Clístenes vivía retirado en una casa cuya vista dominaba la bahía y alcanzaba hasta el Pireo y Atenas. Pero Temístocles no se entretuvo como otras veces en disfrutar del panorama, sino que pasó al interior.
La casa era humilde, más aún de lo habitual entre los atenienses, pero estaba limpia y no era demasiado ventosa. Allí esperaba Euforión el Nervios, sobrino de Clístenes.
—Me alegro de que estés con él —dijo Temístocles, dándole un abrazo a su viejo amigo.
—Mierda, ¿cómo coño crees que lo iba a dejar solo? —respondió Euforión, y la cabeza se le empezó a torcer al lado izquierdo. Para evitar que le diera una convulsión, juntó los dedos de la mano derecha y se golpeó con ellos primero en la frente, luego en ambas clavículas y por fin en el esternón. Desde niño había sido muy nervioso, pero con la edad sus tics se habían agravado, como si lo poseyera un
daimon
travieso que también se apoderaba de su boca y le hacía escupir términos escatológicos en los momentos más inoportunos.
Salvo Euforión, los otros miembros del linaje de los Alcmeónidas habían dado de lado a Clístenes cuando cayó enfermo. En realidad, habían aprovechado el momento de debilidad de quien, hasta entonces, había sido la cabeza visible del clan para cobrarle la factura por sus reformas políticas. Al principio, todo el mundo había pensado que Clístenes proponía esas medidas para atraerse al pueblo al bando de los Alcmeónidas y alejarlo de otros clanes rivales. Pero lo que había hecho iba mucho más allá de las luchas entre facciones. La concesión de plenos poderes a la asamblea de los ciudadanos y la extensión a todos los atenienses de la igualdad ante la ley ya no tenían vuelta atrás, y los nobles se quejaban de que desde entonces la soberbia del pueblo llano no conocía límites.
Sin embargo, la medida más revolucionaria de Clístenes era tan complicada que al principio había pasado desapercibida para todo el mundo. Había abolido las cuatro tribus tradicionales de todas las ciudades jonias y había creado otras diez, cada una nombrada a partir de un héroe tradicional. Pero esas tribus no poseían una base genealógica, ni siquiera geográfica, pues en cada una de ellas se mezclaban personas de lugares dispersos del Ática. Estas tribus de orígenes e intereses tan abigarrados constituían el núcleo del gobierno de Atenas: de ellas se elegían los jurados, los miembros del consejo y el colegio de los diez generales. Los viejos intereses comarcales y las rencillas entre los habitantes del monte, la costa y la llanura ya no tenían sentido, y el poder local que ejercían los clanes aristocráticos había quedado diluido como una gota de aceite en un gran cántaro de agua. Ahora, los nobles que quisieran destacar en política tenían que convencer a todos los ciudadanos, no sólo a los de una pequeña zona. Aquella mezcla organizada por Clístenes había conseguido que todos miraran ahora por el bien de una sola entidad: Atenas.
Pero su reforma le había granjeado el odio de los aristócratas que aún se creían héroes de la
Ilíada
, que competían con sus caballos en los Juegos Olímpicos y que tan sólo buscaban la gloria individual. Como el propio Clístenes le había confesado a Temístocles en una conversación, el régimen que se estaba instaurando en Atenas suponía el auténtico kratos tou demou, el poder del pueblo. Al oírlo, Temístocles había repetido aquellas palabras y había jugado con ellas hasta fundirlas en una sola.
Kratos tou demou. Demou kratos. Demokratía
.
Democracia. Aquella nueva palabra le sonaba bien. Sobre todo, pensando en cuánto molestaría a alguien tan elitista como Arístides.
—¡Chssss! No digas eso en voz alta —le había dicho Clístenes—. Si los nobles lo oyen, comprenderán de verdad lo que está pasando y tomarán las armas. No, no utilices esa palabra hasta que toda la generación que ha conocido el gobierno de los aristócratas y el de los tiranos haya muerto.
De momento, pensó ahora Temístocles, uno de los testigos de esa época iba a morir.
Euforión llevó a Temístocles al dormitorio de su tío, pero antes de hacerlo pasar tuvo que tocar por cinco veces el dintel de la puerta con los nudillos, mascullando
«mierda»
en cada una de ellas.
Sólo entonces, tras descargar la basura que el demonio ponía en su boca, entró al cubículo.
—Mira quién ha venido a verte, tío —dijo, controlando la voz.
Pese a que no hacía frío, en la alcoba ardía un brasero de cobre con madera de cedro y ramas de romero y tomillo. Con todo, el humo no lograba disimular el olor de la vejez y la enfermedad.
Clístenes llevaba mucho tiempo tendido en la cama, y aunque la esclava que lo atendía lo cuidaba con dedicación, le lavaba el cuerpo y le cambiaba a menudo las sábanas, era imposible evitar las llagas y las escaras.
Clístenes tenía cerca de setenta años, pero se le veía mucho más envejecido. La misma primavera en que Temístocles se había casado con su nieta Arquipa, el estadista había sufrido un ataque de apoplejía. Como secuela, la parte izquierda del rostro se le quedó paralizada, apenas podía mover la mano de aquel lado y cojeaba de un modo lastimoso. Aunque con el tiempo había recobrado casi toda la lucidez de su mente, para alguien que hasta entonces había destacado entre los demás nobles por su apostura era humillante que lo vieran así, con un ojo inexpresivo y babeando por la comisura de la boca al hablar. Así que Clístenes había decidido retirarse de la política y comprarse aquella casa en Salamina, lejos de todo el mundo. Allí había aguantado mal que bien, recibiendo las visitas de Temístocles y regalándole sus consejos. Pero tres años antes, el mismo del arcontado de su pupilo, había sufrido otro ataque, y desde entonces ya no levantó cabeza.
Temístocles se sentó en un taburete, al lado de Clístenes, y le agarró la mano. Las palmas se notaban finas y resbaladizas como la piel de un pandero seco a punto de romperse. El viejo respiraba con un estridor que agobió a Temístocles, como si fuese él quien se estuviera asfixiando.
Una mosca verde se empeñaba en posarse sobre el cráneo ralo y poblado de máculas de Clístenes, y Temístocles la aventó con una mano.
Al sentir el contacto de Temístocles, el viejo sonrió y le miró a la cara. Tenía los iris muy oscuros, casi negros, pero ahora se veían bordeados por un extraño ribete azul. Con todo, Temístocles se dio cuenta de que había en su mirada más lucidez que en cualquiera de sus últimas visitas, y pensó en lo que ocurre antes de una borrasca, cuando el aire se vuelve tan diáfano que pueden verse con claridad los detalles de las islas y las montañas más alejadas.
—Acércate más —le dijo Clístenes.
Temístocles se levantó del taburete y se sentó en la cama. El aire que salía silbando de los pulmones del viejo tenía un olor penetrante y dulzón, pero Temístocles no se apartó. Clístenes se volvió hacia su sobrino y le indicó con un gesto que los dejara solos. La esclava salió detrás de Euforión.
—Tengo algo importante que decirte, hijo.
—La voz del anciano era débil, pero sonaba clara.
—Escucho tus palabras.
—Quiero que seas mi heredero, Temístocles —dijo Clístenes, apretándole con las escasas fuerzas que le quedaban en la mano derecha.
Temístocles retrocedió un poco, confuso, y se soltó de la débil presa del viejo. Pero enseguida se arrepintió y volvió a tomarle la mano.
—Sabes que tengo riquezas de sobra. ¿Por qué no les dejas tus...?
—Chsss. Tú sabes a qué me refiero. Ni mis fincas, ni mis rebaños, ni mis caballos me importan ya. Todo lo he ido soltando, y en cualquier caso a Caronte le basta con un mísero óbolo. No, la herencia que te dejo es otra.
Temístocles sintió la importancia de ese momento, y se le erizó el vello de la nuca.
—Sé que los persas están a las puertas, hijo. Esas puertas no son demasiado sólidas, y además hay quien quiere abrirlas desde dentro. Y hablo de algunos de mi propio linaje. Mucho más cerca de lo que tú te crees —añadió en tono misterioso.
«Siempre hay un traidor dispuesto a abrir las puertas»
, le había dicho Mnesífilo. Y, ciertamente, lo mejor que se podía decir de la política de los Alcmeónidas con respecto a los persas es que era ambigua.
De pronto, Temístocles se arrepintió de no haber acudido a la asamblea. ¿Se darían cuenta los ciudadanos de que no podían atrincherarse tras las murallas, de que debían salir a buscar al enemigo si no querían correr el mismo destino que los eretrios? ¿Tendría Milcíades suficiente visión para darse cuenta de ello y convencerlos?
—Los persas no son la única amenaza —continuó Clístenes—. Aunque salgamos de esta crisis, tendremos que sufrir la envidia de nuestros vecinos y el temor que en secreto alberga Esparta al ver cómo crecemos. Atenas sólo puede sobrevivir si se hace grande.
—Tú la has hecho grande, Clístenes.
—No del todo, hijo. El secreto de la verdadera grandeza descansa en dos cimientos: la unión y el número. Yo creé las diez tribus para unir a los habitantes de toda el Ática. Y para aumentar el número trampeé con las listas del censo e hice inscribir en los demos a todos los ciudadanos posibles, por muy dudosa que fuera su procedencia.
Temístocles enarcó una ceja, aunque no llegó a escandalizarse. El viejo esbozó una sonrisa de truhán que quebró su rostro en mil arrugas más.
—Por eso —prosiguió— ahora podemos movilizar más hoplitas que la propia Esparta. Que ellos se empeñen en sus leyes de pureza racial si quieren, y ya verás cómo cada vez hay menos escudos con lambdas en el campo de batalla.
Temístocles asintió. ¿Qué iba a contarle a él, que era hijo de una mujer caria, una bárbara a fin de cuentas? —La raza y la sangre son una sandez —prosiguió Clístenes—. Te lo digo yo, que puedo recitarte mis ancestros hasta más de veinte generaciones. ¡Cuánta patraña! Mi abuelo Alcmeón, aparte de ser un avaricioso, llevaba unos cuernos más grandes que los del rey Minos, así que imagínate de qué sangre puedo descender yo. Lo mismo llevo en mis venas la de algún esclavo tracio.
Era la primera vez que Temístocles oía esa confesión. Se sintió violento, y además molesto, porque si por las venas del abuelo de su esposa corría sangre ilegítima, también debía de correr por las de sus cuatro hijos. ¿Para eso se había casado con una Alcmeónida, renunciando a la buena dote que habría podido conseguir por otro lado? Entonces se dio cuenta de la estupidez que estaba pensando, él, que siempre había despreciado a los eupátridas, y soltó una carcajada. Clístenes llevaba razón, por supuesto. La sangre que debía contar en las venas de aquellos niños era la suya, la de Temístocles, hijo de sus obras. Las obras que ya había realizado y las que aún tenía que realizar.
—La sangre es engañosa —prosiguió Clístenes—. Los atenienses no deben serlo por raza, sino por convicción. Deben ser atenienses por cultura, por amor a los santuarios de su tierra y por devoción a nuestra diosa.
—Eso empieza a ocurrir ya. Y gracias a ti.
—Pero tienes que seguir adelante con mis reformas, hijo. Me daba miedo trastocar del todo las leyes de Solón, así que no tuve agallas para concederle a la cuarta clase los privilegios de las otras, y por eso los jornaleros no pueden ser magistrados ni generales. Pero ellos solos son más numerosos que las otras tres primeras clases juntas. Si Atenas quiere ser grande de verdad, necesita a todos esos ciudadanos, por humildes que sean. ¡Nos hacen falta todas las manos! La pobreza no debe ser un obstáculo para nadie si tiene algún beneficio que hacerle a la ciudad.
Temístocles asintió. Clístenes nunca se había sincerado tanto con él. Si en su momento hubiera manifestado aquellas ideas revolucionarias delante de los demás nobles, lo habrían echado a pedradas del Ática. Cuando los miembros de la cuarta clase pudieran acceder a todos los cargos, esa democracia cuyo nombre aún no se atrevían a pronunciar sería tan real y sólida como los grises bastiones de la Acrópolis.
De pronto, Temístocles tuvo una visión. Treinta mil corazones unidos en un mismo empeño.
Sesenta mil manos. Una fuerza que en Grecia podía ser invencible, un poder que hasta podría plantar cara al gigante persa. Pero esas sesenta mil manos no empuñaban escudos de roble ni lanzas de fresno.
No. Eran remos lo que aferraban entre sus dedos.
Ya había pasado el mediodía cuando volvieron al Pireo. Temístocles no dejaba de mirar a los remeros de la falúa y pensar en su visión.
Doscientos trirremes nuevos, una flota como Grecia no había visto nunca, una ciudad flotante protegida por paredes de madera y armada con espolones de bronce. Pero ¿cómo convencer a los atenienses de las tres primeras clases para que renunciaran a la lanza y empuñaran el remo? Se miró las manos y tocó los callos de sus dedos y sus palmas. A él no le importaba, porque llevaba el mar en la sangre y le parecía más honroso remar de vez en cuando para mantenerse en forma que tirar de un arado. Los demás miembros de la clase hoplítica no eran como él, pero tendría que saber persuadirlos.
Recordó las últimas palabras con sentido que había pronunciado Clístenes antes de sumirse en un sopor del que ya no había despertado.
—La mayor posesión que tiene un hombre es su libertad. Los hombres deben ser libres. Deben tomar sus propias decisiones. Deben elegir por propia voluntad tomar las armas para luchar por la ciudad que ellos mismos gobiernan. ¿No estás de acuerdo, Temístocles?
—Sí —había asentido él, no demasiado convencido.
—Es como el padre que al defender a su mujer y a sus hijos se hace el doble de fuerte de lo que sería combatiendo por un amo. Haz libres a todos los atenienses, Temístocles, y los harás invencibles.
Libres, sí,
se dijo ahora.
Que tomen sus propias decisiones.
Pero que esas decisiones sean las mías
.
Los muelles del puerto estaban casi vacíos, y la única embarcación que entraba en vez de salir era la falúa que los transportaba. Cuando pusieron el pie en el embarcadero, uno de los soldados le dijo:
—Taxiarca, el general Melobio ordena que te presentes ante él.
Temístocles asintió, interpretando el significado oculto en aquellas palabras.
«El general te ruega que vayas a verlo»
. Melobio había sido elegido estratego de la tribu Leóntide gracias a los manejos y el dinero de Temístocles, que por el momento prefería seguir en segundo plano.
—¿Ha terminado ya la asamblea? —preguntó Mnesífilo.
—Sí —respondió el soldado.