Sicino se quedó desconcertado un instante por las palabras de su patrón. Luego pensó:
Está siendo irónico.
—Todos andaban tan resentidos con él que, cuando llegó la hora del combate, los barcos de Samos y los de Lesbos desertaron. El oro de Darío también tuvo algo que ver, eso seguro. Por supuesto, la batalla acabó en desastre.
Ahora que Sicino lo recordaba, él conocía a soldados de la flota persa que habían estado en aquel enfrentamiento. Pero no le habían dicho que los enemigos hubiesen desertado, tan sólo que había sido otra gloriosa victoria del Gran Rey. Después de aquello, Mileto cayó y la rebelión de los insurrectos jonios quedó aplastada.
—¿Temes que pase lo mismo ahora? —preguntó Mnesífilo.
—No lo temo.
Lo sé.
Pero esta vez los traidores no van a esperar a que se produzca la batalla para desertar.
—¡Por las boñigas de Pan! ¿Qué quieres decir? —preguntó Euforión. Temístocles bajó la voz tanto que Sicino tuvo que acercarse para oírlo mejor.
—Esta misma noche va a producirse la desbandada. Ya sabéis dónde están los barcos corintios, en la playa que hay más allá de nuestra bahía. Pues bien, durante la cuarta guardia zarparán hacia el norte y se escaparán por el canal de Mégara.
—¿Estás seguro de eso? —preguntó Mnesífilo—. Adimanto es un hombre insolente y soberbio, pero no creo que sea capaz de semejante traición.
—¿A ti qué te parece, Sicino? —preguntó Temístocles, volviéndose hacia él. El persa se quedó sorprendido. No era frecuente que le consultaran su opinión—. ¿Crees que Adimanto es capaz de hacernos esa jugarreta?
Todos los griegos sois traidores por naturaleza,
pensó Sicino. Por supuesto, no era el comentario más oportuno, así que contestó:
—No lo sé, señor. No parece que le guste mucho seguir aquí en Salamina. Y es verdad que se le veía muy enfadado contigo.
—¿Lo veis? Sicino se ha dado cuenta.
—No me parece un argumento que... —dijo Mnesífilo.
—No me baso en eso —dijo Temístocles—. No me creas tan necio, mi buen amigo. Sé que hay muchos ojos espiándome, pero yo también tengo mis agentes. Creedme si os digo que esta noche va a producirse mucho movimiento en los estrechos. Si nos descuidamos, cuando amanezca estaremos solos en Salamina. O, en el mejor de los casos, acompañados por los megarenses, que con su ciudad destruida tienen tan poco que perder como nosotros.
—¿Lo sabe Euribíades? —preguntó Mnesífilo.
Temístocles se encogió de hombros.
—No me consta que lo sepa. Pero, sinceramente, no me extrañaría. Los últimos espartanos fieles a nuestra causa murieron en las Termópilas.
—¿Y no nos han dicho nada a nosotros, que tenemos más de la mitad de los barcos de la flota?
—Nosotros no queremos abandonar Salamina ni alejarnos de Atenas. ¿Cómo van a decírnoslo? Pueden pensar que intentaremos impedírselo, tal vez por la fuerza.
—¿Y es que no vamos a intentarlo? ¿Es que no
vas
a intentarlo tú? Todos juntos apenas somos rival para la flota persa, pero por separado estamos perdidos.
—Yo no voy a intentar nada, mi querido Mnesífilo. Me rindo.
—¿Qué? ¿Cómo has dicho?
Mnesífilo se incorporó en el diván, al igual que Euforión. Pero Temístocles siguió recostado, con gesto indolente.
—Has oído bien. He dicho que me rindo. Se acabó. Estoy harto de malgastar mi vida y arruinar mi hacienda por el bien de todos los griegos. No merece la pena.
Temístocles agachó la cabeza. Sicino no se esperaba algo así de su patrón, que nunca había cedido al desánimo. Tal vez le estaba entrando por fin algo de sensatez en la mollera. Al fin y al cabo, era una persona inteligente y tenía que comprender que era imposible enfrentarse al Gran Rey con esperanzas de victoria.
—¿Es que te vas a entregar a los persas? —preguntó Mnesífilo.
—Reconozco que lo he estado sopesando —respondió Temístocles.
A Sicino se le iluminó el semblante. Sí, efectivamente Temístocles estaba entrando en razón. Sin duda el Gran Rey aceptaría el vasallaje de un hombre tan capacitado y Sicino no tendría que sufrir dividiendo sus lealtades. Sin embargo, su alegría duró poco.
—Pero la respuesta es no, Mnesífilo. He jurado muchas veces que jamás me arrodillaría ante Jerjes. —Durante un segundo se quedó mirándose los dedos. El único que comprendía la razón era Sicino—. Nunca violo mis juramentos. Haré como Dionisio de Focea, que se instaló en Italia.
—Y se convirtió en pirata, por lo que tengo entendido.
—Yo no soy eupátrida. Lo que cada uno haga para ganarse la vida me es indiferente. —Temístocles dio un sorbo de vino y prosiguió—: Si Corinto y otras ciudades van a desertar esta noche, es el mejor momento para que huyamos. De lo contrario, mañana podríamos encontrarnos encerrados en el estrecho. Cuando Jerjes se entere de que Adimanto ha escapado por el canal de Mégara, seguramente enviará varias escuadras para bloquearlo e impedir que nadie más pueda salir por allí.
—Hasta ahora no ha querido dividir su flota —dijo Mnesífilo.
—Para mantener su superioridad numérica, por si nos decidíamos a salir del estrecho y presentarle batalla. Pero en cuanto sepa que nuestros aliados nos han abandonado, ya no tendrá esa preocupación y podrá cerrar la tenaza por los dos lados de la isla.
—Joder, si tenemos que huir de Salamina antes de ahogarnos en nuestra propia mierda, ¿qué estamos haciendo aquí tan tranquilos? —preguntó Euforión, sacudiendo la cabeza como un perro recién salido del agua.
Temístocles soltó una carcajada.
—Lo de «tranquilos» no lo dirás por ti, ¿verdad?
—Euforión tiene razón —dijo Mnesífilo—. Si ése es tu plan, tendrías que hablar con los demás generales para organizar ya la evacuación.
—No habrá ninguna evacuación.
—¿Qué quieres decir?
—Es imposible que toda la flota ateniense escape en secreto. Mi intención es comunicar mis planes tan sólo a los hombres de mi escuadra, y salir a la vez que los corintios. Es el momento más apropiado: cuando quedan un par de horas para el amanecer, la vigilancia siempre se relaja.
—Mierda, joder, pero ¿cómo vas a sacar treinta barcos sin que se enteren los demás? —dijo Euforión.
—Los que se enteren que nos sigan. Pero nosotros zarparemos los primeros, antes de que el enemigo tenga tiempo de reaccionar. —Temístocles se incorporó por fin en el diván—. Pasaremos entre Cinosura y Psitalea. Nada de flautas marcando el ritmo de la boga: lo haremos con piedras, muy despacio para que los remos no chapoteen. Para cuando amanezca, ya estaremos camino de Egina.
—Si quieres que tu escuadra salga la primera, me parece bien —dijo Mnesífilo—. Pero debes decírselo a los demás generales para que todo el mundo tenga la oportunidad de escapar.
Temístocles dio un puñetazo en la mesa. Unas cuantas aceitunas saltaron fuera del plato y cayeron rodando al suelo.
—¡Que se jodan los demás generales! Siempre han estado buscándome las cosquillas, pero desde que estamos en Salamina me han hecho la vida imposible. Arístides debe estar a punto de llegar con los Eácidas. ¡Que los salve él!
Sicino se quedó desconcertado. ¿Quiénes eran esos Eácidas que, en vez de huir, se atrevían a venir a Salamina para enfrentarse al Gran Rey? Luego recordó que, después del breve terremoto, los atenienses habían hecho un sacrificio a su dios del mar, al que atribuían tales fenómenos. También habían decidido que, por alguna razón que a él se le escapaba, el temblor significaba que debían impetrar la ayuda de unos héroes locales. Ésos debían de ser los Eácidas. Por eso habían enviado a Arístides a Egina para que trajera sus estatuas.
—¿No habías hecho las paces con Arístides? —preguntó Mnesífilo.
—No seas ingenuo. Esa farsa no significaba nada. Él y yo somos como el agua y el aceite.
Pero si habían hecho un juramento,
pensó Sicino.
—Si no se lo dices tú a los generales, tendré que hacerlo yo —dijo Mnesífilo.
Hay hombres que entrecierran los párpados cuando quieren intimidar a otros. En cambio, Temístocles abría los ojos aún más de lo habitual, dejaba de pestañear y bajaba la voz. Sicino lo encontraba más amenazante.
—Está claro que he cometido un error compartiendo mi información contigo, Mnesífilo.
—Esto no es información. ¡Pretendes que me convierta en un traidor!
Temístocles se volvió hacia Euforión, que parecía tenso como una cuerda de arco y no paraba de golpearse los hombros y recorrer con el dedo el borde de su copa a toda velocidad.
—Veo que no cuento con todos mis amigos. ¿Tú estás conmigo, Nervios?
Sicino no sabía por qué Temístocles actuaba así. Era él quien le había dicho mucho tiempo atrás:
«Aunque cuando hablamos entre nosotros de Euforión lo llamamos el Nervios, no se te ocurra soltárselo a la cara. Le molesta mucho».
Utilizar su mote no parecía la mejor forma de ganarlo para su causa.
Euforión entrecerró los párpados un instante en un gesto que casi parecía de odio. Después apartó la mirada de Temístocles y respondió:
—Esto es la gran madre de todas las mierdas. Pero tienes razón. Si se entera todo el mundo y salen trescientos barcos a la vez, los cabrones de los persas nos pillarán en aguas abiertas.
—Recuerda que tienes a un persa al lado. No los insultes.
—No importa —dijo Sicino. Hacía tantos años que conocía a Euforión que prácticamente ya no oía sus palabrotas. Lo que seguía sacándolo de quicio era que no pudiese estar quieto, pero tampoco tenía remedio.
—¿Tengo tu palabra de que no te irás de la lengua?
—¡Que Pan me convierta en cagarruta de cabra si digo algo!
—Muy bien. Entonces quiero que tú y Sicino vayáis a la
Artemisia
y me esperéis allí. Habla con Heráclides y dile que prepare la nave. Que tense bien los cables maestros, y que los demás trirremes de nuestra escuadra hagan lo mismo. No quiero que los persas nos oigan por culpa de los crujidos de los cascos.
—¿Tú no vienes?
Temístocles miró a Mnesífilo, que se había incorporado en el diván y no apartaba los ojos de él. A Sicino le dio la impresión de que estaba más asustado que indignado. ¿Será
capaz de matarlo?,
se preguntó. Por eso se alegró de que Temístocles lo mandara fuera de allí. Si pretendía hacer daño a Mnesífilo, prefería que no se lo encargase a él. El viejo era buena persona y lo había alojado unos días en su casa, aunque fuese en el patio.
—Yo me quedo. Tengo cosas que arreglar con Mnesífilo —dijo Temístocles, desenvainando su espada—. Vamos, poneos en marcha. Pronto se hará de noche.
Euforión se apresuró a salir, sin mirar atrás, y Sicino lo siguió.
Desde la puerta de la casa se veía todo el alargado espolón de Cinosura, y a la izquierda la bahía de Silenia. En la playa, junto a los barcos, los hombres empezaban a encender fuegos para preparar la cena, y los trirremes que patrullaban la entrada del estrecho regresaban ya al puerto. Más allá, la costa del Ática se veía algo borrosa, teñida de un sucio color cárdeno. El día había amanecido seco y con una visibilidad excelente, como en las jornadas anteriores, pero conforme pasaban las horas cada vez se notaba más bochorno. El sudor no llegaba a evaporarse de la piel y se quedaba pegado a ella en diminutas y pegajosas perlas hasta que acababa resbalando. A Sicino le sacaba de quicio aquella sensación, sobre todo cuando un reguero le goteaba por la espalda. Pensó que tal vez aquel tiempo enervante tenía la culpa de que los generales se hubiesen mostrado tan irritables en la reunión y del extraño comportamiento de Temístocles.
Sicino se dispuso a tomar el sendero de la izquierda, que conducía al pueblo de Salamina y de ahí a la bahía de Cicrea. Pero Euforión lo agarró del brazo y le dijo:
—Espera. Tengo que decirte una cosa.
A Sicino le sorprendió que, incluso en una frase tan breve, no se le escapara ninguna palabrota. Pero aún se quedó más estupefacto cuando Euforión añadió en persa:
—Ha llegado la hora de caminar por el puente de Chinvat.
Mnesífilo se quedó mirando a Temístocles, mientras la punta de la espada apretaba su nuez.
—Siempre he pensado que te conocía mejor que nadie, Temístocles, y que no me podías engañar. Te tenía por un embaucador y un tunante, pero con grandeza de miras. Ahora descubro que eres un miserable.
—¿De veras? —dijo Temístocles, sonriendo. De pronto parecía encontrarse de un humor excelente.
—No pienso ser cómplice de tu última bellaquería. Voy a delatar tus planes a los generales.
—No, no lo harás. —La sonrisa de Temístocles era cada vez más amplia.
—Entonces tendrás que matarme —dijo Mnesífilo, con menos aplomo en la voz del que hubiese querido. Desde que tenía cincuenta años había comprobado con desagrado cómo los testículos le colgaban cada vez más bajos. Ahora los tenía tan pegados al cuerpo que casi habría podido pasar por un eunuco, y sus intestinos amenazaban con vaciarse sobre el diván.
—La verdad es que, con el dilema que me planteas, no me quedaría otro remedio. ¿Estarías dispuesto a morir por tus principios?
Mnesífilo intentó responder
«Sí»,
pero más bien le salió un débil cacareo. Tragó saliva y, con algo más de dignidad, probó de nuevo.
—Sí. Hazlo ya.
Temístocles apartó la espada de su cuello y volvió a guardarla en la vaina. Después le agarró de la mano y tiró de él para levantarlo del diván.
—Me has hecho el hombre más feliz del mundo, mi viejo amigo. En verdad acabo de comprobar que en momentos sublimes se puede alcanzar la perfección.
Cuando se puso de pie, Mnesífilo se apretó el vientre con ambas manos, como si quisiera devolver las tripas a su sitio. Ahora que había enfundado la espada, Temístocles le daba casi más miedo que antes. Sin comprender nada, lo siguió hasta el jardín. Temístocles se asomó por encima de la tapia que lo rodeaba y volvió a sonreír.
—¡Bien! Por allí van los dos. Excelentes noticias.
Mnesífilo se asomó también. El gigante persa y el Nervios bajaban casi a trompicones hacia una cala donde los aguardaba un bote de remos. —Pero ¿no los habías mandado en dirección contraria?
—Exacto, mi querido Mnesífilo. Quienes vamos a ir ahora mismo a Cicrea somos tú y yo.
—¿Puedo saber qué está pasando?
—No es necesario que lo entiendas todo aún.
—¡Pero es que no entiendo nada!
Tomaron el sendero que descendía hacia el pueblo. En vez de entrar y atravesar el Ágora, Temístocles lo llevó por calles menos concurridas. Aun así, no dejaron de encontrarse con conocidos que le preguntaban por lo sucedido en el consejo de generales. Algunos lo felicitaban por haberse enfrentado a Euribíades y decirle unas cuantas verdades a Adimanto. Temístocles contestaba con monosílabos, sin dejar de andar. Caminaba a zancadas, espoleado por algún demonio interior. Mnesífilo, al que todavía le temblaban las rodillas del susto, apenas podía seguirlo. Por fin, se detuvo y se dobló sobre sí mismo para recuperar el aliento.