Datis era un hombre flaco y más bien menudo, media cuarta más bajo que la propia Artemisia.
Tenía las mejillas chupadas, los ojos muy juntos y profundos y los labios finos como tiras de metal.
Al parecer, por sus venas corría algo de sangre meda. Los medos estaban emparentados con los persas tanto como podrían estarlo dorios y jonios, hasta el punto de que muchos griegos confundían ambos pueblos. No así Artemisia, que había procurado informarse bien sobre la historia y las costumbres de la raza a la que no tenía más remedio que rendir pleitesía. Por eso sabía que antes del gran Ciro, los medos habían conquistado Mesopotamia, habían aniquilado el poder de los asirios y habían arrasado Nínive, su capital. Pero después Ciro los había sometido a su vez y los había relegado al segundo lugar de su imperio, por detrás de los persas de pura cepa.
Datis tenía detractores, pues aunque los persas solían ser más discretos que los griegos, también entre ellos corrían rumores y chismes de campamento. En opinión de muchos oficiales, sería mucho mejor que mandara la expedición Mardonio, un general más joven y más capacitado que él, y además persa por parte de sus cuatro abuelos. Pero Mardonio había fracasado tres años antes en su campaña contra el norte de Grecia, cuando las terribles tormentas del monte Atos echaron a pique la mitad de su flota. Él mismo había vuelto de la expedición con una grave herida y, sobre todo, había caído en desgracia ante Darío, que había resuelto conceder el mando supremo de la parte occidental de su imperio a Datis.
Ariabignes, el sátrapa de Jonia, había advertido al esposo de Artemisia contra Datis.
—Ten cuidado con él. No se te ocurra mostrarle ni la menor falta de respeto.
Ariabignes tenía buena relación con la familia que gobernaba Halicarnaso, a la que agradecía que no hubiese apoyado la revuelta jonia. Por eso había visitado a Sangodo antes de la campaña para regalarle unos cuantos consejos. Artemisia estaba presente en aquella conversación, y recordaba que de vez en cuando el sátrapa la miraba como diciéndole:
«Toma nota de lo que digo, porque el borracho de tu esposo se va a olvidar»
.
—Es un hombre extremadamente cruel —había añadido Ariabignes—. Como general es timorato e indeciso, pero a la hora de aplicar castigos no le tiembla la mano. Yo creo que tiene algo de sangre asiria.
Artemisia lo había comprobado en persona. Ella misma había visto cómo, por orden de Datis, los verdugos ataban al cepo a unos prisioneros eretrios para inmovilizarlos y poderles así rebanar las orejas, la nariz y los labios, y cómo luego los habían castrado estrangulándoles los genitales con cordeles. A otros, los que no le interesaban vivos, los había torturado de formas más variadas. Lo que más había impresionado a Artemisia era ver cómo colgaban a dos hombres de un árbol, cabeza abajo, y les arrancaban la piel en grandes tiras. Sangodo, que lo observaba todo con una copa de vino y una sonrisa burlona, le explicó:
—Datis es un artista. Si los despellejara con la cabeza hacia arriba, perderían el conocimiento.
Algunos oficiales persas habían apartado el rostro con gesto demudado, pero Datis lo observaba todo con un brillo de placer en sus ojillos de fanático.
Ahora, esos mismos ojos se detuvieron un segundo en Artemisia. Pero Datis sentía un desprecio tan profundo por los griegos que desvió la mirada enseguida, y ni siquiera se molestó en saludar a los otros dos oficiales jonios que habían asistido a la reunión. El único griego por el que mostraba algo de respeto era Hipias.
El antiguo tirano de Atenas estaba allí también. Era un hombre muy anciano y de movimientos envarados, pero se mantenía erguido con una gran dignidad. Artemisia había hablado con él alguna vez. Poseía una vasta cultura y una conversación muy amena y, pese a sus dedos reumáticos, todavía sabía tañer hermosas melodías con la lira. Pero cuando se hablaba de Atenas, sus ojos casi lechosos se encendían de pasión. Estaba resuelto a gobernar de nuevo la ciudad, fuese como fuese.
Un día, en la isla de Naxos, mientras Sangodo y Artemisia cenaban con Hipias, tras ver la devastación que estaba causando la flota persa en las Cíclades, Artemisia le preguntó si no se daba cuenta de que Datis había jurado arrasar Atenas y que tan sólo le iba a dejar reinar sobre un montón de cenizas.
—Mejor —dijo Hipias—. Así podré reconstruirla del todo, y levantar la ciudad de mármol y oro con la que soñaba mi padre.
En este momento, Hipias estaba muy callado. El día en que desembarcaron en Maratón, nada más pisar las playas de su patria, sufrió un ataque de tos tan violento que se le saltó uno de los incisivos superiores. El diente había caído en la arena, y por más que lo buscó no consiguió encontrarlo. El antiguo tirano se lo había tomado como un mal presagio. Además, a pesar de su edad, era tan coqueto que le mortificaba que alguien pudiera burlarse de su encía desdentada.
Datis terminó por fin con sus instrucciones. Los oficiales de la comitiva, doce hombres incluyendo a Artemisia y a Hipias, montaron a caballo y, acompañados por otros tantos espoliques, se dirigieron al punto donde debían reunirse con los griegos.
Las líneas de arqueros y portaescudos se abrieron para dejarles paso. Durante unos minutos recorrieron la tierra de nadie, entre herbazales y campos segados. Se había levantado algo de aire que traía olor a paja y a tomillo. Pero, por debajo, Artemisia captó los efluvios del gran pantano, la mezcla de la sal con el lodo, el olor pútrido y dulzón de la pecina y los juncos en descomposición.
No era tan buen sitio como les había dicho Hipias. Sí, había pasto y agua para los caballos, pero si seguían muchos días allí, a la orilla de aquel marjal, no tardarían en empezar las enfermedades.
Mientras cabalgaban, Artemisia se rezagó un poco para mirar más a sus anchas, aunque fuera a través del estrecho visor del yelmo. Por delante de ella iba Artafernes, joven sátrapa de Lidia y sobrino de Darío, que mandaba la caballería. Artafernes era un hombre joven, de rasgos agradables, aunque por debajo de la barba le asomaba una incipiente papada, y por detrás se veía cómo la grasa de su cintura formaba una especie de cojín sobre sus nalgas.
Pero la persona a la que quería observar Artemisia no era Artafernes, sino el hombre que marchaba detrás de él, pues la tenía fascinada. Se llamaba, o lo llamaban, Patikara, y cabalgaba un enorme corcel negro. El tamaño de su caballo se correspondía con su estatura, pues Patikara medía casi un metro noventa y tenía el porte de un atleta. La mayoría de los persas se ponían una túnica por encima de la coraza, pero él lucía a la vista el peto de finas escamas doradas. Sobre sus hombros caía un largo manto azul, provisto de una capucha con la que se cubría la cabeza. Aunque ahora estaba de espaldas a ella, Artemisia sabía lo que había bajo esa capucha: una máscara de oro labrado que representaba los rasgos de un hombre con fina barba rizada y una sonrisa burlona. Por qué llevaba esa máscara, lo ignoraba. Entre las tropas griegas y carias que venían con la propia Artemisia corrían teorías diversas. Algunos aseguraban que lo hacía para ocultar la deformación producida en su rostro por la lepra, una horrible enfermedad desconocida en Persia y que él había contraído en la India. Otros se hacían eco de una historia escalofriante según la cual el padre de Patikara, dudando de que fuese en verdad hijo suyo, le había quemado el rostro en un brasero cuando aún era un niño. Los más burlones aventuraban que, simplemente, era tan feo que su rostro desmerecía de su cuerpo y por eso prefería tapárselo.
Patikara parecía subordinado a Artafernes, aunque éste lo trataba con gran deferencia, casi con temor. Artemisia no tenía muy claro qué mando desempeñaba, y se preguntaba si no sería uno esos temidos funcionarios que dependían directamente de Darío y a los que llamaban los Ojos del Rey.
En cualquier caso, el enmascarado era hombre con el que había que andarse con cuidado. Por si su estatura no resultara lo bastante imponente, era un consumado arquero. En pleno asedio de Eretria, Artemisia le había visto derribar a dos soldados griegos con sendos disparos a más de cien metros de la muralla. Luego, tras recibir las felicitaciones de los jinetes que lo seguían, había guardado de nuevo el arco en la funda de cuero y había regresado a su tienda como si la guerra no fuese con él.
Era mediodía y el sol apretaba. El yelmo de Artemisia parecía recoger todos sus rayos. Con gusto se lo habría quitado, pues ya notaba el cabello convertido en una bola húmeda y apelmazada bajo la cofia. Se preguntó si Patikara sentiría el mismo calor bajo su máscara.
Llegaron por fin al punto de reunión, un olivo centenario y solo junto a un chamizo de paredes de barro. Allí, junto a una bandera azul, los heraldos de ambos bandos aguardaban a la sombra.
También habían llegado los oficiales griegos, siete hombres en total. Los persas habrían podido aplastarlos bajo los cascos de sus caballos, pero sería un sacrilegio. Aunque esa consideración no había impedido a atenienses y espartanos asesinar a los embajadores de Darío unos años antes.
Al comparar ambas legaciones, Artemisia no albergó dudas de quién iba a vencer en aquella guerra. Ellos habían llegado a caballo, en espléndidos corceles de Nisea. Los atenienses, en cambio, venían a pie.
—¿Es que no tienen caballos? —preguntó Zósimo, que iba a su lado como palafrenero.
Artemisia no contestó por no delatarse con la voz, aunque sospechaba por qué los atenienses habían acudido a pie a la reunión. No porque no tuvieran caballos, sino por no quedar en ridículo, pues al lado de los niseanos sus monturas habrían parecido poco más que asnos con las orejas recortadas.
Los atenienses venían armados, pero con los yelmos bajo el brazo. Artemisia supuso que eran los generales, aunque no debían de estar todos.
Con lo difícil que era encontrar un buen general entre miles de hombres, los atenienses se las ingeniaban para elegir nada menos que diez cada año.
Uno de ellos se adelantó un par de pasos, levantó la mano derecha y saludó a los persas en griego. Aunque Halicarnaso había sido fundada por dorios, el dialecto que se usaba en la ciudad era un jonio muy parecido al de Atenas, de modo que Artemisia entendió al general sin ninguna dificultad.
—Saludos, noble Datis —dijo el hombre—. Soy Calímaco, polemarca de Atenas.
Mientras los otros generales se presentaban, Artemisia los examinó, valorativa. Había entre ellos dos especímenes magníficos. El propio Calímaco era un hombre de proporciones perfectas, probablemente un atleta que había competido en Olimpia. A su lado había otro de cabellos dorados que se presentó como Arístides, tan alto como Calímaco y que apenas le desmerecía en figura. Al verlos, Artemisia sintió un extraño orgullo. Se alegraba de que los atenienses hubieran enviado a aquellos dos hombres tan gallardos, aunque fuesen enemigos, para demostrar a Datis la valía de los griegos.
Datis presentó enseguida sus condiciones. Lo primero que exigió fue que los atenienses se retiraran de la posición que ocupaban y regresaran a su ciudad dejando el camino expedito a los persas.
—Una vez allí —dijo el intérprete, que intentaba suavizar algo el tono y las palabras más duras de Datis—, tendréis que entregar a todos los cabecillas que apoyaron la rebelión de los súbditos jonios de Darío para que sean ejecutados. Después, abriréis las puertas a una guarnición persa y aceptaréis como vuestro legítimo gobernante a Hipias, que actuará en nombre del Rey de Reyes.
Los atenienses cuchichearon entre ellos unos instantes. Después, el polemarca respondió:
—Por desgracia habría que entregarte a treinta mil ciudadanos. Los atenienses no tenemos cabecillas, reyes, ni tiranos. Eso contesta también a la segunda de vuestras exigencias.
Mientras el traductor se esforzaba por explicarle a Datis el propio concepto de
«ciudadano»
, tan extraño para los persas, el general corpulento y de barba oscura que se había presentado como Milcíades se movió para decirle algo al polemarca. Al hacerlo, Artemisia vio a otro hombre que el corpachón de Milcíades le había ocultado hasta ese momento, un oficial con un dragón alado pintado en el escudo. Y al reconocerlo como Temístocles, hijo de Euterpe, el corazón le dio un vuelco y la sangre le subió de súbito a las mejillas.
Temístocles reparó en que uno de los enviados jonios que estaban detrás de los persas daba un respingo, pero no se le ocurrió relacionar esa reacción con su propia persona. Se encontraba muy ocupado estudiando de cerca las armaduras y el ropaje de los persas como para fijarse en un griego más. Su experto ojo de tasador se dedicaba a calcular cuántos cientos o miles de dracmas llevaba encima cada uno de ellos. Aparte del valor de sus armas, todos iban adornados con oro y electro en abundancia: anillos, pendientes, gruesas ajorcas y cadenas y collares que daban varias vueltas al cuello. Sus túnicas, largas y provistas de mangas, eran de color púrpura salvo por las bandas blancas o azules del centro. Temístocles conocía bien aquel tono oscuro y elegante, y sabía que no era la imitación barata de cochinilla o de raíz de rubia, sino púrpura auténtica de múrice fenicio, que podía durar cien años sin perder el color y costaba más de su peso en plata.
Cuando se movían, se oía un roce metálico más pesado que el tintinear de las joyas, lo que hacía suponer que debajo de los caftanes llevaban corazas de escamas o mallas. Temístocles pensó que era curioso que los persas, al contrario que los griegos, prefiriesen lucir esas prendas, por valiosas que fuesen, y ocultar sus armas debajo. El único de ellos que llevaba la armadura a la vista era el oficial de la máscara de oro. El mismo que le había disparado una flecha durante la evacuación de Eretria. Por si la máscara no hubiera bastado para reconocerlo, el soberbio caballo negro que montaba era inconfundible. Aunque no era excesivamente supersticioso, Temístocles sintió un escalofrío que le recorría el cuerpo, y por alguna razón se imaginó que el persa le sonreía desde debajo de la máscara, como diciéndole:
«Nuestros destinos están unidos»
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Datis seguía desgranando exigencias. Temístocles no entendía todo lo que decía aquel hombrecillo cejijunto de mejillas chupadas, pues estaba furioso y hablaba muy rápido. Pero era evidente que no quería ningún arreglo y que su intención era provocar a los atenienses para que salieran de una vez a combatirle en la llanura donde se encontraban.
—Nuestro señor Darío, Rey de Reyes —estaba traduciendo el intérprete—, exige dos mil talentos de plata como indemnización por el incendio de Sardes.