—Han elegido el lugar perfecto para desembarcar —comentó Cinégiro, como si le hubiera leído el pensamiento—. Parece mentira que hayan podido planearlo con tanta precisión desde Persia.
Cinégiro, que era taxiarca de la tribu Ayántide y hermano del poeta Esquilo, había decidido por su cuenta y riesgo acompañar a su amigo Temístocles en aquella pequeña exploración, y se había traído a un esclavo con él. También se había unido a ellos Euforión el Nervios, quien, después de unos cuantos tics, contestó a Cinégiro:
—No lo creas. Éste es un sitio de mierda. Para ellos habría sido mejor Falero. Ahora ya tendríamos a esos hijoputas dentro de Atenas.
—En Falero habríamos llegado antes de que desembarcaran —respondió Cinégiro—. Créeme, mi querido Euforión, para un montón de gente apiñada en la cubierta de un barco estrecho no es tan fácil poner el pie en una playa cuando les espera un comité de recepción. Con la mitad de hombres de los que tenemos ahí abajo se lo podríamos haber impedido.
—Si han elegido tan bien el lugar, no es casualidad —dijo Temístocles—. Alguien les ha informado.
Mientras Euforión, poseído por la coprolalia de su
daimon
, recitaba unos cuantos sinónimos para la palabra «mierda», Cinégiro pronunció el nombre en el que estaban pensando:
—Hipias.
Temístocles asintió. Corrían rumores de que los persas venían acompañados por el tirano al que los atenienses habían expulsado de su patria veinte años antes. Cuando era mucho más joven, Hipias había desembarcado en esa misma playa con Pisístrato, su padre. Desde allí cabalgaron hasta Atenas reclutando tantos partidarios por el camino que al final consiguieron tomar la capital sin verse obligados a combatir.
—Quizá ha aconsejado a Datis elegir Maratón con la esperanza de repetir el éxito de su padre —dijo Temístocles.
—Pues si ha pensado que puede llegar hasta Atenas sin pelear, va listo —dijo Cinégiro—. Los tiempos han cambiado. A la gente le rechinan los dientes sólo con oír la palabra «tiranía». Los persas no encontrarán entre nosotros partidarios de Hipias.
Pero sí traidores que les abran las puertas
como en Eretria, pensó Temístocles, y miró de reojo al Nervios. Entre los parientes de Euforión, los mismos Alcmeónidas que lo despreciaban por la debilidad que aquejaba su espíritu, había varios que llevaban manteniendo una actitud más bien turbia desde el principio del conflicto contra Persia. Por suerte, la mayoría de esos Alcmeónidas estaban allí abajo, mezclados con el resto del ejército, donde podían hacer mucho menos daño que emboscados tras la muralla de Atenas.
Los viejos que han quedado atrás no podrán empuñar una lanza,
le advirtió otra vocecilla
, pero aún tienen fuerzas para levantar el pasador de una puerta y abrírsela a los persas.
Desechó aquel pensamiento. No tenía sentido preocuparse por lo que no estaba en su mano solucionar. Ahora lo que importaba era evitar que los persas llegaran a la capital.
—Por favor, Sicino —dijo, volviéndose hacia su esclavo—, dame la dioptra.
El persa, que llevaba un rato callado tras ellos, abrió la bolsa de piel que llevaba a la cintura y sacó de ella un curioso artefacto que consistía en una larga caña hueca de silfio con un cristal de cuarzo tallado embutido en cada extremo. La dioptra poseía la maravillosa virtud de aproximar los objetos como si estuvieran diez o quince veces más cerca, pero a cambio ofrecía otra característica más fastidiosa: al mirar por ella, todo aparecía cabeza abajo, como si el mundo se hubiera vuelto del revés. Temístocles había observado que otras personas se mareaban al asomarse al tubo. Él, con mucha disciplina, se había acostumbrado a invertir en su mente la imagen para analizar lo que veía.
—¿De dónde has sacado eso? —le preguntó Cinégiro—. ¿Alguno de tus exóticos viajes al este? El hermano de Esquilo sentía una peculiar fascinación por todo lo oriental, y más aún por lo persa. Era una actitud frecuente en muchos atenienses, que admiraban, temían y despreciaban a los persas, todo a la vez. En los banquetes que celebraba en su casa, el propio Cinégiro se adornaba a menudo al estilo asiático, se rizaba la barba y se ponía una túnica de vivos colores confeccionada en algodón traído de la lejana India.
Pero no corrían ya tiempos propicios para tales modas, y el quitón que llevaba Cinégiro ahora era de lana sencilla y sin estampados. Una prenda inequívocamente griega.
—Justo al contrario —respondió Temístocles—. Me lo vendió un capitán fenicio durante un viaje a Italia.
Cinégiro sonrió de medio lado.
—¿Que un fenicio te vendió eso? Vamos, como si los fenicios soltaran de buen grado esas cosas.
¿Cuánto dinero te sacó, si puede saberse? —Le pagué quinientas cincuenta dracmas —contestó Temístocles, sin vacilar.
Por el brillo burlón de sus ojos, se dio cuenta de que Cinégiro sospechaba. Pero, aunque tenía una buena amistad con él, prefería no confesarle la verdad. Cuatro años antes, al este de Sicilia, se había topado con un barco que regresaba a las ciudades fenicias del este, probablemente a Tiro.
Tenía las velas rotas y parecía evidente que alguna tormenta lo había apartado del resto de su flota.
Temístocles, en cambio, viajaba en un pequeño convoy de tres transportes y una nave de guerra, y con tal superioridad numérica la tentación de saquear el mercante fenicio era demasiado jugosa para resistirse. Al fin y al cabo, los fenicios hacían lo mismo cuando la situación era la contraria.
En las bodegas de la nave encontraron más de una tonelada de lingotes de estaño, que luego vendieron a buen precio, amén de gruesas pieles de oso y castor, piezas de ámbar en bruto y un par de tinajas llenas de un aceite grisáceo, espeso y maloliente. Pero lo que de verdad codiciaba Temístocles se le había escapado. El capitán del mercante, al ver que lo abordaban, prendió fuego al cofre en el que guardaba sus documentos y se arrojó al agua atado por los pies a su propia anda.
Temístocles estaba convencido de que ese baúl escondía mapas y periplos de las costas de allende las Columnas de Heracles, tal vez la ruta a las remotas Casitérides o incluso la mítica Tule. Pero al menos había caído en sus manos aquella dioptra con la que ahora estudiaba el campamento enemigo y por la que habría pagado hasta diez veces lo que acababa de decirle a Cinégiro.
—Ten cuidado y no apuntes esa mierda al sol —le advirtió Euforión, estirando los dedos para toquetear la lente exterior. Temístocles, aunque solía ser tolerante con los jeribeques de su amigo, le apartó la dioptra, temiendo que le rompiera o manchara el cristal. Euforión, frustrado en su gesto, sacudió dos veces el cuello a la izquierda, volvió a mascullar «mierda» y añadió—: Te puede abrasar los ojos.
—Gracias por tu consejo no solicitado, Euforión —respondió Temístocles.
Acercó el ojo derecho al tubo y lo enfocó primero a la playa. Como sospechaba, los barcos embarrancados en la arena, que en la dioptra parecían colgar de ella, eran los trirremes. Puesto que el arma principal de aquellas naves era la maniobrabilidad, sus tripulantes, siempre que era posible, las sacaban a la orilla para que la madera de abeto o, en el caso de los barcos fenicios, de cedro se secara lo más posible y pesara menos. Temístocles calculó que en la playa debía de haber cerca de doscientos trirremes, y el doble de barcos de transporte anclados en la bahía. Seiscientos barcos en total. No tantos como los mil que habían llevado los aqueos para invadir Troya.
La diferencia estaba en que Homero hablaba de hechos remotos que podía exagerar todo lo que quisiera, mientras que aquellos seiscientos barcos estaban allí, delante de sus ojos. Y Temístocles, que había viajado más que la mayoría de los atenienses, tenía que reconocer que nunca había visto tantas naves juntas.
Se volvió hacia Sicino. El gigante había caído prisionero en la expedición fallida que el general Mardonio había dirigido contra el norte de Grecia tres años antes. Temístocles no ignoraba que su esclavo seguía siendo fiel al Gran Rey. Pero también sabía que, convencido y orgulloso de la abrumadora superioridad del ejército de Darío, no sentía ningún empacho en revelar información sobre él.
—¿Dónde han traído los caballos, Sicino? El joven persa le respondió en su griego plagado de silbantes.
—Cuando viajé con Mardonio, lo que hicimos fue adaptar trirremes desmontando las dos filas inferiores de remeros para hacer hueco.
—¿Cuántos caballos se pueden cargar así? —preguntó Cinégiro—. ¿Quince, veinte? —Treinta, señor —contestó Sicino.
Lo que me había imaginado
, pensó Temístocles. Era difícil calcular de cuánta caballería disponía Datis, pues sus unidades se movían constantemente entre las de infantería, y algunas se adelantaban cabalgando por la tierra de nadie para acercarse a las posiciones de los hoplitas griegos y provocarlos con sus gritos. Pero Temístocles llevaba un par de horas siguiendo a los diversos escuadrones y ya los tenía localizados. Por lo que le había contado Sicino, los persas eran muy puntillosos y organizaban su ejército en múltiplos de diez, de cien y de mil. Apostaba a que ahora habían traído dos
hazarabam
de caballería.
—Dos mil caballos —tradujo en voz alta. Una fuerza como ésa no la poseía nadie en Grecia, ni siquiera los tesalios, tan afamados por sus caballos.
—Mierdamierda, estamos jodidos —murmuró Euforión, y llevó a cabo tres veces seguidas el consabido ritual de golpearse ambos hombros, el esternón y la frente.
Temístocles sabía que su amigo no tenía miedo. Para ser precisos, no más miedo que los demás.
Si estuvieran hablando de mujeres, habría soltado los mismos tacos y sufrido los mismos visajes. O peores, pues el pobre Euforión poseía más razones para temer a las mujeres que a los guerreros enemigos. Temístocles había intentado casarlo con su hermana Nicómaca, pero ésta le contestó algo así como:
«Por muy tutor legal mío que seas, a mí no me casas con ese tarado»
. Nicómaca había heredado la mitad del carácter de su madre, lo cual ya era mucho, así que no hubo más que hablar.
—Bah, caballos, caballos —dijo Cinégiro—. ¿Qué son dos mil burros grandes contra los mejores hoplitas de Grecia? —Nunca hemos sido los mejores hoplitas de Grecia —dijo Euforión. Señaló a la llanura con la mano (no pudo evitar llevársela antes a la oreja un par de veces) y añadió—: Y te olvidas de su infantería con la mierda de sus arcos. Estamos jodidos enmerdados sodomizados.
Temístocles volvió a apuntar la dioptra hacia la izquierda, pero esta vez la fijó en las filas de a pie que formaban en el llano. En el ala más cercana a ellos se veían tropas más abigarradas: jonios, carios, panfilios y otros súbditos del Gran Rey. Pero el grueso del ejército estaba formado por iranios uniformados con vivos colores. En la primera fila había soldados provistos de unos enormes escudos, casi tan altos como un hombre y que debían tener puntales por detrás, pues aunque algunos de los persas los habían soltado seguían manteniéndose en pie. Tras esa muralla de escudos formaba una gran masa de arqueros, vestidos de rojo y repartidos en diez o doce filas de profundidad. No llevaban escudo ni lanza, tan sólo sus arcos compuestos y, por lo que parecía desde allí, espadas y cuchillos largos para el combate cuerpo a cuerpo.
Cuando Temístocles le describió a Sicino el armamento de aquellos hombres, su esclavo le explicó:
—Los que protegen a los arqueros son
sparabara.
—El joven vaciló y aventuró en griego—:
¿Lleva escudos? ¿Portaescudos? —Algo así —respondió Temístocles.
Siguió recorriendo las filas persas con la dioptra. Las unidades estaban nítidamente separadas por amplios pasillos que servían a los escuadrones de caballería para moverse entre ellos. Gracias a esos huecos resultaba fácil contarlas. Cuando llegó al centro, Temístocles verificó que allí había cinco batallones uniformados de otra guisa. En la primera fila también se veían sparabara con sus grandes y vistosos escudos de colores, pero por detrás de ellos formaban lanceros tocados con caftanes y mitras azules y provistos de lanzas y escudos más ligeros.
Además de las lanzas, aquellos hombres también llevaban arcos y aljabas. Su viejo maestro Fénix no había exagerado cuando decía que lo primero que aprendían los persas era el manejo del arco. Temístocles se imaginó a todos aquellos guerreros disparando a la vez decenas de miles de flechas. El pensamiento hizo que se le erizara el vello de la nuca, y no precisamente de emoción.
—¿Quiénes son esos lanceros? —Son los
arshtika
—respondió Sicino, y añadió con orgullo—: Yo era un
arshtika
.
Temístocles se imaginó a aquel gigante armado de lanza y escudo y tocado con la mitra, y pensó que ni el coloso Áyax bajo las murallas de Troya habría causado tanto pánico. Tal como estaba ahora, vestido con una simple túnica y con las manos desnudas, Sicino ya infundía temor. Sus rasgos eran correctos, e incluso se habría podido decir de él que era guapo. Pero el derrumbamiento de la mina le había roto el tabique de la nariz y la caída del rayo le había dejado en el lado derecho de la cara una siniestra marca violácea que le cruzaba desde la sien a la barbilla. Por si fuera poco, de su otro accidente, el del mar, también conservaba una fea mordedura en forma de media luna que adornaba su pantorrilla izquierda.
—Éramos las segundas mejores tropas del Gran Rey —prosiguió Sicino, contento de recordar su época de soldado—. Después de los
anushiya
.
—¿
Anusha
? ¿Quiénes son esos tipos? —preguntó Cinégiro.
—La guardia personal del Gran Rey —contestó Sicino—. Todos pertenecen a buenas familias y son grandes guerreros con la lanza y con el arco. —Se quedó pensando y añadió—: Y son diez mil.
Euforión silbó entre dientes y realizó su ritual. Clavículas, esternón y frente. Después estiró el brazo como para tocar los nudos del ceñidor de Sicino, pero Temístocles le dio un manotazo.
—Joderjoderjoder —masculló el
daimon
de Euforión—. Darío tiene más soldados como guardaespaldas que toda la mierda de infantería que hemos traído.
—¿Diez mil has dicho? ¿No habrás querido decir sólo mil? —preguntó Cinégiro.
—Diez mil, señor, ni uno menos. Cuando hay una baja la rellenan con alguien que está esperando en una lista, para que siempre sean diez
hazarabam.
Yo estaba en esa lista, y tenía el número dos mil cuatrocientos tres cuando salí de Babilonia.