Babilonia era tan grande como le habían contado, mucho más que Susa y, por supuesto, que cualquier ciudad griega. Las murallas de la parte norte medían al menos tres kilómetros de esquina a esquina. Pero incluso antes de llegar a ellas había que atravesar otra Babilonia aún más extensa y populosa que la de intramuros, aunque también más mísera y sucia. Salvo en la vía de las Procesiones, que era la que seguía la comitiva, las casas se apelotonaban unas contra otras, y sobre las estrechas callejuelas colgaban balcones de madera y cuerdas de ropa tendida que apenas dejaban entrar la luz del sol. Las paredes sin ventanas eran de adobe y tierra aglomerada, únicos materiales con los que construían los babilonios, salvo la madera de tamarisco de puertas y tejados. Había muy pocas casas pintadas, y todo el conjunto ofrecía un color terroso, como si aquellas casas fueran excrecencias brotadas del suelo.
Artemisia iba de pie en un carro llevado por un joven auriga. Vestía como un guerrero, con su mejor panoplia: una coraza de bronce muy fino con ataujías de oro y un yelmo que dejaba al descubierto su rostro. Ella y los soldados que la habían acompañado desde Halicarnaso iban en la cabecera de la comitiva, por detrás de otros súbditos de Jerjes y seguida directamente por los diez mil lanceros que formaban la guardia real.
Cruzaron la muralla por la puerta de Afrodita, a la que allí llamaban Ishtar. La puerta estaba situada en un entrante rectangular, de forma que los enemigos que intentaran tomarla al asalto tuvieran que pasar antes entre dos muros coronados por almenas. Pero hoy en ellas no había tropas babilonias, sino lanceros persas a las órdenes de Megabizo, el general que había tomado la ciudad para Jerjes.
Los grandes batientes de cedro estaban abiertos de par en par. Artemisia pasó bajo un arco tan alto como diez hombres, rodeado de ladrillos azules y figuras doradas que representaban leones, esfinges y otras criaturas fabulosas. Su carro atravesó una larga bóveda alumbrada por antorchas y vigilada por dos hileras de lanceros, y por fin entró en las calles de la Babilonia oficial.
Considerando que acababa de sublevarse, la ciudad del Éufrates recibía con mucho entusiasmo al rey. La gente había salido a las márgenes de la calle de las Procesiones para saludar al cortejo de Jerjes con palmas en la mano y arrojar pétalos de rosas a su paso. Las casas estaban engalanadas con telas de colores y guirnaldas de flores y, conforme oscurecía, se iban encendiendo hogueras en las terrazas de los templos y bajo las imágenes de los dioses que jalonaban ambos lados de la calle.
La luna casi llena y el cielo despejado colaboraban al esplendor de la noche. Miles de pebeteros quemaban resinas y maderas aromáticas. Artemisia lo agradeció, porque al acercarse a la ciudad el olor de los pantanos que la rodeaban le había recordado a la fetidez de la marisma de Maratón.
Pero la razón de tanto entusiasmo y boato era comprensible. El pueblo quería demostrarle a Jerjes que le seguía siendo leal y que la rebelión había sido cosa de unos cuantos lunáticos, nobles y sacerdotes sediciosos que los propios babilonios se habían apresurado a entregar en manos de la justicia real.
De todo eso la había puesto en antecedentes Esquines, que, empeñado en llevársela a la cama, le daba conversación a todas horas. Artemisia se dejaba halagar, pues así recopilaba información, y por lo que veía, las fuentes del eretrio eran fiables.
—Jerjes tomará represalias —le había dicho Esquines—, pero sin apretar las clavijas demasiado a los babilonios. No se lo puede permitir.
—¿Por qué?
—Hay mucho dinero en Babilonia, pero no puede tomarlo por las buenas. Bajo la ciudad corren mil túneles secretos, y todo ese oro y esa plata se esconderían si el rey intentara tomarlos por la fuerza. Así que se contentará con ejecutar a los rebeldes, que además es un espectáculo que agradece la plebe. Las medidas más impopulares las ha tomado ya Megabizo antes de que llegue Jerjes, para que sea él quien cargue con las antipatías y no el Gran Rey.
Entre esas medidas, el general persa había hecho arrancar los azulejos del último piso de la gran torre de Marduk, había derribado sus altares y había hecho fundir la estatua de oro del propio dios.
Eran trescientos kilos de oro macizo, el equivalente a mil doscientos talentos de plata. Al oírlo, Artemisia silbó entre dientes: esa estatua habría pagado el tributo de la satrapía de Jonia durante tres años. Así que era una represalia algo más que moderada.
La procesión se prolongó casi una hora. Recorrieron con paso lento la calle de las Procesiones hasta llegar al templo de Marduk, y una vez allí, giraron a la derecha para rodearlo y llegaron al Éufrates. De allí volvieron a torcer a la derecha y esta vez siguieron río arriba, dejando Etemenanki a un lado. Desde abajo, los desperfectos del séptimo piso, a casi cien metros de altura, apenas se apreciaban. Artemisia trató de imaginarse cómo se divisaría la ciudad desde allí arriba, pero no lo consiguió. Jamás había visto un edificio tan alto en su vida, aunque decían que en Egipto había inmensas tumbas de piedra que empequeñecían a Etemenanki.
En ese momento, notó una mirada tan intensa que casi parecía rozar su piel. Apartó la vista de la torre y la bajó al suelo. Allí, entre la calle y la hilera de árboles que rodeaba el templo, había un hombre muy alto que sacaba una cabeza a todos los que lo rodeaban. Pero Artemisia supo que no era ese hombre al que buscaba, sino alguien que debía andar cerca de él. Aun así, volvió a mirar al frente. Aunque la ciudad era un espectáculo digno de estar contemplándolo un año entero, procuraba no girar demasiado la cabeza. No quería dar la impresión a los babilonios de que era tan sólo una provinciana, una griega palurda que, en vez de dejarse contemplar por los espectadores del desfile, se los quedaba mirando a ellos.
Sintió los ojos clavados en ella otra vez. Se giró un instante y vio que alguien se escabullía detrás del cuerpo del gigantón. Apenas había sido un segundo, pero Artemisia lo reconoció y el pulso se le aceleró.
Por los perros de Hécate, ¿qué hacía Temístocles en Babilonia?
Esa noche tampoco llegó a ver a Jerjes. Si hubo audiencia, a ella no la invitaron. El visir volvió a asignar habitaciones, y a ella le tocó alojarse en el rincón más recóndito del palacio de Nabucodonosor. Cuando le dijeron que su presencia no sería requerida hasta el día siguiente, Artemisia dejó que sus criadas la despojaran de la armadura y se quedó vestida tan sólo con la túnica interior.
En ese instante, oyó que la llamaba su hijo. Artemisia deslizó a un lado el panel de cedro que separaba su alcoba de la de Pisindalis.
—¡Mira lo que se ve por el balcón, mamá! —le dijo el niño, emocionado.
Al asomarse, Artemisia comprendió su excitación. Bajo ellos se abría un gran patio, mayor incluso que los tres que habían atravesado antes, y en su centro se alzaba una pequeña Etemenanki.
Tenía cinco niveles, el último de los cuales se levantaba sobre los tejados del propio palacio, a más de veinte metros de altura. Cada terraza estaba sembrada de árboles y plantas tan variados que, al menos desde el balcón, resultaba difícil encontrar dos iguales. Algunos de los árboles estaban pelados, esperando aún la primavera, pero otros lucían todas sus hojas, y las había verdes y amarillas, pero también rojas e incluso violetas. De cada terraza colgaban hiedras, parras, enredaderas y lianas que apenas dejaban ver los ladrillos de las paredes, y entre ellas bajaban chorros de agua, como pequeños arroyos de montaña que caían desde la última terraza. Había antorchas encendidas cada pocos pasos, y sus llamas y la oscuridad de la noche creaban misteriosos dibujos de sombras y luces entre la vegetación.
—Quiero jugar ahí, mamá.
—Mañana preguntaremos si puedes, hijo —contestó ella.
—¡Yo quiero jugar ya!
—Tenemos que ser educados. No estamos en nuestra casa.
El burbujeo del agua y el canto de los pájaros que anidaban entre los árboles llenaban de sonido el patio. Artemisia pensó que no le importaría convertirse en niña de nuevo y perderse en esas selvas en miniatura, y se le antojó que entre aquel lujuriante follaje una podía toparse con las propias Musas. Pero Pisindalis, prosaico como correspondía a sus cinco años y medio, al oír el murmullo del agua empezó a frotarse una rodilla contra otra y dijo que se estaba haciendo pis.
Artemisia le revolvió el pelo y, tras desearle buenas noches, regresó a su propio cuarto.
No le he dado un beso
, se dijo mientras cerraba la puerta corredera. Era algo que solía olvidar. Se prometió ser más cariñosa mañana para compensarlo.
En su alcoba había otra ventana más pequeña, pero con la misma vista. Artemisia volvió a asomarse. Aparte de sus propias esclavas, le habían asignado una criada babilonia muy espabilada y pizpireta que hablaba griego.
—¿Qué es eso? —le preguntó Artemisia—. ¿Un templo?
—No, señora. Es un jardín. Lo construyó el rey Nabucodonosor para hacer feliz a su amante.
—La criada, que se llamaba Humusi, suspiró—. Ella añoraba los árboles de su país natal.
¿De su país natal?,
pensó Artemisia. Allí debían estar todos los árboles y las plantas del mundo, así que cualquier amante del rey se sentiría a la vez en casa por lo que le era familiar y extranjera por lo que desconocía.
—Es muy hermoso.
—Y ahora lo es mucho más gracias al Gran Rey, señora. Su padre los tenía más descuidados, pero nuestro buen rey ama tanto las plantas que ha hecho repoblar todas las terrazas y ha reparado el sistema de riego.
Las noches en Babilonia no eran frías. Artemisia dejó entreabierta la celosía. Justo antes de quedarse dormida con el arrullo de las fuentes, se preguntó cómo hacían para subir el agua a lo alto de aquellos jardines, y se imaginó a un ejército de esclavos en el interior de la torre pasándose cubos unos a otros por una estrecha escalera.
S
u amo Temístocles, que desde que se alejaron del mar se empeñaba en llamarse Pisindalis, le había concedido unas horas de asueto a Sicino, recomendándole que se diera un paseo por los jardines que rodeaban el templo de Ishtar.
«Así te desfogas un poco, que te veo muy inquieto»
, le había dicho. Cuando llegó a los jardines y vio que junto a cada fuente y detrás de cada macizo de rosas acechaba una muchacha, a cual más bonita y con las ropas más abiertas y transparentes, comprendió a qué se refería Temístocles y para qué le había dado esas monedas. En Persia se decía de las babilonias que eran todas unas putas, que iban por la calle con un pecho fuera y que antes de casarse se prostituían por lo menos una vez con un desconocido. Sicino no estaba tan seguro de ello, porque por el camino se había cruzado con muchas mujeres y había observado que vestían largas túnicas de lana y que la mayoría se recogía el cabello. Pero una persona que de Babilonia conociera tan sólo esos jardines sin duda se llevaría otra impresión.
Una joven más decidida que las demás lo enganchó de la ropa y lo arrastró hasta un cenador de hierro rodeado de parras. Allí hicieron el amor con cierta intimidad, aunque no demasiada, pues en una ocasión Sicino creyó ver un par de ojos indiscretos espiando tras las hojas. La muchacha era dulce, gemía de una forma muy excitante y era tan menuda que Sicino la levantó en el aire agarrándola de las nalgas y la poseyó de pie.
Luego, al volver a casa de Izacar, se preguntó si no habría cometido un pecado contra Ahuramazda fornicando tan cerca del altar de una falsa diosa, pues esa Ishtar no era más que otra
daeva
impura, como la Afrodita griega o la Atenea a la que tanto veneraba su amo. Intentó disculparse diciéndose que en aquel cenador no había ninguna imagen demoníaca, aunque la verdad era que no se había fijado bien, porque sólo tenía ojos para la forma en que se bamboleaban los pechos de la muchacha al menearla contra sus caderas.
La ciudad era muy grande y resultaba fácil desorientarse, así que Sicino preguntó por la avenida de Marduk y el distrito de Kullab para volver con su señor. Los babilonios debían de tener hambre a todas horas, porque las calles estaban llenas de puestos y mostradores donde vendían roscas, obleas de miel, tortas de pan ácimo con puré de garbanzos y quesos de cabra y de oveja. También había parrillas donde asaban gorriones y ranas ensartados en espetones, e incluso langostas y cigarras. A Sicino, después del fornicio, se le habían despertado otros apetitos y, por si luego se demoraba la cena, compró un pincho de cordero. El tendero, que tenía que devolverle tres cobres, sólo le dio dos. Sicino discutió en arameo, aunque no lo dominaba del todo, porque Temístocles le había dicho que si hablaba en persa se metería en un lío. La verdad era que un persa que recorriera solo aquella ciudad podía verse en apuros. Cuando se cruzaban con un grupo de soldados del Gran Rey, los nativos les hacían mil zalemas. Pero Sicino se había dado cuenta de que, una vez que pasaban de largo, los babilonios les dedicaban gestos obscenos con los dedos y mascullaban insultos y maldiciones contra ellos.
—Tres cobres. No, dos no. Tres —insistió Sicino.
El tendero agitó una mano, haciéndole la cuenta con los dedos para demostrar que era él quien llevaba razón. Sicino era consciente de que no tenía tanta sesera como Temístocles, pero entre dos y tres sí que sabía diferenciar, así que agarró la mano del tendero y la apretó hasta que los nudillos le crujieron como una carraca. El babilonio se puso pálido y accedió por fin a soltar la minúscula moneda de cobre que le quería estafar.
Sicino se la guardó en la bolsa de cuero que llevaba atada al cordel de su cintura y se dispuso a comerse el pincho. Primero lo olfateó. Olía a comino y tomillo, y dejaba chorrear por sus dedos una grasa oscura y suculenta.
—¡Una limosna, señor! Sicino se volvió a la derecha, pero tuvo que agachar la mirada para ver quién le hablaba. Un rapaz que no levantaba tres cuartas del suelo, con la nariz llena de mocos y los ojos muy grandes y oscuros, le tendía una mano llena de roña con una quemadura mal curada. Sicino apartó la vista de él y siguió calle arriba.
—¡Por favor, señor! —insistió el crío, correteando detrás de él y tirándole del faldón de la túnica.
—Déjame en paz.
—Es que tengo mucha hambre, señor. Me duele la barriga.
Sicino se detuvo, miró hacia el cielo, cerró los ojos y estuvo a punto de soltar una maldición. Era muy mirado con el dinero, aunque se tratase tan sólo de monedas de cobre, porque estaba ahorrando su peculio para comprar algún día su libertad. Pero el reclamo del hambre le llegaba al alma, ya que siempre había sido muy comilón. Se despidió de su pincho de cordero intacto y se lo dio al niño. A éste se le pusieron los ojos como platos y del primer mordisco arrancó del palo los dos primeros trozos, aunque casi no le cabían en la boca. Después, sin dar las gracias, porque si lo hacía se le habría caído la carne, salió corriendo. Sicino había estado a punto de decirle:
Ten cuidado que no te lo quiten, pero por lo visto no era necesario
.