Taxiarca,
corrigió mentalmente Artemisia. Por supuesto, no dijo nada.
—Sodomía entre enemigos en plena guerra. ¡Qué escándalo! Porque digo yo que sería sodomía, ¿no crees?
—Sinceramente, no me interesa —dijo Artemisia, con poca convicción.
—Me pregunto si esa persona que se revolcó con el general no sería la misma que luego envió al desertor para informar a los atenienses. Si fuera así, la persona de la que te hablo sería la causante de la derrota de Maratón. ¿Te imaginas a qué torturas la sometería el Gran Rey si se enterara?
—No tengo imaginación para esas cosas.
—Pero, claro, al Gran Rey no tienen por qué llegarle todos los rumores. Es demasiado importante para tales menudencias. Esa persona de la que hablo puede confiar en que quien conoce su secreto se lo callará..., aunque no gratis.
Esquines se acercaba cada vez más, aprovechando que Artemisia se había quedado helada.
—Nada es gratis en esta vida —añadió.
—No te entiendo.
—Cuando vivía en Eretria tenía que hablar ante la asamblea para convencer al pueblo de lo que debía hacerse en la ciudad. Me repugnaba. A la chusma no hay que convencerla, hay que hacerla obedecer.
—Tus ideas políticas no me interesan.
Esquines le puso las manos sobre los hombros.
—Rey consorte de Halicarnaso. No te preocupes, a ti te dejaría hacer la guerra. Yo me limitaría a gobernar en la ciudad.
Artemisia iba a contestar que antes se casaría con un sapo, pero Esquines tiró de ella y la besó con lujuria. Sus manos se metieron bajo el faldar de Artemisia, apartaron las gruesas tiras de cuero y le sobaron los glúteos. Ella se dejó hacer un instante, desconcertada. Pero enseguida reaccionó y le propinó un rodillazo en los genitales con todas sus fuerzas.
Esquines cayó al suelo, doblado sobre sí mismo. Alexias y los dos soldados hicieron ademán de acercarse a ellos, pero Artemisia los contuvo con un gesto. Prefería que no supieran nada.
—¡Escúchame, puta! —jadeó Esquines—. ¡Te vas a arrepentir de esto! ¡Cuando Jerjes sepa lo de Maratón hará que te empalen!
—Puedes ir a contárselo cuando quieras.
Artemisia se dio la vuelta para irse, pero en el último momento no pudo resistir la tentación y le dio una patada en la cara al eretrio. Después regresó con sus hombres.
—Se ve que a algunos les ponen calientes las armaduras —fue toda la explicación que les dio cuando llegó junto a ellos.
A pesar de lo que le había dicho a Esquines, Artemisia no las tenía todas consigo. Aún le cabía una minúscula duda sobre la verdadera identidad de Patikara.
Es él, es él, se repitió a sí misma. Si Jerjes no fuese el enmascarado, no la habría recompensado convirtiéndola en su
bandaka
, no la habría invitado a la mesa real ni la habría honrado con regalos.
Pero, aunque Jerjes y Patikara fuesen la misma persona, tal vez al Gran Rey no le haría mucha gracia saber que la historia del espía de Maratón se estaba propalando. Artemisia estaba convencida de que si Esquines acudía con el cuento a Jerjes esperando una recompensa, se iba a llevar una sorpresa. De lo que no estaba tan segura era de que el rey no decidiera matarla a ella también para eliminar testigos de lo que había sido una auténtica traición contra su propio padre.
Un reguero húmedo volvió a chorrear por la espalda de Artemisia. Pero esta vez el sudor era frío.
H
abían terminado de cenar y estaban conversando con Mnesífilo mientras picaban dulces y frutos secos, cuando el portero pidió permiso para entrar al comedor e informó a Temístocles de que por la cuesta que subía del puerto se acercaba gente con antorchas. Apolonia se sobresaltó.
Desde la caída de Eretria, de la que pronto se cumplirían diez años, cualquier visita o aparición por la noche hacía que el corazón le diera un vuelco en el pecho, como si los persas estuvieran de nuevo a las puertas. La casa se hallaba bien defendida, pero todo el mundo sabía que guardaban en ella mucho dinero y objetos valiosos. Y si bien los enemigos políticos de Temístocles estaban cada vez más acobardados, no había que descartar que intentaran algo contra él.
—Voy a ver quién es —dijo Temístocles.
—Te acompaño.
Temístocles le dijo que no hacía falta, pero Apolonia se empeñó. Subieron al terrado que Temístocles había construido al estilo de las casas orientales, porque le gustaba contemplar el puerto desde allí y ver cómo avanzaban los trabajos. Sus trabajos, se corrigió Apolonia. Según él, los últimos cincuenta trirremes que estaban terminando de construir con las maderas traídas de Italia e incluso de la lejana y selvática Córcega serían los más rápidos del mundo, más veloces incluso que las naves fenicias. A veces, Apolonia pensaba que Temístocles quería más a aquellos barcos que a sus propios hijos.
No, eso no
, se dijo. Estaba siendo injusta con él. Tan sólo hacía año y medio que Neocles, el mayor, había muerto por la infección que le había provocado en un brazo la mordedura de un caballo. Temístocles no había tenido más remedio que sobreponerse a su infortunio, pues los asuntos de la ciudad así lo reclamaban, y ni siquiera pudo guardar luto por él. Pero siempre que subía a la ciudad presentaba ofrendas ante la estela de su hijo y Apolonia lo había sorprendido llorando más de una vez cuando creía que nadie lo miraba. Aunque era un hombre cerebral y menos efusivo de lo que ella a veces habría deseado, quería a todos sus hijos.
Y a sus hijas. Lo cual era más importante para Apolonia, pues todas habían nacido de su vientre.
Desde el terrado vieron que por la calle subían varios hombres con una mula y un caballo, alumbrados por gruesas antorchas.
—Es Cimón —dijo Temístocles—. ¿Qué querrá a estas horas? No era raro que el hijo de Milcíades se reuniese con Temístocles, tanto en la casa del asty, la ciudad alta, como aquí en la del puerto. Pero normalmente aparecía de día, a no ser que estuviese invitado a cenar.
A Apolonia no le extrañó demasiado aquella visita intempestiva. Seguro que no era de cortesía. Desde que habían nombrado a Temístocles general autocrátor, casi todos los asuntos relativos al gobierno de Atenas pasaban por sus manos. Y corrían tiempos difíciles para la ciudad, con la amenaza de los persas de nuevo en el horizonte. Según Temístocles, que en materia de números nunca exageraba —a no ser que fuera con fines manipuladores, claro—, Jerjes traía con él un ejército cinco veces más numeroso que el que destruyó Eretria, acompañado por una flota de seiscientos barcos de guerra y otros tantos transportes.
Y esta vez Apolonia no tenía una sola hija por la que temer, sino tres.
Bajaron de nuevo al patio, y Temístocles le dijo que volviera al comedor y atendiera a Mnesífilo mientras él averiguaba qué recado traía Cimón. Pero Apolonia se quedó esperando en un rincón para comprobar si pasaba algo grave. Se decía que los persas aún estaban muy lejos, más allá del monte Olimpo. Pero ella les tenía un miedo sobrenatural, y cada mañana, cuando se asomaba al terrado y veía el mar, temía encontrarse con el horizonte entero ocupado por sus barcos.
La puerta que daba a la calle, una hoja de sólido roble reforzada con planchas de bronce, se abrió entre chirridos de pestillos y goznes. Cimón entró y abrazó a Temístocles; un abrazo que a Apolonia le pareció algo frío. Después, reparó en que ella estaba allí, en segundo plano, y la saludó de lejos inclinando la barbilla, a lo que Apolonia contestó con un gesto de la mano.
No habían empezado con muy buen pie cuando se conocieron en aquella playa de Eubea. Desde entonces, se habían visto a menudo, pues Temístocles no era de los que obligaban a sus mujeres a esconderse en el último rincón de la casa cada vez que venía un hombre. El hijo de Milcíades siempre le echaba miraditas a medias entre la seducción y la superioridad, como si le dijera:
«Sí, ya sé que soy Adonis resucitado de los infiernos, pero no me tocarás»
. Cuando lo último que se le habría ocurrido a Apolonia sería acostarse con él.
Dos esclavos de Cimón pasaron al patio cargando entre ambos con un gran baúl y resoplando por el esfuerzo. Sicino salió para descargar un cofre más pequeño de lomos del caballo; por la forma en que el hercúleo esclavo lo cogió, no debía ser ligero.
No es un esclavo
, se recordó Apolonia una vez más, que no se acostumbraba a que Sicino se había convertido en un meteco, un extranjero libre. Temístocles no era ya su amo, sino su patrono, al menos mientras el persa siguiera en Atenas. Cuando llegaron de su largo viaje por Asia, Temístocles había cumplido con su palabra de manumitirlo, y además le entregó tanto los ahorros de su peculio como una generosa suma para que volviese a su hogar. Pero Sicino se abrazó a sus rodillas y, con los ojos llenos de lágrimas, le suplicó que no lo arrojase de su lado. Era la primera y única vez que Apolonia lo había visto mostrando una actitud tan servil.
—¡Si vuelvo a Persia me matarán, señor!
—¿Por qué? —se había extrañado Temístocles.
—El general Mardonio me desterró, señor. Dijo que yo era un traidor a los míos por haberte servido a ti y por haberte acompañado para espiar al Gran Rey, y que si volvía a pisar territorio persa durante el resto de mi vida haría que me arrancaran la piel.
Todo eso lo había pronunciado de corrido y casi sin respirar, como un discurso ensayado. Y no había levantado la vista del suelo, aunque era un hombre orgulloso que solía mirar a los ojos.
—Está mintiendo —le había dicho Apolonia a Temístocles a solas, más tarde.
—¿Por qué iba a mentir? ¿Qué beneficio obtendría con ello? Temístocles siempre lo veía todo de forma racional, sopesando pros y contras, algo que a veces desesperaba a Apolonia. Si en su mente lógica no encontraba una razón convincente para que Sicino mintiera, su conclusión era que no podía estar mintiendo, y no había más que argumentar.
Pero ella, que veía las cosas de otro modo, había hablado con el persa a solas.
—Me alegra mucho que te quedes con nosotros, Sicino. Para mí eres como un hermano. Pero también me apena que no puedas regresar a tu hogar. Yo te comprendo mejor que nadie, porque soy una exiliada —añadió, tomándole la mano con gesto compungido—. ¿De verdad te han amenazado con una muerte tan espantosa si vuelves a Persia?
—Sí, señora.
Ella le estaba mirando a los ojos, de modo que él no podía girar la cabeza sin delatarse. Pero las pupilas se le movieron a un lado y retiró la mano como si el contacto de Apolonia le quemara.
Estuvo a punto de taparse la boca con los dedos, pero se contuvo y se rascó la comisura de los labios. Apolonia, que estaba acostumbrada a detectar las mentirijillas de sus hijas y sabía que Sicino en el fondo era un niño grande —exageradamente grande—, se terminó de convencer de que les estaba ocultando algo.
Pero Temístocles se había negado a escucharla.
—Respeto tus opiniones, Apolonia. Pero si hay algo de lo que me precio es de conocer a mis hombres. Sicino no puede mentir porque si lo hiciera atentaría contra el mandato más sagrado de su dios.
Sus
hombres. ¡Ah, qué petulancia! Cuando se ponía tan pretencioso, Apolonia lo odiaba.
Ahora, Temístocles le hizo un gesto para que volviera junto a Mnesífilo, mientras él entraba en su despacho con Cimón. Apolonia suspiró y pasó de nuevo al comedor.
Una esclava sentada en un rincón tocaba un suave arpegio con la lira. Era una mujer joven, más bien huesuda y feúcha, aunque tenía unos dedos blancos y finos y la música que tocaba era muy dulce. Sin duda, Temístocles no la tenía allí para que alegrara la vista ni el cuerpo, sino el espíritu.
Apolonia se sentó en un taburete frente a Mnesífilo. Este, por deferencia a ella, también se enderezó sobre el diván, y los pies le quedaron colgando sobre el suelo. El amigo de Temístocles ya había pasado de largo los sesenta años. Pero desde que Apolonia lo conocía no había cambiado demasiado —cuando Temístocles se lo presentó ya tenía la oreja rajada por la herida de Maratón—.
Tal vez las mejillas se veían algo más hundidas; pero los ojos seguían siendo igual de vivos.
Mnesífilo decía que el secreto estaba en ser moderado con el vino y aún más con la comida. De hecho, cuando entró Apolonia, las bandejas de dulces seguían tan llenas como antes.
—Pensé que al menos tendríamos una cena tranquila —se disculpó Apolonia—. Pero me equivoqué.
—No te preocupes, Apolonia. Corren tiempos difíciles. Y más para un hombre que quiere abarcar toda la ciudad en su cabeza.
—Si sólo fuera toda la ciudad... A veces pienso que lo que quiere es abarcar todo el mundo.
—Dime una cosa. ¿Sigue durmiendo menos que un gallo? Viniendo de otro hombre, habría considerado una desfachatez esa pregunta de alcoba. Pero Apolonia tenía mucha confianza con Mnesífilo, que, a falta de progenie propia, la trataba casi como a una hija. Además, a diferencia de lo que pasaba con otros hombres, no había la menor pizca de deseo sexual que enturbiara su relación. Era bien sabido que a Mnesífilo le gustaban los efebos; y a su edad ya se conformaba sólo con verlos en la palestra. Al menos, eso aseguraba él.
—Menos que nunca. Cuando nos acostamos en el mismo lecho, la última imagen que tengo de él antes de dormirme es ésta.
—Apolonia cruzó las manos sobre el pecho, abrió los ojos como un búho y se quedó mirando a la nada durante unos segundos. Mnesífilo soltó una carcajada—. Y cuando me despierto, siempre se ha levantado ya.
—Ah, él cree que tiene que velar por todos. Pero una sola persona no puede cargar con el peso del mundo.
—Y para colmo, cuando por fin se duerme, sufre pesadillas. No sé qué le pasa en ellas, pero a veces empieza a gemir en sueños. Cuando le miro está sudando y aprieta los dientes como si tuviera fiebre. Me cuesta mucho despertarlo, y eso que tiene el sueño ligero. Es como si las pesadillas se apoderaran de él y no lo soltaran.
—¿Qué pesadillas son? Una vieja sacerdotisa me enseñó a interpretar sueños. A lo mejor puedo ayudarte.
—Nunca me las quiere contar. Yo sospecho que tiene que ver con lo que le pasó en su viaje.
—Sólo podían hablar de ese asunto cuando Temístocles no estaba presente—. ¿Te acuerdas de cómo traía los dedos? Una infección, nos dijo.
—Desde luego, no conozco ninguna infección que haga perder sólo las uñas de las manos —reconoció Mnesífilo—. Aunque un marinero me contó que en la India existe una enfermedad que hace que a la gente se le caigan los dedos a trozos y luego el resto de las manos.