Los rebeldes estaban convencidos de que las murallas de Babilonia podían resistir cualquier asedio, y que Jerjes, mareado con el asunto de Egipto y pensando en la futura campaña de Grecia, se avendría a negociar con ellos para no complicarse la vida y devolvería sus privilegios al clero babilónico. Pero lo que hizo el Gran Rey fue enviar a su cuñado, el general Megabizo, con abundantes tropas y equipo de asedio. El pueblo babilonio, con buen criterio, decidió abrir las puertas de la ciudad antes de que la
Spada
las echase abajo y entregar a Belshimanni y a otros cuantos cabecillas más, que ahora esperaban en las mazmorras del palacio de Nabucodonosor a que el propio Jerjes hiciera justicia.
—Jerjes fue gobernador de Babilonia antes de coronarse rey, así que me temo que se va a tomar este asunto de una forma muy personal —dijo Izacar—. La plebe se va a divertir en los próximos días presenciando unos cuantos empalamientos y descuartizamientos.
—No me los perderé —dijo Temístocles, sin la menor intención de verlos—. Pero, ya sabes, me interesan más los planes, digamos, a largo plazo del Gran Rey.
—¿Quién puede entrar en la mente de alguien que se sienta sólo un escalón por debajo del dios? —respondió Izacar.
—Es difícil penetrar en la mente de una persona —respondió Temístocles—. Pero, a veces, el tintineo del dinero que guarda en su bolsa puede ser revelador. Eso lo sé yo, pero tú lo sabes aún mejor, astuto Izacar.
El banquero se cruzó las manos sobre el abultado vientre. Era un hombre próspero, y le gustaba demostrarlo para que sus clientes le confiaran sus depósitos. Por eso comía y bebía bien, se hacía arreglar la barba por un peluquero y se untaba el cuello y las manos con aceite de nardos. En su casa no faltaban tapices, gruesas alfombras, visillos de vivos colores y muebles de maderas nobles que importaba de Fenicia, y también lucía vajillas de plata y electro, jarras de vidrio de Sidón e incluso copas de cerámica ateniense decoradas con delicadas figuras rojas.
—La bolsa del Gran Rey es insaciable —dijo, mirando a los lados. En el terrado sólo estaba su propia hija, una joven guapa y regordeta, de ojos vivos. Izacar parecía confiar mucho en ella, pero ahora le hizo un gesto para que bajara al piso inferior.
Conversaban en arameo. Desde que entraron en Mesopotamia, Temístocles no había tenido problemas para comunicarse, pues en toda esa parte del imperio el arameo era la lengua franca.
—Supongo que no te refieres sólo a los impuestos —aventuró Temístocles.
—Los impuestos sirven para mantener la corte imperial, construir y ampliar palacios y sufragar a las tropas regulares del ejército —dijo Izacar—. Sólo eso supone miles y miles de talentos. Pero ahora las arcas reales se están empeñando con todos los bancos. Los Murashu de Nippur, los Egibi de Babilonia, los Asmodeos de Tiro. Incluso este humilde servidor ha firmado un empréstito cuya suma, por discreción, me callaré.
—Discreción que alabo, por supuesto. Pero, si prescindimos de detallar la contribución de tu banco, ¿de qué cifras estamos hablando?
—De quince mil talentos. El equivalente al tributo anual de todo el imperio.
—Izacar añadió en tono dramático—: Una suma suficiente para reclutar un ejército de más de ciento veinte mil hombres con sus criados y acompañantes y organizar dos flotas imperiales.
Por fin Temístocles empezaba a oír números claros, y no sólo vagos rumores. Una flota imperial constaba de seiscientos barcos. ¿Cuántos de ellos serían trirremes? Casi la mitad, si los persas mantenían la misma proporción que en la flota que atacó Maratón. Con dos flotas, eso suponía cerca de seiscientas naves de guerra. A ellas, pese a los esfuerzos de Temístocles en todos esos años, Atenas sólo podía oponer cien barcos, y muchos de ellos eran desvencijadas bañeras que flotaban a duras penas.
—Tal vez —dijo Temístocles con tono cauteloso— el Gran Rey piensa utilizar ese dinero para construir otro palacio tan fabuloso como el de Persépolis.
—Tal vez. Los Aqueménidas son grandes constructores. Pero si yo fuera griego, y sobre todo ateniense, estaría muy preocupado —dijo Izacar, con una sonrisa de complicidad.
Temístocles no le había revelado su verdadera identidad. Pero sabía que, por su relación con su primo Jenocles, el banquero judío sospechaba que era ateniense.
—¿Crees que proyecta una campaña punitiva contra Grecia?
—En cuestiones militares soy un ignorante. Pero si yo hubiera contratado empréstitos por valor de quince mil talentos de plata a cinco años, y teniendo en cuenta que los intereses suman cuatro mil talentos más, usaría esa suma para algo más grande que una simple expedición punitiva.
«Invasión» quizá sería una palabra más adecuada.
—Izacar dio un sorbo a su cerveza, frunció el ceño como si se le acabara de ocurrir algo y añadió—: ¿Qué tenéis los griegos que justifique una inversión tan grande para conquistaros? Tengo entendido que en Delfos hay un templo que alberga grandes riquezas, pero no sé si llegarán a cubrir los gastos.
—Yo no soy griego, Izacar —le recordó Temístocles.
—¡Ah, cómo se me puede haber olvidado! Eres cario. Cario de Halicarnaso —recalcó Izacar, dejando claro que no lo creía—. ¿Sabes una cosa, Pisindalis? Tu reina podría informarte mejor que yo de la campaña que se avecina. Ella tiene mucho ascendiente sobre Jerjes. De hecho, va a entrar con él en Babilonia.
A Temístocles se le aceleró el pulso, pero sólo manifestó su turbación con un parpadeo más lento de lo habitual.
—Lo ignoraba. De todos modos, llevo más de un año fuera de Halicarnaso. Ya sabes cómo es la vida errante de los mercaderes. ¿Qué hace Artemisia en Babilonia? El banquero se encogió de hombros.
—Sólo me han llegado rumores. Dicen que es amante de Jerjes. No sería extraño.
—Izacar bajó la voz y se adelantó en el asiento para acercarse más a Temístocles—. A nuestro Gran Rey le vuelven loco las mujeres. ¿Sabes lo primero que hizo al coronarse? Derribar las salas donde su padre guardaba el tesoro en Persépolis y construir en su lugar un harén.
Por alguna razón, a Temístocles le molestó que su prima pudiera ser concubina de Jerjes. Se dijo a sí mismo que era por patriotismo helénico, no por celos, pero ni siquiera así se dejó engañar. Le parecía una mancilla que el rey persa pudiera poseer algo que una vez, por poco tiempo que fuese, había sido suyo.
—Dime, Izacar —comentó aparentando indiferencia—. ¿Cuándo piensa entrar Jerjes en la ciudad?
—Esta misma tarde. Si te das prisa, todavía llegarás a tiempo para ver la comitiva.
Alrededor de los soberanos los rumores y las hablillas crecen y se adhieren como el liquen a la corteza del roble. Pero, por esta vez, los maliciosos comentarios de Izacar tenían su parte de razón.
Aunque Artemisia no era amante de Jerjes, y ni siquiera había llegado a verlo en persona, sí había formado parte de su harén de forma accidental. Dos meses antes, a finales de otoño, había llegado a Susa obedeciendo una invitación real. Era ella, en realidad, quien había escrito a la corte de Jerjes para solicitar una audiencia, pues su esposo había muerto por fin y algunos nobles carios pretendían disputarle el poder pretextando que era una mujer. La burocracia había sido lenta como un carromato tirado por bueyes y a Artemisia no le llegó la respuesta hasta un año después. Al recibirla se había puesto en camino, llevándose consigo a su hijo Pisindalis, pues si lo dejaba en Halicarnaso no confiaba en encontrarlo vivo a la vuelta.
Al llegar a Susa, Artasiras, el viejo eunuco que, desde tiempos de Darío, ejercía de jefe de protocolo, visir y factótum de la corte, la había instalado en el harén, pese a sus protestas. Al menos, le había asignado unos aposentos propios, ahorrándole la humillación de compartir la gran sala común del harén con las demás concubinas reales, a las que sólo podía ver a través de una celosía.
Cuando Artemisia se asomaba a aquella estancia sembrada de plantas y fuentes rumorosas, le parecía estar viendo un parque de caza poblado por panteras tan bellas y flexibles como perezosas.
Las mujeres del harén, concubinas adiestradas en las artes del amor y el encanto al modo de las hetairas griegas, se maquillaban y peinaban a diario y se ataviaban siempre con todas sus galas. No lo hacían por impresionar a Jerjes, que elegía a sus compañeras nocturnas enviando a un eunuco, sino a las demás mujeres, pues así se establecía la compleja red de poder, rivalidad y alianzas que gobernaba el serrallo.
El error se había subsanado unos días después, y el visir había alojado a Artemisia fuera del palacio, en casa de un noble griego. Se trataba de un tal Esquines, natural de Eretria, que había recibido esa mansión y algunas otras posesiones por sus servicios al rey. Esquines era un hombre apuesto y pagado de sí mismo que desde el primer momento se había empeñado en seducirla. Pero al menos tenía el buen criterio de no forzar la situación, consciente de que Artemisia sabía defenderse por sí sola. Ella, sin otra cosa que hacer, se divertía a ratos con las maniobras del eretrio.
Pasó el primer mes. Jerjes siempre estaba demasiado ocupado para recibirla, o al menos eso aseguraba Artasiras. Artemisia había escuchado relatos sobre súbditos griegos a los que el Gran Rey retenía indefinidamente a su lado, como había hecho con Histieo, uno de los promotores de la revuelta jonia. Se temía que eso le pudiera pasar a ella y que jamás le permitieran volver a Halicarnaso; y pensando en su ciudad y, sobre todo, en el mar, se desesperaba y languidecía.
Una tarde un mensajero le trajo una invitación para ir a palacio, sin más explicaciones, y Artemisia pensó que por fin el rey iba a recibirla. Para su sorpresa, una vez allí la condujeron a los aposentos de la esposa de Jerjes. Amestris disponía para ella de un ala entera del palacio de Susa, bien alejada del harén. Mientras que Darío había tenido varias esposas, Jerjes se había limitado a casarse con una, al menos de momento. Según Esquines, que parecía gozar de buenas fuentes de información, Jerjes, nacido ya de sangre real y nieto de Ciro el fundador, se consideraba más seguro en su posición que su padre y por tanto no necesitaba demostrar nada. En cambio, Darío había buscado alianzas matrimoniales para afianzar su reinado. Al fin y al cabo, añadía Esquines casi en susurros, Darío no era más que una especie de usurpador.
—Eso sí, legitimado por el triunfo. No hay nada que dé tanta legitimidad como el éxito.
Como fuere, Amestris recibió a Artemisia en una pequeña sala. Aunque era la esposa real, Artemisia, como soberana de Halicarnaso, no tuvo que arrodillarse sobre la alfombra, sino que bastó con que hiciera una reverencia y soplara un beso hacia ella. Ambas mujeres cenaron solas, sentadas sobre mullidos cojines y junto a una mesa de una madera negra y dura que Artemisia no conocía y que la dejó fascinada.
—Está tallada en
karmara,
un árbol de la India —le explicó Amestris—. Es una madera tan pesada que si construyeran un barco sólo de ella, se hundiría en el agua.
Amestris interrogó a Artemisia sobre las costumbres griegas, y en particular sobre la situación de las mujeres, que parecía llamarle mucho la atención. Por sus comentarios, Artemisia dedujo que su interlocutora poseía grandes fincas en diversos lugares, y no a nombre de su esposo, como habría pasado en Grecia, sino a título personal. Podía viajar a sus propiedades cuando le pluguiera, cobraba sus rentas y era ella quien organizaba y gobernaba su propia hacienda. Por eso, cada comentario sobre el dominio que ejercían los maridos griegos sobre sus mujeres le arrancaba una sonrisilla de desdén que a Artemisia le resultaba irritante.
—Por supuesto, mi situación no es la misma —se apresuró a explicar Artemisia, y añadió que ella nunca había estado confinada en el gineceo, que su sello bastaba para disponer de todos sus bienes y que salía a cazar o navegar cuando le apetecía.
—Te creo, querida —contestaba la reina en tono de suficiencia, dejando bien claro que la consideraba una bárbara sometida más.
Amestris debía tener unos treinta y cinco años bien conservados y sus rasgos eran correctos, pero había algo en ella que la afeaba, una sequedad interior que le asomaba a los ojos y le robaba expresión. Aunque fue correcta y educada en todo momento, Artemisia no dejó de sentirse incómoda. Los catorce platos que les sirvieron las criadas le habrían parecido exquisitos en otra compañía, pero apenas los saboreó. Además, el aroma del gomoso bálsamo de Siria que se quemaba en los pebeteros era tan empalagoso que empezó a revolverle el estómago. El ambiente de la sala sólo se relajó un poco cuando un aya trajo a la hija de Amestris antes de acostarla.
—Dale un beso a nuestra invitada, Ratashah.
La niña, que tendría cuatro años como mucho, vestía y caminaba como una auténtica señorita.
Pero cuando fue a saludar a Artemisia no se limitó a poner sus labios sobre su mejilla, sino que le rodeó el cuello con sus manitas y le dio un abrazo. Olía a fruta fresca, y tenía unos ojos enormes y oscuros y una frente tan redondeada que a Artemisia, que nunca había destacado por sus instintos maternales, le entraron ganas de darle un mordisco en ella. Pero se conformó con besarla.
—Eres una niña muy guapa, Ratashah, ¿lo sabes? —le dijo en persa. Ella sonrió y apartó un poco la mirada, con una timidez no exenta de coquetería. Viendo lo poco que se parecía a su madre, Artemisia pensó que Jerjes debía ser un hombre muy apuesto para haber engendrado una hija así.
Cuando la niña se marchó, Artemisia pensó que, pese a la frialdad del encuentro, tenía que aprovechar su ocasión.
—Mi señora, ¿crees que tu esposo me recibirá algún día? He dejado mi ciudad en manos de hombres y temo que, si sigo mucho tiempo fuera de ella, con su torpeza la echen a perder y Halicarnaso no sirva al Gran Rey como debe.
—Algún día te recibirá, querida, sin duda. Algún día. Un buen súbdito lo demuestra no sólo con su devoción, sino con su paciencia —respondió Amestris, en tono enigmático.
Pocos días después, le había llegado la orden de trasladarse con el resto de la corte a Babilonia.
Esta vez no trataron con ella Amestris ni el visir, sino el propio general Mardonio, el militar más poderoso del imperio y amigo personal de Jerjes, que acudió a visitarla y le dijo:
—Formarás en la cabalgata triunfal. Una vez allí, lejos del harén —añadió en voz baja—. Jerjes te recibirá.
En ese momento, mientras Temístocles se entrevistaba con Izacar, la comitiva real se acercaba a Babilonia. Artemisia no había visto la ciudad en el viaje de ida, pues el Camino Real pasaba lejos de ella, al este del Tigris. Ahora, al contemplar los reflejos que el sol arrancaba a los ladrillos esmaltados de las murallas y de los templos que se alzaban al otro lado, comprendió por qué el Gran Rey había elegido una hora tan tardía para entrar en la ciudad, pues la luz del ocaso la embellecía todavía más.