Bajaron la cuesta empedrada que conducía hasta las atarazanas. El puerto de Muniquia, el más pequeño de los tres del Pireo, era tan sólo de uso militar y estaba rodeado por una alta empalizada. La puerta principal se abría en la misma calle que llevaba a casa de Temístocles, y no por casualidad.
Al llegar allí, Temístocles despachó de vuelta al esclavo. Los diez hoplitas y los cuatro arqueros escitas que montaban guardia les franquearon el paso al reconocer al general.
—Deben pensar que soy tu amante —dijo Apolonia cuando entraron al recinto.
—Y en eso tienen razón —respondió él, enlazándole la cintura con el brazo. Caminaron así apenas unos segundos, pero Apolonia sonrió en la oscuridad.
Más de la mitad de la circunferencia que formaba el puerto estaba ocupada por hangares unidos entre sí y cubiertos por tejados a dos aguas que desde el terrado de su casa formaban un curioso diseño de dientes de sierra. Entraron en ellos por la parte posterior, y Temístocles la llevó directamente hacia el cobertizo donde se encontraba la
Artemisia
. De vez en cuando, se cruzaban con grupos de soldados que patrullaban con linternas.
—Hay siempre quinientos hombres de guardia repartidos entre los arsenales de los tres puertos —le explicó Temístocles.
—¿Tantos? ¿No son demasiados?
—Hace un año se produjo un incendio. Ardieron tres barcos enteros antes de que pudiéramos apagar las llamas, y hubo otros dos a los que tuvimos que cambiarles la mitad de la tablazón. Fue intencionado.
Apolonia asintió. No hacía falta preguntar mucho más. Del mismo modo que en Eretria había traidores que abrieron las puertas a los persas, también se escondían en la ciudad de Atenas. Unos por cobardía, otros por odio al régimen político que daba el poder al pueblo, algunos por avaricia. No se podía descuidar la vigilancia.
—De todas formas, guardamos aparte el material más inflamable —añadió Temístocles—. Las velas y las jarcias están en otro arsenal donde no puede acercarse nadie sin autorización.
Al ver desde arriba los tejados, Apolonia había imaginado que los cobertizos eran edificios estancos. Pero una vez dentro, comprobó que los techos no se sostenían sobre paredes cerradas, sino sobre hileras de columnas de piedra. Temístocles le explicó que habían diseñado así los hangares para que el aire corriera entre los pasillos y secara lo mejor posible las naves. El lugar estaba alumbrado por grandes braseros que caldeaban aún más el aire de aquella noche de verano. Junto a cada uno de ellos montaba guardia un hombre para mantener las llamas y, de paso, vigilar que ninguna chispa ni brasa saltara sobre las naves.
Encerradas entre aquellas columnas y sumidas bajo las fantasmales sombras que arrojaban los hachones, las naves parecían más grandes de lo que realmente eran. El trirreme contiguo a la
Artemisia
estaba encaramado sobre una armazón de madera. Bajo éste, Apolonia observó que había una larga ranura tallada en la roca viva del suelo.
—Es para encajar la quilla —le dijo Temístocles.
La
Artemisia
ya estaba en el suelo, que bajaba hacia el agua en un suave declive, de manera que bastaría con soltar las amarras y retirar las cuñas que retenían la nave para que ésta se deslizara hasta el mar. Temístocles le recitó las dimensiones del barco. Medía treinta y cinco metros de eslora, apenas menos que la longitud del cobertizo, pues allí el espacio estaba aprovechado casi con cicatería. El casco tenía cuatro metros de manga, que en los pescantes superiores donde remaban los tranitas aumentaban a cinco metros y medio. No era demasiado sitio para acomodar a doscientos hombres, por lo que las maniobras de embarque y desembarque se ensayaban constantemente al agudo son de las flautas, y aun así, siempre se producían choques y empujones.
Entre barco y barco, apoyados en las columnas de piedra, había grandes estantes de madera donde guardaban los mástiles, las vergas, las pértigas para desembarrancar, las escalerillas y, por supuesto, los remos. Temístocles se lo fue enseñando todo, descubriendo cada objeto bajo el círculo de luz proyectado por la lámpara que le había prestado uno de los vigilantes.
—Estas son las armas con las que vamos a derrotar a los persas —le dijo, señalándole los remos.
Cada uno de ellos medía algo más de cuatro metros. Llevaban doscientos por nave, contando con piezas de repuesto. No eran todos iguales. Las palas de los talamitas, que bogaban en el fondo, eran más largas, mientras que las de los tranitas del pescante superior eran más cortas y anchas. Al igual que el casco de los trirremes, los remos estaban tallados en madera de abeto. Cada uno era una obra de artesanía. Los carpinteros los cepillaban a conciencia, desbastando una por una las capas de la madera como si pelaran una cebolla.
Después de enseñárselos, Temístocles se volvió hacia la nave. La parte inferior del casco era negra y olía a brea. Pero a partir de la línea de flotación la habían pintado de azul sobre el fondo de cerapez, y en la proa habían añadido dos grandes ojos rasgados con mirada de pocos amigos.
—Los barcos de Jasón estaban forrados con hojas de plomo para proteger la madera —dijo Apolonia—. ¿Por qué aquí no las ponéis?
Su difunto esposo le había dicho que los mercantes llevaban esas chapas para protegerse del teredón, un pequeño molusco que utilizaba su concha como taladro para abrir túneles en la madera de los barcos a modo de madriguera.
—Aumentarían demasiado el peso —respondió Temístocles—. Hemos construido estos barcos con maderas seleccionadas para que sean los más rápidos del mundo.
Si el casco de un trirreme empezaba a verse bromado, le explicó, una solución era calafatear los agujeros con estopa y brea. Pero al final esas naves quedaban inservibles y había que desguazarlas. Por eso, para evitar que los teredones las perforaran, procuraban sacarlas fuera del agua siempre que era posible.
—Una flota de trirremes necesita encontrar playas bastante extensas para poder varar y secar los barcos. Es una de las servidumbres de la guerra en el mar.
Siguieron caminando junto al casco, en dirección a la proa. Temístocles le enseñó las portillas por donde salían los remos. La hilera inferior, que correspondía a los talamitas, estaba tan cerca de la línea de flotación que, a poco que el mar se picase, entraba agua por ellas. Por eso las protegían con manguitos de cuero. Olían a la lanolina que usaban para lubricarlos, la misma grasa que utilizaban también para proteger los estrobos, los lazos de cuerda o de piel que servían para sujetar los remos a los toletes.
—Ésta es la punta de nuestra lanza —dijo Temístocles cuando llegaron junto al espolón.
Era una sólida estructura de madera construida a proa, en la línea de flotación, de tal manera que parte de ella sobresalía del agua y parte quedaba sumergida. Estaba recubierta de chapas de bronce que formaban al final tres afiladas hojas dispuestas en paralelo.
—Nuestra táctica consiste en embestir a la nave enemiga con el espolón y abrir un agujero en su casco. Pero tenemos que evitar que el adversario nos haga lo mismo a nosotros.
—Debe de ser un choque brutal —dijo Apolonia, imaginándose el impulso que podía adquirir la
Artemisia
justo antes de golpear.
—Lo es. La nave que recibe el impacto se desplaza de golpe casi tres metros. Cuando eso pasa, es imposible mantenerse de pie a bordo de la nave embestida. Ni siquiera es fácil conservar el equilibrio cuando eres tú el que golpea. Si no se maniobra con cuidado, el impacto es tan violento que puede arrancar tu propio espolón.
Recorrieron después el costado de babor. Una vez en la popa, Temístocles acercó una escalerilla y le tendió la mano a Apolonia para que subiera.
—¿Seguro? ¿No ofenderemos a ningún dios? —preguntó ella, imaginándose que tal vez debía llevarse a cabo algún ritual antes de botar la nave y que su mera presencia podía impurificarla.
—Tranquila. Ártemis sabe que tú has bordado su estandarte. Está contenta contigo.
Por primera vez en aquel día, Temístocles había sonreído. Apolonia trepó por la escalerilla, que crujió bajo sus pies. Se imaginó qué pasaría cuando subieran a la vez decenas de hombres, todos más pesados que ella; pero era de suponer que quienes construían aquellas gradas conocían bien su trabajo.
La cubierta era igual que la del trirreme en el que habían huido de Eretria: dos crujías paralelas, de popa a proa, sin balaustradas y separadas por una pasarela central más baja. Apolonia había presenciado más de una discusión entre Cimón y Temístocles sobre cómo debían construirse las nuevas naves. El hijo de Milcíades defendía las ventajas del diseño fenicio, con una cubierta completa sobre las cabezas de los remeros y provista de barandilla. Pero Temístocles estaba obsesionado con ahorrar peso.
—Los barcos fenicios pueden llevar más infantes —decía Cimón—. No me hace mucha gracia la idea de que me aborde una nave con el doble de hoplitas que la mía.
—Si somos más veloces que ellos, no nos abordarán —insistía Temístocles—. Se trata de clavarles nuestros arietes, no de combatir con lanza y escudo como si fuera una batalla campal. Tienes que quitarte esa mentalidad de hoplita.
Y también de traidor
, añadió para sí Apolonia al recordar aquella discusión. Si Cimón nunca le había sido simpático, lo que sentía por él después de lo que le había hecho a Temístocles era casi aborrecimiento.
—Éste es mi puesto —le dijo Temístocles.
Por delante del codaste, una amplia pieza de madera en forma de abanico, estaba el asiento del trierarca, clavado a la cubierta. Temístocles le dio la lámpara a Apolonia y le dijo que se sentara. Era un sillón cómodo, con gruesos apoyabrazos tallados en forma de cabeza de cierva. Ella los aferró con ambas manos y trató de imaginarse cómo sería gobernar esa nave.
Temístocles bajó dos peldaños de la escalerilla que conducía a la pasarela central de la nave. Una vez allí, extendió los brazos y empuñó las dos largas varas de madera que se unían a babor y estribor con los dos remos maestros.
—Aquí va el timonel, más bajo que el trierarca, para que éste también pueda ver la proa. —Temístocles soltó las cañas del timón y se volvió hacia ella—. Ven. Te voy a enseñar las tripas del barco.
Apolonia se levantó del asiento y bajó por la escalerilla. Al caminar por la pasarela central, las cubiertas de babor y estribor quedaban a la altura de su barbilla. Pensó que en ese lugar los soldados debían ir bien protegidos de los proyectiles enemigos, y así lo comentó.
—No —respondió Temístocles—. Los infantes tienen que ir arriba, en la cubierta, si queremos que entren rápido en acción. Si fueran aquí abajo, tendrían que correr a la escalerilla por la que hemos bajado, o subirse a pulso. Con la armadura, es imposible.
—Pero estar arriba, sin barandilla, debe ser muy peligroso.
—Lo es. El infante de cubierta ha de ser más valiente que el hoplita que combate en una falange. No tiene el escudo de su compañero para protegerlo, pues no se combate en formación. Además, no sólo sufre la amenaza de recibir un flechazo o un lanzazo, sino que puede caerse al agua durante la lucha, en una embestida o incluso en un simple bandazo provocado por una ola.
—Pero si te caes al agua con la armadura...
—Te vas al fondo como una piedra, sí. Por eso practicamos constantemente los movimientos para quitarnos la coraza. Yo, además de la espada, llevo a mano una navaja muy afilada para cortar las correas del peto. Pero —movió la cabeza con cierto escepticismo—, en el caos del combate uno nunca sabe si conseguirá librarse de la armadura antes de que los pulmones se le llenen de agua.
Apolonia se estremeció. El único destino que se le antojaba más horrible que perecer ahogada era morir entre las llamas.
Recorrieron la pasarela. Agachándose un poco, a ambos lados podían verse los bancos donde remaban los tranitas. Cada uno de ellos era un rectángulo plano, con listones clavados en los bordes para que el remero no resbalara si se producía un choque con otra nave o un golpe de mar. Temístocles le explicó que cada hombre traía su propio cojín para no hacerse rozaduras en las posaderas. Ése era todo el equipo que debían aportar, al contrario que los hoplitas, que se pagaban sus propias armas.
Abajo, por entre las tablas de la pasarela, se adivinaban las bancadas de los zigitas y los talamitas. Apolonia se imaginó cómo se vería aquello atestado de hombres y, sobre todo, cómo olería. Al ver que arrugaba la nariz, Temístocles dijo:
—Ahora la nave huele bien, porque está nueva. Pero cuando lleve un tiempo en servicio, el olor a sudor se quedará aquí dentro, pegado a las tablas, y ya no habrá forma de sacarlo.
A Apolonia no le parecía que la
Artemisia
oliese tan bien. La mezcla de pintura, cera, brea y grasa de carnero resultaba demasiado fuerte para su olfato. Pero podía entender que para un marino como Temístocles no hubiese otros aromas más dulces.
De pronto, se le ocurrió una idea, más que traviesa, alocada. Con cuidado de no verter aceite ni prender la madera, depositó la lámpara sobre las tablas de la pasarela y se volvió hacia Temístocles.
—¿Te gusta cómo huele el sudor de hombre?
—Qué preguntas tienes. Se me ocurren cien cosas mejores que oler.
—Entonces, ¿qué tal si hacemos que la
Artemisia
huela un poco a sudor femenino? —dijo ella, desatando el nudo que cerraba el ceñidor de Temístocles.
Como sospechaba Apolonia, su nave resultó mejor tálamo para Temístocles que la cama de la alcoba. Esta vez no surgió problema alguno, salvo cuando en una de las maniobras para cambiar de postura estuvieron a punto de resbalar de la pasarela y caer sobre los bancos de los remeros. Al principio copularon en silencio, pero llegó un momento en que Apolonia se olvidó de dónde estaban y no pudo contener los gemidos. Después, cuando terminaron, Temístocles se apoyó sobre un codo y se llevó la mano a la oreja.
—¿Qué haces? —preguntó ella.
—Me había parecido que el guardia del brasero te estaba aplaudiendo. Pero ha debido ser imaginación mía.
Ella castigó su burla con un mordisco en el hombro. Después, se acurrucó contra él y usó su manto para cubrirlos a ambos. No hacía frío, pero ahora que había hecho el amor se sentía desprotegida si no se tapaba.
—¿Estás más contento?
—¿Es que en algún momento he dejado de estarlo?
—No tienes por qué disimular conmigo. Sé que Cimón te ha hecho daño. A mí también me ha dolido mucho su traición.