forma de ser: irónico hasta el último minuto. Paula no sabe qué decir. Aunque Alan ha sonreído al comentar aquello, sabe que está dolido y que ella es la responsable.
La pareja llega a la puerta de embarque.
—Bueno, ahora sí. Esto es el final.
—¿Ya no recuerdas lo que dijiste ayer?
—Ayer dije muchas cosas. ¿A qué te refieres exactamente?
—A que una cosa que no ha empezado, no puede tener final.
—Es verdad, pero yo ahora no me refería a nuestra relación, solo a tu estancia en España.
—¿Siempre tienes que ganar? —pregunta él mientras entrega su billete a una azafata.
—Me parece que llevo varios meses perdiendo.
Sus ojos se empañan al pronunciar aquellas palabras. Alex, Mario, Ángel, Alan..., todo derrotas. Todas por diferentes razones, pero en todas por su responsabilidad.
¿Nunca encontrará el amor?
El francés se da cuenta de lo que está pensando, que está a punto de echarse a llorar y la abraza. Paula cierra los ojos y lo abraza también con fuerza.